12 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (3)

El ya mencionado Jaime Rest opinaba que las dimensiones de la novela tienen que ver con “el encadenamiento de episodios por medio de ele­mentos unificadores, como es la presencia de un mismo personaje o grupo de personajes que protagonizan distintas aventuras. La elaboración de su semblanza psicológica es más minuciosa y com­pleja, y se desarrolla a través de la caracteriza­ción y del diálogo. En cambio, las dimensiones limitadas del cuento habitualmente proceden del poder de concentración que ha de exhibir el na­rrador para elaborar en forma alusiva situaciones que de otro modo escaparían a la posibilidad de evocación literaria, en razón de que su naturaleza se revela tenue y compleja a un mismo tiempo”. Esto es algo que se ha potenciado notablemente en los últimos años con el auge del microrrelato, un subgénero en el que los recursos para lograr la brevedad pueden resultar casi más importantes que la brevedad misma. Tal es así, que “lo que importa no es su carácter escueto sino la eficacia de su síntesis”, como apunta el escritor venezolano Gabriel Jiménez Emán (1950) en “Ficción mínima”; y pone como ejemplo “La brevedad”, un microrrelato de su autoría: “Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte”.
“La brevedad es hermana del talento” opinaba el escritor ruso Anton Chejov (1860-1904) hace algo más de un siglo atrás, y agregaba que, cuando escribía, confiaba plenamente “en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento”, una convicción que nos remite a aquello que Cortázar llamaba “lector cómplice”, un factor indispensable para complementar un texto bien logrado. O a la idea del escritor francés Michel Tournier (1924-2016) cuando decía que “un libro tiene dos autores, el escritor y el lector. Sin lector, no hay nada”, un concepto que da por sentado que la simbiosis entre el escritor y el lector es inherente a la naturaleza artística, que la creación (el escritor) y la interpretación (el lector) son imprescindibles para la existencia de la literatura. Marguerite Duras (1914-1996), novelista, guionista y directora cinematográfica francesa, decía en “Écrire” (Escribir): “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”. Tal vez es justamente en ese silencio que cada lector encuentra lo que está buscando, y lo sabrá íntimamente, con una convicción irrefutable.
El escritor argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) contó en sus “Memorias” que “leía buscando la literatura… y escribía buscando la literatura”. Precisamente en esa búsqueda, tanto desde una perspectiva teórica como desde una estética, es que se da el fenómeno literario. La escritura puede entenderse como la representación de una vida no encarnada por parte del escritor. La lectura, por su parte, viene a dar lugar a esa representación de vida en la vida del lector. Ambas figuras interfieren proporcionalmente en el universo de ficción. María Eugenia Caseiro (1954), ensayista y poeta cubana, dice en “La importancia del lector”: “Si bien sabemos que la escritura es un acto de comunicación, la lectura es complemento indispensable para esta comunicación. El lector, quien añade su propia interpretación y análisis, es parte activa y vital de la escritura. Y la escritura, que no es otra cosa que una invitación a la lectura, logra desentrañar muchas veces con estricta limpieza los pensamientos y debates internos del lector, y lo lleva además a despertar la curiosidad por aquellos presentes en el escritor. Tanto quien escribe como quien lee, aportan su ración al producto. Esta comunicación subjetiva, ánima elemental que interrelaciona al lector con quien lo escribe, no es otra cosa que la fusión de dos actos, y el acto de leer pasa a formar parte del acto de escribir desde el punto en que es concebida la escritura, una vez que incluye al lector en el proyecto del escritor. Un libro no leído es como un libro nunca escrito”.
Existieron (y existen), naturalmente, voces escépticas en cuanto a la efectividad y necesidad de la susodicha comunicación. “Al fin y al cabo -pensaba con cierto desencanto el escritor y filósofo francés Albert Camus (1913-1960)-, escribir o leer son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar -por el gusto del creador y del lector- fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas”. Más lejos aún había ido unos años antes el escritor y periodista argentino Roberto Arlt (1900-1942). Incrédulo y disgustado, escribió allá por los años ’30 del siglo pasado en una de sus “Aguafuertes porteñas” que publicaba en el diario “El Mundo”: “Si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es relativa, esa verdad es tan chiquita que es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos”. “Lo que hacen los libros -escribió también- es desgraciarlo al hombre. No conozco un sólo hombre feliz que lea. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho”. Lo que nos lleva al Camus de dos décadas más tarde cuando se preguntaba: “¿De qué nos evadimos por medio de la lectura? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante?”.
Semejantes paráfrasis nos llevan a pensar si no estaba en lo cierto Nietzsche cuando decía que un escritor “deberá ser considerado como un criminal que, sólo en casos rarísimos, merece el perdón o la gracia. Esto sería un remedio contra la invasión de los libros”. Pero, ¿es escritor quien escribió muchos libros? Porque el mexicano Juan Rulfo (1918-1986), por citar un ejemplo, alcanzó renombre con sólo dos: “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”. Otro tanto podría decirse del francés Antoine de Saint Exupéry (1900-1944) con su “Le petit prince” (El principito) o del irlandés James Joyce (1882-1941) con su “Ulysses” (Ulises). ¿Necesitaron Walt Whitman (1819-1892) más que “Leaves of grass” (Hojas de hierba) o Arthur Rimbaud (1854-1891) más que “Une saison en enfer” (Una temporada en el infierno) para ser considerados escritores? La poetisa estadounidense Emily Dickinson (1830-1886) jamás publicó un libro en su vida, apenas si aparecieron cuatro de sus poemas en el periódico “The Springfield Republican” y uno en la antología A masque of poets” (Una mascarada de poetas). ¿Por eso no debe ser considerada una escritora? Y, por otro lado, si de escribir mucho se trata, ¿tienen el mismo valor los más de quinientos títulos publicados por Isaac Asimov (1920-1992) que los casi cuatro mil que publicó la española Corín Tellado (1927-2009)? Jorge Luis Borges (1899-1986) dijo en una oportunidad: “Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la vez”. Danielle Steel (1947), Paulo Coelho (1947), Ken Follett (1949) o John Grisham (1955), por citar sólo algunos escritores (porque, efectivamente, lo son), llevan publicados decenas y decenas de libros que figuran entre los más vendidos en toda la historia. ¿Tendrán ellos algún día la misma humildad y el mismo reconocimiento que el autor de “El Aleph”? Todas estas preguntas nos llevan a otras mucho más sustanciales: ¿Qué define quién es un escritor? ¿La aceptación de las editoriales, los lectores y la crítica? ¿El reconocimiento de los colegas, las universidades y las instituciones? ¿Acaso los premios literarios determinan la calidad de una obra y el talento de su autor? El crítico literario inglés Terry Eagleton (1943) asegura en Literary theory. An introduction” (Una introducción a la teoría literaria): “Parece haber tantos factores que intervienen en la consagración de un autor que no es difícil entender que un escritor en serio sea una especie rara de encontrar. Más allá de que se proponga bucear hondo en la naturaleza humana o entretener con una saga”.
Tal vez, para acercarse a una definición de quién es escritor, habría que partir de la premisa de que no lo es todo aquel que publica, ni todo aquel que publica y vende mucho o poco. Tampoco aquel que escribe y no publica o aquel que paga sus propias ediciones. El huraño y quejoso Nietzsche solía hacer esto último y fue así que alcanzó a repartir unos quince ejemplares de su “Also sprach Zarathustra” (Así habló Zaratustra) entre sus amigos más allegados. A lo mejor el tema debería ser encarado desde otro ángulo porque, tal como cualquier otra actividad humana, tiene múltiples connotaciones. Se escribe por muchas razones: porque “es mi costumbre y además mi oficio. Siempre tomé la pluma como una espada aunque reconozco mi impotencia. No importa, hago y haré libros; hacen falta”, como decía Jean Paul Sartre (1905-1980); o sencillamente, como reconocía Bioy Casares, “escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”.
A pesar de que, para el ya aludido Abelardo Castillo “dedicarse toda la vida a escribir sólo garantiza dolor de espaldas”, la escritora brasileña de origen ucraniano Clarice Lispector (1920-1977) pensaba que escribir es “una maldición salvadora. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”. Mientras tanto, para la escritora española Rosa Montero (1951), la clave está en la necesidad de escribir. “Yo he llegado a aprender, con el tiempo, que un escritor es en realidad aquel que necesita escribir para poder vivir, es decir, para afrontar la oscuridad de la vida, para poder levantarse cada mañana. Uno es escritor porque no puede no serlo. De modo que la necesidad es lo que hace a uno un verdadero escritor, pero eso no quiere decir que lo haga un buen escritor”. Claro que también hubo quienes escribieron no por necesidades existenciales sino por otras mucho menos idílicas: las materiales. Los italianos Carlo Collodi (1826-1890) y Emilio Salgari (1862-1911) son un buen ejemplo de ello; sus personajes Pinocho y Sandokán se convirtieron en íconos de generaciones enteras, y el hecho de que hoy no sean leídos, o lo sean muy poco, ¿los pone del lado de los malos escritores?
Los juicios de valor son notoriamente variables, por eso se deduce de la definición de literatura como forma de escribir altamente apreciada que no es una entidad estable. “Los tiempos cambian -dice el ya citado Eagleton-. Así como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. Más aún, puede cambiar de opinión sobre los fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo es”. Para Graciela Montaldo (1959), ensayista argentina especializada en culturas latinoamericanas modernas y profesora en la Columbia University, la condición de escritor está ligada al ejercicio de una práctica: la escritura, la que históricamente ha tenido diferentes valores y formas de apreciación. “Hubo un tiempo en que ser escritor era una identidad que se obtenía cuando las instituciones de la cultura reconocían como escritor a quien se presentaba como tal”. Esas mismas instituciones -señala la autora de “Teoría crítica, teoría cultural”- “le negaban el título a la gran mayoría pero así y todo podía haber escritores para un circuito (los talleres literarios por ejemplo) que no lo eran para otro circuito (las editoriales)”. Como paradigma de estos reconocimientos diferenciados de origen claramente clasista, podrían citarse varios casos emblemáticos en la Argentina.
Eduardo Gutiérrez (1851-1889), por ejemplo, autor de novelas de contenido histórico costumbrista y gauchesco como “Juan Cuello”, “La Mazorca” u “Hormiga Negra”, obtuvo un enorme éxito popular con su obra “Juan Moreira”, pero ese reconocimiento plebeyo le restó méritos para que la elite aristocrática lo reconociese como escritor. Por el contrario, Manuel Mujica Lainez (1910-1984) fue distinguido y celebrado en los cenáculos intelectuales conservadores. Su novela “Bomarzo” fue incluida en la lista de las cien mejores novelas en español del siglo XX del periódico español “El Mundo”; pero, para los sectores progresistas, no era más que una nítida imagen de decadencia artística, amaneramiento de clase y frivolidad de la literatura. Un itinerario más intrincado recorrió la obra del ya mencionado Roberto Arlt: primero fue un periodista, luego un mal escritor, más tarde un escritor de culto y hoy un clásico nacional. Novelas como “El juguete rabioso”, “Los siete locos” y “Los lanzallamas”, o las crónicas reunidas en “Aguafuertes porteñas”, fueron duramente criticadas durante la primera mitad del siglo XX, para pasar en los últimos tiempos a ser consideradas una lectura obligada ya que, con su original estilística, habría inaugurado la novela moderna argentina.