28 de febrero de 2016

Homero Alsina Thevenet. Algunas sugerencias para periodistas (y cronistas y escritores) modestos

“El País”, diario uruguayo fundado en septiembre de 1918, publica los primeros viernes de cada mes “El País Cultural”, uno de sus diversos suplementos y tal vez el más prestigioso. Inaugurado por Homero Alsina Thevenet (1922-2005) y acompañado desde su origen por los escritores Elvio Gandolfo (1947), Rosario Peyrou (1948) y Álvaro Buela (1961), ha sido a lo largo del tiempo el responsable de un análisis serio de la cultura uruguaya y hoy es objeto de colección: los puestos de libros de la feria dominguera de Tristán Narvaja, en Montevideo, venden los números atrasados. Editado por primera vez en octubre de 1989 con dieciséis páginas en blanco y negro (y un breve toque de sepia en la tapa), impuso desde un principio a sus colaboradores una suerte de decálogo de instrucciones basado en los conceptos que el profesor de Inglés de la Cornell University y ensayista William Strunk (1869-1946) incluyese en su “The elements of style” (Los elementos del estilo). “La escritura vigorosa es concisa -decía el escritor estadounidense-. Una frase no debe contener palabras innecesarias, ni un párrafo debe contener frases innecesarias, por el mismo motivo por el que un dibujo no deberá tener líneas innecesarias ni una máquina partes innecesarias. Esto no supone que el escritor haga cortas todas sus frases, ni que evite los detalles ni que trate sus temas sólo en líneas generales, sino que Toda Palabra Importe”.
El gran impulsor de estos preceptos fue el periodista y crítico cinematográfico Alsina Thevenet, quien se encargó en reiteradas oportunidades de impartirlos a los jóvenes periodistas que ingresaban al plantel editorial el diario. Lo hizo personalmente y lo escribió en diversas secciones de miscelánea humorística como “La Mar en Coche” del semanario “Marcha”, en “Consejos al periodista incipiente” de la revista “Cine Radio Actualidad” y en “Mondo Cane” de “El País”. También en su libro “Enciclopedia de datos inútiles” bajo el título de “Algunas sugerencias para periodistas modestos”. Pero tal vez donde mejor se explayó sobre el tema fue en la conferencia que pronunció en mayo de 1998 en San José de Costa Rica, en el ámbito del Encuentro de Suplementos Culturales que patrocinó la Universidad Nacional de ese país centroamericano. Lo que sigue es un extracto de los conceptos volcados por el periodista, tanto en la obras como en la conferencia mencionadas.

Comience toda nota en el centro del tema, especialmente si el propósito es informativo. Las primeras líneas deben apresurarse a establecer “qué”, “quién”, “dónde, cuándo”. El “cómo” puede esperar al segundo párrafo. Elimine al máximo el “yo”, el “nosotros”, los otros pronombres respectivos (“me”, “mí”, “nos”) y los verbos en primera persona del singular y del plural. El enfoque gramatical de primera persona debe reservarse para aquello que es absolutamente intransferible.

Un redactor puede contar su amistad con un escritor fallecido en fecha reciente, y la primera persona es necesaria. Un redactor puede ser judío y contar su experiencia con el antisemitismo, en tal o cual ocasión, y la primera persona es inevitable. Pero el abuso de la primera persona lleva a la pedantería de ponerse en el centro del tema o del párrafo, como cuando un crítico musical escribe: “Nunca escuchamos a esta orquesta tan bien dirigida como...” en lugar de afirmar: “Nunca esta orquesta estuvo tan bien dirigida como...”; o cuando un cronista literario reseña una novela y escribe: “En la página 38 nos encontramos, para nuestra sorpresa, con que...”.

Salvo casos de extrema necesidad, elimine los signos de interrogación; el lector quiere respuestas y no preguntas. Evite los signos de admiración: el concepto deberá ser bastante asombroso con sólo enunciarlo sin que usted le coloque una bandera encima. Elimine las referencias al hecho mismo de estar escribiendo una nota. Sea un espejo sin decir “aquí estoy como un espejo”. La prosa tersa no se dobla sobre sí misma.

Se deben eliminar rodeos y larguezas y preferir la palabra concreta a la abstracta. Evite las preguntas puramente retóricas (para contestarlas en la frase siguiente) y los paréntesis extensos que desvían la atención del texto. Un título periodístico llega a alargarse para llenar espacios, como: “Se experimentaron precipitaciones pluviales en todo el sur de la república”, pero siempre será mejor que usted escriba llanamente: “Llovió en todo el sur del país”. Reescriba toda vez que pueda hacerlo. Si tiene a mano un lector que ignore el tema, confíele una primera revisión del texto. Si él no entiende algo, la culpa es de usted. El dueño de su prosa no es usted, ni su jefe de redacción, ni su director. El dueño de su prosa es su lector.

Prefiera la frase positiva en lugar del doble negativo. Prefiera el dato concreto en lugar del aproximado. No adelante lo que dirá después, ni retroceda a reiterar lo que ya dijo. Sea moderado con adverbios y adjetivos. No los acumule si son similares entre sí. Reúnalos cuando sean complementarios. Cuide los paréntesis y los entreguiones. El paréntesis que excede las dos líneas cobra vida propia y obliga a rehacer la frase.

Haga uso del sentido común para saber lo que el lector digiere y lo que no; observe detalles, infórmese bien, explique el “cómo” y el “por qué”, corte las palabras difíciles, elimine los párrafos largos, evite los puntos suspensivos y la imprecisión en datos que pueden ser precisos como sitios o fechas. La precisión tiene una virtud: convence psicológicamente al lector. Un dato equivocado lo hace desconfiar.

Cuide con extrema precisión los datos. Todo debe ser verificado y correcto. Eso es particularmente cierto en la ortografía de nombres propios extranjeros y en la mención de fechas, dos puntos que no admiten equívocos. Hay que escribir bien los nombres difíciles, o que suelen provocar errores, como Nietzsche o Marilyn Monroe o Graf Zeppelin o Laurence Olivier. Y tampoco alcanza con no equivocarse en las fechas sino que es necesario apuntarlas con precisión. En lugar de decir que la Guerra Civil Española ocurrió hace varias décadas, es más eficaz apuntar el paréntesis 1936-1939. En lugar de escribir que Fulano de Tal tiene cincuenta y tantos años, será mejor escribir que nació en 1947. Las versiones vagas no mienten, pero las versiones precisas infunden al lector una sensación de seguridad.

Procure utilizar un lenguaje accesible. Se debe llegar al lector común y en esto se tienen dos adversarios: uno es ese mismo lector común al que se debe conquistar haciendo fácil la lectura de los temas culturales. Si no se lo apresa en las primeras ocho líneas, se va. Y si se va, no vuelve. Otro adversario peor es el colaborador de formación académica, que quiere lucirse y que por tanto utiliza las palabras difíciles: “heteróclito”, “lúdico”, “mediático”, 
“gnosis”, “fonemas”, “sintagmas”, “sinécdoque”, “intercontextualización” y muchas otras.

Un derivado de esto es que se debe volcar los temas difíciles a las palabras fáciles. En la prosa difícil suele incurrir el redactor espontáneo, y no siempre por el lenguaje rebuscado o el abuso de las esdrújulas. Se le ocurre una idea adicional a lo que está escribiendo, así que intercala una frase derivada que le lleva cuatro líneas y que hace perder al lector la ilación de lo leído antes. Una variable habitual es el paréntesis con el dato que debió ser dicho antes, o que quizás no importe, y que también se extiende hasta romper la frase. Un principio gramatical poco respetado es que la frase debe ser leída con total coherencia, como si el paréntesis no existiera. En esos casos, el redactor se ha respetado a sí mismo, con sus vueltas mentales, pero no ha respetado al lector.

Lo anterior lleva a recordar algunos consejos de Gabriel García Márquez, en sus cursos de Barranquilla, que han sido reflejados por asistentes al colegio. Recomienda cuidar la respiración normal del lector. La frase larga y complicada lo deja sin aliento. La promesa de lo que se dirá más adelante puede ser un paso atrás si después no cumple la expectativa. Los datos inútiles complican la prosa. Los datos necesarios deben estar incluidos y ninguna frase debe ser incomprensible o contradictoria o confusa. El comienzo de una nota debe tener un “gancho” de interés. El fin de una nota debe ser una culminación de lo escrito, aunque sólo tenga pocas palabras.

¡Por favor no descubra la América, que ya está descubierta! No inaugure sus actividades de colega amateur creyendo ingenuamente que nadie antes de usted había visto los dramas y las comedias de este mundo. Es necesario estar siempre “de vuelta” de todo, incluso de sí mismo, y para eso es necesario mover el cerebelo, leer, pensar, charlar, pasear, tener impertinencias súbitas y decirle al tipo lo que no se animaba a decirle. Despiértese, hombre. La vida es acción, el arte es acción, y su derrame de adjetivos dichos desde un solo sitio es un error de ubicación, sólo perdonable si usted está hablando de una inmóvil, dura pero elocuente estatua.


P.D.: A propósito: trate de escribir con menos puntos y aparte. Ponga verbos en todas las frases. Use menos mayúsculas. Conserve la ilación y el sentido de lo que escribe (no haga como nosotros). Léase “La risa” de Bergson. Conmuévase menos ante los dramas hondos. Evite toda definición que no sea ingeniosa. Lea a Bernard Shaw. No sea tímido. Lea a Sinclair Lewis. Reconozca que era muy malo lo que usted escribía hace dos años. Disculpe.

20 de febrero de 2016

Esther Díaz: "El conocimiento no es solamente una construcción histórica; es y ha sido uno de los principales motores de los cambios sociales"

Doctora en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Esther Díaz (1939) ha ejercido por años la docencia, tanto en esa universidad como en la Universidad Nacional de Lanús, además de dictar seminarios de posgrado sobre Metodología de la Ciencia y Epistemología en las universidades de Entre Ríos, Tucumán y del Nordeste. Lleva publicados cerca de treinta libros, mayormente dedicados a temas de filosofía, epistemología, psicoanálisis y posmodernidad. Entre ellos figuran “Buenos Aires. Una mirada filosófica”, “Las grietas del control. Vida, vigilancia y caos”, “La posciencia. El conocimiento científico en las postrimerías de la modernidad”, “Guilles Deleuze y la ciencia”, “El poder y la vida. Modulaciones epistemológicas”, “La filosofía de Michel Focault”  y “La sexualidad y el poder”. Dueña de una vida personal y familiar harto complicada -que incluye desde la enfermiza sobreprotección paternal hasta un intento de suicidio, pasando por los maltratos propinados por un marido golpeador, la relación incestuosa de su propia madre con éste y la muerte de su hija- Esther Díaz sostiene con acierto que la realidad “espanta y seduce” a la vez, y es en ambos casos “el pensamiento quien nos salva”. Ahora acaba de publicar “Ideas robadas al atardecer”, un tomo de ensayos en el que discute los alcances de la tecnociencia, subraya las responsabilidades éticas del desarrollo científico y destaca los beneficios de la divulgación filosófica. “Escribir el libro -dice la autora- me salvó la vida. Nietzsche decía que nunca se piensa mejor que cuando se piensa en contra de otro. Spinoza decía que la realidad nos puede afectar de dos maneras: con pasiones alegres o con pasiones tristes. La realidad me afectó con pasiones tan tristes que toda esa energía la pude revertir en la escritura del libro”. En los diez ensayos que lo componen, exhibe ideas (con su visión personal y la de grandes pensadores de todos los tiempos) sobre las intrincadas relaciones del poder con la verdad, el control y la explotación; la compulsión consumista; la sexualidad amenazada por el sexo virtual; la violencia enquistada en el sistema educativo, o las consecuencias de la concentración del capital. Lo que sigue es una versión extractada y editada de dos entrevistas que la epistemóloga concedió a Silvina Friera (diario “Página/12”, 9 de febrero de 2016) y a Verónica Abdala (revista “Ñ” nº 646, 13 de febrero de 2016).


¿Por qué el título del libro?

Ideas robadas viene al caso porque creo que uno puede tomar ideas de otros siempre y cuando asesine a su autor; es decir, las elabore y construya las propias. Acá no se trata de copiar o plagiar, todo lo contrario: así como el escritor lee a otros autores y el músico escucha a sus colegas, el pensador se apoya en quienes lo precedieron y reelabora los conceptos. Crear desde la nada sería una utopía romántica. Al atardecer refiere a que estoy en el invierno de mi vida... ¡Si tardaba un poco más me agarraba la noche!

¿Cuáles son los ejes temáticos que atraviesan estos ensayos?

En principio el tema del poder y su relación con la discriminación, la violencia y la construcción de la verdad, desde el punto de vista de Foucault, inspirado a su vez en Nietzsche. La verdad es siempre una construcción, determinada a su vez por lo social, y que los poderosos imponen incluso a través de valoraciones éticas: lo que está bien y lo que está mal. Otro tema es la sexualidad: erotismo, pornografía y postpornografía. Está presente también el papel que actualmente las sociedades contemporáneas le reservan a la mujer. Así como para muchos autores, como Heiddegger por ejemplo, la filosofía no sirve para nada, yo tengo una postura neonitzscheana basada en mis estudios de Deleuze, Foucault, Lyotard. Entiendo que del análisis se desprenden acciones políticas, muchas veces acotadas a problemáticas locales, pero que pueden tener implicancias concretas en las sociedades en las que vivimos. La micropolítica muchas veces llega a impactar en la realidad de una comunidad o un país.

Usted plantea, en relación al tema del poder, que la tecnociencia es la nueva “religión” en el mundo, y la salud su Dios.

Sí, en nombre del progreso científico se cometen todo tipo de abusos y atropellos. Pero la ciencia tiene responsabilidades éticas, y eso es lo que no se puede pasar por alto. Debemos ser conscientes de que quienes ejercen el poder definen lo que es bueno y lo que es malo, y someten a quienes se alejan o mantienen al margen. En este libro intento desocultar relatos que muchas veces se presentan como desideologizados y nunca lo son.

¿En qué planos de lo social se manifiesta esta perversión a la que estaríamos sometidos, si la tecnociencia sirve al poder más allá de la ética?

La sociedad tecnocientífica sirve al poder y aporta a la perversión histórica, y eso se ve, por ejemplo, en el campo de la economía moderna. En los inicios de la modernidad, se creía que el progreso científico resolvería los problemas prácticos del ser humano y que la razón resolvería sus dilemas éticos. Nada de eso ocurrió. El equilibrio universal al que nos conduciría la ciencia aplicada a la economía nunca se produjo. Si bien es cierto que la racionalidad científica produjo mucho más progreso económico, vemos que por otro lado ha generado una concentración escandalosa que provoca muertes y miseria. La producción de armas que amenaza el futuro del mundo y los problemas ecológicos también son producto de la ciencia.

¿Es optimista respecto del futuro?

Posibilidades reales de revertir esto no veo. Creí en ellas en los años '60, cuando pensábamos que una revolución planetaria era posible. Hoy creo en la micropolítica, en que somos capaces de tomar conciencia y generar acciones que redunden en cambios concretos ante las perversiones de las multinacionales y de los Estados que atropellan en nombre de la acumulación y el poder dominante.

Concretamente, ¿de qué forma la micropolítica podría motorizar un cambio?

Si los de abajo están tan mal que no pueden sostener esa pirámide, pueden lograr que ésta se desmorone; ha pasado muchas veces. La resistencia siempre tiene sentido. Ante acciones poco democráticas o ante los efectos nefastos de la violencia capitalista, aparece el impulso de la organización colectiva, con acciones no agresivas que pueden resolver problemáticas locales. Hay dignidad en la indignación, y esa es una forma de empezar a resistir a nivel global. El conocimiento no es solamente una construcción histórica; es y ha sido uno de los principales motores de los cambios sociales.

En este marco, ¿qué importancia le da a la divulgación de la filosofía?

La filosofía debería ser como la música. No hace falta ser profesional de la música para disfrutarla. Mi vida es un esfuerzo consciente por que la filosofía llegue a la mayor cantidad posible de personas, sean especialistas o no. Lo he hecho como docente y también como autora. Como docente de la UBA me vi frente al desafío de explicar los grandes pensadores a chicos mediatizados, nacidos en la era de la televisión o las computadoras. ¿Qué hice? Me puse a escuchar rock, busqué lenguajes nuevos para mí que me permitieran acercarme a ellos y dar las clases de una forma que les resultara atractiva. En una época, incluso, me vestía con accesorios punk.

¿Cómo define la transgresión y en qué medida cree que es efectiva para resistir el orden de lo establecido?

Como decía Nietzsche, nunca se piensa mejor que cuando se piensa en contra de otro. Lo mío siempre fue el ejercicio y la defensa de la resistencia en términos de las prácticas sociales, personales y colectivas. Creo en la transgresión y en la defensa de la ética. Y en los antípodas de la visión de epistemólogos ortodoxos, que plantean que la ciencia busca una verdad que podría estar disociada de la ética, yo vinculo ciencia y cultura, ciencia y ética, ciencia y moral.

¿Por qué en uno de los artículos del libro trabaja sobre la diferenciación entre holocausto y genocidio?

La verdad que la idea se la debo a Giorgio Agamben. Lo que pasa con la palabra holocausto es que los griegos la utilizaban como un sacrificio, que es un honor que se les da a los dioses. Para nosotros la palabra sacrificio parece una cosa negativa, pero en realidad es un homenaje, como para los católicos la misa. A través de la historia se utilizó la palabra holocausto para otro tipo de matanzas. Pero a partir de lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial en Alemania, cuando se liga el holocausto con haber matado a seis millones de personas, no se puede tomar como un homenaje. Eso fue lisa y llanamente una masacre contra la humanidad.

En el libro también despliega una fuerte crítica al humanismo, una palabra que a priori no tendría nada malo en sí misma, ¿no?

Las palabras tienen materialidad. Algunas tienen una carga simbólica tan grande que parecen buenas cuando en realidad están al servicio de causas negativas. La palabra humanismo -pensemos en los primeros humanistas, como Erasmo de Rotterdam- en la práctica nunca significó toda la humanidad. ¿Quiénes eran los humanistas? Los hombres de edad mediana, de buena situación económica, cultos y nobles. Ellos eran los que tenían el poder y, si venía un negro africano, no entraba dentro de la humanidad o se lo trataba como si no estuviera en la humanidad. La palabra humanismo empezó a cobrar un peso ideológico tan grande que se tomó como una cosa positiva. Pero como cualquier término abstracto se puede llenar de un contenido maravilloso, en el sentido de “amo a la humanidad, por lo tanto soy solidario”, como se puede tomar en el sentido de Hitler: “estos seres no son humanos...”. El humanismo se inventa en el mismo momento que se inventa uno de los grandes represores de la vida que es la ciencia moderna, que es la razón moderna. ¿Quién tiene derecho a decir humanismo: el judío o el nazi? ¿Quién es humano: el que vive en la villa miseria o el que vive en el country? La trampa del humanismo es que con una palabra que tiene tanto prestigio se hicieron dos guerras mundiales para “el bien de la humanidad”. Eso es una farsa porque nunca puede haber “paz perpetua” -como pretendía Kant- porque lo que es bueno para uno no es bueno para el otro. Lo que es humano para el rico no es humano para el que carece de todo. El humanismo es aparentemente una palabra niveladora pero que, desde mi punto de vista, es un paraguas que tapa al que tiene el poder. El que tiene el poder dice humanismo; difícilmente el que no lo tiene va a hablar en nombre del humanismo porque sabe que los que dicen humanismo son los que lo están sojuzgando.

En uno de los textos vincula el suicidio de Gilles Deleuze, que se arrojó por la ventana, con el modo en que Nietzsche se defenestró: arrojándose al vacío del silencio y la locura. ¿Qué le interesa de estas experiencias, estos modos de defenestrarse?

Lacan dijo que la manera perfecta de suicidarse es “atravesar la ventana”. Es decir, que si me “desventano”, si me defenestro, pasé a la acción absoluta, no tengo manera de volver. Si tomo pastillas para suicidarme, me pueden salvar, como me pasó realmente hace años, cuando hice un intento de suicidio muy jorobado con pastillas y me salvaron. Estuve en coma una semana y un mes y medio internada. Eso fue cuando cumplí los cincuenta años. Si te tirás de un piso nueve, como se tiró Deleuze, ahí no hay "acting": pasó a la acción, se entregó al “devenir imperceptible”, un trabajo que Deleuze estuvo haciendo y que yo no podía entender. Deleuze lo utiliza cuando hace un estudio del pintor Francis Bacon y dice que las figuras de Bacon tienden a devenir imperceptibles y también a ser trozos de carne. Y fijate cómo Deleuze terminó así: siendo una cantidad de trozos de carne que deviene imperceptible. Devenir imperceptible es sacarse todos los códigos que nos fueron imponiendo, toda la moral que para Nietzsche es el peso del camello, toda esa carga que nos han puesto de la culpa, del que dirán, todo lo que hizo el catolicismo y los tres monoteísmos, todos los gobiernos militares y los totalitarismos que están en contra de la vida. Cuando Deleuze se defenestró devino animal y se sacó todos los códigos de encima. Y devenir animal y devenir imperceptible es lo contrario del rebaño. Un libro de juventud de Deleuze es "Nietzsche y la filosofía", que es un monumento a Nietzsche. Deleuze y Foucault son los que son porque bebieron de Nietzsche, y porque también eran geniales ellos, no les estoy quitando mérito, pero estaban subidos a las espaldas de gigantes. En el caso de Deleuze, los dos gigantes eran Spinoza y Nietzsche. En el caso de Foucault serían Nietzsche y Marx.

En su caso, ¿sobre las espaldas de qué gigantes está parada?

Sobre Nietzsche, Foucault y Deleuze. Hacer filosofía es inventar conceptos; entonces los grandes pensadores hacen castillos con conceptos. Kant, aunque no sea de mi devoción, hizo un castillo impresionante de conceptos. Los que no somos tan grandes pero no nos resignamos a ser simplemente repetidores, hacemos nuestra chocita, pero en mi caso apoyada en la medianera de los palacios de estos grandes. Yo estoy apoyada en esa medianera, ellos son mi fuente y voy haciendo mi chocita como puedo. Si algún aporte mínimo hice al pensamiento argentino, lo tomaría desde el punto de vista de la epistemología. La epistemología, que parece una cosa inocua, no es nada inocua. Yo propongo una epistemología ampliada. Yo estoy de acuerdo con que la epistemología tiene que estudiar los métodos y la historia de la ciencia. Pero, ¿por qué ganó una teoría y no la otra? Ahí hay que ampliar a lo político-social. Entonces, cuando lo ampliás a lo político-social, te enterás de que en la época de Charles Darwin había otro científico, Alfred Wallace, que no pasó a la historia simplemente porque era pobre, aunque tenía la misma teoría de Darwin y trabajaba de tutor para la gente noble, mientras que Darwin era burgués, pudo viajar por todo el mundo, publicó su libro y pasó a la historia. La teoría de Darwin no es mejor que la de Wallace, es simplemente que Darwin tuvo más poder. Por eso en mi libro es tan importante el estudio del poder, de la sexualidad de la mujer y la exclusión a la que estamos sometidas.

Eso está explicitado en “La maté porque era mía”, donde aparece el relato en primera persona, donde la víctima de la violencia es usted misma.

Sí, yo fui una mujer golpeada, lo superé y empecé de nuevo. Hay un ejemplo que doy que es impresionante, la letra de un tango que dice: “el hombre no es culpable en estos casos” y le dice al tipo que se vaya y después, “con gran tranquilidad, amablemente”, mata a la mujer de treinta cuatro puñaladas. La culpable siempre es la mina. El machismo no tiene género; las mujeres, sin darse cuenta, también son machistas. La gente todavía, aunque te parezca mentira, no se atreve a preguntar sobre la sexualidad. Yo he contado que en una época estuve haciendo tratativas con prostitutos porque no encontraba con quién estar y nadie me pregunta sobre eso. Cuento que anduve con un transexual y nadie me pregunta sobre eso. En cambio, digo que mi marido me cagaba a palos y de eso se atreve todo el mundo a preguntarme. A pesar de todo, la sexualidad sigue siendo un tema tabú.

¿Cómo persiste el arte, qué papel cumple en esta economía cada vez más agresiva y desangelada?

El arte aspira a la belleza metafórica, a diferencia de la ciencia que busca verdades. El arte es cambio, enriquecimiento, liberación; no se cierra a sentidos herméticos. Los griegos hablaban de "aletheia", que podría traducirse como develamiento, en el sentido de los velos que caen y desocultan lo que está detrás. Es lo que sentimos cuando entre la experiencia y nosotros se genera una sensación de plenitud absoluta. El arte, en los mejores casos, nos produce eso, como el orgasmo. El arte tiene sentido porque nos permite olvidarnos de nosotros mismos y del entorno para experimentar "aletheia", esa plenitud emocional que no precisa de contrastación empírica.

Frente al “éxito” entendido en términos mercantilistas o materiales, ¿puede pensarse que el artista triunfa en el plano simbólico?

Por supuesto, el artista se consolida en la subjetividad, en sentido inverso a la economía y la producción industrial, escindidas del eros y la belleza. Frente a una ciencia sin conciencia -que cosifica y manipula la vida en el planeta-, una producción sin belleza y un proceso social disociado de los ideales amorosos en el que el hiperindividualismo ha reemplazado a la solidaridad, el arte expande las fronteras de la sensibilidad y abre espacios inesperados a la creatividad. Yo, entre la escritura de un ensayo y otro, leo poemas.

15 de febrero de 2016

El espacio y el tiempo como intuición o el Cortázar subterráneo

El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) afirmaba en su “Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la razón pura) que tanto el espacio como el tiempo no eran conceptos sino intuiciones, formas apriorísticas de la sensibilidad. Fueron esas formas las que, con el correr de los años, se prestarían cabalmente para múltiples manifestaciones imaginarias en la literatura. Jorge L. Borges (1899-1986), por ejemplo, las utilizó en “El milagro secreto”, cuento incluído en el libro “Ficciones” publicado en 1944. En él, Jaromir Hladík, el personaje principal, en la noche del 14 de marzo de 1939 es arrestado en Praga y trasladado a un cuartel dónde se le condena a muerte por su condición de judío y opositor a la anexión de Austria por parte del Tercer Reich. Obsesionado con la corrección de “Los enemigos”, una obra teatral que ha escrito, a través de los sueños Hladík mutará el espacio real de la trama del cuento por el de una biblioteca en la que logra hallar a Dios en uno de los cuatrocientos mil libros que la colman. Será Él quien le concede el tiempo necesario para reescribir su drama en el lapso temporal que se produce desde en el instante en que los fusiles le apuntan y disparan hasta el momento en que fallece.
Algo similar ocurre en el cuento “An occurrence at Owl Creek Bridge” (El incidente del Puente del Búho) que el escritor estadounidense Ambrose Bierce (1842-1914) escribiera en 1891. Allí narra las peripecias de Peyton Farquhar, un hombre que estando con las manos atadas detrás de la espalda y una soga en el cuello a punto de ser ahorcado, cierra sus ojos y recuerda a su mujer y a sus hijos. Cuando un sargento encargado de la ejecución retira las tablas de madera que lo sostienen y el cuerpo cae hacia el arroyo, comienza una larga aventura en la que, eludiendo los disparos que le efectúan los soldados mientras nada, alcanza a reunirse con su familia en su casa que está a unos cincuenta kilómetros de distancia. Sin embargo, cuando al fin está frente a ellos, todo se vuelve brumoso, siente un dolor en la nuca y su cuerpo aparece balanceándose sujeto a la cuerda. Nuevamente, el espacio y el tiempo se desdibujan para dar paso a la irrealidad y el ensueño, la memoria y la imaginación.
Julio Cortázar (1914-1984) no podía faltar en esta búsqueda de indicios sobre los sentidos posibles que adquiere todo aquello que no se ve a simple vista, “ese otro espacio y tiempo”, como diría el propio escritor. Así, en la “La isla al mediodía”, cuento que incluyó en el libro “Todos los fuegos el fuego”, el tiempo y el espacio no se estiran, se desdoblan y provocan una división del personaje: Marini, un joven italiano que trabaja como auxiliar en una línea aérea, se mueve entre la inconsciencia y la racionalidad; está en el avión y está en la isla de Xiros viendo caer el avión. Marini se debate dentro del espacio fantástico y recién volverá a ser uno solo en el tiempo al encontrar la muerte. Pero el autor de “Rayuela” utilizaría el tema del espacio y el tiempo de manera casi obsesiva en los numerosos textos en los que narró los extraños fenómenos que suceden cuando se viaje en metro (como se lo llama en Europa) o subterráneo (como se lo conoce en Argentina), aunque los porteños, tal como dijera Cortázar, “lo llaman subte casi como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con un corte desacralizador”.
Para Cortázar el subte ofrece la posibilidad de desplazarse, de fugarse por momentos de la ciudad, esa gran máquina producto de la razón instrumental. El sujeto puede experimentar con el subte un pasaje a otros mundos imaginarios. ¿Es posible pasar a otro tiempo y a otro espacio? La respuesta la dio el propio Cortázar al recordar su experiencia de niño cuando su abuela lo llevaba de visita a la casa de unos amigos: “Hoy sé que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente en cada uno de ellos… Había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren tomaba velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de fuera, con el de arriba”. La vista, el tacto, el olfato, el oído, todo lo ayudaba a que el viaje en subte lo hiciese experimentar tanto diferencias temporales como espaciales.
El pintor español Salvador Dalí (1904-1989) confesó en una entrevista que la primera vez que utilizó el metro de París sintió un miedo terrible. Definió la experiencia como el acto de “ser engullido y estar viajando por los intestinos de un gran monstruo” para después simplemente ser arrojado al exterior. Por su parte, el ensayista argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) consideraba en su “Radiografía de la Pampa” que el subte era un “artefacto”, un “juguete de la ciudad donde lo usuarios no viajan sino que son trasladados por una máquina que los convierte en autómatas”. Para Cortázar, en cambio, era “un lugar de pasaje”. “Me basta con bajar al metro para entrar en una categoría lógica totalmente diferente… categorías lógicas donde la sensación del tiempo cambia. Descubrir bruscamente que, en ciertos estados de distracción, en el metro, se tiene la impresión de que, se puede habitar un tiempo que no tiene nada que ver con el tiempo que existe en la superficie, una vez que salimos a la calle. El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie”. Trazaba así la línea de pasaje entre otro tiempo, otro espacio.
Cortázar abrió todo un mundo debajo de la ciudad. Lo hizo en “El perseguidor”, cuento en el que Johnny Carter, un saxofonista de jazz que pierde su instrumento que había dejado debajo del asiento, lo advierte cuando sube las escaleras, es decir, en el momento del pasaje a otro espacio. Además, para él viajar en el metro, como hacer música, lo introducía en otro tiempo. “Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados”, le dice a su amigo Bruno. “Yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando... la música y lo que pienso cuando viajo en el metro”. “El metro es un gran invento mi amigo -continúa-. Un día empecé a sentir algo en el metro, después me olvidé. Y entonces se repitió, dos o tres días después”. Mientras viaja, Carter recuerda varias escenas de su vida y cree que ha estado pensando en ello un cuarto de hora aunque tan sólo ha pasado un minuto y medio. “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio?” le pregunta a Bruno. “Viajar en el metro es como estar metido en un reloj”. Ante el desconcierto de su amigo, le insiste: “La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el metro y esperar a que te ocurra”.
En “Manuscrito hallado en un bolsillo”, el protagonista-narrador ha inventado un particular juego: viajar en el metro de París pensando un itinerario cualquiera hasta encontar una mujer que le llame la atención. “Vaya a saber lo que busca esa gente agobiada que sube y baja de los vagones del metro”, se pregunta. Y cavila: “Un vidrio de ventanilla en el metro podía traerme la respuesta, el encuentro con una felicidad". Es así que el primer contacto con la mujer elegida es través de reflejos; luego la seguirá pero sólo si ella hace el mismo trayecto que él pensó para ese día, si no la dejará ir y al día siguiente elegirá otra. Sólo cosechará desencuentros al ir tras las huellas de mujeres que se pierden en los vagones o por los pasillos. Otro de sus cuentos, “Cuello de gatito negro”, también transcurre en el metro de París, pero esta vez el juego es diferente: el protagonista masculino, Lucho, toma contacto con una mujer, Dina, a través del roce de sus manos en la barra metálica del vagón. Para Lucho, las manos enguantadas de la joven aferradas a la barra se asemejan al “cuello de un gatito negro retorciéndose”. Pronto, esas manos comenzarán una conversación manual con las de Lucho dando así comienzo a un juego erótico. Pero inesperadamente la luz se apaga, lo que generará un malestar totalmente incómodo.
En “Texto en una libreta”, la acción transcurre en el subterráneo de Buenos Aires. El narrador explica, en el comienzo de la historia, las operaciones de control de los pasajeros que viajan en el subte para saber cuántos son los que lo utilizan diariamente. En uno de los días algo anormal ocurre, algo “inesperado”: “Contra 113.987 personas ingresadas, la cifra de los que habían vuelto a la superficie fue de 113.983”. Otro día, “107.328 habitantes de Buenos Aires reaparecieron obedientes luego de su inmersión episódica en el subsuelo”. Y un tercer día el proceso de verificación arrojó como resultado que el número de pasajeros que salieron del subte “excedió en uno a la de los controlados a la entrada”. Jorge García Bouza, ingeniero a cargo del control y amigo del narrador, atribuye este fenómeno a “una especie de desgaste atómico previsible en la grandes multitudes”. “El roce de las personas en la calle Florida -le dice al narrador- corroe sutilmente las mangas de los abrigos, el dorso de los guantes. El roce de 113.987 viajeros en trenes atestados que los sacuden y los frotan entre ellos a cada curva y a cada frenada, puede tener como resultado la anulación de cuatro unidades al cabo de veinte horas”. Esta explicación no hará más que generar en el protagonista interrogantes y suspicacias, más cuando, finalizado el control, la empresa no divulgó las conclusiones: “Los resultados anómalos no se dieron a conocer al público”.
Es evidente que para Cortázar el hecho de adentrarse en el subte era sinónimo de sumergirse en un mundo en el que la imaginación se enseñoreaba. Sus escaleras de acceso, sus estaciones, sus vagones, sus túneles, todos se convirtieron gracias a su pluma en lugares multitemporales y multiespaciales. Esos lugares sin identidad, tratados poéticamente, se transformaron para siempre. Curiosamente (o no), en “Rayuela”, la más memorable de las obras de su autoría, todos los protagonistas son peatones vocacionales, incluso bajo el frío y la lluvia. La París de la novela es una ciudad sin taxis ni autobuses; ni siquiera el metro es utilizado con frecuencia por ellos. Aquel metro/subte, en el que “vaya uno a saber lo que piensa esa gente agobiada que sube y baja de los vagones, lo que busca además del transporte esa gente que sube antes o después para bajar después o antes, que sólo coincide en una zona de vagón donde todo está decidido por adelantado sin que nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo bajaré primero o ese hombre flaco con un rollo de papeles, si la vieja de verde seguirá hasta el final, si esos niños bajarán ahora…”.

9 de febrero de 2016

El singular atractivo del incesto en la literatura (7). En el Boom Latinoamericano

El colombiano Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972) publicó en 1962 “La casa grande”, su obra cumbre, una novela que mezcla diversas voces que narran la historia de una familia cuyo jefe, el Padre, ejerce una tiránica violencia patriarcal de latifundista oligárquico en medio de un contexto económico-social signado por la violencia. En medio de ese clima, la hermana incestuosa logra procrear tres hijos de su relación con el hermano, y el padre asesina a su prometido creyendo que era el causante del deshonor de la familia. Una historia de soledad, incesto y decadencia familiar en la que sobresale el odio, tanto de los propios hijos, hartos de tolerar el maltrato y los abusos cotidianos, como de los trabajadores de su hacienda quienes, a pesar del terror a que los ha sometido, finalmente terminan matándolo con sus herramientas de trabajo. Pero sería un colega y amigo de Cepeda Samudio, integrante como él del legendario Grupo de Barranquilla, quién, con una temática similar, crearía cinco años más tarde la obra cumbre del llamado “realismo mágico”, un hito en la historia literaria de Latinoamérica al ser señalada como una de las mejores realizaciones narrativas de todos los tiempos. Se trata de Gabriel García Márquez (1927-2014) y su “Cien años de soledad”.
Toda la historia de esta novela está dominada por la antinomia temor-atracción por el incesto. La vocación incestuosa es un cromosoma de los Buendía, la estirpe familiar núcleo de la obra. Sabido es que la historia de esta familia se inicia con el casamiento de José Arcadio Buendía con su prima Úrsula Iguarán. La boda se realiza en medio de los temores a que ocurriese lo que la creencia popular aseguraba: las relaciones sexuales entre familiares provocaba que los hijos nazcan con cola de cerdo, un castigo que recién llegará al final de la novela en la séptima generación. Esa unión entre primos creará una estructura familiar cerrada que se volverá sobre sí misma. En las generaciones sucesivas, se repetirá el patrón inicial, incestuoso, cerrado: José Arcadio y Rebeca, la hija adoptiva de la familia, que en realidad no es su hermanastra sino una prima; Pilar Temera, uno de los pocos personajes exógenos, es la madre de dos niños cuyos padres son hermanos (José Arcadio es el padre de Arcadio y el coronel Aureliano Buendía lo es de Aureliano José); Amaranta, la única hija del matrimonio original, tiende hacia el incesto con su sobrino Aureliano José y su sobrino bisnieto José Arcadio, el seminarista; y finalmente la unión entre Amaranta Úrsula y su sobrino Aureliano Babilonia. Prácticamente toda la novela es la postergación del temor al castigo divino. Sin embargo, cuando, pasados los años a que hace referencia el título, el temor se olvida, el incesto se cumple y nace el temido niño con cola de cerdo, una “vergüenza para castigar el pecado cometido”.
Ahora bien, si en “Cien años de soledad” el tema del incesto es claro y explícito, no lo es en cambio en algunos textos de Julio Cortázar (1914-1984), puntualmente en los cuentos “Bestiario” y “Casa tomada”, ambos incluidos en su primer libro de cuentos publicado en 1951. En “Bestiario”, por ejemplo, aparece de manera confusa. El narrador omnisciente cuenta que Isabel, una adolescente, va a veranear a la casa de sus tíos, los Funes. Allí viven los hermanos Luis, Nene y Rema con Nino, hijo de Luis y, he aquí el elemento fantástico del cuento: un tigre que se pasea libremente por la casa y la huerta sólo vigilado por don Roberto, el capataz. Mientras Isabel y su primo Nino se entretienen coleccionando plantas, hormigas y caracoles, la vida en la casa gira en torno al tigre, del cual se desconoce su origen y el porqué de su estancia allí. De su presencia o no depende que sus habitantes puedan moverse a su antojo, ir al comedor a almorzar o a la sala a leer. La convivencia entre los hermanos no es demasiado armónica y entre ellos sobrevuela la desconfianza. Nene es el personaje más enojoso y abusivo; toda la familia vive subordinada a sus decisiones. En la relación con su hermano Luis predomina la tensión y el enojo; en la que tiene con su hermana Rema, en cambio, lo que prevalece son unos celos enfermizos. Cuando finalmente el tigre mata a Nene, Luis reacciona con desconcierto; en cambio Rema no lo lamenta y lo vive como una liberación del acoso a que era sometida por su hermano, acaso de tipo incestuoso, algo que nunca queda claro en el texto. Algunos críticos han concluido que el desenlace del cuento no es otra cosa que un castigo por esa aparente relación.
Una rebuscada hermenéutica también insiste en afirmar que el tema del incesto es medular en “Casa tomada”. En este cuento, el protagonista de la historia (cuyo nombre se desconoce) e Irene son dos hermanos que viven solos en una espaciosa casa. “Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa”.
Si bien el hecho de que esos dos hermanos viviesen sus vidas de solteros dentro de una misma casa configura una relación ambigua, no es el incesto la cuestión de fondo. Sí lo es, en cambio, la propia casa, aquella que “guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia”, lo que induce al lector ilustrado a vincular esta historia con la que Edgar Allan Poe (1809-1849) presentó en “The fall of the House of Usher” (La caída de la Casa Usher). En ambos relatos la pareja de hermanos vive en un alto grado de aislamiento. Roderick, el personaje de Poe, confiesa a un amigo que “durante muchos años, nunca se había aventurado a salir” de la casa, e igualmente la pareja cortazariana abandona en rara ocasión la suya; tan sólo él lo hace los sábados con la finalidad de buscar libros franceses mientras que ella ni siquiera lo hace, ya que confía en el gusto de su hermano para adquirir la lana que le permite tejer durante largas horas. Las dos obras se construyen, pues, en torno a un triángulo de personajes: la casa y los dos hermanos que la habitan, y el núcleo del relato es, precisamente, el conjunto de interacciones entre ellos.
Ese aislamiento de los hermanos, tanto en el cuento de Poe como en el de Cortázar, es el que insinúa una relación incestuosa. En el relato de Poe se sugiere al decir que del antiguo tronco de los Usher “no había brotado nunca una rama duradera” porque “toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así”. Además, el propio Roderick se refiere a su hermana como “tiernamente querida” y “su única compañía durante muchos años”. Por su parte, en "Casa tomada" el narrador habla de su “simple y silencioso matrimonio de hermanos” y de la “necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos”. Estas referencias parecen sugerir la posibilidad del incesto pero, en realidad, tales sugerencias responden a factores estructurales o constitutivos del relato. Incluso la condición de personaje esencial de la casa está determinada por las propias palabras del narrador de “Casa tomada” quien, tras referirse brevemente a él y a su hermana, da el verdadero motivo de su escribir: “Pero es de la casa que me interesa hablar”. Es más, varios son los relatos de Cortázar en los que el espacio de la casa tiene un rol significativo: ocurre en “Cefalea”, donde los ruidos que producen sobre ella las mancuspias (un animal imaginario inventado por el escritor) se confunden con el dolor de cabeza de los protagonistas, o en “Verano”, donde una casa habitada por un matrimonio es amenazada con ser invadida por un caballo. Es así que resulta bastante simbólico aceptar la relación incestuosa pues el mecanismo significativo del texto no sugiere en su totalidad dicho enfoque.
Si se habla de simbolismos, es lícito (aunque arriesgado), establecer equivalencias entre la vida de un autor y los contenidos de su obra. Este nexo puede evidenciarse claramente en la obra del Marqués de Sade, de Sacher Masoch o de Diderot. Pero el hecho de que Cortázar reconociese llevarse bastante mal con su hermana y que hasta haya contado alguna vez que, siendo muy joven, se había “despertado muchas veces impresionado porque me he acostado con mi hermana en el sueño”, ¿debe ser tomado como determinante en su obra? De hecho él mismo explicó que “Casa tomada” había nacido de una pesadilla en la que soñó la situación del cuento y que para él, toda su narrativa era una forma de exorcizar su neurosis.
Para Freud, el éxito de muchas famosas obras de la literatura universal radicaba en buena medida en que sus historias representaban los más profundos deseos o las frustraciones humanas. La fama que alcanzó el gran poeta romántico Lord Byron (1788-1824) con “Childe Harold's pilgrimage” (Las peregrinaciones de Childe Harold), ¿se debe a que vivió una juventud amargada por su cojera y por la tutela de una madre de temperamento irritable o a que, tras numerosas correrías sexuales con amantes de ambos sexos, optase por romper el máximo tabú sexual cometiendo incesto con su hermana Augusta, quien ya estaba casada? El éxito obtenido con “Mrs. Dalloway” (La señora Dalloway) por la brillante novelista Virginia Woolf (1882-1941), ¿fue producto de que fuera abusada sexualmente por sus dos hermanastros, Gerald y George, que la sometieron a indecentes manoseos siendo apenas una niña? ¿O acaso fueron esos maltratos los que la llevaron al suicidio? Friedrich Nietzsche (1844-1900) decía en “Zur genealogie der moral” (La genealogía de la moral): “Nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos. Esto tiene un buen fundamento: no nos hemos buscado nunca. ¿Cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?”. Tal vez el día que eso ocurra, los hombres podrán discernir cabalmente si el incesto es un delito legal o tan sólo una transgresión moral.

8 de febrero de 2016

El singular atractivo del incesto en la literatura (6). Del Existencialismo al Posmodernismo

Vladimir Navokov (1899-1977), también trató la temática del incesto con esmero, primero en “Lolita” y luego “Ada or ardor” (Ada o el ardor). En la célebre "Lolita", Navokov tejió una historia rayana a la crueldad. Humbert Humbert, el protagonista, vive un enloquecido enamoramiento por su hijastra, una hermosa adolescente que lo seduce y que, tras la muerte de la madre y la viudez de él, se consumará de manera desenfrenada. En este caso, la responsabilidad de ese amor enfermizo y culpable le cabe a los dos: él sabe que es un pederasta; Lolita lo consiente y lo utiliza para satisfacer sus caprichos. En la segunda novela, Van Veen y Ada, ya ancianos, rememoran con placentera nostalgia los distintos avatares de su amor, convencidos de que la felicidad está al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria. Ellos son hermanastros que, creyéndose sólo primos, se enamoraron desde que se conocieron en los últimos coletazos de su niñez y prolongaron su historia de amor a lo largo del tiempo soportando distintas vicisitudes: separaciones, viajes, alejamientos y muertes, pero siempre amándose.
EnMrs. Caldwell habla con su hijo”, el escritor español Camilo José Cela (1916-2002) utilizó el recurso del manuscrito hallado. Según nos advierte al iniciarse la novela, la señora Caldwell murió en el Real Hospital de Lunáticos de Londres, dejando dispuesto que sus escritos fueran entregados a Camilo José Cela, a quien conociera como joven vagabundo en su viaje a España. El escritor, a la vista del manuscrito y recordando el afecto que sintió por la vieja y extravagante dama inglesa, decidió publicarlos. El libro presenta un largo monólogo en segunda persona en donde la señora Caldwell rememora las experiencias que compartió junto a su hijo Eliacim quien, apenas terminado el bachillerato, ha zarpado de Inglaterra en su viaje de prácticas y ha muerto en las aguas del Mar Egeo. 
Las confidencias trastabillan entre el recuerdo y la locura; momentos del pasado, juegos de la niñez, costumbres, los amantes que tuvo, la forma en que los besaba, cómo se desnudaba frente a ellos tal como lo hacía frente a su hijo, las palabras pronunciadas, lo pensado y nunca realizado, todo apunta a revelar que el sentimiento hacia su hijo es mucho más complejo de lo que parece. Su certero amor en ocasiones se perfila de una manera mucho más inquietante: la señora Caldwell no ve en Eliacim únicamente a su hijo, ve también una transfiguración más o menos real de su hombre, esto es, de su amante.
Oscilando entre los límites de la dicotomía riqueza-pobreza vivían los Wapshot, el conjunto de maniáticos que John Cheever (1912-1982) utilizó como personajes en de “The Wapshot chronicle” (Crónica de los Wapshot) y su saga “The Wapshot escandal” (El escándalo de los Wapshot) a comienzos de la década del ’60. En esas novelas narra la historia de una familia que vive al estilo “american beauty”, ese artificioso e infernal estilo de vida estadounidense caracterizado por el materialismo, la satisfacción personal, la apariencia y el éxito económico. Su universo es un pequeño paraíso provinciano, un pueblecito costero conservador y amante de sus tradiciones, un mundo atemporal, mítico y hasta cierto punto idílico, pero que también posee sus puntos oscuros.
La familia Wapshot está compuesta por Leander, el último patriarca de la familia, un hombre que siente que se está haciendo viejo y que ya no tiene un lugar en el mundo; Sarah, su esposa; Moses y Coverly, los hijos; y la extravagante prima Honora, la verdadera matriarca de la familia. Será esta vieja excéntrica la que, aprovechándose de su privilegiada posición, impulse a Moses y Coverly a dejar el pueblo. Forzados a abandonar el edén paterno, el contacto con el mundo y con la vida no sólo no contribuirá a su aprendizaje sino que los enfrentará a una suerte de desintegración de sus personalidades. Pronto mostrarán lo que en realidad son: dos seres magullados, inermes y más bien vulgares que mantienen una relación llena de rivalidad, algo de odio y una gran dosis de amor rayano con la devoción incestuosa, la que nunca se aclara si es consciente o inconsciente, si se consuma o no.
El capítulo “Informe sobre ciegos” es, sin dudas, la parte más relevante y conocida de “Sobre héroes y tumbas”, la novela que el escritor argentino Ernesto Sabato (1911-2011) publicase en 1961. La novela narra diversos argumentos paralelamente entrelazados. Uno de ellos es el que muestra las idas y venidas, las apariciones y desapariciones de Alejandra, el personaje principal de la obra, que es el producto de una relación incestuosa entre Fernando Vidal y su prima carnal Georgina. El otro es el que muestra las vicisitudes del mismo Fernando, que a su vez mantiene una relación del mismo tipo con su hija ilegítima, un vínculo que se insinúa a nivel inconsciente en el “Informe...”. Alejandra, para calmar su tormenta interior, tiene una ligazón enfermiza con Martín, a quien sólo utiliza para tratar de salir de su infierno. En el incesto de Fernando y Alejandra, las referencias al mito de Edipo de Sófocles son directas, y no sólo por la relación incestuosa entre padre e hija, sino porque Fernando, una vez que ha penetrado en la verdad de su propia existencia, pierde los ojos con los que ve para verse a así mismo, al igual que el héroe clásico. En el “Informe…, escrito por Fernando, se cita uno de sus sueños, el mismo que le estuvo persiguiendo durante toda su vida. En él, se veía a sí mismo embargado por la tristeza, algo que es señal de malos augurios, una suerte de anuncio de la propia muerte. Y así ocurrirá finalmente: será asesinado por su propia hija, quien luego prenderá fuego a la casa familiar y se quemará ella misma a fin de redimir la tragedia a través del fuego purificador y eterno.
En 1955 el escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986) publicó su única novela: “Pedro Páramo”. Una de las características de esta obra es que está escrita en forma laberíntica y algo confusa: es la vida de Juan Preciado la que se narra, pero también la de Pedro Páramo, su padre ya muerto. No sólo hablan personajes vivos, también se escuchan los murmullos de las ánimas de los muertos. Entre todos construyen una historia de frustraciones, de complejas realidades en la que diferenciar la vida y la muerte no es una tarea sencilla. Muchos son los personajes que transitan por la novela, y hay en ella al menos tres ejemplos de incesto: el de Donis y su hermana, últimos habitantes del fantasmal pueblo similar a un infierno dantesco en pequeña escala al que llega Juan Preciado en busca de su padre; el de Susana San Juan, una de las innumerables amantes de Pedro Páramo, con su padre Bartolomé; y hasta el del propio Juan Preciado y Dorotea, su madre adoptiva, quienes, estando ya ambos muertos, comparten el mismo ataúd. Nadie se salva de la culpa provocada por el incesto, ni los vivos (“ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza”), ni los muertos (“un puro vagabundear de gente que murió sin perdón”).
Ya en los años ’80, Marguerite Duras (1914-1996) puso en escena la obra teatral “Agatha”, en la cual, de manera autobiográfica, muestra las vicisitudes de la relación entre ella y su hermano: un amor inconfesable, imposible, contenido y doloroso. Para la protagonista, la única posibilidad de vivir ese amor incestuoso será, tras la muerte prematura del hermano, sustituirlo con un amante. Mientras tanto, en Italia, Alberto Moravia (1907-1990) publicaba “Il viaggio a Roma” (El viaje a Roma), novela en la que Mario, el protagonista, padece severos traumas en su vida sexual. El conflicto procede de su infancia, cuando sorprende a su madre haciendo el amor con un amante, pero sobre todo, de la mirada fatalmente ambigua de ella que lo invitó a compartir su furiosa intimidad. Luego sabría que había sido su padre el que montó la escena, el mismo padre que, siendo Mario un adolescente, le presenta a una mujer para su debut sexual, la que era ni más ni menos que su futura madrastra. Ese torbellino de pasiones incestuosas ya había sido tratado por Moravia en “L'attenzione” (La atención), novela en la que narró el vínculo morboso de un padre con su hijastra con la anuencia de su esposa quien, por amor, favorece los encuentros y la relación.
En 1989 la escritora española Almudena Grandes (1960) presentó “Las edades de Lulú”, su primera novela. Lulú es, al comienzo de la obra, una joven de quince años que siente atracción por Pablo, un profesor universitario doce años mayor que ella, amigo de su hermano Marcelo. Después de su primera experiencia sexual, la pareja vivirá en un mundo de experimentación y acuerdos privados hasta que Lulú, ya con treinta años, decide buscar nuevas experiencias: sexo casual, tríos, travestis y orgías. Lo que no manifiesta explícitamente la autora pero sí lo sugiere, es la violación que ha sufrido Lulú a manos de su padre cuando era una niña, una situación violenta que ella acepta como una reprimenda paterna. El recuerdo (y la negación) de esa experiencia hace que, inconscientemente, para Lulú, Pablo sea una especie de figura paterna, primero por jugar con ella cuando era pequeña y luego por estar presente en otro tipo de juego, el imaginativo, dentro de sus fantasías sexuales. Se trata, en definitiva, de un incesto imaginario. El que sí es real es el que mantuvo con su hermano aunque ella, estando con los ojos vendados en una fiesta promiscua, en ningún momento estuvo consciente de con quién estuvo fornicando.
Mientras tanto, al otro lado del océano Atlántico, había surgido en América Latina entre los años ’60 y ’70 un fenómeno editorial y literario conocido como “Boom latinoamericano”. En él, un grupo de escritores rompieron el esquema tradicional de la literatura con una narrativa novedosa, vibrante y crítica que tenía profundas diferencias con la de la modernidad europea. La selva, el mito, la tradición oral, la presencia indígena, la política turbulenta, la historia paradójica y la búsqueda insaciable de identidad se integraron en novelas monumentales cuyo lenguaje poético logró captar muchas de las experiencias contradictorias de América Latina que resultaron exóticas o innovadoras para el Primer Mundo. Lo “normal” para los europeos y los norteamericanos aparecía descrito como algo narrativamente “mágico”, y lo inaudito para la mirada primermundista se describía como una “cotidianidad ordinaria”. No resultó extraño entonces que, queriendo tentar los límites de la ética civil y social, esos escritores tratasen de una manera muy frontal el tema del incesto.
Uno de los precursores fue el peruano Mario Vargas Llosa (1936), experimentador él mismo de las relaciones incestuosas ya que se casó, primero con una tía política diez años mayor que él, y luego con su prima hermana, sobrina carnal de su primera esposa. La primera de esas experiencias las volcó en “La tía Julia y el escribidor”, una obra cuasi autobiográfica que tiene como protagonista a Mario, un joven de dieciocho años que aspira a ser un talentoso escritor y que se enamora de su tía Julia, que es divorciada y catorce años mayor que él. Pese a la oposición de la familia, ambos personajes terminan casándose. Luego retomaría el tema en “Elogio de la madrastra”, novela que presenta al matrimonio burgués conformado por don Rigoberto y doña Lucrecia, y a Fonchito, hijo del primero, producto de una relación anterior. La pareja practica el sexo de manera cotidiana recurriendo a todo tipo de fantasías eróticas para lograr el placer. Rigoberto, ejecutivo de una compañía de seguros, ciudadano común y corriente en la vida pública, es en su vida privada es un perverso incapaz de obtener un goce pleno sin el amparo de la imaginación en forma de elucubraciones eróticas que incluyen a Fonchito, su propio hijo. Por otro lado, las fantasías sensuales de Lucrecia están siempre asociadas a la presencia de Fonchito desde el momento en que lo descubre espiándola y se exhibe desnuda, provocativamente. La progresiva seducción de Lucrecia será inevitable. Más adelante, Vargas Llosa continuó con la trama en “Los cuadernos de don Rigoberto”, llevando las fantasías sexuales de los personajes mucho más allá que en “Elogio de la madrastra”. 

7 de febrero de 2016

El singular atractivo del incesto en la literatura (5). Del Naturalismo al Expresionismo

Dentro del Romanticismo latinoamericano de fines del siglo XIX, aunque con un tono un poco diferente al de las novelas de Mera, Isaacs o Villaverde, es la situación planteada por la peruana Clorinda Matto de Turner (1852-1909), la fundadora del género de la novela indigenista. En su novela “Aves sin nido” hace una cruda descripción de la condición de servidumbre de los indígenas, prácticamente esclavista, a manos de las autoridades políticas y religiosas. El argumento se basa en la conducta libertina del cura Pedro de Miranda, quien tiene dos hijos, Manuel y Margarita, con distintas mujeres. Ambos, sin saber que son medio hermanos, se enamorarán pero, al descubrir su origen, sucumbirán como “tiernas aves sin nido”. Lo curioso de esta trama es que, cien años antes, el escritor estadounidense William Hill Brown (1765-1793) había publicado la novela “The power of sympathy” (El poder de la simpatía), cuyo argumento es prácticamente el mismo que el de “Aves sin nido”. En ambas, más allá de la relación incestuosa entre hermanos que ignoran serlo, hay un conato de crítica social. La diferencia estriba en que, en la novela peruana el padre representa el Poder que esclaviza a los indios, en tanto que en la norteamericana, es el Poder que esclaviza a los negros. En los dos casos, el tema del incesto es más que nada un pretexto utilizado para criticar las respectivas sociedades.
Volviendo a Europa, ya en el siglo XX, Thomas Mann (1875-1955) fue uno de los escritores que se encargó de reelaborar el tema del incesto en todas sus variantes. Lo hizo primero en “Wälsungenblut” (Sangre de Welsas), novela en la que dos hermanos mellizos, Sigmundo y Siglinda, pertenecientes a una rica familia de origen judío, cometen incesto tras presenciar una representación de “Die walküre” (La valquiria), la ópera de Richard Wagner (1813-1883) en la que, justamente, se cuenta la historia de los hermanos mellizos Sigmundo y Siglinda. En la ópera, Sigmundo regresa a su casa con su padre y encuentra a su madre muerta. Luego se entera de que su hermana había sido secuestrada. La encontrará años después y ambos se enamorarán aún descubriendo que son hermanos. En la novela, la atracción irresistible entre los hermanos comienza desde que son pequeños, y será la experiencia operística la que precipite la consumación del incesto, el cual no ocurre en el relato pero queda sugerido en su final. Más adelante Mann retomaría la temática del incesto en “Der erwählte” (El elegido), una historia de incesto y doble incesto que desemboca en un castigo ejemplar: el total y absoluto aislamiento del mundo del protagonista que, perdido en una roca desolada frente a una inhóspita costa, pierde hasta la figura humana.
Más lejos fue Guillaume Apollinaire (1880-1918) en su Les exploits d'un jeune Don Juan (Las hazañas de un joven Don Juan). En esta novela narra la historia de Rogelio, un muchacho de tan sólo trece años, hijo de un matrimonio de la alta burguesía francesa que se va de vacaciones a un antiguo castillo en el campo junto a su madre, su tía y sus dos hermanas. Allí descubrirá precozmente el mundo de la sexualidad tras escuchar a través de una pared las confesiones que todas las mujeres le hacen a un cura, sobre todo la que hace la madre sobre las perversiones sexuales de su marido. Salvo con la madre, Rogelio tendrá relaciones sexuales desenfrenadas con las demás mujeres de la familia y con casi todas las del servicio doméstico. Felaciones, sodomía, estupro, olfactofilia, besos negros y, por supuesto, incesto, nada falta en este manual de perversiones publicado en 1911.
Hasta el propio J.R.R. Tolkien (1892-1973), un hombre de educación católica que pasaría a la posteridad por su “The Lord of the Rings” (El Señor de los Anillos), comenzó a escribir a los veintitrés años su propia versión de “Kalevala”, un cuento finlandés del siglo XIX que trata sobre un huérfano que venga la muerte de su familia y accidentalmente se enamora de su hermana antes de tomar las riendas de su vida. El resultado sería “The story of Kullervo” (La historia de Kullervo), novela que, inconclusa, se publicaría cuarenta años después de la muerte de su autor. En ella abundan la venganza, el incesto y el suicidio, asuntos que no son típicos en la literatura cristiana. Sin embargo Tolkien no fue el único escritor cristiano en explorar esos oscuros temas. G.K. Chesterton (1874-1936) y T.S. Eliot (1888-1965) harían lo propio en “The man who was Thursday” (El hombre que fue jueves) y “The waste land” (La tierra baldía) respectivamente.
El Antiguo Testamento, al igual que la tragedia griega, contiene los dramas arquetípicos que son los grandes temas de la literatura: incestos, adulterios, venganzas, amores no correspondidos y asesinatos por luchas de poder. Los detalles del acto de incesto cometido por el hijo y la hija del rey David en la primera parte de la Biblia cristiana son francos y directos: Amnón se enamora de su hermana Thamar y la desea. Mediante engaños logra desflorarla y, ante el ruego de su hermana para que la haga su esposa y así no deshonrar su virginidad y su pureza, Amnón la echa del cuarto por un repentino repudio que le oprime el pecho. Deshecha, Thamar se recluye entre los muros de la casa donde habitan y le cuenta a su otro hermano, Absalón, lo ocurrido. Este buscará vengar la ofensa y recién dos años después logrará matar a su hermano para después huir. Federico García Lorca (1898-1936) retomaría esta fábula bíblica en su “Romancero gitano” de 1928, pero lo haría con matices bastante diferentes. La relación incestuosa pasa de lo brutal a lo sublime, el asco del amor impuesto es sustituido por la belleza del amor deseado y, si bien hay gritos de horror, también hay besos apasionados mientras los hermanos copulan. En este poema, será el propio rey David quien ordene a sus siervos que maten al ultrajador.
“Hay existencias que asombrarían a las personas razonables porque no comprenderían que un desorden que apenas si parece que va a durar unos días pueda continuar durante varios años. Pero esas existencias problemáticas se mantienen tan campantes, numerosas, ilegales, contra lo que se podía esperar. Sus actos sociales son el encanto de un mundo plural que los expulsa porque se angustia ante por la velocidad adquirida por ese ciclón en que respiran estas almas trágicas y ligeras. Todo empieza por unas niñerías; al principio no se ven más que los juegos, pero luego…”. Quien así se expresa es Jean Cocteau (1889-1963) en “Les enfants terribles” (Los niños terribles), novela que escribió en tan solo dieciséis días mientras se encontraba internado en una clínica en proceso de desintoxicación por su adicción al opio. Las “almas trágicas y ligeras” en este caso son Elisabeth y Paul, dos hermanos veleidosos cuyas vidas transcurren entre la realidad y la imaginación, el placer y el deber, el amor irracional y los impulsos de destrucción. Encarnan en la primera mitad del siglo XX el imposible acuerdo entre Eros y Thanatos, la pulsión de vida y la pulsión de muerte según la teoría freudiana. “Los niños terribles” es la crónica de un incesto que inevitablemente concluirá con un suicidio.
En 1929, el año en que Cocteau publicaba su novela en Francia, William Faulkner 
(1897-1962) hacía lo propio con “The sound and the fury” (El sonido y la furia) en Estados Unidos. La novela cuenta la historia de los cuatro hermanos que conforman la familia Compson: Caddy, la mayor, tiene una hija de padre desconocido, un deshonor para la familia, por lo que termina escapando del hogar; Quentin, poseído por un amor incestuoso hacia su hermana e incapaz de controlar los celos, termina suicidándose; Jason, el más cruel de todos, es el paradigma de la maldad y el sadismo; y Benjy, el menor de los hermanos, es un enfermo mental castrado por sus propios parientes y condenado a ser recluido en la casa.
El incesto en esta historia es imaginario, pero su posibilidad está latente hasta el final. Poco después, Faulkner retomaría el tema de las relaciones incestuosas, o al menos su posibilidad, en “Absalom, Absalom!” (¡Absalón, Absalón!), novela en la que reaparece Quentin Compson esta vez como vecino de Thomas Sutpen y sus dos hijos legítimos, Henry y Judith, y uno natural, Charles Bon. La envenenada relación de ultrajes, ciegos prejuicios, honor corrupto y recelos racistas culminará cuando el hijo repudiado regresa y corteja a Judith con el propósito de casarse con ella aún sabiendo que es su hermana. Henry, que lo ama de una manera bastante equívoca, no puede aceptarlo y termina asesinándolo.
En aquellos años Marguerite Yourcenar (1903-1987) escribió “Anna, sóror” (Ana, sóror), un cuento que recién publicaría en 1982 junto a “Un homme obscur” (Un hombre oscuro) y “Une belle matinée” (Una hermosa mañana) en el volumen “Comme l'eau qui coule” (Como el agua que fluye). En esa nouvelle, ambientada en el Nápoles de finales del siglo XVI bajo el dominio de la corona española, Ana y Miguel, los hijos del gobernador Don Álvaro, descubren poco a poco la pasión que sienten el uno por el otro. Criados juntos alrededor de la figura materna, Doña Valentina, será durante su largo cortejo fúnebre que hará eclosión la mezcla de sentimientos que los une: tentación, celos, remordimientos y culpa. Él intentará huir de ese pecado cometiendo otros distintos en sus correrías nocturnas, en donde inevitablemente encontrará la muerte; ella deberá soportar un matrimonio concertado por su padre, para finalmente retirarse en un convento.
De la misma época es la obra teatral “Sei personaggi in cerca d'autore” (Seis personajes en busca de autor) del dramaturgo italiano Luigi Pirandello (1867-1936), en la que se conjugan también el amor, la pasión, los conflictos existenciales, el suicidio, el rencor y, por supuesto, el incesto. Y la antes citada Anaïs Nin, quien mantuvo ella misma una relación incestuosa con su padre, escribió las novelas “House of incest” (La casa del incesto) y “Winter of artífice” (Invierno de artificio), en las cuales es evidente la obsesión de la escritora por su padre que había abandonado la familia y perdido todo contacto con ella. En la década siguiente, la de los años ’40, sobresalió Robert Musil (1880-1942) con su novela “Der mann ohne eigenschaften” (El hombre sin atributos) en la que, mientras constituye un análisis implacable de la sociedad burguesa de su tiempo, narra el romance entre Ulrich y su hermana Ágata gracias a una unión espiritual absoluta. También Georges Bataille (1897-1962) con su ensayo “L'érotisme” (El erotismo) en el que desmitifica al incesto al examinarlo sin carga moral alguna, y con su novela inconclusa “Ma mère” (Mi madre), en la que cuenta las manipulaciones perversas de Helena hacia Pedro, su hijo adolescente fruto de una violación cuando ella tenía catorce años.