31 de julio de 2015

Edgar Wallace. Entre la notoriedad y el desdén

El 2 de marzo de 1933 se estrenaba en el Radio City Music Hall de Nueva York una película cuyo personaje principal pasaría desde entonces a convertirse en uno de los iconos de la cultura popular: "King Kong". En los créditos de la misma aparecían los nombres de sus directores, Ernest Schoedsack (1893-1979) y Merian Cooper (1894-1973); de sus guionistas, Ruth Rose (1891-1978) y James Creelman (1894-1941); y naturalmente el de sus actores, entre ellos Fay Wray (1907-2004) y Robert Armstrong (1890-1973). Pero, curiosamente, no aparecía el del gestor de la idea y autor del guión original, el prolífico escritor británico Edgar Wallace.
Wallace, quien había fallecido en Hollywood poco más de un año antes del estreno, era uno de los autores de mayor éxito de su tiempo, llegando a ser sus libros los segundos más vendidos en Gran Bretaña después de la Biblia. Especializándose en historias detectivescas y de suspenso, alcanzó a publicar en vida algo más de un centenar y medio de novelas y relatos, y es considerado por muchos el creador del género del "thriller" moderno. Había nacido en el distrito londinense de Greenwich el 1 de abril de 1875, hijo ilegítimo de dos actores católicos de una pequeña compañía teatral quienes lo entregaron en adopción al propietario de un pescadería en el distrito de Billingsgate. Este hombre se encargó de su educación primaria internándolo en un colegio en Peckham, situación que duraría hasta que el futuro escritor cumplió sus doce años. A partir de allí abandonaría sus estudios y desempeñaría diversos trabajos para sobrevivir: distribuidor de periódicos, vendedor de zapatos, operario de imprenta, albañil, cocinero de un buque, dependiente de una fábrica de impermeables y repartidor de leche.


En 1894 ingresó en el ejército y, tras dos años en el Regimiento Real de West Kent de Londres, fue enviado a Sudáfrica, donde Gran Bretaña se aprestaba a intervenir militarmente tras el descubrimiento de ricos yacimientos de oro y diamantes en los territorios controlados por los bóers, granjeros de origen holandés que se habían establecido en la zona a mediados del siglo XVII. Wallace, quien había comenzado a escribir baladas y poemas durante su servicio en la capital británica, conoció en Ciudad del Cabo a Rudyard Kipling (1865-1936), quién alentó sus aspiraciones literarias. Destinado al cuerpo médico del ejército británico, pronto pidió su traslado a la sección de prensa y al poco tiempo renunció al ejército para dedicarse al periodismo. Ayudado por el escritor William Shaw Caldecott (1839-1921), consiguió trabajo como corresponsal de la agencia de noticias "Reuter" y del periódico "Daily Mail". Para entonces ya había publicado dos libros de poemas: "Songs" (Canciones) y "The mission that failed" (La misión fallida), mientras dirigía el periódico "Rand Daily Mail" de Johannesburgo.


Tras renunciar al ejército y regresar a su país natal, Wallace se dedicó plenamente al periodismo trabajando en diversos periódicos. En 1905 publicó su primera y más conocida novela: "The four just men" (Los cuatro hombres justos), dando comienzo a una exitosa carrera como escritor. Durante los siguientes años continuaría publicando novelas, principalmente de suspenso -aunque también varias colecciones de cuentos ambientados en la África colonial-, con un ritmo de publicación de una obra al año, y más tarde, consiguiendo sacar al mercado dos o incluso tres por año. Así se irían sucediendo títulos como "The Council of Justice" (El Tribunal de Justicia), "The people of the river" (La gente del río), "The nine bears" (Los nueve osos), "The fourth plague" (La cuarta plaga), "The melody of death" (La melodía de la muerte), "The secret house" (La casa secreta), "Bones of the river" (Huesos en el río) y "The crimson circle" (El círculo carmesí), entre muchos otros.
Simultáneamente fundó y dirigió varios periódicos deportivos (era muy aficionado a las carreras de caballos), escribió obras de teatro, crítica teatral y guiones de cine y, durante la Primera Guerra Mundial, trabajó tanto para la sección de Lincoln's Inn de la Policía Especial (para velar por la seguridad del Palacio de Buckingham) como para la War Office del Ministerio de la Guerra (para interrogar ex prisioneros procedentes de los campos de concentración alemanes). Con el desarrollo cada vez más vertiginoso del séptimo arte durante los años '20, varias de sus novelas y obras teatrales fueron llevadas al cine, principalmente en Alemania, país en el que se realizarían numerosas adaptaciones de sus obras hasta mediados de los años '90.


A diferencia de otros escritores como Arthur Conan Doyle (1859-1930) o Agatha Christie (1890-1976), quienes centraron la mayor parte de sus obras en un solo personaje (Sherlock Holmes y Hércules Poirot, respectivamente), Wallace repartió buena parte de las suyas entre varios: el detective J.G. Reeder, el flemático Evans, el comisionado Sanders y el nativo africano Bosambo entre un sinnúmero de audaces policías, bisoños investigadores, valientes heroínas, ladrones perspicaces y malvados mafiosos. Wallace, quien además de su febril ritmo de escritura y publicación casi siempre lograba mantener dos o tres obras de teatro representándose simultáneamente, falleció el 7 de febrero de 1932 a causa de una grave diabetes tardíamente diagnosticada. Sus últimas novelas habían aparecido el año anterior: "The coat of arms" (El escudo de armas), "The devil man" (El hombre diabólico) y "The frightened lady" (La dama atemorizada).


Para muchos integrantes de la crítica literaria de su tiempo, Wallace fue un escritor "habilidoso" y "popular"; para otros era tan sólo un escritor "astuto" y "petulante", mientras que James Joyce (1882-1941) recomendaba la lectura de sus irónicos artículos periodísticos publicados en el "Daily Mail". George Orwell (1903-1950), por su parte, lo definió con menosprecio como un "devoto admirador de rufianes y matones" y hasta Leon Trotsky (1877-1940) fue más allá aún al caracterizarlo como un escritor "mediocre, desdeñable y ordinario, sin sombra de percepción, talento o imaginación". En la Argentina, las novelas de Wallace eran publicadas en la "Colección Misterio", una edición semanal que la editorial Tor había lanzado en 1931 y que se vendía en puestos de revistas y kioscos callejeros a precios accesibles. En 1934 apareció la revista quincenal "Leoplán", la que también publicaría a autores dedicados a la ficción policíaca, entre ellos S.S. Van Dine (1888-1939), William Irish (1903-1968) y Georges Simenon (1903-1989), pero no incluyó en su catálogo a Wallace.
En febrero de 1945 nació "El Séptimo Círculo", la colección dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Rastreando las novedades dentro de las pautas de la novela de enigma de las editoriales anglo-norteamericanas y las recomendaciones del "Times Literary Supplement", la colección fue un éxito desde el volumen inicial de su catálogo. Por allí pasaron maestros del género como James Cain (1892-1977), James Hadley Chase (1906-1985), Ross Macdonald (1915-1983) y, por supuesto, Raymond Chandler (1888-1959), pero jamás Edgar Wallace.


Borges, años después, escribiría: "El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Ambas pasiones -la de las aventuras singulares, la de la inmaculada legalidad- hallan satisfacción en la narración policial. Edgar Wallace, tengo entendido, era uno de los más conocidos artífices de ese género literario. No he leído su obra. Lamento esa omisión y tengo el propósito de corregirla, porque no soy de los que misteriosamente desdeñan las tramas misteriosas. Creo, por el contrario, que la organización y la aclaración, siquiera mediocre, de un suculento asesinato o de un doble robo, exigen un trabajo intelectual que es muy superior a la fétida emanación de sonetos sentimentales o de diálogos entre personajes de nombre griego o de meritorios estudios sobre el alma del tango y otras inclinaciones de la ignominia. Espero que nuestra literatura argentina merecerá tener, algún improbable día, su Edgar Wallace".

25 de julio de 2015

Atahualpa Yupanqui: "La distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón" (4)

Atahualpa Yupanqui era un hombre solitario. Buen lector de Herman Hesse (1877-1962), de Jorge L. Borges (1899-1986), de Pablo Neruda (1904-1973) y de Julio Cortázar (1914-1984), además le gustaba escribir. En 1946 publicó una novela corta: "Cerro bayo". "No soy un escritor", informaba con humildad en el prólogo. Narró allí de las leyendas que recorren los pueblos andinos "y que guardan la clave del misterio cósmico", estableciendo vinculaciones entre sol y tierra, entre hombre, pájaro, vicuña y árbol. "Dicen que cuando estos elementos vuelvan a entenderse como antes, a penetrar su lenguaje, a igualar sus destinos y su sentido de eternidad, entonces la felicidad se extenderá por el mundo". Años más tarde publicó canciones y poemas. "No soy poeta -aclaraba también con modestia-, yo escribo y canto las cosas que me dicta el silencio". A su juicio había dos clases de obras que le estremecían, las del hombre cuando roza el arte y las de la naturaleza: "Me conmueven las grandes manifestaciones de la cultura, pero no más que los desiertos. Ese silencio me estremece, ese silencio que nunca pude agregar a la música que toco". Cantaba "sin saber cantar", como él mismo decía, y lo hizo con Edith Piaf (1915-1963) en el París de la posguerra. La cantante, que estaba en el apogeo de su carrera, le había sido presentada por el poeta Paul Éluard (1985-1952), con quien Yupanqui había trabado amistad en 1949. Aquello significaría el comienzo de su carrera internacional. Cuentan quienes lo conocieron bien, que el guitarrista no era una persona fácil de tratar. Terco y gruñón, durante los años '70 muchas veces dejó sus compromisos en Europa para intentar tocar en Argentina, y cuando llevaba varias semanas en el país sin conseguir un contrato, solía caer en profundas depresiones. Desde París mandaba entonces cartas a sus amigos de Argentina, muchas veces contradictorias. "Perón es, ha sido y será siempre un fascista, cobarde y ambicioso. Cuenta con mucho pueblo porque la inmadurez de nuestros criollos es evidente", escribió en 1974. "Es muy confusa la situación de mi país y yo lamento ese estado de guerra entre civiles, con o sin brazaletes, pero que demuestra odio, pasión, fanatismo, y casi resumiendo, error en la concepción de la vida, puesto que no se respeta lo fundamental del hombre: su libertad, su vida, su decisión de hacer o decir cosas a favor o en contra de la situación de mando". Sin embargo, dos años después, escribió otra en la que decía: "En buena hora llegan los hombres del Ejército. Tengo esperanza de que, sin hacer de magos, puedan arreglar algo de ese derrumbe económico y moral de mi tierra. Será tarea lenta, pero si hay mano firme, que la hay, los criollos volveremos a respirar el aire antiguo y sagrado de sentirnos en paz, trabajando, y las familias con niños en las escuelas y tranquilidad en el corazón", ignorando que si hubo quienes no respetaron la libertad y la vida fueron justamente las fuerzas armadas que habían tomado el poder. Y algo de eso habrá pensado poco después cuando, en otra carta, expresó: "Se debe publicar el nombre de las personas detenidas, y la razón exacta del motivo de tales detenciones. Si se sostiene el misterio de algunas desapariciones o no se aclaran ciertos dolorosos acontecimientos, es muy difícil atajar la creciente ola de rumores o de sospechas que nunca serán del todo injustificadas". En fin, como ocurre con muchos artistas, parece ser recomendable disfrutar de su obra dejando de lado otros aspectos de su vida. Para terminar, la cuarta y última parte de "Una larga conversación", la charla en la que Yupanqui se explaya sobre su vida y las innumerables anécdotas de su infancia que le fueron dando forma.


Cuénteme de los ciegos y los mendigos...

¡Los limosneros ciegos de la pampa! ¿Sabe usted cómo los ponían? Les daban un caballo, un caballo aquerenciado, y se iban al pueblo con una campanita en el cogote del caballo. Un cencerrito muy liviano, muy chico, entonces ya se sabía que el señor que iba en ese caballo era ciego. "¿L' almacén?", preguntaba. "Arrímese acá, a la derecha", y le agarraban la rienda. "Apéese", y lo hacían pasar. El hombre buscaba tabaco, yerba, se tomaba una ginebra, y después pegaba la vuelta y el caballo se iba solo para la querencia: 3, 4 leguas al paso. Él le dejaba la rienda sola no más, y el caballito lo llevaba. Había estado en el pueblo, había conversado, y a veces hasta había jugado al truco con alcahuete. ¿Usted sabe jugar al truco?

Sí, sí...

Bueno; como el ciego no ve las cartas, jugaba con alcahuete...

Uno atrás, que le decía...

Justamente. Le decía: "Tenés un seis, una sota y un tres de espadas". Y le colocaba las barajas, según los dedos... Y había chistes... Contaban, por ejemplo, de un ciego lleno de deudas que para olvidar se va al boliche, se toma tres o cuatro ginebras y se pone a jugar al truco con alcahuete. Era un truco de cuatro, y por ahí su compañero, después de tirar una cartita que no vale nada para abrir el juego, le pregunta: "¿Qué tiene para el primero?". "Dos vencimientos que no sé cómo los voy a arreglar", contesta el ciego. Son chistes de campo, folclóricos, que no tienen autor ni nada... Como ese ciego jugaba con alcahuete sabía que tenía un tres, una sota y un seis. "Y... estoy como soy", le dice en seguida a su compañero. Estoy como soy, es decir, ciego; le decía que no tenía nada para el envido. Pero como sabía que tenía un tres, ya había hecho su seña despacito. "¿Pongo algo o sigo cantando?". Y ponía su tres, y la gente decía: "¡Ve, este hombre ve!". Pero era lo que jugaba con el alcahuete detrás. Así se entretenían esos paisanos... Otra vez había carreras en Bragado, en el Bragado antiguo de hace cincuenta años. Era en los boliches fuera de la ciudad, en un camino lindo, bien arreglado... y había un ciego. Era primavera; la gente estaba afuera, en unos bancos y en unos troncos de árboles, y en una silla estaba el ciego. Llega un señor a caballo, se queda a tres metros del ciego, y alguien le dice: "Buenos días, señor, ¡ta' lindo su caballo!". Y el ciego agrega entonces: "Está lindo y está gordo". El hombre, después de atar su caballo, se acerca al ciego y le dice: "¿Cómo está, señor? Pero usted no anda tan mal de la vista; estará enfermo pero alcanza a ver... ¿De dónde supo que el caballo está gordo?". "Yo entiendo que pa' que un caballo sea lindo tiene que estar un poco gordo", le contesta el ciego. ¡Son esas cosas! Es la escuela de la ruralía... De esas ceremonias rurales se aprende mucho; esas cosas se incorporan al discurso general de la gente que vive a campo abierto.

¿Gente del norte o del sur?

Vea, yo creo...

¿O del centro?

O de todas partes. En todas partes la sabiduría popular es muy rica. Donde se empieza a empobrecer un poco es en la Patagonia.

Claro...

Está menos poblado, hay menos gente. Pero la Patagonia hereda mucho de la pampa, lo que se llama el Sur. Cuando digo la pampa me refiero sobre todo a la provincia de Buenos Aires, la pampa húmeda, la que produce más... El paisano de la provincia de Buenos Aires era un hombre que, dentro de sus modestas condiciones, vivía en una agradable prosperidad o estabilidad campesina. Vale decir: no era raro, hace cien años y menos, que en cada casa importante, y hasta en cada rancho, hubiera  una guitarra. No era nada raro... absolutamente. Estaban los libros, claro, de Hilario Ascasubi, de Ambrosio Ríos, de Nazareno Ríos; toda esa gente que escribía los compuestos, que se llamaban. Pero además ocurría una inundación muy grande y la gente hacía la crónica, y esa crónica circulaba, se pasaba. Eso es el folclore... A veces, esas cosas se escribían sin poner el nombre del autor, o se ponía un seudónimo cualquiera. Ponían, por ejemplo, "El bragadense" para no poner "Fulano de tal"… por pudor, para que no se burlaran, para que no los cargaran. Ocurría un hecho de sangre; por ejemplo "Cuando mataron a Fulano de tal". Me acuerdo que a cinco centavos comprábamos los versos. Y era la crónica de alguno de esos hechos ocurridos en esos pueblitos o esos campos... Así se fue formando lo que llamamos el cancionero del folclore; después vino, con los años, ya en esta época, el ordenamiento y la comercialización. Llegó así el tiempo en que la gente industrializa sus tradiciones y sus sentimientos. Se encuentra que se le puede sacar jugo a tal asunto, a tal idea... y en cierto modo empieza a perder fuerza aquel viento puro que venía de lejos. Usted me pregunta cuál es la provincia más próspera del folclore. Yo le diría que todas... Donde está más empobrecido el cancionero del país, como le dije, es en la Patagonia. Esto no quiere decir que no exista; pero no está recopilado, no tenemos noticia. Tenemos, sí, alguna cosa del poeta Miguel Camino, del Neuquén. Era muy buen periodista; en 1930 publicó su libro "Chacayaleras", muy interesante. Camino, siendo un hombre de tierra adentro, abre su libro con un poema que termina así: "Y como un caracol puesto al oído, el mudo resonando dentro mío". Me pareció una cosa muy bella. Cuando alguna vez, años después, me puse un caracol al oído, sentí eso mismo que decía Miguel Camino.

Si no me equivoco, usted es del '10 aproximadamente, ¿no?

Un poco antes: del ‘8 también...

¿No me diga?

Sí. 1908. Dentro de unos días, el 31 de enero, cumplo un año más. Ya son años, ¿no?

Creo.

Creo yo también.

Le preguntaba... en tantos años usted ha visto mucho; ha
estado...

...en todas partes del mundo estuve; di cuatro veces la vuelta al mundo.

Le hablo de su país.

¡Ah! ¿Mi país? Cuarenta veces di la vuelta. Y en todas direcciones.

Estábamos hablando del sur; la parte más rica del folclore, me decía usted...

Sí, la provincia de Buenos Aires es lujosa. Lujosa en cancionero popular, en el refranero, en historias y fantasías... Es lujosa. Después, las demás provincias son muy nutridas también. Mendoza, por ejemplo.

Usted vivió varias cosas en la Argentina. Vivió la época anterior a Yrigoyen; la época posterior...

Yo he vivido con Yrigoyen y sin Yrigoyen; no son los hombres los que determinan mi vida.

Le hablo por tiempo...

Puede ser.

¿Cuál fue para usted, dentro del país político, la época más rica para el folclore?

El folclore se empobrece en la medida en que la libertad falta. Hay gente que utiliza el folclore en su favor; eso lo hacía un tal Perón. ¡Qué triste memoria! Qué triste memoria para mí y para muchos argentinos; para otros no, allá ellos. Yo le hablo en mi condición de antiperonista... En aquel tiempo se utilizaba mucho el canto; era la época del 50% de música argentina. Se usaba mucho eso de "vengan a cantar a la Quinta, vengan a almorzar". Para cada cantor que iba para allá, es decir para cada genuflexo, había un autito, un lindo coche. Y cuando eran varios hermanos... una gran camioneta, cosa que estaba de moda, para salir a hacer giras. Siempre regalada por el hombre que amaba el folclore... En esos cuentos, en esas trampas, yo no entré nunca. Así me fue. Y me alegro de no haber entrado... En "El payador perseguido", justamente, digo por ahí "que yo no dentro a jugar, donde hay baraja marcada". Me acuerdo siempre de la frase tan hermosa del oriental Gervasio Artigas: "Con libertad ni ofendo ni temo". Eso me gusta mucho. Me hubiera gustado también que fuera la ley de muchos, de todos en realidad; pero... en fin. Yo creo que nombrar muy seguido al folclore, capitalizarlo en ese sentido, es un flaco honor que se le hace a la Nación. Debieran establecerse, más bien, las condiciones para que la gente de por sí cante. Para que se reúna porque sí, porque le gusta, no porque se haya dado la condición de "Fulano es muy criollo, y parece que va a reunir a los muchachos". Así no jugamos... En nuestro tiempo, en el tiempo de los que nosotros cuando éramos chicos llamábamos los "conservadores", también se reunía la gente pa' la empanada y el vaso de vino en los comités. Cuando yo era chico veía esas cosas en los pue­blos; no siempre, pero una vez al año, o cada dos años. Era una serie de acontecimientos que mi conciencia ignoraba... Nosotros, cuando pequeños, andábamos con la honda en el cogote y el bolsillo lleno de bolitas, o corriendo carreras en algún petiso con rebenque de varilla de mimbre. Pero los hombres no favorecen estas cosas, estas ceremonias de la tradición rural. Se podría ayudar mucho, favoreciendo a la escuela primaria enseñando música gratis a todos los niños del país, enseñándoles lo que ellos prefieren; y fundamentalmente música, buenas maneras, buena dicción. Que a los niños no les ocurra como ahora… Yo los veo a veces en la televisión argentina, ¡pobrecitos, no tienen la culpa! Cuando le preguntan a un niño: "¿Estás contento?". Y responde con un monosílabo: "Sí". "¿Vas a la escuela? ¿En qué grado estás?". Y otra vez el monosílabo: "Tercero". Y tienen una cara bien linda, inteligente, viva; y están alerta y están contentos de ser conversados, de ser apalabrados por la gente que maneja esos asuntos. Pero el "sí", el "no", el "no sé" y nada más que eso, a mí me hace un daño bárbaro adentro. Eso quiere decir que hemos perdido mucho tiempo para no haber logrado que ese niño de ocho o nueve años se manifieste de otra manera frente a una persona mayor que le habla. Estos chicos de ahora se expresan con monosílabos porque otra cosa no saben. Hasta que los dejan solos, entonces se conocen todos los eslóganes de la televisión.

Entre tantas cosas olvidadas, ¿le queda mucho por contar todavía?

Me queda mucho por contar, sí; pero no tanto de lo pasado como de lo más actual, de lo de ahora.

24 de julio de 2015

Atahualpa Yupanqui: "La distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón" (3)

Mientras alternaba su residencia entre Buenos Aires y Cerro Colorado, provincia de Córdoba, Yupanqui realizó giras por Colombia, Egipto, España, Israel, Italia, Japón y Marruecos. Luego, durante la dictadura militar, sus presentaciones en el país se espaciaron, quedándose la mayor parte del tiempo en Francia. Su salud ya no era buena. En diciembre de 1991 ofreció su último concierto en Buenos Aires, y el 23 de mayo del año siguiente falleció en Nimes, una pequeña localidad situada a 800 kilómetros de París, adonde había ido para dar un concierto. Por su expreso deseo, sus restos fueron repatriados y descansan en Cerro Colorado. Registró un total de trescientas veinticinco canciones repartidas en algo más de sesenta discos, aunque compuso más de mil. Además publicó una docena de libros entre los que figuran "Piedra Sola", "Aires Indios", "Cerro Bayo", "Guitarra", "Del algarrobo al ombú", "Confesiones de un payador", "La palabra sagrada", "La Capataza" y "El payador perseguido". A continuación, la tercera parte de "Una larga conversación", la extensa charla entre Yupanqui y Tcherkaski.


La guitarra tiene cuerpo de mujer…

Bueno... eso sí. Eso lo consagró Rubén Darío en sus mocedades. Escribió por ahí un elogio de la guitarra: "Tiene talle y caderas como una mujer".

No sabía. Lo digo por la forma. Es sensual la guitarra...

No creo, no creo. No creo que sea sensual. Pienso que es otro su mundo; es otra su manera de ser. No creo que lo sensual sea el despertar del espíritu sino del instinto. Un puma en celo, si no ha sido bueno antes, es menos bueno cuando está en celo... creo yo. La guitarra es otra cosa. El arpa, por ejemplo, parece una niña que siempre estuviera sonriendo, conversando entre sonrisa y sonrisa; parece un instrumento sin dolor. Siempre tiene algo que ver con la mañana. El arpa es como el despertar de la música, de la sinfonía sideral. Esa es la sensación que yo tengo. La guitarra, en cambio, es más grave, más seria... Fíjese que yo tengo mucho sentido del humor; me gusta escuchar chistes, los festejo, los aplaudo, los gozo. Lo hago además por necesidad. Los hombres, como los pueblos, cuando quieren aliviarse de algo que les pesa mucho, hacen chistes, oyen chistes, inventan chistes... ríen y hasta lloran con sus chistes. Es por la necesidad de alegrarse un poco, aunque sea tontamente. Yo tengo ese sentido del humor. Y no es porque sea gracioso. Pero usted me pone una guitarra cerca, oigo sonar un La menor o un Re mayor, un acorde peinado, un arpegio en Mi mayor... y se me acabó el chiste, se me acabó la broma. Es como si dijera: "Atención, que están volviendo del fondo del tiempo todos los abuelos en tropilla, y bien montados". Una sensación así es la que tengo. Y se me acaba toda la broma; y me entra un profundo respeto por la guitarra, por su sonido, por su mundo circundante y también por el otro, el profundo y cósmico, que a veces la guitarra lo manifiesta y a veces lo esconde hasta que uno, en lo hondo de la noche y solo, puede encontrar la punta del hilo. De ninguna manera, a lo largo de los años, he encontrado en la guitarra esa sensualidad que usted dice. Aunque la guitarra tenga forma de mujer, que la tienen también otros instrumentos. No creo que sea muy feliz esa definición suya. Así lo pienso...

Puede ser por la sensación.

No, es otro asunto.

¿Cómo es el asunto, a ver? Cuéntemelo más claro. ¿Le pro­duce miedo la guitarra?

No, al contrario. Me produce una infinita paz. Me ayuda mucho... Por ejemplo: yo soy un hombre que no tengo nostalgias; es decir, no sufro de nostalgia. No soy un empecinado del paisaje nacional, mío, de mi tierra. ¿Y por qué no lo soy? Yo no tengo esa especie de nostalgia enfermiza que dice: "¡No puedo más, quiero volver, tengo necesidad de volver!". Eso se lo he escuchado a mucha gente. Pero da la casualidad que se lo he escuchado a gente que no sabe tocar la guitarra. Se lo he escuchado a abogados, ingenieros, arquitectos. Gente que tiene unas nostalgias bárbaras. Yo no. Aunque yo, a veces, sienta nostalgias de Tucumán... Entonces me doy una ducha, me siento en este sillón que usted ve, me toco cinco zambas, dos vidalas, una chacarera... ¡y nadie sale más tucumano que yo de mi casa para comprar el diario de la tarde, o el pan y el pedazo de queso para la noche! Y si extraño Santiago del Estero, si me empiezan las saudades de Loreto o de Suncho Corral, me despacho vidalas y chacareras... seis o siete, y de paso practico y estudio un poco la guitarra y lo que hago sobre todo es sentir, sentirme yo, como si otro tocara. Y es posible que sea otro el que toque. Es el otro, el nostálgico. Yo no. Yo estoy apaciguando mis urgencias espirituales internas. Las estoy apaciguando como diciéndome: "Sí, ya sé; usted está acá, pero tiene que cumplir trabajos, tiene que hacer y tiene que cantar las cosas argentinas. No empiece a sufrir de Argentina, que no le empiece a doler la Argentina; tenga paz, paz en su alma". Y la tengo. Y la siento. Y salgo contento, y muy santiagueño salgo a la esquina a buscar el diario... Como no fumo ni bebo alcohol (yo bebo leche y agua mineral), no traigo botellas de vino ni esas cosas tan folklóricas y tan hermosas que alguna vez fueron para mí una delicia. Tenía que decirles adiós y les dije adiós. Por esa necesidad de portarse bien, sin que nadie me lo decretara. Me lo decretó mi propia conciencia. La aspereza del camino no se puede limpiar con escobas prestadas. Mejor es uno. Uno debe ser su propia escoba. Y empezar a quitar la maleza de su camino, y buscar el sendero de la serenidad, de la buena representación. Se sepa o no se sepa, trascienda o no trascienda. Eso no importa. Hay mucha gente que anda detrás de que se sepa que está haciendo esto, que está haciendo lo otro o que va a hacer otra cosa. Eso no va conmigo; como tampoco va la avaricia, el apretar las cosas, ese egoísmo... Yo podría ser, económicamente, un hombre de muy buen pasar. Podría ser, pero... tengo una desgracia que me viene de muy lejos. ¡Qué abuelo habrá sido el mío! Yo creo que entre los tantos abuelos que he tenido, enterrados todos en mi tierra, debe haber habido uno más rico que el Aga Khan. O si no, pobre y loco. Más pobre y loco que el Quijote.

¿Por qué?

Porque no me dura lo que gano. Lo gasto, me gusta comprar libros, me gusta invitar amigos, y no uno: dos, tres amigos... a veces no muy amigos. Me gusta darme. Cuando yo era muchacho, en mi casa, alguien me dijo que el más hermoso de los verbos es el verbo dar. ¡Pa’ qué lo habrá dicho! No se imagina lo que me ha costado. Me ha dado muchas alegrías, sí, pero a veces me ha hecho cavilar como diciendo... y ahora, ¿cómo cambio estos zapatos?

Eso que usted cuenta de su abuelo, que podría haber sido el Aga Khan, tiene algo que ver con el criollo, con el hombre de campo...

No sé ahora, pero en mi tiempo sí. Cuando yo tenía trece o catorce años lo he oído en el campo, de la mujer de un capataz. Era en una estancia de Maipú, donde había una laguna grande que llamaban la Mar Chiquita... El capataz era un hombre grande, y yo era amigo de sus hijos. Una vez estábamos comiendo y yo sentí algo que no era muy parejo en el matrimonio. No alcanzaba a entenderlo, porque el sentido nuestro del campo, de respetar, me llevaba a no escuchar. Además yo siempre fui un poco ingenuo y romanticón. No era de los muchachos vivos... Tonto no era, pero es posible que hubiera en mí una gran cuota de timidez; me inhibían entonces un montón de cosas. Pero, con todo, escuché algo que le decía la señora a su marido. "Yo lo pasaría mucho mejor -le decía-; yo sé que no faltas a la casa ni a la familia, ni a mí; pero, ¡cómo me gustaría ser tu amante en lugar de ser tu esposa!". Él le dice en seguida: "¿Qué bolazos estás diciendo? ¿Por qué decís esas cosas?". Y ella: "Porque entonces viviría más regalada; porque vos, con los amigos, todo". Ahí se cortó el discurso y llegó la fuente con papas hervidas, mucho perejil y buen aceite de oliva... ¡Los banquetes que nos dábamos nosotros! Tumbas y papas hervidas...

Y vino...

No; yo hablo de mis trece años.

¿En qué año escribió "El payador perseguido"?

Fue después. Lo empecé a escribir cuando tenía espolones ya: a los treinta y cinco años, más o menos.

¿Cuánto tardó en escribirlo?

Unos dos años. Lo escribía sin apuro, porque lo hacía para mí. No tenía ninguna idea ni de cantarlo ni de publicarlo. A la manera de ésa, tengo muchas cosas más... Relatos.

¿Con música?

No, sin música. Relatos, escritos. Tengo muchos.

Hay un libro suyo de relatos...

Sí, pero relatos en verso. En octosílabos, sextinas, coplas, décimas y romancillos... Son viajes, carreras... Por ejemplo: cómo corríamos un burro bagualo que hacía mucho daño en la montaña y que se burlaba de nosotros. El burro le encelaba las yeguas al dueño de la estancia; él buscaba potrillos lindos... y le salían unas mulitas muy lindas. El burro les echaba a perder el vientre a las yeguas. Entonces el dueño del campo ofreció 500 pesos al que lo pialara y lo castrara. Era un burro que se aparecía en la manada y arrebataba al yegüerío. ¡Si lo habremos corrido para ver si ganábamos los 500 pesos! Nos juntábamos quince o veinte paisanos bien montados; yo tenía un zaino negro, grande, muy ligero, de muy buena rienda, que se llamaba el Extraño. Una boquita de seda tenía... ¡Si habré saltado alambres y cercos con ese caballo! ¡Pero el burro, cuando salíamos a enlazarlo, se nos reía! Me hacía acordar a Carlitos Chaplín. Nos veía en una loma y nosotros nos abríamos en abanico despacito, despacito... sin hacer barullo. Cuando estábamos a 200 metros él empezaba a caminar despacito también, y miraba para atrás, y a medida que nos acercábamos caminaba más ligero, y caminaba más... y se nos metía en el monte. Un monte de garabatales, uñas de tigre... unas espinas así. Y no podíamos entrar. Solamente hubiera sido posible con perros, pero ya el burro se había ido para adentro. Andaba lleno de cicatrices y lastimaduras, mirándonos a la distancia... pero no lo pudimos agarrar. Yo hago un relato con eso. Y también con excursiones, viajes a caballo... todo en el campo. "El payador perseguido", como le digo, lo empecé a hacer para mí, como esos trabajos. Contando qué veo, qué pasó, cómo fue. "El payador…" es en cierto modo autobiográfico, pero no son cosas que me pasaron solamente a mí. También lo que me han contado otros paisanos, gente que yo he tratado en las provincias, en los ingenios azucareros de Tucumán... Yo he vivido mucho tiempo, años, en Tucumán. He estado allí en contacto directo con esa gente, con los peladores de caña, los reyes de la zamba, los tocadores de guitarra con los dedos, los de bombo. Esa gente tiene la facultad de cantar, de bailar, de pensar... de pensar en zambas y en vidalas. La gente criolla en general, los mendocinos por ejemplo, no todos tocan la guitarra, pero casi todos tienen en la memo­ria, frescas, veinte o treinta tonadas y una docena de cuecas. No son profesionales, ni siquiera guitarreros. Son cuyanos. Así cumplen y reverencian sus tradiciones, cosa que me gusta. Los entrerrianos son iguales; no todos son guitarreros, pero conocen eso. La copla es así; la copla condensa. Como decíamos al comienzo de esta conversación: "Así se escribe la historia, de nuestra tierra, paisanos". Efectivamente, hay dos maneras de escribir la historia: una en los libros, y la otra cuando el pueblo cuenta su historia cantando. Eso lo hace el pueblo por intermedio de lo que se llama los trovadores, los payadores, los improvisadores. ¿Qué era el payador de la pampa? Era el periodista. Esto que usted está haciendo ahora aquí, lo hacían ellos hace ciento cincuenta años. Y lo hacían con una guitarra ordinaria, de cuerdas gastadas; una guitarra que recibía chubascos, fríos, humedad... A veces, con el diapasón torcido en falsa escuadra. Pero se acercaban a ese misterio de los demás paisanos, porque esos payadores tenían algo que contar. Un hombre que contaba iba de Nueve de Julio a Trenque Lauquen; paraba en carreras de caballos o en partidos de pelota; relataba inundaciones y sequías... acontecimientos importantes para el paisano ocurridos a unas 60 leguas más allá. Porque él venía de Chivilcoy, o de Bragado, o de Chacabuco o Mercedes, e iba siempre montado a caballo. Y en las estancias, como había muchos caballos, por ahí se acercaban al caballo del payador, que estaba cansado y viejo, y le decían: "¿No quiere mudar?". El payador contestaría: "Y... si le parece". Entonces le encerraban los animales en el corral: "Vaya y elija". El hombre se estaba tres o cuatro días en cada estancia. Y estaba en la cocina de los peones, que era toda una sala, la sala de conciertos, de tradiciones, de cuentos, de historias y chascarrillos. En una tarde se reunían treinta o cuarenta peones armando su cigarrito, tomando mate amargo en seis o siete mates, algunos de guampa, hasta las 8 o 10 de la noche cuando alguien de más autoridad decía: "Yo creo que habrá que descansar, ¿no?". Con decir eso no ordenaba a nadie, pero tenía autoridad; y esa gente dura, fuerte y rústica, se levantaba con el hilo de la última copla o de la última décima escuchada de ese hombre, al cual le iban a regalar un caballo e iba a dejar el de él para seguir a contar en otra parte sus sucedidos. El payador era el cronista, el periodista de entonces. Iba de estancia en estancia, de pueblo en pueblo contando sus cosas, sus crónicas verseadas e improvisadas. Eso era muy importante. Además, estaban los ciegos y los mendigos de la pampa...

23 de julio de 2015

Atahualpa Yupanqui: "La distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón" (2)

Atahualpa Yupanqui (1908-1992) nació en Campo de la Cruz, cerca del pueblo Juan de la Peña, partido de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Hijo de un obrero del ferrocarril, los primeros años de su infancia transcurrieron en Roca, localidad en la que hizo sus primeros estudios musicales con el cura del pueblo, y en Junín, donde comenzó a estudiar guitarra con el concertista Bautista Almirón (1879-1932). Siendo chico aún, su familia se radicó en Tucumán ("el reino de las zambas más lindas de la tierra", como él mismo la definiría), una provincia a la que volvería repetidas veces a lo largo de su vida y que lo marcaría profundamente y a la cual le dedicaría muchas de sus canciones. Luego, a partir de los dieciocho años, comenzaría un constante peregrinaje que lo llevaría a recorrer muchas provincias y, a veces, a quedarse varios años en alguna de ellas, siempre acompañado de su inseparable guitarra. Tras su prohibición en Argentina y su largo periplo por Europa, Yupanqui regresó al país y volvió a grabar en forma sostenida, a la vez que retomó, también, sus actuaciones en Buenos Aires y en el interior del país. A renglón seguido, la segunda parte de "Una larga conversación", la charla que mantuvo Yupanqui con el periodista José Tcherkaski en París.


¿Cuándo empezó a cantar, cuándo comienza su obra, que a mi entender es una obra áspera, como la pampa? ¿Cómo siente ese mundo que todavía sigue siendo desconocido para los hombres de la ciudad?

El porteño es un tipo muy interesante, le diré... El porteño se llama así porque vive en una ciudad de puerto, Buenos Aires. Pero el habitante de esa ciudad es un hombre que tiene mucho campo en su horizonte, en su vida. Es el hombre que se arrimó a trabajar, a estudiar, que anda por ahí... Buenos Aires está poblada por infinidad de gente del sur, pampeanos, y también de todas las provincias de nuestro país. De cada rincón de las provincias hay un hombre en Buenos Aires. Cuando usted oye en radio o en televisión esos nombres prestigiosos, o por lo menos muy conocidos, de cantores, comentadores, gente del verso, del canto y de la copla con fuertes acentos provincianos, de Salta, de Jujuy, de Catamarca o de La Rioja, escucha y dice: "¡Qué grato es!". Pero si le mira los documentos a más de uno, como yo lo he hecho, ve que casi todos son nacidos en Buenos Aires, o por ahí cerca; pero fundamentalmente en Buenos Aires. Muchos, muchos, son de viejas familias provincianas que por una u otra circunstancia han tenido su descendencia en Buenos Aires. Después se han vuelto allá. Y tienen los dos documentos: el de la nacencia y el de la profunda convicción y creencia. Buenos Aires es eso, un mosaico. Yo conocí Buenos Aires, por primera vez, a los diecinueve años... y recién a los veintidós conocí el mar. No conocía Mar del Plata ni soñando. Arroyos sí, conocí varios. Pero ni siquiera había visto grandes ríos. Al Paraná y al Uruguay los conocí después, mucho después. Yo andaba entonces como los lobos; persiguiéndome, mordiéndome los talones. Era hombre; tenía, como todos los hombres, esperanzas y desdichas, a veces mezcladas y a veces diferenciadas. Pero vivía una vida muy pura en la pampa, en la llanura... en mi llanura.

¿Cómo se define, como un cantor o como un guitarrero?

Como un estudiante de tradiciones. Alguien de mi familia, cuando yo ya tenía treinta y cinco años, me hizo la mejor definición. Y la tengo escrita, grabada en una medalla... Yo no soy otra cosa. Estudiante de tradiciones. Cuando me digo: "cómo cantaban los trovadores, voy a ver si le pongo música a esto", porque no sé qué música pudiera tener; voy a ver si lo puedo arreglar, y si no lo dejo como está, lo digo, lo converso... estoy estudiando tradiciones. Porque la gente que dice coplas, que dice refranes, es porque sabe oír a un pájaro cantar. Como le ocurrió una vuelta a don Justino Contreras. Era amigo mío, carnicero de campo... Un día levanta la vista y no lo ve al pajarito pero le oye el canto, en un paraíso. El estaba sentado a una mesa, bajo los árboles, tomando vino con dos amigos. Oye al pajarito que canta, levanta la vista y dice: "Vos te quejas teniendo alas, ¿qué seré yo aquí en la tierra?". ¿Qué tal...? Yo estaba a la par de él, a un metro de don Justino, y fui a Justo Martínez, el dueño del comercio, y le pedí: "Présteme una hoja de papel", y anoté eso. Por eso lo recuerdo. Yo soy un buscador de esas cosas. Don Justino había sabido escuchar. Por eso reaccionó frente al canto del pájaro: "Vos te quejas teniendo alas, qué seré yo aquí en la tierra". Eso es él, todo de él. Yo alguna vez lo comenté. Por eso en mi casa alguien me dijo: "Tú eres un cantor de artes olvidadas". Y siempre me he considerado eso. Ni más... ni menos. Hace ya casi cincuenta años que se me dijo eso. Y aquí me tiene, mi amigo; siempre presente, sin olvidarme que mi corral tiene una puerta... y hasta esa frontera llego. Soy, como le digo, un cantor de artes olvidadas. Yo no las quiero olvidar; aspiro, además, a que mucha gente no las olvide. No a mis canciones, sino a todo eso que tiene color de pueblo, color de gracia y de pena; el dolor, la alegría y la esperanza de la gleba humana. Si es posible, argentina también, de mi tierra, que es lo que comprendo, lo que amo, lo que me duele y me alegra. Mi tierra, con todos sus errores, con todas sus bellísimas tradiciones, y con la gran esperanza que nos alienta a todos a ser más hermanos. A mirarnos a la cara con los ojos bien abiertos, para que se nos refleje lo que llevamos en el corazón.

Se me ocurre que, a lo largo de su vida, la copla ha tenido una gran importancia...

Mucha, mucha...

¿Qué es la copla?

Pienso que las coplas son como golondrinas sin pasaporte. Yo he estudiado, he leído como todos. He asomado mis curiosidades, o mi avidez o mi ansiedad, a los frutos de la literatura y especialmente de la poesía culta y popular. Nuestra tierra está poblada de hermosos poetas; ha dado también, a lo largo de doscientos años, muchos poetas anónimos. Los anónimos son, para mí, gente un poco sagrada. Son los que aciertan con el meollo, con el caracú de las honduras populares en cuanto a sentimientos, en cuanto a manejar elementos tan sencillos y universales como el amor, el dolor, la vida, la muerte, la esperanza, el llanto, la sonrisa... Los poetas anónimos son los que aciertan con las actitudes frente a la vida que tiene cada ser humano. Son los que alcanzan a conocer todo eso y a traducirlo; no en gaucho ni en paisano, ni en indio, ni en quichua, ni en guaraní, ni en pampa o en araucano... sino en el sencillo discurso que se hace entender. Por eso, el que se hace entender con el lenguaje profundo del pueblo se gana mi respeto y mi solidaridad. Yo lo amo; tengo necesidad de amar esa literatura. Y se me hace que la copla es la mejor, una de las más bellas expresiones, y de las más difíciles, porque tiene que condensar en cuatro líneas, en cuatro versos, todo un pensamiento que tal vez para ser desarrollado necesita otro tipo de discurso, otra elaboración: el alejandrino o el soneto... Mi abuelo decía: "Cada cual se tapa hasta donde el poncho le alcance". Y como nuestro pueblo tenía un poncho siempre corto y con poco fleco, no podía escribir sonetos ni alejandrinos. ¿Qué escribía, entonces? Coplas, coplillas... Muchas le llegaron con el velero español, desde el Siglo de Oro, ese Siglo de Oro que se desparramó por toda América. Esta señora dueña de casa, por ejemplo, usted la encuentra en México, en Colombia, en Brasil, en Bolivia, en Chile, en La Rioja o en La Pampa; también en Córdoba, en San Nicolás... Y la escucha como serenata, como refalosa... es decir: con el género y el ritmo que cada país o cada región elige para sus asuntos. Pero la otra copla, la que hace pensar... Esa copla con sentencia, o como decía un tío mío, "esa copla con ruido adentro"... Esas coplas con ruido adentro, ¡pucha que me gustan, paisano! Me gustan mucho...

¿Y cuál fue su primera copla con ruido adentro?

Cuál puede ser...

La primera, la primera...

La primera me la enseñaron los peones, allá, los que trabajan en las estibas del ferrocarril cuando yo era niño. Ellos decían las coplas... pero tenían malas palabras. En aquel tiempo yo las aprendí porque era una inocente criatura receptiva.

¿Y cómo eran?

"Un gringo se subió a un globo creyendo llegar al cielo. Y el globo se desinfló y ¡a la mierda, el gringo al suelo!". Esta es la primera que aprendí. Después, cuando ya tenía quince años, escuché a un señor... ¡Qué cosas más lindas que decía! Ese hombre hablaba de las revueltas, de las montoneras del siglo pasado. De antes de Rosas y después de Caseros. De Urquiza, Rosas... la organización nacional. Todo eso. Era un señor García, que andaba por ahí; uno de los tantos García, medio payador, medio tocador, medio verseador... improvisador sobre todo. Aquella copla, esa de "Así se escribe la historia" se la escuché teniendo yo diecisiete años. Hace más de medio siglo... Y no era de él; ya era antigua para él. No sé si ese señor lo explicaba al público; yo no era entonces ni público. Era uno que estaba cerca de la puerta, escuchando sin pagar las payadas de ese señor. Era en una cancha de pelota. Ese era el club donde se tocaba, era el bar del frontón.

¿Dónde aprende usted a tocar la guitarra, y cómo aprende? ¿Es una cosa intuitiva?

Yo aprendí la guitarra desde muy niño; tendría cinco, seis años. Ponía la guitarra pero no la podía manejar. Era una guitarra grande que pertenecía a mi padre. Yo la ponía sobre el poncho; el poncho en el suelo, y la guitarra como si fuera el koto de los japoneses, esa arpa extendida y baja. Y me tiraba sobre el poncho, y tocaba una cuerda. Y según la cuerda, yo entonaba... ¿Qué entonaba? Una vidalita, un airecito... no me acuerdo qué. Algo tarareaba. Y lo primero que recibí fue: "¡Deje esa guitarra!", y entonces volvía a ponerla otra vez donde estaba, y al otro día... otra vez. Era una cosa que me atraía. Una vez... ¿Quiere que le cuente mi primera guitarra? Mi primera guitarra fue el resultado de una travesura; y fue motivo de una linda "chirliada"... me dejaron la cola colorada. En aquel tiempo se compraba para la quincena. Yo montaba a caballo, en un petiso que se llamaba Azúcar, porque se le ofrecía un terroncito de azúcar, se le hacía chc, chc... imitando al maíz en la palangana, y se venía de 50 metros. Yo tenía ocho años ya... y un día me mandaron a comprar algo: aceite, conservas... y lo subo al caballito y lo traigo del almacén. Con 5 pesos, 4 tal vez... entonces me traje una guitarra. Esas que están colgadas en los boliches. Que hay dos, una o dos. Cuando abren la puerta se empiezan a mecer por el airecito... Para traerme esa guitarra a mi casa me escondí en un maizal; un maizalito, una plantación de maíz muy pequeña... y fingí haber perdido el vuelto. "¿Y el vuelto?", me preguntaron. "No sé...". No podía justificarlo... Y un tío mío se apareció después, con la guitarra. "Acá está lo que tal vez faltaba", dijo.

Un tío charlatán...

Sí. Tío delator. Que no sé si fue ese tío el que le dio vuelta las cuerdas a la guitarra para que yo tocara con la mano izquierda, porque yo soy zurdo para tocar. No toco con la derecha, en la posición de los demás guitarristas.

¿Usted escribe con la derecha?

Escribo con la derecha porque así eran los punterazos de la maestra para que lo hiciera. Cuando yo tomaba la tiza o el lápiz con la mano izquierda, me decía: "¡Quieta esa mano, la mano en el bolsillo!". Entonces yo ponía la izquierda en el bolsillo del guardapolvo y con la derecha seguía haciendo palotes. Pero cuando pasaba al pizarrón era más rápido para los números con la mano izquierda. Aunque en aquel tiempo eso estaba prohibido. Yo era un niño, y aprendí como pude con la mano derecha. Solamente soy zurdo para mis manejos generales. Por ejemplo, en el campo aprendí naturalmente, y con gran facilidad, a tirar el lazo... También las diversiones de muchacho de campo: tirar la taba de vuelta y media, de dos vueltas y media, de media vuelta. Y aprendí a jugar al billar cuando estudiante. Por eso para el billar soy izquierdo. Para tirar una piedra, soy izquierdo; para un puñetazo rápido, soy izquierdo también. La derecha, para mí, es un timón que no alcanzo a manejar. Es un poco... una barca ingobernable; no la alcanzo a manejar. Cuando toco la guitarra, la derecha va al diapasón...

¿Y cómo es que su tío le dio vuelta las cuerdas?

Yo había empezado estudiando violín... A los siete años estudié con un sacerdote, el padre Rosales. Estudié dos años... tal vez un poco más. Después él se fue del pueblo. El pueblo eran veinticinco casas y para mí se acabó el violín. Anduve así un tiempo, y entonces mis padres me confiaron al maestro Almirón, un profesor de la ciudad de Junín, que tenía varios hijos y tocaba muy bien la guitarra. Además de profesor era concertista... Ahí conocí por primera vez algo que no fuera el malambo, los estilos, la cifra, la vidalita, el vals o la mazurca. Ahí me di cuenta de que había otro mundo, otro horizonte: un universo que descubrió para mí el maestro Almirón. A lo largo de muchas tardes me presentó así a Granados, a Albéniz, a Bach. Y empecé a conocer las canciones populares catalanas, el adagio de la "Sonata 14" de Beethoven, el "Claro de luna"; y a Gaspar Sanz, a Bizet... empecé a conocer la guitarra. El maestro Almirón me enseñó a colocar las manos sobre el instrumento. Yo antes tocaba con un solo dedo, el pulgar: el matapulgas, que le llamaban los paisanos en mi tiempo. "¡Cómo hace andar el matapulgas!", me decían. Yo hacía andar el matapulgas porque así lo había aprendido de ellos; después aprendí que había otros dedos y otro orden, otro sistema para tocar. Así fui descubriendo ese infinito pozo de soledades que la gente llama guitarra... que llamamos guitarra.

Para usted, entonces, la guitarra es un infinito pozo de soledades...

Sí; nunca se alcanza a entenderla totalmente. Siempre se aprende algo nuevo, siempre se olvida uno de algo. Yo no soy un hombre de disciplina; nunca fui muy disciplinadopara la guitarra. Siempre fui un "sentidor", sin disciplina ni grandes condiciones técnicas. No las tuve nunca. Pero buscaba el sonido; buscaba que la guitarra cantara, no simplemente que tradujera un texto, sino que además lo cantara, como un cantante. Yo siempre hablé con la música; la música me dijo muchas cosas siempre...

22 de julio de 2015

Atahualpa Yupanqui: "La distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón" (1)

Corrían los años '40. Había por entonces un guitarrista, poeta, compositor y cantor descendiente de indios, criollos y vascos que venía desde hacía más de veinte años recorriendo la Argentina con su guitarra, dando conciertos y desempeñando distintos oficios para ganarse la vida: hachero, arriero, carbonero, cartero… No hacía mucho que había conseguido grabar sus primeras canciones, las que rápidamente se popularizarían y lo llevarían a actuar en la radio. Eran milongas pausadas cuyo repertorio excedía los temas gauchescos y muchas veces daban testimonio de las profundas desigualdades sociales que existían en el país. Identificado con los más desposeídos, tuvo una fugaz militancia en el Partido Comunista, al que pronto abandonaría tras advertir su alto grado de fraudulencia y burocratización. No obstante, desde una posición política independiente, mantendría sus críticas al sistema, algo que no sería aceptado por los artífices del fascismo acriollado que venía gestándose en aquellos tiempos: el general Edelmiro Farrell (1887-1980), primero, y el coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) después. Cuando este último llegó al gobierno, el músico viviría un silenciamiento forzoso: sus actuaciones serían prohibidas, no se lo dejaría participar en programas radiales y no se le permitiría grabar. Es más, tampoco se admitiría que otros artistas interpretasen sus canciones. Sería detenido y encarcelado en ocho oportunidades, e inclusive llegaría a ser torturado, una práctica habitual durante el gobierno peronista llevada a cabo por la Sección Especial de la Policía Federal. El hombre al que le quebraron el dedo índice de la mano derecha golpeándolo con una máquina de escribir para que no tocara más la guitarra (desconociendo que su mano hábil era la izquierda) había nacido como Héctor Roberto Chavero Aranburu, pero se lo conocía como Atahualpa Yupanqui, y así pasaría a la posteridad. Se iría entonces al Uruguay y desde allí a Europa. No podría actuar en España debido a la censura impuesta por otro fascista, el generalísimo Francisco Franco (1892-1975), pero sí lo haría en Hungría, Checoslovaquia, Rumania y Bulgaria, para recalar finalmente en Francia, en cuya capital se instalaría casi definitivamente a partir de 1967. Allí obtendría un resonante éxito y pasaría a convertirse en uno de los mayores exponentes del folclore mundial. El periodista José Tcherkaski mantuvo con el autor de "El arriero" una larga charla a comienzos de 1984 en París. La misma fue reproducida por la revista "Conversaciones" en sus nros. 1 y 2, de septiembre y octubre de 2000 respectivamente. A continuación la primera parte de lo que se llamó "Una larga conversación".


¿Cómo llegó a instalarse aquí en París?

Son esas cosas curiosas. Hacía ya... dieciséis o diecisiete años que no venía a Europa. Siempre viví cautivado, atrapado por nuestro fenómeno telúrico: América, nuestra América... Para mí es fundamental mi cariño por América. Es más fuerte que uno; es lo nacional. Pero una vez se produjo una especie de buen entendimiento entre mis deseos y las ganas que tenía la televisión española de hacer un programa conmigo. Me hablaron en Buenos Aires, cuando yo había llegado del campo, de Tucumán y de Córdoba. Yo dije: "encantado"... pero no era fácil en aquel tiempo para mí. Para otros sí lo era; era sumamente fácil. Pero Franco estaba al frente del gobierno... cosa que a mí no me interesaba nada. ¡Que estuviera quien estuviera! No es mi mundo ni es mi asunto, pero a ellos parece que sí les importaba. Había dificultades para que Yupanqui actuara en España... pero se fueron allanando. Yo no hice ninguna gestión. No la hago jamás. No me gusta, me da vergüenza; una vergüenza muy parecida a la dignidad del hombre. Pero me habló gente muy conocida, gente de España. Hubo algunas cosas de tiempo, de horarios... y finalmente se arregló. Dos audiciones en televisión me ofrecieron. "¡Cómo no! -dije- ¡Muy honrado!", y fui, y se me presentó muy bien, y estuve un año. Toqué ahí, entonces... Y salió un señor, empresario, que se llama Caturla; un catalán que trabaja mucho con actores, con cantores, sobre todo españoles, y con grupos de teatro. El me llevó como de la mano por todos los pueblos de España... Pero no he sacado ni sacaré jamás residencia oficial; mucho menos nacionalidad. Tengo un orgullo muy antiguo, de muchí­simos años, de más de dos siglos... orgullo de ser argentino.

¿Mucha copla, no?

Sí, claro... es que tengo todo. Tengo veinticinco abuelos allá. No puedo pisar esa tradición; esa severa y gloriosa tradición que camina en la sangre. Pero aquí me tiene... ya he hecho catorce discos aquí.

¿En Francia?

En una empresa francesa... y ocurre una cosa importante. Es decir, muy importante para mí. Hace ocho días toqué en Orléans, y a eso vine ahora. Llegué el día de Reyes, 6 de enero, porque el 7 por la tarde tocaba en Orléans. Era un compromiso adquirido hacía tres meses, y aquí no se puede fallar. Así usted esté en Alaska, tiene que venir y tocar, aunque cambiando el dinero del viaje pierda plata. Pero no le hace... ¿para qué firmó? Toqué en Orléans, como digo, y veníamos con mi mánager, una señora que administra mis cosas desde hace trece años, directora de una empresa que se llama APES, Asociación Parisina de Espectáculos Europeos... Su esposo venía manejando, ella a su lado y yo detrás con mi guitarra. Era el día 7; empezaba a querer nevar. Las 2 de la mañana veníamos despacito porque a mí no me gusta la velocidad. Y me dio una noticia, en medio del camino, llegando casi. Una noticia muy simpática... "¿Usted tiene anotados -me preguntó- sus recitales, sus trabajos en Francia?". Le contesté que no; que yo tengo sólo la buena memoria, la memoria del corazón. Tengo memoria para cada ciudad que he visitado. Alguna, a veces, se me pasa; pero cuando vuelvo a recorrer la ruta, Carcasssonne, por ejemplo, me digo: "Sí yo toqué acá, en el castillo viejo de Carcassonne, un verano". Tengo esa memoria, la de los recuerdos; de la gratitud al paisaje y al buen espíritu, y sobre todo a la cultura y decencia de la gente. Por lo menos de la gente que hace la buena música del mundo, la música de la hermandad y la confraternidad... Esta señora me decía: "Como manager, tengo la obligación de llevar mis libros, mis papeles. Y revisando sus cosas estos días, en mi casa, he anotado el número de sus trabajos. En marzo, si cumplimos los dos conciertos que nos quedan, usted habrá cumplido trescientos recitales en Francia. ¿Qué le parece?". Me sorprendió. "No pensaba que había tocado tantas veces en las bibliotecas y las iglesias de Francia", le dije. Porque aquí, en los "villages", en los pueblitos donde no hay teatro, se toca en la iglesia dándole un porcentaje a la parroquia. Y se toca en muy hermosas iglesias de piedra del siglo XV, del siglo XVI... escenarios maravillosos. "Por ese motivo -me dijo entonces mi mánager- estamos proyectando, con un grupo de músicos y poetas, hacer un homenaje a Yupanqui. Un homenaje por los trescientos conciertos. ¿Usted sabe cuántas veces ha sonado aquí lo que usted llama las soledades de su pampa?", me decía; es como para tener alguna memoria... Me sentí muy halagado. "Yo agradezco mucho -le dije- pero homenaje no acepto". Y me explicó que no sería homenaje, sino una reunión que en lugar de juntar a cuatro o cinco personas... a lo mejor convocaba a ciento cincuenta. “Pero todos poetas, escritores y músicos; fundamentalmente músicos -me dice-. Y sin promoción periodística. Nada. Una cosa de adentro, del corazón”. Ahí me gustó. “Así sí, así sí; con mucho gusto”, le contesté. Y ahora esto se lo cuento a usted, porque para mí es muy simpático, muy emotivo... Cómo un paisano que camina tanto, que ha venido de lejos a cumplir, porque ahora vengo de Buenos Aires para cumplir con Orléans, recibe estas cosas... Dentro de unos días, el 22 de este mes, tengo que ir a Francfort, en Alemania. Como dicen los paisanos de mi tierra, en Córdoba, tengo que ir a las otras naciones. No dicen el nombre exacto; dicen: "¿Ha andado por las otras naciones?". Y ahora el 22 me voy a las otras naciones pero volveré en seguida, porque tengo que ir a otras naciones, a España, a fin de mes...

Conoció España, entonces...

Sí. Me recorrí todas las provincias españolas. Y estuve un año trabajando. Mientras tanto, tenía un departamento en la Morería, en el viejo Madrid, que me gustaba mucho. Pero al año me dije: "Bueno, ¿yo qué hago acá, vuelvo a repetir?". Otra vez Sevilla, otra vez Santander, otra vez el País Vasco, otra vez Salamanca... Ya lo había hecho dos veces. "Yo me voy", me dije. Y me acordé de París. Había vivido aquí muchos años atrás, poco después de la Segunda Guerra. Y me dije: "Voy a ver Francia otra vez". Tenía una sola tarjeta de visita, una sola credencial: en el año '50 había trabajado en cuatro conciertos junto con Edith Piaf. Nos había presentado un gran poeta francés: Paul Eluard. A mí no me conocía nadie; pero Edith Piaf era la garantía en oro fino que había entre las voces de Europa. Era mi sola credencial. Yo conservaba el recuerdo; pero, ¿Francia lo habría conservado?, me preguntaba. Y me largué. Anduve por aquí; visité algunos amigos, otros se habían muerto, otros se habían ido. No faltó alguien que publicara una nota en "Le Monde": "Llegó Yupanqui". Recordó aquel asunto, los conciertos con Edith Piaf, y empezaron a salir propuestas y propuestas. Y aquí me tiene.

¿Desde cuándo está por aquí?

Llegué a fines del '67... fue en diciembre, sí. Estaba nevando. Ya son años... Y sigo atrapado por un medio cultural muy importante; por una actividad pronta, que se mantiene tensa... y elevada. Aquí se me respeta, se me consulta; mis textos están en los libros para niños, en las escuelas de toda Francia, no sólo de París: usted va a Toulouse, a Grenoble, a Normandía o a Bretaña. Me encuentra en los textos de las escuelas de música para niños, donde se enseña flauta dulce, canciones y rondas. Siempre hay una copla de Yupanqui. Cosa que me honra profundamente...

¿Cómo va sintiendo, aquí en Europa, lo que su mánager llamaba "la soledad de su pampa"?

Pienso que la distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón. Andando a caballo, en Tucumán, en los valles, en Tafí del Valle, por ejemplo, o en Jujuy, donde he vivido varios años, muchas veces he visto en el campo, viniendo hacia el pueblo con un par de compañeros de la montaña, a algún paisano cantando su baguala, medio borrachito, un sábado por la noche, medio ladeado en la montura y con un alarido áspero y fuerte, como el graznido de un cóndor. Usted escucha, al pasar a su lado, puro ruido de espuela, puro ruido de cuero y rebenque y guardamonte; un montón de caronas agitadas, más el paso y la respiración fuerte del potro, del caballo. Todo le pasa por al lado suyo cuando el hombre pasa. Ni saluda, va gritando. Va gritando desafiante, y es áspero y hasta feo el grito; es como desafinado, provocativo... pero dele distancia. Cuando ese mismo 
hombrecito que pasó a caballo gritando ya tiene 150 o 200 metros, y va subiendo la cuesta, o bajando la cuesta, su canto se idealiza. Cuando se lo oye a 150 metros ya el canto no es desafinado, ya tiene un sentido; ya está incorporado al azul de la noche, al paisaje; ya está bendito por la luna y por los recuerdos. No se le entienden las palabras al hombre, pero se le oye su canto, su intención, sus intervalos de silencio... Todo eso que hace bella a una canción. Lo mismo pasa con el recuerdo, el recuerdo de la montaña. Aunque la pampa es otra cosa... La pampa me ha dado su aspereza últimamente, en estas vacaciones (yo las llamo vacaciones) de quince días. Porque me voy a Córdoba unos diez días, vuelvo una semana más a Buenos Aires, y a salir otra vez. A salir a mi trabajo. Entonces me traigo aquí esa cosa medio atropellada, violenta, esa cosa amontonada de uno, como una valija hecha de apuro. Así traigo a Francia mis recuerdos, esas impresiones, las sensaciones de mi paisaje, de lo que llamo la pampa... Mi pampa comienza ahí no más, de la avenida General Paz p'adentro... Yo voy a Morón, por ejemplo, y levanto la vista... Y cuando llego a Ezeiza desde Europa... ¿qué tal? Miro afuera y veo la pampa, porque es la pampa la que nos recibe, no es la ciudad la que nos espera. Es la pampa. Yo voy hacia ese montón de árboles que se ve, agitado por el viento, allá lejos. Allí va mi corazón; luego mi necesidad, mi concepto, mi senti­do de familia. Esto que no quiero ni tengo por qué evadir, que es el vivir en una comunidad que me pertenece, que es mi patria. Porque patria significa el lugar de los padres... Cuando llego, primero miro los árboles, la llanura; el camino que va por detrás de Ezeiza para arriba, para el campo, para la pampa. Y después, recién, tomo un automóvil: una cosa mecánica que me lleva a la selva de cemento, lo que llamamos Buenos Aires...