11 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (2)

Ahora bien, en el arte de narrar es una tarea enrevesada hablar de géneros, tratar de establecer los límites siempre serpenteantes entre una y otra de las pautas que los caracterizan; más aún teniendo en cuenta cómo han ido variando los criterios sobre este aspecto con el correr de los años y, también, según la lengua en que esté escrita la obra. El vocablo español “novela”, por ejemplo, designa un género narrativo de ficción en prosa que abarca obras literarias -tal como las define la Real Academia Española- “de cierta extensión”, pero ese precepto difiere del que poseen en otros idiomas términos afines. Así, el italiano “no­vella”, el francés “nouvelle” y el alemán “novelle” hacen referencia a relatos en prosa de menor extensión, a menudo más cercanos en su dimensión a lo que en español se denomina “cuento”. Pero inclu­sive no es posible hacer coincidir semánticamente la designación española con aquellas denomina­ciones que en otras lenguas parecen acercarse en mayor grado a esta caracterización. Por ejemplo, el inglés “romance” y el francés “roman” serían lo más aproximado al español “novela”, pero ambos términos también difieren entre sí y embrollan aún más el asunto.
En lengua inglesa, debido a la gravitación del Romanti­cismo nacido a fines del siglo XVIII, se estableció una distinción considerable entre los términos “novel” y “romance”. El primero coincide con la noción española de novela realista, mientras que el segundo tiende a incor­porar sucesos fantásticos o pintorescos. A ello habría que agregarle el ad­venimiento de otros nuevos tipos de ficción que también recibieron, con mayor o menor propiedad, el nom­bre de novela, generalmente acompañado de al­gún adjetivo que especificaba sus características diferenciales. Por consiguiente, el vocablo adquirió en forma gradual un significado cada vez más amplio. Así fueron apareciendo la narración gótica, de la mano de Horace Walpole (1717-1797); o la picaresca emanada de la pluma de Daniel Defoe (1660-1731), la filo­sófica de Jonathan Swift (1667-1745), la histórica de Walter Scott (1771-1832), la dramática de Jane Austen (1775-1817), la costumbrista de Charles Dickens (1812-1870), la romántica de las hermanas Charlotte Brontë (1816-1855) y Emily Brontë (1818-1848), la policíaca de Wilkie Collins (1824-1889), la lírica de Virginia Woolf (1882-1941), etc. etc.
También en Francia sus escritores transitaron por este camino: François Rabelais (1494-1553) y Denis Diderot (1713-1784) lo hicieron en la novela filo­sófica, Henri Beyle, Stendhal (1783-1842) en la psicológica, Honoré de Balzac (1799-1850) en la realista, Victor Hugo (1802-1885) en la histórica, Émile Zola (1840-1902) en la naturalista y Marcel Proust (1871-1922) en la autobiográfica, sólo por citar a los más emblemáticos. Esto sin olvidar a escritores como el alemán Johann von Goethe (1749-1832) o a los rusos Tolstoi y Fiódor Dostoyevski (1821-1881) quienes, cada uno a su manera, contribuyeron a innovar el género. Por esa razón, varios semiólogos franceses, en particular aquellos que instauraron a mediados del siglo pasado el movimiento literario del “nouveau roman”, comenzaron a emplear el vocablo “récit” para distinguir las for­mas renovadoras de la novela contemporánea de aquellas narraciones más próximas a la tradición de los siglos XVIII y XIX, la cual pasó en con­secuencia a convertirse por antonomasia en el ámbito exclusivo del “román”.
Probablemente en razón de esta ambigüedad terminológica, muchos críticos e historiadores de la literatura optaron por incluir en el campo de la novela todas las formas extensas de narrativa de ficción, y fue tal vez el académico y crítico norteamericano Theodore Spencer (1902-1949) quien formuló una descripción del género que, aunque bastante laberíntica, puede considerarse arquetípica por su exactitud y precisión. Escribió Spencer en “The critics” (La crítica), artículo publicado en la revista “The New Yorker” el 27 de noviembre de 1948: “La novela es una narración en prosa que describe la evolución de uno o varios personajes a través de una serie de acontecimientos que se hallan organizados con el propósito de crear una ilusión de realidad fáctica en que los hechos na­rrados están relacionados entre sí y están vin­culados a los personajes que los experimentan; de tal modo, estos personajes y otros de índole secundaria que también aparecen en el relato pueden ser descriptos en función de ciertos cri­terios morales y afectivos que sirven para juzgar el comportamiento de las diversas figuras huma­nas incorporadas en la anécdota”.
En definitiva, los géneros literarios se definen por una suma de rasgos específicos que se infieren de características comunes presentes en las obras representativas de cada uno de ellos. Sea narrativo, lírico o dramático, un escritor elige un género porque una tendencia interior lo lleva a dar una forma determinada al tema o a la imagen que se está gestando en su mente. A partir de allí elegirá la novela, el cuento, la poesía, la fábula, el drama, etc. para dar rienda suelta a su vocación narrativa en el afán de manifestar tanto sus experiencias vivi­das como sus mundos imaginados (o, casi invariablemente, una mixtura entre ambas cosas) pero siempre buscando la compleja sencillez que haga que, mediante la disposición y armonía de una serie de detalles justos y precisos, sus narraciones den la sensación de un detalle único. Sintetizando, el ensayista estadounidense John Gardner (1933-1982) escribió en “The art of fiction” (El arte de la ficción): “Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la generosidad de la ficción”.
El escritor y filósofo francés François Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, decía con mordacidad que “todos los géneros son buenos, menos el fastidioso”. Tolstoi, más formal, pensaba que “todos los géneros son buenos menos aquel que no se comprende y que no produce, por lo tanto, ningún efecto”. Sin olvidar que los géneros se pueden transgredir o se pueden fusionar combinando, en distintas proporciones, elementos narrativos propios de cada uno, el cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez, como pensaba Gabriel García Márquez (1927-2014), “lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra”.
William Faulkner (1897-1962), uno de los novelistas estadounidenses más importantes del siglo XX para quien la fórmula para escribir bien se componía de “99% de talento, 99% de disciplina, 99% de trabajo”, afirmó en una oportunidad que “todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento y, al volver a fracasar, sólo entonces se pone a escribir novelas”. El argentino Julio Cortázar (1914-1984), más cuentista que poeta -aunque su obra más trascendente es una novela (“Rayuela”)-, opinaba que el efecto imprescindible de un buen cuento era casi el mismo que el de los buenos poemas: “el cuento, ese género de tan difícil definición, en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario”. Su coterráneo Ernesto Sabato (1911-2011), mientras tanto, opinaba que “la prosa es lo diurno y la poesía la noche: se alimenta de nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de los abismos”.  Y Charles Baudelaire (1821-1867), poeta y crítico de arte francés, fue aún más lejos: “Todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía”.
La lírica es uno de los géneros que ha tenido más extensa perduración en el tiempo, y la palabra poesía, a su vez, fluctuando entre el adjetivo y el apelativo, ha seguido una de las trayectorias se­mánticas más erráticas y complejas. El lenguaje que utiliza no sólo entraña paralelismos u oposiciones se­mánticas sino también métodos sintácticos tales como el símil (la comparación explícita entre cosas enteramente distintas), la metáfora (suplantación del término literal por otro figurado) y el símbolo (un término figurado que permite comunicar al vocablo reempla­zante una carga semántica múltiple y articulada). A veces se contrapone la prosa a la poesía, co­mo si se rechazaran mutuamente entre sí y no fuera lícito hablar de una "prosa poética". Algo semejante a lo que ocurre con el drama, género en el que, si bien el dramaturgo utiliza los recursos verbales de mane­ra muy diferente a un poeta o un prosista, la inten­sidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las pasiones humanas expuestas también pueden contener un alto valor poético en su lenguaje.
Para el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), “el tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa”. Y para otro escritor argentino, Abelardo Castillo (1935), “la poesía es el fundamento de la literatura, y la literatura es ese estremecimiento íntimo que hay entre el libro y su autor”. El fundador de las emblemáticas revistas literarias “El Grillo de Papel”, “El Escarabajo de Oro” y “El Ornitorrinco” reconoce “los absurdos, los titubeos, las casi vergonzosas indecisiones que preceden a la construcción de una obra de arte”. Para él, aquello de que un escritor debe escribir una gran obra “es un disparate, una arrogancia. Un escritor escribe, es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Ésa es la única diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas”. Y agrega, punzante, “los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento. No es cierto, sólo es más larga. Los cuentistas afirman que el cuento es el género más difícil. Tampoco es cierto, sólo es más corto. El cuento es difícil únicamente para aquellos que nunca deberían intentarlo”.
¿Será el cuento “una flecha en el centro del blanco y la novela cazar conejos” como opinaba García Márquez? ¿O es que “la novela gana por puntos y el cuento por nocaut”, como pensaba Cortázar? Para el prolífico escritor estadounidense de ciencia ficción Philip K. Dick (1928-1982), la diferencia entre un cuento y una novela residía en que, “un cuento puede tratar de un crimen; una novela trata del criminal. Las novelas cumplen una condición que no se encuentra en los cuentos: el requisito de que el lector simpatice o se familiarice hasta tal punto con el protagonista que se sienta impulsado a creer que haría lo mismo en sus propias circunstancias”. Ciertamente, el personaje en una novela puede ser el elemento fundamental, y sus características ser tan o más importantes que la acción misma. En cambio el personaje de un cuento está más supeditado a la trama y al acontecer de la historia. Para el autor de “Do androids dream of electric sheep?” (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), novela adaptada libremente para el cine por Ridley Scott (1937) con el nombre de “Blade runner”, el cuento “es mucho menos restrictivo que una novela en términos de acontecimientos. Cuando un escritor acomete una novela, ésta empieza poco a poco a encarcelarlo, a restarle libertad; sus propios personajes se rebelan y hacen lo que les place... no lo que a él le gustaría que hicieran. En ello reside la solidez de una novela, por una parte, y su debilidad, por otra”.
Algo similar pensaba el escritor dominicano Juan Bosch (1909-2001) quien, en su breve ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, razonaba: “El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil”. Y concluía: “El cuentista puede escoger su propio camino, ser subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo, pero siempre debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas”.
No debe olvidarse que este género, reconocido por muchos como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura. En su ensayo “Algunos aspectos del cuento”, Cortázar recurrió a una ingeniosa comparación a la hora de diferenciar la novela del cuento: “La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un ‘orden abierto’, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación”. Así, un cuento sería una sola imagen mientras que la novela sería una sucesión de ellas. O, como pensaba el antes citado Juan Bosch, la diferencia fundamental entre uno y otro “está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso”. Análisis, acumulación y extensión en una; síntesis, concentración e intensidad en el otro. Desarrollo de una psicología en una; crisis de un asunto el otro. De cualquier manera, la clave está en conocer las herramientas básicas de la literatura, en fijarse en el tono, el ritmo, la textura, la sintaxis, las alusiones, la ambigüedad y otros aspectos formales de las obras literarias, sean estas novelas o cuentos.