6 de mayo de 2016

Steven Rose: "En la economía neoliberal globalizada, la tecnociencia se ha mercantilizado y juega un rol central en la comercialización de casi cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana"

Desde hace unos veinte años las neurociencias comenzaron a ganar terreno estimuladas con las nuevas tecnologías que permiten mapear la actividad neuronal, los procesos sinápticos y la actividad eléctrica en el cerebro. Este boom neurocientífico parece no tener freno al amparo de los intereses de la industria farmacéutica en manos de poderosas empresas multinacionales para las que, más que las posibilidades de curar el Alzheimer o el Parkinson, lo atractivo del proyecto está en las jugosas ganancias que vienen haciendo a partir de la monopolización de los descubrimientos en tecnociencia. Las investigaciones en neurobiología durante la segunda mitad del siglo XX le dieron a la concepción materialista de la mente nuevos bríos, socavando así las antiguas concepciones idealistas sobre la misma. Daniel Dennett (1942) por ejemplo, un filósofo estadounidense destacado en ciencias cognitivas, sostiene en su “Darwin's dangerous idea” (La peligrosa idea de Darwin) que “sólo existe una clase de sustancia de la que están hechas las cosas, a saber, la materia. Es la sustancia de la física, la química y la fisiología, y el espíritu es, en cierto modo, no más que un fenómeno físico. En resumen el espíritu es el cerebro”. Planteamientos de este tipo, ya sostenidos años antes por otros prestigiosos científicos como el austríaco Herbert Feigl (1902-1988) o el australiano John Jamieson Smart (1920-2012), junto a la utilización de la incipiente Resonancia Magnética Funcional que examina la anatomía el cerebro, jugaron un rol determinante para tratar de explicar el comportamiento humano únicamente en base a la acción de las neuronas cerebrales dejando de lado a otras disciplinas como la sociología o la psicología, que antes tenían aproximaciones independientes. Se logró de esta manera caer un reduccionismo que invisibilizó la estimulación cultural que se da en el contexto social de los individuos y, por supuesto, en el contexto histórico de las sociedades, restringiendo todo a un determinismo biológico, esto es, a la falacia de reducir a las personas a nada más que la biología. Este programa reduccionista ha llevado al extremo la idea de la identidad entre mente y cerebro al punto de considerar que todo comportamiento humano debe ser explicado, descripto, prevenido o modificado a través del conocimiento absoluto de los procesos que yacen en el cerebro. Tal vez no habría que dejar de lado el programa de investigación sobre la teoría de la mente que legó el psicólogo ruso Lev Vigotsky (1896-1934) hace casi un siglo, el cual proponía priorizar la historia del desarrollo de lo que él llamó Funciones Psíquicas Superiores. Para Vigotsky existían tres vías de desarrollo de esas funciones: la biológica, explicada en la teoría evolutiva concebida por Charles Darwin (1809-1882); la histórica-cultural, sintetizada por el materialismo histórico desarrollado por Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895); y la ontogenética, elaborada a partir de las investigaciones de Ernst Haeckel (1834-1919). Así las cosas, las neurociencias no deberían subestimar a la psicología que se encarga del estudio de la mente ya que, si bien todo comportamiento humano puede ser susceptible de una explicación neurobiológica, hay pautas conductuales que preservan cierta autonomía. Desde el punto de vista de la sociología, no debería tampoco obviarse que el desarrollo biológico de los seres humanos (el proceso de hominización) devino en formas materiales que lo sobrepasaron. La relación entre los individuos y la creciente injerencia de la economía y la política en las sociedades, por ejemplo, solo ha llegado a producirse cambiando profundamente el estado anterior, de modo que la teoría unificada del espíritu/cerebro sólo podría ser real a partir del momento en que también ella haya integrado la dimensión socio-histórica consustancial a la humanidad. Tal como plantea el neurobiólogo británico Steven Rose (1938) en la entrevista que sigue más abajo, el determinismo biológico goza de buena salud. Está bien anclado en las premisas del paradigma neurocientífico dominante, ahora vuelto en proyectos tecnocientíficos de gran alcance para las grandes multinacionales farmacéuticas. Rose, director del Departamento de Biología de la Open University of London, es autor de numerosas obras sobre esta temática, entre ellas “The chemistry of life” (La química de la vida), “The conscious brain” (El cerebro consciente) y “The making of memory” (La fábrica de la memoria). Al igual que el paleontólogo Stephen Jay Gould (1941-2002) y el genetista Richard Lewontin (1929), entre otros, sus aportes son claves para una crítica de la ciencia en el sistema capitalista, y en particular de los desarrollos reduccionistas y deterministas biológicos, que justifican diferentes formas de opresión. En esa dirección ha publicado junto a la socióloga británica Hilary Rose (1935) “Science and society” (Ciencia y sociedad), “Radicalisation of science” (La radicalización de la ciencia) y “Genes, cells and brains. Bioscience's promethean promises” (Genes, células y cerebros. Las promesas prometeicas de la nueva biología), obras en las que criticó la biotecnología, la medicina regenerativa y las neurociencias en el marco del capitalismo neoliberal. También, junto al ya citado Lewontin y el psicólogo estadounidense Leon Kamin (1927) publicó “Not in our genes. Biology, ideology and human nature” (No en nuestros genes. Racismo, genética e ideología), desde el cual emprendió una importante crítica al reduccionismo y el determinismo biológico de la sociobiología. Sus últimas obras son “Lifelines” (Trayectorias de vida), “The 21st century brain” (El cerebro en el siglo XXI) y “The future of the brain” (Tu cerebro mañana), realizando importantes críticas a los usos reduccionistas del evolucionismo en psicología y a las neurociencias actuales, exponiendo su propia síntesis alternativa. “Ciertamente -afirma Rose-, los genes contribuyen a la formación de nuestro comportamiento, pero ese comportamiento está profundamente influenciado por los procesos de desarrollo, la cultura, el medio social e, incluso, la tecnología. Es imposible hablar de genes que determinan 
cualquier aspecto complejo de la forma de pensar o de actuar del ser humano. Muchos problemas sociales son de familia, nuestras sociedades no son igualitarias; la gente que vive en la pobreza tiende a criar hijos que viven en la pobreza. Sin embargo, esto no hace que la pobreza sea genética. De la misma manera, los hijos de padres ricos pueden heredar riquezas, pero se trata de herencias sociales, no genéticas. Es difícil diferenciar entre la influencia de los genes y la del medio en el largo y complejo proceso del desarrollo humano -de hecho, nunca se puede asegurar que el x% de algún aspecto del carácter de un individuo sea genético y el y% se derive de su medio. Los dos están indisolublemente ligados a lo largo de los muchos años que nos toma construirnos a nosotros mismos con la materia prima de los genes y el medio. Lo que los genetistas tratan de hacer es determinar qué tanto de la variación de una característica dentro de una población puede atribuirse a los genes y si hay algún gen específico que determine esa característica”. La entrevista, realizada por Juan Duarte, apareció en la revista “Ideas de Izquierda” nº 7, marzo de 2014.


Desde los ‘70 viene discutiendo contra el determinismo biológico, desnudando su relación con posiciones reaccionarias en ciencias sociales y con políticas de derecha. En “No en nuestros genes”, por ejemplo, con Richard Lewontin y Leon Kamin, critican la sociobiología de Wilson y las tesis de Richard Dawkins en “El gen egoísta”. Han pasado varias décadas. ¿Cuál cree que es el lugar del determinismo biológico hoy, cuando muchos neurocientíficos hablan de la “década de la mente”?

El determinismo biológico está vivo y con buena salud. Florecen los comentarios sobre los genes. En Inglaterra la coalición de gobierno conservadora-liberal ha reabierto el debate sobre el Coeficiente Intelectual, con el alcalde de Londres afirmando que el 16% de la población posee coeficientes intelectuales por debajo de 85 y son esencialmente gente “desechable” en oposición al 2% con 130, y el consejero del Ministro de Educación afirmando que el Coeficiente Intelectual es 70% heredable. Estas afirmaciones repiten los viejos “malos entendidos” tanto de la teoría del Coeficiente Intelectual y de la genética, que están claramente conducidas ideológica y políticamente. Mientras, las neurociencias son igual de deterministas, cosificantes y buscan localizar todo, desde el amor romántico hasta la orientación política y el juicio moral, en regiones del cerebro visualizadas por imágenes de resonancia magnética funcional, y a su vez moldeadas por fuerzas genéticas. Considere frases tales como “Usted no es nada más que un manojo de neuronas” (Francis Crick) o “Yo sináptico” (Joseph LeDoux) o “Usted es su cerebro” (Eric Kandel), todos ejemplos de la falacia mereológica que, al estudiar de las relaciones entre las partes, reduce la persona socialmente insertada a nada más que la biología.

En “Tu cerebro mañana” también señala, respecto de las dicotomías mente-cuerpo o proceso-producto, parafraseando a T. Dobhzansky, que “nada en biología tiene sentido excepto a la luz de su propia historia”, y que éstas han estado determinadas por el desarrollo del capitalismo. ¿Podría decirnos cómo ve usted esta relación?

Es bien conocido que, en Occidente, el nacimiento en el siglo XVII de la ciencia “moderna” fue contemporáneo con el ascenso del capitalismo. Los modos de pensamiento que hasta ahora el capitalismo ha requerido -reduccionista, cuantificable, individualista- son precisamente aquellos que han moldeado las direcciones del desarrollo científico en los últimos tres siglos, enmarcando tanto las preguntas que se hacen los científicos del mundo natural a nuestro alrededor, como los tipos de respuestas estimadas aceptables.

En relación con estas tendencias deterministas y dicotómicas, en ese libro usted afirma que “ha habido sólo un abordaje completamente occidental a la ciencia que evade esta crítica, la del materialismo dialéctico marxista”. ¿En qué sentido cree usted que el materialismo dialéctico marxista ha sido una contribución?

El contraste es con el materialismo mecánico reduccionista -que Marx y Engels criticaban-, el cual reduce todo a procesos moleculares (véase Moleschott u otro fisiólogo del siglo XIX entre los científicos de la vida y fisiólogos en la tradición cartesiana). En su interés por exorcizar el “fantasma en la máquina” ellos optaron por un universo determinista al extremo. Un materialismo dialéctico reconoce la existencia de niveles de organización del mundo material, que las células no pueden ser simplemente reducidas a moléculas o los organismos a células sino que nuevas relaciones emergentes aparecen en todos los niveles, que dependen pero trascienden los niveles más bajos (por ejemplo, el comportamiento de la pelota en un partido de fútbol está estrictamente sujeto a las “leyes” de la física, pero no se pueden deducir las leyes del fútbol de principios físicos) y que están profundamente localizadas socialmente en patrones y cambios en la organización social y la cultura.

Usted también dijo que el marxismo es “una tradición potencialmente fértil”. ¿En qué sentido cree que esto es significativo hoy?

En la ciencia, por las razones arriba señaladas. En la vida y en la política porque, aunque vivimos en tiempos radicalmente cambiados, con las transformaciones en la producción globalizada y la destrucción de las clases obreras organizadas al menos en los Estados posindustriales, la tradición marxista enfatiza las grandes contradicciones en la sociedad, de clase, de género, de raza, por lo que termina con los eufemismos de la ideología burguesa.

En “La radicalización de la ciencia” y en “Ciencia y sociedad”, con la socióloga de la ciencia Hilary Rose señalan la necesidad de desarrollar una “economía política de la ciencia” desde el marxismo, y trazan una caracterización crítica apuntando a la tendencia a la mercantilización de la ciencia a varios niveles. ¿Qué de esa caracterización se mantiene hoy?

Eso está discutido particularmente en el último libro que escribí junto a Hilary Rose: “Genes, células y cerebros”. En la economía neoliberal globalizada la tecnociencia se ha mercantilizado, y juega un rol central en la comercialización de casi cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana, incluyendo información acerca de nuestro cuerpo y nuestra genética.