13 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (4)

Indudablemente, todas estas son estimaciones subjetivas, percepciones y argumentos que esgrime un sujeto (o varios, o muchos) basados en su punto de vista, en sus intereses o en sus deseos. No se trata, entonces, de una verdad irrebatible; de una verdad que pueda ser aceptada por todos, tal y como correspondería en el supuesto de una verdad objetiva. Tal vez, para simplificar, deberían tenerse presentes los conceptos que György Lukács (1885-1971), filósofo y crítico literario húngaro, vertió en “Wider den missverstandenen realismus” (Significación actual del realismo crítico). Allí precisaba que, sencillamente, “toda forma literaria nace de la necesidad de expresar un contenido esencial. Un escritor  posee una postura esencialista y busca la interpretación de los objetos para producir un discurso que en primera instancia explique su manera de ver y estar en el mundo, a los fines de interpretar la metafísica de la realidad”. Nada más que eso, o, como afirmaba el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) en “Sein und zeit” (Ser y tiempo), la literatura -su lenguaje- “es lo que nos abre al mundo, lo que nos sitúa en el mundo”, así de simple, lo demás no serían más que estrechas especulaciones.
Después, para “interpretar la metafísica de la realidad”, para “situarnos en el mundo”, cada escritor ha tenido (y tiene) su característica personal, su propia peculiaridad. Cortázar, por ejemplo, se sentaba cada mañana a escribir “Rayuela” sin saber qué iba a ocurrir en la historia, sin tener absolutamente nada prepara­do y esperaba la presencia de la ins­piración. El uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), en cambio, escribía por impulsos o por ráfagas, y lo hacía en cualquier papel: trozos de periódicos, cuentas de un bar o de un ho­tel, u hojas de libretas. Y el español Camilo José Cela (1916-2002) decía tener días feroces, de gran productividad, y otros terribles en los que no le salían más de tres líneas después de estar sentado delante de la mesa seis u ocho horas. Sin embargo, en todos los casos, al leerlos, el lector tiene la sensación de que el escritor tenía perfectamente estructurado todo el plan de la historia que cuenta, por lo compactas, por lo bien organizados que están los tiempos na­rrativos. Acaso por esos dispares rituales a la hora de escribir es que muchos escritores, a partir de sus propias experiencias, se atrevieron a pergeñar “consejos”, “mandamientos”, “principios” y hasta “decálogos” sobre cómo incoar el proceso de la escritura.
Para Nietzsche, por caso, había que “aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la pausa de las frases, la puntuación, las respiraciones; también la elección de las palabras y la sucesión de los argumentos”. Onetti pedía que no se tratara de “complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda”. No había que escribir jamás “pensando en la crítica, en los amigos o parientes; ni siquiera en el lector hipotético”, y proponía “mentir siempre” y “robar si era necesario”. Cerca de estos criterios transitaba su coterráneo Horacio Quiroga (1878-1937), quien también creía que no había que pensar en los amigos al escribir, ni en la impresión que haría la historia: “Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno”, y, casi coincidiendo con el autor de “El astillero”, sugería resistir la imitación, pero hacerlo “si el influjo es demasiado fuerte”. Borges decía que en la literatura era preciso “evitar situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector”. Poe, en cambio, entendía que el autor debía decidir de antemano “la elección de la impresión que deseaba dejar en el lector” y asumía como propia su capacidad “para manipular las emociones de los lectores”.
El estadounidense Raymond Chandler (1888-1959), uno de los grandes maestros de la novela negra, también pensaba en los lectores: “La historia narrada debe desconcertar, sin engañar, a un lector razonablemente inteligente. Tenemos que ser honrados con el lector”. Algo semejante ocurrió con el guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003) -autor que, con sus textos breves escritos con sentido del humor y de la sorpresa, innovó un género tradicional como la fábula- cuando apuntaba: “No olvides los sentimientos de los lectores; por lo general es lo mejor que tienen”, todo lo contrario de lo que juzgaba impiadosamente el francés Jules Renard (1864-1910): “La literatura es un oficio en el que alguien que tiene talento tiene que demostrárselo continuamente a gente que no lo tiene”. Insólitas fueron las recomendaciones de Baudelaire, para quien la inspiración iba de la mano de una “alimentación muy sustanciosa y regular”, a la que ponderaba como la “única cosa necesaria para los escritores fecundos”. En cambio Ernest Hemingway (1899-1961) recomendaba “trabajar todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios”. Pero, como admitía con honestidad el chileno Roberto Bolaño (1953-2003), en ese trabajo no había que encarar la escritura de las historias de una en una porque si no “uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte”.
En aras de lograr alguna certeza entre tantas disquisiciones, también resulta válido preguntarse cuán ardua es la diligencia de escribir. La Lispector, en “A descoberta do mundo” (Revelación de un mundo), libro publicado póstumamente que reúne artículos que escribió durante años para el “Journal do Brasil”, señalaba que llamar difícil al proceso de escribir “es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que es hecha una flor. Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra”. También Franz Kafka (1883-1924) admitía la dificultad para hallar las palabras adecuadas para la escritura de sus cuentos. En su Diario, en la entrada del 15 de noviembre de 1910, escribió: “Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás; oigo cómo las consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un canto que parece el de los negros en las ferias. Mis dudas forman un círculo en torno a cada palabra. No las veo en absoluto, las invento. En definitiva no sería la mayor desgracia, sólo que entonces tendría que inventar palabras capaces de soplar el olor de cadáver en una dirección que no nos espantara en seguida a mí y al lector”.
El escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) sostenía que era indispensable “la maestría en el tratamiento de la palabra” para “perseguir el fulgor del pensamiento abstracto que se narra”. Esta apreciación la hizo pensando en el cuento moderno, en el que la preocupación por lo “qué se cuenta” quedó supeditada en grado considerable al “cómo se cuenta”. Esto tiene que ver con que, tal como explica Jaime Rest en la obra antes referida, “hasta el Renacimiento, la originalidad narrativa del cuentista radicaba exclusivamente en la diestra y novedosa reelaboración de anécdotas tradicionales, en tanto que el rasgo distin­tivo del cuentista moderno consiste en presentar sus anécdotas como el producto de una inventiva propia. Disminuyó la invención o el empleo de anécdotas completas en la estricta acepción aristotélica -es decir, con la rigurosa unidad causal de principio, medio y fin- y en cambio ganó terreno la explo­ración psicológica, la situación ambigua, el episo­dio fragmentario que se carga de significación por su riqueza de sugerencias”.
¿Volvemos a Freud? Cuando un ser humano se ve obligado a reprimir el “principio del placer” (búsqueda de lo placentero, huida del dolor) mediante el “principio de la realidad” (aplazamiento del anhelo de satisfacción, subordinación del placer al deber) desemboca irremediablemente en la neurosis. Esta condición se relaciona con lo que, como especie, tiene un individuo de creativo, y el arte, por ejemplo, es una manera de sublimar los deseos que no puede realizar, esto es, hacer frente a las frustraciones y convertir los deseos insatisfechos en algo útil o productivo, como en este caso lo es la escritura. Freud le atribuía a una obra literaria un poder de ilusión. Aquel objeto real que un escritor era incapaz de alcanzar era sustituido por un objeto ilusorio. En concreto, toda obra literaria sería entonces la manifestación de un deseo inconsciente, de allí que fuese posible extender el discurso psicoanalítico hacia ella.
Desde este punto de vista, entonces, sería lícito conjeturar que una obra literaria -además de ser un reflejo de la realidad o una manifestación de la experiencia del escritor- es también un lugar de encuentro, un espacio de privilegio para la manifestación del inconsciente, no sólo el del escritor sino también el del lector. Podría así decirse que un texto literario -que para Freud era un pretexto- produce un placer estético perteneciente a la subjetividad tanto del autor como del lector y, por lo tanto, podría ser analizado desde sus respectivas psicologías. Luego de que una obra trasciende, alcanza una vida autónoma respecto de su autor, o al menos así lo creía el escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998), quien no negaba que las distintas interpretaciones fuesen un cami­no para llegar a una obra. “Sólo que es un camino que se de­tiene a sus puertas: para comprenderla realmente, debe­mos transponerlas y penetrar en su interior”, agregaba su ensayo “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe”.
Para el poeta y ensayista mexicano, es en ese momento cuando una “obra se desprende de su autor y se transfor­ma en una realidad autónoma. Inmersos en la lectura, cesan de interesarnos los motivos inconscientes que hayan podido mover a Cervantes a escribir el ‘Quijote’. Tampoco nos interesan sus razones; esas razones son una interpre­tación y nosotros, tácitamente, por el sólo hecho de leer su libro, superponemos a las interpretaciones del autor las nuestras. La obra se cierra al autor y se abre al lector. El autor escribe impulsado por fuerzas e intenciones conscientes e inconscientes pero los significados de la obra -y no sólo los significados: los placeres y sorpresas que nos depara su lectura- nunca coinciden exactamente con esos impulsos e intenciones. Las obras no responden a las preguntas del autor sino a las del lector. Entre la obra y el autor se interpone un elemento que los separa: el lector. Una vez escrita, la obra tiene una vida distinta a la del autor: la que le otorgan sus lectores sucesivos”.
Esto nos remite a las teorías que sostienen que en la actualidad -y a diferencia de otras épocas- el enfoque de los estudios sobre la literatura se ha centrado en la percepción activa del lector. Así como, a comienzos del siglo XX, se le otorgaba una importancia primordial al autor para pasar luego a centrar la atención sobre el texto, hoy la mayoría de los análisis hacen hincapié en el lector. Dentro de este ámbito se destacan, entre otras, las tesis expuestas por Umberto Eco (1932-2016), primero en “Opera aperta” (Obra abierta) y luego en “Lector in fabula. La cooperazione interpretativa nei testi narrativi” (Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo), obras en las que el semiólogo y escritor italiano expuso la llamada “teoría de la recepción estética”, en la que planteó una nueva concepción para los estudios de literatura basándose en la interrelación texto-lector. Esta teoría modificó el concepto de obra literaria, pues la definió con relación a la indispensable participación del lector. Es decir, una obra sólo puede ser considerada como tal en el momento en que alguien la lee, por lo que la lectura constituye un elemento indispensable para su existencia.