14 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (5)

Vistas así las cosas, toda producción literaria prepara una oferta de significados y funciona como un estímulo imaginativo para sus posibles lectores, y en ello mucho tienen que ver los personajes de dicha obra. Sabido es que la eficacia de un relato depende de una serie de funciones básicas que lo estructuran. Si la relación entre estas funciones es armónica, el relato es coherente y significativo y se evita que el lector se pierda en la trama. Esas funciones estructuradoras se dividen en distribucionales 
e integradoras. Las primeras son las que sirven para constituir y equilibrar la historia narrada, para distribuir los puntos principales de su argumento; las segundas, para comprender los indicios caracterológicos de los personajes, obtener informaciones relativas a su identidad o indicaciones concernientes a su situación en el tiempo y el espacio. Y es precisamente allí, en esta función, donde más se pone de manifiesto el proceso social, cultural e histórico del autor, quien, a través del personaje de su creación, por el acto mismo de la narración, se dirige a su potencial lector, y es respecto a él que la narración se estructura y se establece una suerte de diálogo entre ambos.
Explica la teórica literaria búlgaro-francesa Julia Kristeva (1941) en “Le texte du roman” (El texto de la novela) que el sujeto de la narración, el personaje, “se convierte en objeto de este diálogo, en portador de una visión de mundo; es la representación que transfigura al hombre y su realidad para otorgarle otro significado”. Pero esta trascendencia adjudicada al personaje no siempre fue así. Para Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), por ejemplo, la noción de “personaje” era secundaria y estaba enteramente sometida a la noción de “acción”. En las tragedias de entonces sólo había “actores”, no “personajes”. En su “Ars poetica” (Poética), el filósofo griego decía que “puede haber fábulas sin ‘caracteres’ pero no puede haber ‘caracteres’ sin fábula”. Este enfoque fue incluso respaldado hasta fines del Renacimiento e inicios del Barroco por teóricos clásicos como el holandés Gérard Vossius (1577-1649), autor de varios ensayos sobre arte, retórica y gramática, entre los que descuella su “De la manière d'écrire l'histoire” (De la manera de escribir la historia). Más tarde -según explicó Roland Barthes en su “Introduction à l’analyse structurale des récits” (Introducción al análisis estructural de los relatos)- “el personaje, que hasta ese momento no era más que un nombre, el agente de una acción, tomó una consistencia psicológica y pasó a ser un individuo, una ‘persona’, en una palabra, un ‘ser’ plenamente constituido, aun cuando no hiciera nada y, desde ya, incluso antes de actuar”.
Tal como menciona el crítico y teórico literario búlgaro-francés Tzvetan Todorov (1939) en “Poétique de la prose” (Poética de la prosa), “el personaje dejó de estar subordinado a la acción y encarnó de súbito una esencia subjetiva; una esencia que puede ser sometida a un inventario cuya forma más pura ha sido la lista de los ‘tipos’ del teatro burgués (la coqueta, el padre noble, etc.)”. Así, personajes como el rey, la bruja, el ogro, el héroe, la madrastra, el príncipe, la dama, el galán, la criada, el caballero, etc., florecieron de manera estereotipada, dotados de facultades afectivas y atravesando situaciones emotivas que, auténticas o no, servían para dimensionar y develar el sentido de la narración. Estas conjeturas llevaron a prestigiosos lingüistas y teóricos literarios a profundizar los estudios sobre el tema y llegar a conclusiones dispares. El ruso Vladímir Propp (1895-1970), por ejemplo, en su estupenda “Morfologija skazki” (Morfología del cuento), tras realizar un profundo estudio de los cuentos populares de su país, llegó a la conclusión de que prácticamente todos tenían una estructura narrativa muy similar. Los personajes, por diferentes que fueran, solían desarrollar acciones muy parecidas en todas las historias, lo que definió como “bloqueo creativo”.
Otro ruso, el crítico literario Boris Tomashevsky (1890-1957), en su ensayo “Teorija literatury” (Teoría literaria) llegó incluso hasta negar al personaje toda importancia narrativa. Y el británico Edward M. Forster (1879-1970), en “Aspects of the novel”  (Aspectos de la novela), señaló que los personajes no eran más que “masas de palabras” a las que el escritor “da un nombre y un sexo, les asigna gestos plausibles y les hace hablar entre guiones y portarse, a veces, de una manera consecuente. Estas masas de palabras son sus personajes”. El lingüista lituano-francés Algirdas J. Greimas (1917-1992) propuso en su “Sémantique structurale” (Semántica estructural) describir y clasificar los personajes del relato no según lo que eran sino según lo que hacían, para que, de este modo, resultaran más verosímiles y los lectores se identificasen con él. Claude Bremond (1929), por su parte, estudió a los personajes de una forma más escéptica. Para el semiólogo francés -así lo expresa en “La logique des possibles narratifs” (La lógica de los posibles narrativos)- es engañosa la “cercanía material” del personaje propuesta por el escritor a la “auténtica realidad” que sobrelleva el hipotético lector.
Fue Todorov quien, en “Dictionnaire encyclopédique des sciences du langage” (Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje), estableció una remozada tipología de personajes: los sustanciales y los formales. Los primeros tienen que ver con su función dentro de la historia, y los segundos, sean protagonistas principales o secundarios (sin excluir grados intermedios), son los que desempeñan las funciones de mayor relieve en el ámbito de la trama. El personaje literario, cualquiera fuese su tipología, apareció de esta forma como un sujeto múltiple proyectado en el texto, exhibiendo sus necesidades tanto emocionales y sociales como políticas e históricas. Podía ser impulsivo, escéptico, pesimista u optimista, pero dentro de ese universo ficticio creado por el escritor, apareció como portavoz de la realidad del lector, como explorador de sus angustias, de sus alegrías, de sus miserias o de su felicidad. Ese margen de representatividad es lo que lleva al lector a sentir que existen otros individuos que experimentan los mismos dilemas de una manera sustancialmente similar.
Como se ha visto, el personaje literario, el principal portador de los universos ficticios que van desde el autor al lector, es una construcción lingüística que ha sido estudiado y analizado desde diferentes perspectivas, pero todas coinciden en determinar que es el elemento del discurso que, no sólo posibilita el desarrollo de un relato, sino que también es la pieza vital que muchas veces se convierte en paradigma y alcanza una dimensión humana desde la ficción. Se sabe que no existen Rodión Raskólnikov ni Anna Karenina, ni Jane Eyre o Emma Bovary, ni Roderick Usher o Gregor Samsa, ni Thomas Ripley o Leopold Bloom, ni Hércules Poirot o Philip Marlowe. Tampoco Horacio Oliveira, Aureliano Buendía o Isidro Parodi. Lo mismo ocurre con el capitán Ahab, el señor Meursault, el escribiente Bartleby o la prostituta Nana, pero, ¿quién puede negar que alguna vez se sintió identificado plenamente con alguno de ellos? ¿Quién puede asegurar que, mientras leía sus andanzas, no los sentía como seres de carne y hueso tan reales como uno mismo? Es allí, precisamente, en donde radica la magia de la literatura.
Es una pena que, tal como asegura el escritor mexicano Gabriel Zaid 
(1934), hoy “los libros se multiplican en proporción geométrica; los lectores, en proporción aritmética. De no frenarse la pasión por publicar, vamos hacia un mundo con más autores que lectores”. Suena algo desaforado, pero no deja de tener su ingrediente de verosimilitud. Y también causa pesadumbre el observar la vanidad de muchos escritores, algo que, sin bien no es novedoso, también crece en proporción geométrica. Hace ya muchos años Chejov decía que le daba “náusea el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera”. Y algunos años después, Roberto Arlt escribía con amargura: “En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haber­lo escrito él. Y, además, hasta a veces se permite el cinismo de reírse y creerse genio”. Mucho más recientemente, el escritor español Arturo Pérez Reverte (1951) decía en una entrevista que “el peor enemigo de un escritor es la vanidad. Cuando un escritor triunfa -gana dinero, tiene lectores o prestigio- corre el riesgo de convertirse en una especie de prolongación de sí mismo, en un personaje, y convertir su obra en parte de ese personaje. La crítica no le sirve, porque el que lo quiere lo elogia y el que no lo ataca”. Lo que nos retrotrae otra vez a Chejov cuando aseguraba que escribir para los críticos “tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada”.
Hoy, con un mercado editorial concentrado en manos de unas pocas empresas multinacionales, con la proliferación de centenares de concursos y premios literarios organizados y promocionados por esas mismas empresas con el sólo fin de aumentar sus ventas, el libro se ha convertido en una mercancía, es puro valor de cambio que debe circular y generar plusvalor. Eso es el libro en las actuales sociedades capitalistas. El libro es una mercancía sometida y sujeta a las leyes del mercado. En el decadente panorama literario actual, las narraciones parecen encaminarse sólo hacia lo autorreferencial, la pseudo-historia, la autoayuda o la sensiblería. Para descubrir esta tendencia, basta entrar en una librería y ver cuáles son los títulos que se venden más rápidamente. Parecería ser que la imaginación de los escritores se reduce a convertir el amor en sentimentalismo, el conocimiento en información, los personajes en héroes y heroínas previsibles en sus reacciones, los argumentos en luchas maniqueas entre el bien y el mal. Se escribe para negar u olvidar la realidad, todo ello al amparo de las grandes editoriales que especulan con la venta de miles y miles de ejemplares. De todas maneras, ello no implica que leer esté de moda; al contrario, es una actividad muy poco valorada por la sociedad, por los medios de comunicación y, particularmente, por los jóvenes.
Afortunadamente subsiste el esfuerzo de muchos lectores empeñados en encontrar nombres, editoriales y libros que les permitan seguir disfrutando del placer de la lectura. Como decía Umberto Eco, “el mundo está lleno de libros preciosos que nadie lee”. Será cuestión de encontrarlos. En un mundo en el que el auge de los medios audiovisuales y la irrupción de nuevas tecnologías de la comunicación han favorecido el desplazamiento de la supremacía de una cultura alfabética, textual e impresa a otra que se construye mediante imágenes audiovisuales, modificando el uso del lenguaje y, sobre todo, las capacidades de razonamiento, debería recordarse siempre que la literatura, como conjunto de historias, poemas, tradiciones, dramas, reflexiones, tragedias, pensamientos, relatos, comedias o farsas, es la que hace posible la representación de nuestra identidad cultural a través del tiempo. Por eso es necesario rescatar tanto a los buenos escritores como a los buenos lectores. Hoy, cuando la competencia feroz con otras formas de invertir el tiempo por parte de los potenciales lectores han hecho crecer la incultura y el número de gente que ya no lee, debería seguir siendo el auténtico lector (aquellos que aún quedan) quien tenga la última palabra sobre el valor de una obra. Cuenta una vieja leyenda que alguien le llevó un manuscrito a Chejov y le preguntó: “¿Qué hago, maestro? ¿Lo publico o lo tiro a la basura?”. “Publíquelo -le contestó Chejov-, de tirarlo a la basura ya se van a encargar los lectores”.

13 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (4)

Indudablemente, todas estas son estimaciones subjetivas, percepciones y argumentos que esgrime un sujeto (o varios, o muchos) basados en su punto de vista, en sus intereses o en sus deseos. No se trata, entonces, de una verdad irrebatible; de una verdad que pueda ser aceptada por todos, tal y como correspondería en el supuesto de una verdad objetiva. Tal vez, para simplificar, deberían tenerse presentes los conceptos que György Lukács (1885-1971), filósofo y crítico literario húngaro, vertió en “Wider den missverstandenen realismus” (Significación actual del realismo crítico). Allí precisaba que, sencillamente, “toda forma literaria nace de la necesidad de expresar un contenido esencial. Un escritor  posee una postura esencialista y busca la interpretación de los objetos para producir un discurso que en primera instancia explique su manera de ver y estar en el mundo, a los fines de interpretar la metafísica de la realidad”. Nada más que eso, o, como afirmaba el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) en “Sein und zeit” (Ser y tiempo), la literatura -su lenguaje- “es lo que nos abre al mundo, lo que nos sitúa en el mundo”, así de simple, lo demás no serían más que estrechas especulaciones.
Después, para “interpretar la metafísica de la realidad”, para “situarnos en el mundo”, cada escritor ha tenido (y tiene) su característica personal, su propia peculiaridad. Cortázar, por ejemplo, se sentaba cada mañana a escribir “Rayuela” sin saber qué iba a ocurrir en la historia, sin tener absolutamente nada prepara­do y esperaba la presencia de la ins­piración. El uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), en cambio, escribía por impulsos o por ráfagas, y lo hacía en cualquier papel: trozos de periódicos, cuentas de un bar o de un ho­tel, u hojas de libretas. Y el español Camilo José Cela (1916-2002) decía tener días feroces, de gran productividad, y otros terribles en los que no le salían más de tres líneas después de estar sentado delante de la mesa seis u ocho horas. Sin embargo, en todos los casos, al leerlos, el lector tiene la sensación de que el escritor tenía perfectamente estructurado todo el plan de la historia que cuenta, por lo compactas, por lo bien organizados que están los tiempos na­rrativos. Acaso por esos dispares rituales a la hora de escribir es que muchos escritores, a partir de sus propias experiencias, se atrevieron a pergeñar “consejos”, “mandamientos”, “principios” y hasta “decálogos” sobre cómo incoar el proceso de la escritura.
Para Nietzsche, por caso, había que “aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la pausa de las frases, la puntuación, las respiraciones; también la elección de las palabras y la sucesión de los argumentos”. Onetti pedía que no se tratara de “complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda”. No había que escribir jamás “pensando en la crítica, en los amigos o parientes; ni siquiera en el lector hipotético”, y proponía “mentir siempre” y “robar si era necesario”. Cerca de estos criterios transitaba su coterráneo Horacio Quiroga (1878-1937), quien también creía que no había que pensar en los amigos al escribir, ni en la impresión que haría la historia: “Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno”, y, casi coincidiendo con el autor de “El astillero”, sugería resistir la imitación, pero hacerlo “si el influjo es demasiado fuerte”. Borges decía que en la literatura era preciso “evitar situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector”. Poe, en cambio, entendía que el autor debía decidir de antemano “la elección de la impresión que deseaba dejar en el lector” y asumía como propia su capacidad “para manipular las emociones de los lectores”.
El estadounidense Raymond Chandler (1888-1959), uno de los grandes maestros de la novela negra, también pensaba en los lectores: “La historia narrada debe desconcertar, sin engañar, a un lector razonablemente inteligente. Tenemos que ser honrados con el lector”. Algo semejante ocurrió con el guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003) -autor que, con sus textos breves escritos con sentido del humor y de la sorpresa, innovó un género tradicional como la fábula- cuando apuntaba: “No olvides los sentimientos de los lectores; por lo general es lo mejor que tienen”, todo lo contrario de lo que juzgaba impiadosamente el francés Jules Renard (1864-1910): “La literatura es un oficio en el que alguien que tiene talento tiene que demostrárselo continuamente a gente que no lo tiene”. Insólitas fueron las recomendaciones de Baudelaire, para quien la inspiración iba de la mano de una “alimentación muy sustanciosa y regular”, a la que ponderaba como la “única cosa necesaria para los escritores fecundos”. En cambio Ernest Hemingway (1899-1961) recomendaba “trabajar todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios”. Pero, como admitía con honestidad el chileno Roberto Bolaño (1953-2003), en ese trabajo no había que encarar la escritura de las historias de una en una porque si no “uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte”.
En aras de lograr alguna certeza entre tantas disquisiciones, también resulta válido preguntarse cuán ardua es la diligencia de escribir. La Lispector, en “A descoberta do mundo” (Revelación de un mundo), libro publicado póstumamente que reúne artículos que escribió durante años para el “Journal do Brasil”, señalaba que llamar difícil al proceso de escribir “es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que es hecha una flor. Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra”. También Franz Kafka (1883-1924) admitía la dificultad para hallar las palabras adecuadas para la escritura de sus cuentos. En su Diario, en la entrada del 15 de noviembre de 1910, escribió: “Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás; oigo cómo las consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un canto que parece el de los negros en las ferias. Mis dudas forman un círculo en torno a cada palabra. No las veo en absoluto, las invento. En definitiva no sería la mayor desgracia, sólo que entonces tendría que inventar palabras capaces de soplar el olor de cadáver en una dirección que no nos espantara en seguida a mí y al lector”.
El escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) sostenía que era indispensable “la maestría en el tratamiento de la palabra” para “perseguir el fulgor del pensamiento abstracto que se narra”. Esta apreciación la hizo pensando en el cuento moderno, en el que la preocupación por lo “qué se cuenta” quedó supeditada en grado considerable al “cómo se cuenta”. Esto tiene que ver con que, tal como explica Jaime Rest en la obra antes referida, “hasta el Renacimiento, la originalidad narrativa del cuentista radicaba exclusivamente en la diestra y novedosa reelaboración de anécdotas tradicionales, en tanto que el rasgo distin­tivo del cuentista moderno consiste en presentar sus anécdotas como el producto de una inventiva propia. Disminuyó la invención o el empleo de anécdotas completas en la estricta acepción aristotélica -es decir, con la rigurosa unidad causal de principio, medio y fin- y en cambio ganó terreno la explo­ración psicológica, la situación ambigua, el episo­dio fragmentario que se carga de significación por su riqueza de sugerencias”.
¿Volvemos a Freud? Cuando un ser humano se ve obligado a reprimir el “principio del placer” (búsqueda de lo placentero, huida del dolor) mediante el “principio de la realidad” (aplazamiento del anhelo de satisfacción, subordinación del placer al deber) desemboca irremediablemente en la neurosis. Esta condición se relaciona con lo que, como especie, tiene un individuo de creativo, y el arte, por ejemplo, es una manera de sublimar los deseos que no puede realizar, esto es, hacer frente a las frustraciones y convertir los deseos insatisfechos en algo útil o productivo, como en este caso lo es la escritura. Freud le atribuía a una obra literaria un poder de ilusión. Aquel objeto real que un escritor era incapaz de alcanzar era sustituido por un objeto ilusorio. En concreto, toda obra literaria sería entonces la manifestación de un deseo inconsciente, de allí que fuese posible extender el discurso psicoanalítico hacia ella.
Desde este punto de vista, entonces, sería lícito conjeturar que una obra literaria -además de ser un reflejo de la realidad o una manifestación de la experiencia del escritor- es también un lugar de encuentro, un espacio de privilegio para la manifestación del inconsciente, no sólo el del escritor sino también el del lector. Podría así decirse que un texto literario -que para Freud era un pretexto- produce un placer estético perteneciente a la subjetividad tanto del autor como del lector y, por lo tanto, podría ser analizado desde sus respectivas psicologías. Luego de que una obra trasciende, alcanza una vida autónoma respecto de su autor, o al menos así lo creía el escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998), quien no negaba que las distintas interpretaciones fuesen un cami­no para llegar a una obra. “Sólo que es un camino que se de­tiene a sus puertas: para comprenderla realmente, debe­mos transponerlas y penetrar en su interior”, agregaba su ensayo “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe”.
Para el poeta y ensayista mexicano, es en ese momento cuando una “obra se desprende de su autor y se transfor­ma en una realidad autónoma. Inmersos en la lectura, cesan de interesarnos los motivos inconscientes que hayan podido mover a Cervantes a escribir el ‘Quijote’. Tampoco nos interesan sus razones; esas razones son una interpre­tación y nosotros, tácitamente, por el sólo hecho de leer su libro, superponemos a las interpretaciones del autor las nuestras. La obra se cierra al autor y se abre al lector. El autor escribe impulsado por fuerzas e intenciones conscientes e inconscientes pero los significados de la obra -y no sólo los significados: los placeres y sorpresas que nos depara su lectura- nunca coinciden exactamente con esos impulsos e intenciones. Las obras no responden a las preguntas del autor sino a las del lector. Entre la obra y el autor se interpone un elemento que los separa: el lector. Una vez escrita, la obra tiene una vida distinta a la del autor: la que le otorgan sus lectores sucesivos”.
Esto nos remite a las teorías que sostienen que en la actualidad -y a diferencia de otras épocas- el enfoque de los estudios sobre la literatura se ha centrado en la percepción activa del lector. Así como, a comienzos del siglo XX, se le otorgaba una importancia primordial al autor para pasar luego a centrar la atención sobre el texto, hoy la mayoría de los análisis hacen hincapié en el lector. Dentro de este ámbito se destacan, entre otras, las tesis expuestas por Umberto Eco (1932-2016), primero en “Opera aperta” (Obra abierta) y luego en “Lector in fabula. La cooperazione interpretativa nei testi narrativi” (Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo), obras en las que el semiólogo y escritor italiano expuso la llamada “teoría de la recepción estética”, en la que planteó una nueva concepción para los estudios de literatura basándose en la interrelación texto-lector. Esta teoría modificó el concepto de obra literaria, pues la definió con relación a la indispensable participación del lector. Es decir, una obra sólo puede ser considerada como tal en el momento en que alguien la lee, por lo que la lectura constituye un elemento indispensable para su existencia.

12 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (3)

El ya mencionado Jaime Rest opinaba que las dimensiones de la novela tienen que ver con “el encadenamiento de episodios por medio de ele­mentos unificadores, como es la presencia de un mismo personaje o grupo de personajes que protagonizan distintas aventuras. La elaboración de su semblanza psicológica es más minuciosa y com­pleja, y se desarrolla a través de la caracteriza­ción y del diálogo. En cambio, las dimensiones limitadas del cuento habitualmente proceden del poder de concentración que ha de exhibir el na­rrador para elaborar en forma alusiva situaciones que de otro modo escaparían a la posibilidad de evocación literaria, en razón de que su naturaleza se revela tenue y compleja a un mismo tiempo”. Esto es algo que se ha potenciado notablemente en los últimos años con el auge del microrrelato, un subgénero en el que los recursos para lograr la brevedad pueden resultar casi más importantes que la brevedad misma. Tal es así, que “lo que importa no es su carácter escueto sino la eficacia de su síntesis”, como apunta el escritor venezolano Gabriel Jiménez Emán (1950) en “Ficción mínima”; y pone como ejemplo “La brevedad”, un microrrelato de su autoría: “Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte”.
“La brevedad es hermana del talento” opinaba el escritor ruso Anton Chejov (1860-1904) hace algo más de un siglo atrás, y agregaba que, cuando escribía, confiaba plenamente “en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento”, una convicción que nos remite a aquello que Cortázar llamaba “lector cómplice”, un factor indispensable para complementar un texto bien logrado. O a la idea del escritor francés Michel Tournier (1924-2016) cuando decía que “un libro tiene dos autores, el escritor y el lector. Sin lector, no hay nada”, un concepto que da por sentado que la simbiosis entre el escritor y el lector es inherente a la naturaleza artística, que la creación (el escritor) y la interpretación (el lector) son imprescindibles para la existencia de la literatura. Marguerite Duras (1914-1996), novelista, guionista y directora cinematográfica francesa, decía en “Écrire” (Escribir): “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”. Tal vez es justamente en ese silencio que cada lector encuentra lo que está buscando, y lo sabrá íntimamente, con una convicción irrefutable.
El escritor argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) contó en sus “Memorias” que “leía buscando la literatura… y escribía buscando la literatura”. Precisamente en esa búsqueda, tanto desde una perspectiva teórica como desde una estética, es que se da el fenómeno literario. La escritura puede entenderse como la representación de una vida no encarnada por parte del escritor. La lectura, por su parte, viene a dar lugar a esa representación de vida en la vida del lector. Ambas figuras interfieren proporcionalmente en el universo de ficción. María Eugenia Caseiro (1954), ensayista y poeta cubana, dice en “La importancia del lector”: “Si bien sabemos que la escritura es un acto de comunicación, la lectura es complemento indispensable para esta comunicación. El lector, quien añade su propia interpretación y análisis, es parte activa y vital de la escritura. Y la escritura, que no es otra cosa que una invitación a la lectura, logra desentrañar muchas veces con estricta limpieza los pensamientos y debates internos del lector, y lo lleva además a despertar la curiosidad por aquellos presentes en el escritor. Tanto quien escribe como quien lee, aportan su ración al producto. Esta comunicación subjetiva, ánima elemental que interrelaciona al lector con quien lo escribe, no es otra cosa que la fusión de dos actos, y el acto de leer pasa a formar parte del acto de escribir desde el punto en que es concebida la escritura, una vez que incluye al lector en el proyecto del escritor. Un libro no leído es como un libro nunca escrito”.
Existieron (y existen), naturalmente, voces escépticas en cuanto a la efectividad y necesidad de la susodicha comunicación. “Al fin y al cabo -pensaba con cierto desencanto el escritor y filósofo francés Albert Camus (1913-1960)-, escribir o leer son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar -por el gusto del creador y del lector- fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas”. Más lejos aún había ido unos años antes el escritor y periodista argentino Roberto Arlt (1900-1942). Incrédulo y disgustado, escribió allá por los años ’30 del siglo pasado en una de sus “Aguafuertes porteñas” que publicaba en el diario “El Mundo”: “Si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es relativa, esa verdad es tan chiquita que es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos”. “Lo que hacen los libros -escribió también- es desgraciarlo al hombre. No conozco un sólo hombre feliz que lea. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho”. Lo que nos lleva al Camus de dos décadas más tarde cuando se preguntaba: “¿De qué nos evadimos por medio de la lectura? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante?”.
Semejantes paráfrasis nos llevan a pensar si no estaba en lo cierto Nietzsche cuando decía que un escritor “deberá ser considerado como un criminal que, sólo en casos rarísimos, merece el perdón o la gracia. Esto sería un remedio contra la invasión de los libros”. Pero, ¿es escritor quien escribió muchos libros? Porque el mexicano Juan Rulfo (1918-1986), por citar un ejemplo, alcanzó renombre con sólo dos: “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”. Otro tanto podría decirse del francés Antoine de Saint Exupéry (1900-1944) con su “Le petit prince” (El principito) o del irlandés James Joyce (1882-1941) con su “Ulysses” (Ulises). ¿Necesitaron Walt Whitman (1819-1892) más que “Leaves of grass” (Hojas de hierba) o Arthur Rimbaud (1854-1891) más que “Une saison en enfer” (Una temporada en el infierno) para ser considerados escritores? La poetisa estadounidense Emily Dickinson (1830-1886) jamás publicó un libro en su vida, apenas si aparecieron cuatro de sus poemas en el periódico “The Springfield Republican” y uno en la antología A masque of poets” (Una mascarada de poetas). ¿Por eso no debe ser considerada una escritora? Y, por otro lado, si de escribir mucho se trata, ¿tienen el mismo valor los más de quinientos títulos publicados por Isaac Asimov (1920-1992) que los casi cuatro mil que publicó la española Corín Tellado (1927-2009)? Jorge Luis Borges (1899-1986) dijo en una oportunidad: “Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la vez”. Danielle Steel (1947), Paulo Coelho (1947), Ken Follett (1949) o John Grisham (1955), por citar sólo algunos escritores (porque, efectivamente, lo son), llevan publicados decenas y decenas de libros que figuran entre los más vendidos en toda la historia. ¿Tendrán ellos algún día la misma humildad y el mismo reconocimiento que el autor de “El Aleph”? Todas estas preguntas nos llevan a otras mucho más sustanciales: ¿Qué define quién es un escritor? ¿La aceptación de las editoriales, los lectores y la crítica? ¿El reconocimiento de los colegas, las universidades y las instituciones? ¿Acaso los premios literarios determinan la calidad de una obra y el talento de su autor? El crítico literario inglés Terry Eagleton (1943) asegura en Literary theory. An introduction” (Una introducción a la teoría literaria): “Parece haber tantos factores que intervienen en la consagración de un autor que no es difícil entender que un escritor en serio sea una especie rara de encontrar. Más allá de que se proponga bucear hondo en la naturaleza humana o entretener con una saga”.
Tal vez, para acercarse a una definición de quién es escritor, habría que partir de la premisa de que no lo es todo aquel que publica, ni todo aquel que publica y vende mucho o poco. Tampoco aquel que escribe y no publica o aquel que paga sus propias ediciones. El huraño y quejoso Nietzsche solía hacer esto último y fue así que alcanzó a repartir unos quince ejemplares de su “Also sprach Zarathustra” (Así habló Zaratustra) entre sus amigos más allegados. A lo mejor el tema debería ser encarado desde otro ángulo porque, tal como cualquier otra actividad humana, tiene múltiples connotaciones. Se escribe por muchas razones: porque “es mi costumbre y además mi oficio. Siempre tomé la pluma como una espada aunque reconozco mi impotencia. No importa, hago y haré libros; hacen falta”, como decía Jean Paul Sartre (1905-1980); o sencillamente, como reconocía Bioy Casares, “escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”.
A pesar de que, para el ya aludido Abelardo Castillo “dedicarse toda la vida a escribir sólo garantiza dolor de espaldas”, la escritora brasileña de origen ucraniano Clarice Lispector (1920-1977) pensaba que escribir es “una maldición salvadora. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”. Mientras tanto, para la escritora española Rosa Montero (1951), la clave está en la necesidad de escribir. “Yo he llegado a aprender, con el tiempo, que un escritor es en realidad aquel que necesita escribir para poder vivir, es decir, para afrontar la oscuridad de la vida, para poder levantarse cada mañana. Uno es escritor porque no puede no serlo. De modo que la necesidad es lo que hace a uno un verdadero escritor, pero eso no quiere decir que lo haga un buen escritor”. Claro que también hubo quienes escribieron no por necesidades existenciales sino por otras mucho menos idílicas: las materiales. Los italianos Carlo Collodi (1826-1890) y Emilio Salgari (1862-1911) son un buen ejemplo de ello; sus personajes Pinocho y Sandokán se convirtieron en íconos de generaciones enteras, y el hecho de que hoy no sean leídos, o lo sean muy poco, ¿los pone del lado de los malos escritores?
Los juicios de valor son notoriamente variables, por eso se deduce de la definición de literatura como forma de escribir altamente apreciada que no es una entidad estable. “Los tiempos cambian -dice el ya citado Eagleton-. Así como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. Más aún, puede cambiar de opinión sobre los fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo es”. Para Graciela Montaldo (1959), ensayista argentina especializada en culturas latinoamericanas modernas y profesora en la Columbia University, la condición de escritor está ligada al ejercicio de una práctica: la escritura, la que históricamente ha tenido diferentes valores y formas de apreciación. “Hubo un tiempo en que ser escritor era una identidad que se obtenía cuando las instituciones de la cultura reconocían como escritor a quien se presentaba como tal”. Esas mismas instituciones -señala la autora de “Teoría crítica, teoría cultural”- “le negaban el título a la gran mayoría pero así y todo podía haber escritores para un circuito (los talleres literarios por ejemplo) que no lo eran para otro circuito (las editoriales)”. Como paradigma de estos reconocimientos diferenciados de origen claramente clasista, podrían citarse varios casos emblemáticos en la Argentina.
Eduardo Gutiérrez (1851-1889), por ejemplo, autor de novelas de contenido histórico costumbrista y gauchesco como “Juan Cuello”, “La Mazorca” u “Hormiga Negra”, obtuvo un enorme éxito popular con su obra “Juan Moreira”, pero ese reconocimiento plebeyo le restó méritos para que la elite aristocrática lo reconociese como escritor. Por el contrario, Manuel Mujica Lainez (1910-1984) fue distinguido y celebrado en los cenáculos intelectuales conservadores. Su novela “Bomarzo” fue incluida en la lista de las cien mejores novelas en español del siglo XX del periódico español “El Mundo”; pero, para los sectores progresistas, no era más que una nítida imagen de decadencia artística, amaneramiento de clase y frivolidad de la literatura. Un itinerario más intrincado recorrió la obra del ya mencionado Roberto Arlt: primero fue un periodista, luego un mal escritor, más tarde un escritor de culto y hoy un clásico nacional. Novelas como “El juguete rabioso”, “Los siete locos” y “Los lanzallamas”, o las crónicas reunidas en “Aguafuertes porteñas”, fueron duramente criticadas durante la primera mitad del siglo XX, para pasar en los últimos tiempos a ser consideradas una lectura obligada ya que, con su original estilística, habría inaugurado la novela moderna argentina.

11 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (2)

Ahora bien, en el arte de narrar es una tarea enrevesada hablar de géneros, tratar de establecer los límites siempre serpenteantes entre una y otra de las pautas que los caracterizan; más aún teniendo en cuenta cómo han ido variando los criterios sobre este aspecto con el correr de los años y, también, según la lengua en que esté escrita la obra. El vocablo español “novela”, por ejemplo, designa un género narrativo de ficción en prosa que abarca obras literarias -tal como las define la Real Academia Española- “de cierta extensión”, pero ese precepto difiere del que poseen en otros idiomas términos afines. Así, el italiano “no­vella”, el francés “nouvelle” y el alemán “novelle” hacen referencia a relatos en prosa de menor extensión, a menudo más cercanos en su dimensión a lo que en español se denomina “cuento”. Pero inclu­sive no es posible hacer coincidir semánticamente la designación española con aquellas denomina­ciones que en otras lenguas parecen acercarse en mayor grado a esta caracterización. Por ejemplo, el inglés “romance” y el francés “roman” serían lo más aproximado al español “novela”, pero ambos términos también difieren entre sí y embrollan aún más el asunto.
En lengua inglesa, debido a la gravitación del Romanti­cismo nacido a fines del siglo XVIII, se estableció una distinción considerable entre los términos “novel” y “romance”. El primero coincide con la noción española de novela realista, mientras que el segundo tiende a incor­porar sucesos fantásticos o pintorescos. A ello habría que agregarle el ad­venimiento de otros nuevos tipos de ficción que también recibieron, con mayor o menor propiedad, el nom­bre de novela, generalmente acompañado de al­gún adjetivo que especificaba sus características diferenciales. Por consiguiente, el vocablo adquirió en forma gradual un significado cada vez más amplio. Así fueron apareciendo la narración gótica, de la mano de Horace Walpole (1717-1797); o la picaresca emanada de la pluma de Daniel Defoe (1660-1731), la filo­sófica de Jonathan Swift (1667-1745), la histórica de Walter Scott (1771-1832), la dramática de Jane Austen (1775-1817), la costumbrista de Charles Dickens (1812-1870), la romántica de las hermanas Charlotte Brontë (1816-1855) y Emily Brontë (1818-1848), la policíaca de Wilkie Collins (1824-1889), la lírica de Virginia Woolf (1882-1941), etc. etc.
También en Francia sus escritores transitaron por este camino: François Rabelais (1494-1553) y Denis Diderot (1713-1784) lo hicieron en la novela filo­sófica, Henri Beyle, Stendhal (1783-1842) en la psicológica, Honoré de Balzac (1799-1850) en la realista, Victor Hugo (1802-1885) en la histórica, Émile Zola (1840-1902) en la naturalista y Marcel Proust (1871-1922) en la autobiográfica, sólo por citar a los más emblemáticos. Esto sin olvidar a escritores como el alemán Johann von Goethe (1749-1832) o a los rusos Tolstoi y Fiódor Dostoyevski (1821-1881) quienes, cada uno a su manera, contribuyeron a innovar el género. Por esa razón, varios semiólogos franceses, en particular aquellos que instauraron a mediados del siglo pasado el movimiento literario del “nouveau roman”, comenzaron a emplear el vocablo “récit” para distinguir las for­mas renovadoras de la novela contemporánea de aquellas narraciones más próximas a la tradición de los siglos XVIII y XIX, la cual pasó en con­secuencia a convertirse por antonomasia en el ámbito exclusivo del “román”.
Probablemente en razón de esta ambigüedad terminológica, muchos críticos e historiadores de la literatura optaron por incluir en el campo de la novela todas las formas extensas de narrativa de ficción, y fue tal vez el académico y crítico norteamericano Theodore Spencer (1902-1949) quien formuló una descripción del género que, aunque bastante laberíntica, puede considerarse arquetípica por su exactitud y precisión. Escribió Spencer en “The critics” (La crítica), artículo publicado en la revista “The New Yorker” el 27 de noviembre de 1948: “La novela es una narración en prosa que describe la evolución de uno o varios personajes a través de una serie de acontecimientos que se hallan organizados con el propósito de crear una ilusión de realidad fáctica en que los hechos na­rrados están relacionados entre sí y están vin­culados a los personajes que los experimentan; de tal modo, estos personajes y otros de índole secundaria que también aparecen en el relato pueden ser descriptos en función de ciertos cri­terios morales y afectivos que sirven para juzgar el comportamiento de las diversas figuras huma­nas incorporadas en la anécdota”.
En definitiva, los géneros literarios se definen por una suma de rasgos específicos que se infieren de características comunes presentes en las obras representativas de cada uno de ellos. Sea narrativo, lírico o dramático, un escritor elige un género porque una tendencia interior lo lleva a dar una forma determinada al tema o a la imagen que se está gestando en su mente. A partir de allí elegirá la novela, el cuento, la poesía, la fábula, el drama, etc. para dar rienda suelta a su vocación narrativa en el afán de manifestar tanto sus experiencias vivi­das como sus mundos imaginados (o, casi invariablemente, una mixtura entre ambas cosas) pero siempre buscando la compleja sencillez que haga que, mediante la disposición y armonía de una serie de detalles justos y precisos, sus narraciones den la sensación de un detalle único. Sintetizando, el ensayista estadounidense John Gardner (1933-1982) escribió en “The art of fiction” (El arte de la ficción): “Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la generosidad de la ficción”.
El escritor y filósofo francés François Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, decía con mordacidad que “todos los géneros son buenos, menos el fastidioso”. Tolstoi, más formal, pensaba que “todos los géneros son buenos menos aquel que no se comprende y que no produce, por lo tanto, ningún efecto”. Sin olvidar que los géneros se pueden transgredir o se pueden fusionar combinando, en distintas proporciones, elementos narrativos propios de cada uno, el cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez, como pensaba Gabriel García Márquez (1927-2014), “lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra”.
William Faulkner (1897-1962), uno de los novelistas estadounidenses más importantes del siglo XX para quien la fórmula para escribir bien se componía de “99% de talento, 99% de disciplina, 99% de trabajo”, afirmó en una oportunidad que “todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento y, al volver a fracasar, sólo entonces se pone a escribir novelas”. El argentino Julio Cortázar (1914-1984), más cuentista que poeta -aunque su obra más trascendente es una novela (“Rayuela”)-, opinaba que el efecto imprescindible de un buen cuento era casi el mismo que el de los buenos poemas: “el cuento, ese género de tan difícil definición, en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario”. Su coterráneo Ernesto Sabato (1911-2011), mientras tanto, opinaba que “la prosa es lo diurno y la poesía la noche: se alimenta de nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de los abismos”.  Y Charles Baudelaire (1821-1867), poeta y crítico de arte francés, fue aún más lejos: “Todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía”.
La lírica es uno de los géneros que ha tenido más extensa perduración en el tiempo, y la palabra poesía, a su vez, fluctuando entre el adjetivo y el apelativo, ha seguido una de las trayectorias se­mánticas más erráticas y complejas. El lenguaje que utiliza no sólo entraña paralelismos u oposiciones se­mánticas sino también métodos sintácticos tales como el símil (la comparación explícita entre cosas enteramente distintas), la metáfora (suplantación del término literal por otro figurado) y el símbolo (un término figurado que permite comunicar al vocablo reempla­zante una carga semántica múltiple y articulada). A veces se contrapone la prosa a la poesía, co­mo si se rechazaran mutuamente entre sí y no fuera lícito hablar de una "prosa poética". Algo semejante a lo que ocurre con el drama, género en el que, si bien el dramaturgo utiliza los recursos verbales de mane­ra muy diferente a un poeta o un prosista, la inten­sidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las pasiones humanas expuestas también pueden contener un alto valor poético en su lenguaje.
Para el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), “el tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa”. Y para otro escritor argentino, Abelardo Castillo (1935), “la poesía es el fundamento de la literatura, y la literatura es ese estremecimiento íntimo que hay entre el libro y su autor”. El fundador de las emblemáticas revistas literarias “El Grillo de Papel”, “El Escarabajo de Oro” y “El Ornitorrinco” reconoce “los absurdos, los titubeos, las casi vergonzosas indecisiones que preceden a la construcción de una obra de arte”. Para él, aquello de que un escritor debe escribir una gran obra “es un disparate, una arrogancia. Un escritor escribe, es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Ésa es la única diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas”. Y agrega, punzante, “los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento. No es cierto, sólo es más larga. Los cuentistas afirman que el cuento es el género más difícil. Tampoco es cierto, sólo es más corto. El cuento es difícil únicamente para aquellos que nunca deberían intentarlo”.
¿Será el cuento “una flecha en el centro del blanco y la novela cazar conejos” como opinaba García Márquez? ¿O es que “la novela gana por puntos y el cuento por nocaut”, como pensaba Cortázar? Para el prolífico escritor estadounidense de ciencia ficción Philip K. Dick (1928-1982), la diferencia entre un cuento y una novela residía en que, “un cuento puede tratar de un crimen; una novela trata del criminal. Las novelas cumplen una condición que no se encuentra en los cuentos: el requisito de que el lector simpatice o se familiarice hasta tal punto con el protagonista que se sienta impulsado a creer que haría lo mismo en sus propias circunstancias”. Ciertamente, el personaje en una novela puede ser el elemento fundamental, y sus características ser tan o más importantes que la acción misma. En cambio el personaje de un cuento está más supeditado a la trama y al acontecer de la historia. Para el autor de “Do androids dream of electric sheep?” (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), novela adaptada libremente para el cine por Ridley Scott (1937) con el nombre de “Blade runner”, el cuento “es mucho menos restrictivo que una novela en términos de acontecimientos. Cuando un escritor acomete una novela, ésta empieza poco a poco a encarcelarlo, a restarle libertad; sus propios personajes se rebelan y hacen lo que les place... no lo que a él le gustaría que hicieran. En ello reside la solidez de una novela, por una parte, y su debilidad, por otra”.
Algo similar pensaba el escritor dominicano Juan Bosch (1909-2001) quien, en su breve ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, razonaba: “El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil”. Y concluía: “El cuentista puede escoger su propio camino, ser subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo, pero siempre debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas”.
No debe olvidarse que este género, reconocido por muchos como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura. En su ensayo “Algunos aspectos del cuento”, Cortázar recurrió a una ingeniosa comparación a la hora de diferenciar la novela del cuento: “La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un ‘orden abierto’, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación”. Así, un cuento sería una sola imagen mientras que la novela sería una sucesión de ellas. O, como pensaba el antes citado Juan Bosch, la diferencia fundamental entre uno y otro “está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso”. Análisis, acumulación y extensión en una; síntesis, concentración e intensidad en el otro. Desarrollo de una psicología en una; crisis de un asunto el otro. De cualquier manera, la clave está en conocer las herramientas básicas de la literatura, en fijarse en el tono, el ritmo, la textura, la sintaxis, las alusiones, la ambigüedad y otros aspectos formales de las obras literarias, sean estas novelas o cuentos.

10 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (1)

El escritor se encuentra solo en una habitación (o en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, o en donde quiera que sea). Desempolva sus musas, baraja sus recuerdos, imagina su mañana; circunda todo su mundo con pequeñas maquinaciones destinadas a apresar la belleza. Atrapa al vuelo algunas palabras que revolotean en su cabeza y sopesa figuradamente en una y otra mano la gravedad de las mismas. Las mastica, las rumia, las deglute. Titubea, dilucida, se decide. Y escribe, escribe con la pretensión de cartografiar la eternidad. Limpia de adjetivos y retórica al sustantivo austero que rechaza ornatos sensibleros, o transforma a la oración en un párrafo inerte, álgido, sin el motor del verbo. Las palabras se unen tratando de establecer un corpus que se acerque lo más posible al pensamiento, al sentimiento, buscando a la vez afanosamente crear lo inolvidable, lo sublime; aquello que, cuando el hipotético lector aparte la vista del texto, lo haga fijar su vista en el infinito. O tal vez con la intención de concebir aquel párrafo insospechado que se introduzca en la memoria colectiva para hacerlo triunfar alegóricamente sobre la muerte. Es el arte de escribir, el nacimiento de la literatura y, con ella, la materialización del misterio, del hechizo, de la fascinación.
Dice la licenciada en Filología Hispánica y escritora argentina Teresa Martín Taffarel (1934) en su obra “El tejido del cuento”: “Desde los tiempos más remotos de que se tienen noticias, el arte de contar ha acompañado al ser humano, y es difícil determinar en qué época o en qué lugar concreto nacieron las primeras historias que todavía se cuentan. Los hilos de la narración se entrelazan con los hilos de la vida, y en el transcurso de los siglos el antiguo arte de narrar vive y perdura”. Así, tal como afirmaba Roland Barthes (1915-1980), efectivamente “innumerables son los relatos del mundo”. En “Le degré zéro de l’ecriture” (El grado cero de la escritura), el semiólogo francés agregaba que “la escritura está encargada de unir con un solo trazo la realidad de los actos y la idealidad de los fines”. Esto implica que las obras literarias no tienen un significado fijo sino que son generadoras de múltiples representaciones posibles. La verdad (en su acepción epistemológica, claro) y la literatura tienen puntos en contacto, y es a la búsqueda de ese nexo que un escritor construye sus propios mundos. Cuando lo logra, la literatura deviene en ejercicio personal y plural al mismo tiempo, ya que será un revelador acceso a esa tácita vinculación entre el escritor y el lector.
En ese sentido, el ensayista y crítico literario argentino Jaime Rest (1927-1979) destacaba en “Conceptos fundamentales de la literatura moderna” que “a menudo se han suscitado prolongados debates en torno de la lectura, basados en el interrogante planteado acerca de si el escritor compone su obra con la intención de ser leído o con el mero propósito de liberarse de ciertas preocupaciones íntimas. Desde el punto de vista literario esta formulación del problema es absolutamente ociosa e inútil, pues el texto poético sólo se constituye al completarse el circuito formado por escritura y lectura”. Y completaba: “Aún más, cabe enfatizar que el autor del texto siempre propone una composición que posee cierto margen de apertura que sólo se com­pleta o se cierra a través de la intervención de cada lector”. Un juicio que también expone la antes citada Teresa Martín Taffarel cuando habla de la necesidad de “la participación del receptor para construir la historia narrada en el acto de la lectura. En algunos casos, se establece una com­plicidad entre narrador y lector y, en otros, se invita o hasta se conmina a intervenir en textos narrativos abiertos o aparente­mente desarmados”.
Es que, tal como dice la misma ensayista, ahora en “Caminos de escritura”, el ser humano “contempla el mundo circundante, se contempla a sí mismo y percibe el tiempo como una duración en la que se incluye el segmento de su propia vida. Escribir es sustraerse de ese discurrir ineludible para crear otra dimensión temporal. Escribir es encontrar un modo de inventar el tiempo, de reconciliarse con lo efímero, de perdurar en las palabras”. Y también, desde otro punto de vista, tal como opinaba Sigmund Freud (1856-1939) en “Der dichter und das phantasieren” (El creador literario y la imaginación), dadas las opresivas y urgentes necesidades instintivas que llevan a un escritor a alejarse de la realidad para acercarse a la fantasía, escribir es lo que permite anular la represión por un momento y gozar del placer prohibido de los propios procesos inconscientes. El neurólogo austríaco, que proponía “soñar despierto para la escritura creativa”, entendía que escribir era “aprovechar, modelar y quitar asperezas a los ensueños propios de manera que resulten aceptables para los demás”. De modo que, tal como lo dice Teresa Martín Taffarel, “si bien el tiempo de la escritura es limitado, trasciende más allá de sus límites en el tiempo de la lectura, que es un tiempo siempre renacido. Y, si el pasado se olvida porque la memoria es frágil, lo que se ha fijado en esa otra memoria que es la escritura, vuelve a hacerse presente en la lectura”.
Esta certeza juega a la vez con la incertidumbre que planteaba el escritor y filósofo español Miguel de Unamuno (1864-1936) en un poema: “Leer, leer, leer, vivir la vida / que otros soñaron. / Leer, leer, leer, el alma olvida / las cosas que pasaron. / Se quedan las que quedan, las ficciones, / las flores de la pluma, / las olas, las humanas creaciones, / el poso de la espuma. / Leer, leer, leer; ¿seré lectura / mañana también yo? / ¿Seré mi creador, mi criatura, / seré lo que pasó?”. De esto se desprende que, a pesar de la interpretación freudiana sobre que un escritor “no dice exactamente lo que quiere decir ni quiere decir exactamente lo que dice”, el arte de narrar puede ser considerado como una de las condiciones de la vida humana, ya que es uno de los medios más eficaces de comunicación entre los hombres. Una narración pone en relación al lector a quien está dirigida con el que la escribió y, a la vez, con todos los lectores que simultánea, anterior o posteriormente la hayan leído. Lo que los une son las palabras, esos iconos inventados para plasmar la memoria de los seres humanos. La palabra escrita que transmite los pensamientos y las sensaciones de los hombres es un lazo de unión entre ellos; un lector puede no ser capaz de expresar todos los sentimientos humanos, pero basta que un escritor lo haga aunque más no sea con alguno de ellos, para que el lector los experimente él mismo aun cuando nunca antes lo haya logrado.
En “Cómo se hace una novela”, el ya aludido Miguel de Unamuno cuenta una anécdota muy ilustrativa a ese respecto, y lo hace a través de un personaje que no es más que su propio álter ego. Vagando en París por las librerías de viejo instaladas a orillas del río Sena, el sujeto en cuestión encuentra un libro del novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850): “La peau de chagrín” (La piel de zapa). Comienza a leer­lo antes de comprarlo y se siente atraído por el personaje y por la his­toria. En un momento, al apartar los ojos de la novela y fijarlos en el Sena, le parece advertir que sus aguas inmóviles son un espejo de la muerte y, horrorizado, vuelve a leer para encontrarse consigo mismo en las páginas del libro. Es entonces cuando aparecen las fatídicas palabras: “Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo”. Las aguas del río y las letras del libro parecen querer aniquilarlo. Entonces deja el libro y huye, pero la idea de lo no leído lo obsesionará todo el tiempo.
Otro ejemplo del influjo que pueden ejercer las composiciones literarias es el que desarrolló Miguel de Cervantes (1547-1616) en “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, una obra que traza una semblanza profunda de un cambio de época que hoy se conoce como los inicios de la Modernidad, dando comienzo no sólo a un nuevo género literario sino también a cosmovisiones e intereses que emergían en su época y que aún hoy, cuatro siglos más tarde, marcan la nuestra. El “Quijote” es el primer libro que narra varias historias simultáneamente, a la vez que reflexiona y detalla las formas en que ellas se construyen, llegando incluso a la parodia de incluir en el texto un libro titulado “El Quijote” y hasta un escritor llamado Cervantes entre uno de sus casi setecientos personajes. Semejante contextura llevó a la ensayista y narradora mexicana Anamari Gomís (1950) a decir que, cada vez que lo releía, le revelaba cómo “el mundo de la ficción juega con la realidad y con la fantasía”. “De ahí que -agregaba la autora de “Cómo acercarse a la literatura”- cuando leo un cuento de Cortázar con un señor que vomita conejitos, lo creo, porque parece que es absolutamente real”. No por nada el escritor argentino-canadiense Alberto Manguel (1948) declaró alguna vez que “vivimos en un mundo que es, en gran parte, fruto de la lectura del ‘Quijote’”.
En la narración de las aventuras de este particular caballero y su fiel -aunque descreído e interesado- escudero Sancho Panza, Cervantes explora la diferenciación entre realidad y escritura, la cual tiene la posibilidad de cobrar autonomía frente a la realidad siguiendo normas propias. Esa posibilidad de diferimiento, de construcción de una realidad en sus propios términos -y que entre sus posibilidades incluye la construcción de mundos directamente ficcionales- es considerada en la novela como una suerte de peligro social dados los excesos de fantasía (a los que condena). Es que el personaje Quijote sencillamente enloquece a causa de sus lecturas desenfrenadas de las numerosas y extravagantes historias caballerescas que invadieron la España renacentista que van desde el “Amadís de Gaula”, obra maestra de la literatura medieval en castellano atribuida a Enrique de Castilla (1230-1303), hasta “Tirant lo Blanch” (Tirante el Blanco) del escritor valenciano  Joanot Martorell (1410-1465), pasando por “Las sergas de Esplandián” de Garci Rodríguez de Montalvo (1450-1505), el “Olivante de Laura” de Antonio de Torquemada (1507-1569) y tantos otros más.
Como quiera que sea, y sin necesidad de llegar a semejantes extremos, lo cierto es que la literatura y la vida tienen una relación tan estrecha como, parafraseando a León Tolstoi (1828-1910), “los pulmones y el corazón: se estropea uno de ellos y el otro no puede funcionar”. El arte de narrar conlleva la facultad de ser el medio de transmisión de todos los sentimientos posibles. Por medio de la palabra, decía el escritor ruso en su ensayo “Chto takoye iskusstvo?” (¿Qué es el Arte?), “el hombre comunica sus sentimientos a todos los hombres, no sólo de su época, sino también de las generaciones presentes y futuras”. Sobre esa aptitud del hombre para experimentar los sentimientos que siente otro, Tolstoi agregaba: “Los sentimientos que el artista comunica a otros pueden ser de distinta especie, fuertes o débiles, importantes o insignificantes, buenos o malos; pueden ser de patriotismo, de resignación, de piedad; pueden expresarse por medio de un drama, de una novela, de una fábula. Toda obra que los expresa así es una obra de arte”.