30 de abril de 2015

Hebe Uhart: "Ser escritor es uno de los tantos roles que tiene una persona, ni mejor ni peor que los otros"

En el diálogo que mantuvo con Mauro Libertella (publicado en el nº 602 de la revista "Ñ" el 11 de abril de 2015), la escritora argentina Hebe Uhart (1936) ahonda en sus clases de escritura, las que acaban de ser compiladas en un libro por una de sus alumnas, la periodista Liliana Villanueva. Bajo el título "Las clases de Hebe Uhart", el libro reúne en diecisiete capítulos los puntos de vista -tan sencillos como brillantes y poco ortodoxos- de la novelista, cuentista y cronista acerca de la construcción de los personajes, la crónica, el humor, los vicios y las vicisitudes del habla. Uhart, quien estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, trabajó como docente y colaboró en distintos medios, ha publicado, entre otros títulos, las novelas "Camilo asciende" y "Mudanzas"; los libros de cuentos "Dios, San Pedro y las almas", "La gente de la casa rosa", "El budín esponjoso", "La luz de un nuevo día", "Guiando la hiedra", "Del cielo a casa" y "Turistas"; y los libros de crónicas y artículos "Viajera crónica" y "Visto y oído". "Un escritor -dice la autora- es una persona común con modalidades particulares, (porque todos somos distintos) que se dedica a escribir. Hay dos tipos de escritores, los que miran a través de una ventana y los que se meten con la gente, con la sociedad, con los ricos, con los pobres, con el campo, con la forma de hablar. Para escribir hay que saber mirar y saber escuchar cómo habla la gente. Mirar bien a fondo y escuchar a fondo es necesario para los que quieren escribir. La atención debe convertirse en hábito. A mayor libertad de pensamiento, mayor disciplina. Para escribir se necesitan dos cosas: el sentido del lenguaje y el sentido del misterio. En el lenguaje uno percibe un misterio, algo que aparece más allá de lo que digo o me dicen. A mí me interesa el lenguaje, no tanto la entonación ni los tonos de la voz, sino la coloratura de la voz. El lenguaje define a los personajes. Se comunica con la emoción y con el sentimiento a través del lenguaje".


¿Cuándo aprendió a escribir?

Yo tuve un maestro, cuando no existían talleres pagos, que se llamaba Rubén Massera. Miraba las cosas y me decía "esto sí", "esto no". Era una persona que estaba en perfecta sintonía con mi modo de pensar, y al morir él no me quedó nadie más que cumpla ese rol. Los amigos te dicen "qué lindo", pero no sabés cuán lindo o qué nivel de lindo están hablando. El me señalaba lo que estaba vivo y lo que estaba muerto.

¿Cuándo se da cuenta uno de que deja de escribir de un modo amateur o instintivo y pasa a escribir de un modo más formal o profesional?

Yo no creo mucho en eso. Uno es escritor mientras escribe. No creo en la hipertrofia del rol. El escritor no tiene que pensarse como escritor. La hipertrofia del rol conspira contra la bondad del producto, es mejor que el escritor piense que es gente común, de la calle, no un ser excepcional, porque si no empezás a escribir desde otro lugar y eso no conviene. Ser escritor es uno de los tantos roles que tiene una persona, ni mejor ni peor que los otros.

¿Y cuál es entonces la diferencia de joven a mayor?

La diferencia es que de joven dejaba un tiempo largo de escribir y pensaba: "¿Ahora podré volver a escribir?". Ahora si puedo escribo y si no puedo no escribo, pero sin mayores dramatismos. Ahora, por ejemplo, estoy viajando para obligarme a escribir. El viaje me obliga.

¿Le sucede llegar a algún lugar a los que viaja y no encontrar nada?

Varias veces no encontré nada, pero podés hacer la crónica de no encontrar nada. A veces es divertido. En Roque Pérez le pedí a un ferretero que me contara la historia del lugar y me dijo que no tenía ganas, que estaba cansado. Y la historia cambió. Eso pasa en los viajes, vas a buscar algo pero encontrás otra cosa. Uno tiene una idea global previa, pero esa idea cambia por cosas que suceden.

¿Escribe en esos lugares?

En algunos escribo, sí. El libro anterior lo hice casi todo "in situ". Después lo paso a la computadora, lo corrijo, limpio, aunque no soy de mucho corregir tampoco. El lugar te da apoyatura para hacerlo, y el contexto me inspira para escribir.

¿Qué le parece que es lo más difícil para la gente que empieza a escribir?

Encontrar la propia veta: qué es lo tuyo, lo que vos podés escribir. Una vez que encontrás una dirección es más sencillo. El problema con muchos chicos es que no saben muy bien dónde hacer pie y se caen. Descubrir qué es lo prioritario es fundamental. Y luego, bueno... el escritor se va domesticando con el tiempo. El escritor es un ser domesticado. Pero lo más difícil es lo primero, encontrar para dónde ir. Hay gente que empieza y cree que puede con todo, pero nadie puede con todo.

¿Y no hay un peligro, al encontrar una veta, de empezar a repetirse?

Yo de eso me salvo por los viajes, porque son siempre distintos. Encuentro siempre cosas nuevas, la coyuntura me obliga a escribir cosas distintas. Lo que sí ocurre ahora con Facebook es que antes vos podías llevar una ropa a un lugar y después repetir la ropa en otra fiesta, y lo mismo con los textos. Ahora no se puede, porque todo se levanta, así que eso queda muy en evidencia. Tenés que renovarte.

Dando talleres le ha enseñado a mucha gente. ¿Qué le enseñó a usted la práctica de tallerista?

Yo creía que la gente tenía un nivel, como el agua. Un nivel de siete, de seis, de ocho. Pero no: hay gente que se destapa y hay gente que se obtura. No hay niveles previos. Igual en mis talleres no hago mucha alabanza o mucho vituperio, porque no me gusta cuando empieza a suceder eso.

¿A qué se puede deber que alguien, en la escritura, se destape?

A que se conectó mejor con él mismo o ella misma, con una cosa más íntima, con algo más seguro. Eso se da. O encontró la veta, que es lo que decíamos antes. He visto de todo. He visto chicos muy buenos a los que mandé con otro tallerista porque no se cómo trabajar con ellos. Me doy cuenta que alguien es muy bueno, pero leyó otra bibliografía, tiene otra orientación.

¿Existe el riesgo de tratar de pretender que los que van a su taller escriban como usted?

En cierto punto es inevitable. Hay cosas que se contagian. Al ser uno parámetro, mide las cosas desde uno mismo. Pero muchas veces ves que alguien escribe algo, una frase, una cosa rara, un giro, y entonces entendés que ahí hay algo, y de ahí tirás.

En el libro hay un momento gracioso cuando menciona algunos lugares comunes de los escritores. Por ejemplo, "no puedo vivir sin escribir".

Sí, eso lo tienen los actores también, no puedo vivir sin actuar, mi vida son las tablas. Uno puede ser feliz criando conejos. Eso no lo creo. Y aunque fuera así, es poco elegante decirlo.

Otro lugar común que menciona es el terror a la página en blanco. Es un poco más comprensible: muchas veces los comienzos son lo más difícil.

Casi todas las cosas de la literatura tienen que ver con la vida de uno. El terror a la página en blanco tiene que ver con el miedo de empezar cualquier actividad, que después resulta ser una pavada. Cualquier cosa que tenés que hacer se puede volver algo dramático antes de hacerlo, algo dificilísimo. A mí me pasa con los trámites. Y finalmente son dos o tres pavadas solucionables. Lo de la página en blanco corresponde a una superstición de que si empiezo bien sigo bien, lo cual no es cierto. Hay cuentos mal empezados que siguen bien. ¿Por qué algo que empieza bien va a tener que seguir bien? Fijate en las relaciones de pareja. Alice Munro, por ejemplo, me parece que empieza mal y termina bien.

Dice que no le gustan los personajes con nombres de escritores.

Eso me molesta muchísimo porque es un guiño interno. Buenos Aires es una ciudad con un internismo bastante grande. Me molesta porque es creer que hay poca gente que lee y escribe, es un modo de circunscribir el mundo. Y hay una cantidad de gente que lee notable en esta ciudad. No hay que restringir el ámbito. Es como la profecía de "ya no se lee". Hay que desoírla. Yo escuché tantas profecías en mi vida: la pintura de caballete ya no existe, el tango ha muerto.

En general, el nombre del personaje es algo difícil de encontrar, ¿no?

El nombre es señero, es un rumbo, es fundamental. Pero no solamente me disgusta cuando le ponen nombres de escritores, sino cuando le ponen nombres muy inventados, muy exóticos. Yo no creo que escribir sea inventar. Hay gente que cree que la libertad es "yo hago lo que se me canta", y no es eso. En ningún rubro de la vida. La libertad no está reñida con la disciplina. Al contrario: cuanto más libre soy, más disciplinado debo ser. Cuando más me libero de las ataduras de lo "real" y me voy a la ciencia ficción o a lo fantástico, más prolijo debo ser, para no perder el verosímil. La gente se mueve con dicotomías: libertad contra disciplina, espontaneidad contra preparación, placer contra deber. Son dicotomías falsas y que no sirven.

Usted pelea contra los personalismos y el ego en la literatura.

En Buenos Aires no falta talento y no falta inteligencia, pero sobra un poquito de vanidad. La gente es así, y así es la literatura también. En la literatura se ve mucho "acá estoy yo, acá estoy yo".

¿Qué escritores jóvenes argentinos leyó últimamente?

Me gusta Félix Bruzzone, sobre todo "76", el de los cuentos. Me gustó mucho también "Una idea genial" de Inés Acevedo.

Curiosamente esos escritores tienen trabajos "no-intelectuales": Bruzzone limpia piletas y Acevedo hace pan.

Por eso creo que no podría ser periodista. Si yo ya escribí hoy en mi trabajo, ¿otra vez me tengo que poner a escribir después? He hecho docencia siempre, porque es lo que sé hacer y para lo que estoy preparada. Pero no podría trabajar en una redacción, con todos los escritorios juntos. Estaría mirando siempre lo que están haciendo los otros, no podría escribir. Jurado tampoco he sido, siempre que me lo ofrecieron dije que no, porque ya leo demasiados originales en mis talleres. Me gusta, sí, participar en charlas, porque te conectás con la gente, ves en qué están, qué preguntan.

Y estar con escritores en delegaciones, en viajes, ¿le gusta?

¡Depende con cuáles! A mí no me interesa que escriban bien sino que sean personas comunes. Hay escritores muy neuróticos, con cabezas muy complicadas.

26 de abril de 2015

Sobre el neoliberalismo extractivista y la catástrofe ecológica (2)

En 1961, en un discurso dado en la ONU, John F. Kennedy (1917-1963) manifestaba: "Cada habitante de este planeta debe tener en cuenta que un día este planeta ya no será habitable". El por entonces presidente de Estados Unidos estimaba que la amenaza era la bomba de hidrógeno (una bomba que su propio país había creado y detonado por primera vez en 1952) y no el caos del clima, al que se consideraba apenas un problema pasajero. Mucho antes, más precisamente en 1899, otro estadounidense -el economista y sociólogo Thorstein Veblen (1857-1929)- analizaba en "The theory of the leisure class" (La teoría de la clase ociosa) la estructura económica de su época y criticaba mordazmente la ostentación que de su estatus social hacían constantemente gala las clases más favorecidas. Cinco años más tarde, en "The theory of business enterprise" (La teoría de la empresa económica), Veblen profundizaría en el análisis del contraste entre la racionalidad del proceso productivo industrial y la irracionalidad en el ámbito de las decisiones financieras, un análisis que hoy tiene muchísima vigencia. Esa clase social -hace ya cien años pero mucho más hoy en día-, obsesionada por el consumo ostentoso y la competencia suntuaria, es indiferente a la degradación de las condiciones de vida de la mayoría de los seres humanos y ciega frente a la gravedad del envenenamiento de la biosfera. De la mano de una clase dirigente predadora y codiciosa obstaculiza cualquier veleidad de transformación efectiva; casi todas las esferas de poder y de influencia están sometidas a un pseudorrealismo que pretende que cualquier alternativa es imposible y que la única vía imaginable es la del "crecimiento".
El antes mencionado Löwy involucra sin tapujos a "los 'responsables' del planeta -multimillonarios, directivos, banqueros, inversores, ministros, parlamentarios y otros 'expertos'- que, motivados por la racionalidad limitada y miope del sistema, obsesionados por los imperativos de crecimiento y de expansión, por la lucha por las partes del mercado, por la competitividad, los márgenes de ganancia y la rentabilidad, parecen obedecer al principio proclamado por Luis XV: 'Después de mí, el diluvio'. El diluvio del siglo XXI corre el riesgo de tomar la forma, como aquel de la mitología bíblica, de un ascenso inexorable de las aguas que ahogará bajo las olas a las ciudades costeras de la civilización humana". Esta afirmación nos retrotrae inevitablemente a "Die deutsche ideologie" (La ideología alemana), obra escrita por el filósofo alemán Karl Marx (1818- 1883) en 1845 en la que, uniendo la reflexión y la crítica filosófica al análisis histórico y económico, preveía que las fuerzas productivas se convertirían en fuerzas destructivas. Y en su obra posterior, "Kritik des Gothaer programms" (Crítica del programa de Gotha), afirmaba que el objetivo de los seres humanos no debía ser producir una cantidad cada vez mayor de bienes sino reducir el tiempo social de trabajo para ampliar de ese modo el tiempo libre de los seres humanos, rompiendo así con la ideología del progreso lineal del positivismo y proponiendo en cambio el socialismo.
Si bien en 1859, en "Schrift zur kritik der politischen ökonomie" (Contribución a la crítica de la economía política), Marx habla de convertir "el desarrollo de las fuerzas productivas" en el principal vector del progreso humano sin hacer ninguna evaluación crítica de las mismas, en su obra más famosa, "Das Kapital" (El Capital), opuso a la lógica depredadora del suelo del capitalismo el tratamiento racional de la tierra "como eterna propiedad comunitaria, y como condición inalienable de la existencia de la reproducción de la cadena de las generaciones humanas sucesivas". Para el "pensador del Milenio" (tal como lo calificó una encuesta de la BBC realizada a fines de 1999 en la que votaron personas de todo el mundo), la tierra no es propiedad de nadie; todas las sociedades son sus usufructuarias, con la obligación de conservarla y dejarla en buenas condiciones para las futuras generaciones. Si bien la reflexión ecológica no ocupó un lugar central en su obra (lo que ha sido objeto de una crítica malintencionada), puede encontrarse en ella cierta conciencia del carácter depredador de algunas prácticas económicas como las críticas a la degradación y agotamiento de los suelos o la destrucción de los bosques, resultado de una contradicción insalvable entre la lógica inmediatista del capital y el interés general de la humanidad. Expresiones como "control", "dominio" o "dominación" de la naturaleza por el hombre, muchas veces no apuntan a los aspectos patrimoniales sino al beneficio que el conocimiento de las leyes de la naturaleza procura a los seres humanos.
Un siglo y medio después de la publicación de la obra cumbre de Marx, un nuevo informe de la NASA presentó un alarmante diagnóstico sobre lo que está ocurriendo: "El planeta Tierra, la creación, el mundo en el que la civilización se desarrolló, el mundo con las normas climáticas que conocemos, con su geografía costera estable, está en peligro, un peligro inminente. La urgencia de la situación solo se cristalizó a lo largo de los últimos años. Ahora tenemos pruebas evidentes de la crisis. La sorprendente conclusión es que la continuación de la explotación de todos los combustibles fósiles de la Tierra no solo amenaza a millones de especies en el planeta, sino también la supervivencia de la humanidad misma, y los plazos son más cortos de lo que pensamos". Mientras tanto, diversas organizaciones ambientalistas internacionales como Earth Action, Greenpeace o World Wildlife Fund advierten hace años sobre los graves problemas que amenazan al planeta, citando entre ellos al cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, el uso y abuso del nitrógeno para la producción de fertilizantes o aditivos alimenticios, la acidificación de los océanos, el desgaste de la capa de ozono y la creciente deforestación.


En un artículo publicado en el nº 12 de la revista "Ideas de Izquierda" aparecida en agosto de 2014, el profesor de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires Juan Luis Hernández (1974) reflexiona sobre "Ecosocialismo", el libro de Löwy. "La idea central de esta corriente -explica Hernández- es la incompatibilidad entre la subsistencia del capitalismo y la búsqueda de un punto de equilibrio medioambiental. Una clase dirigente obsesionada por el consumo suntuoso y la acumulación, permanece indiferente ante la degradación de las condiciones de vida de la mayoría de la humanidad, como quedó demostrado por el fracaso de las conferencias internacionales sobre el cambio climático, en las cuales Estados Unidos, China y Europa se niegan a reducir las emisiones de los gases responsables del calentamiento global o efecto invernadero". Löwy sostiene en su obra que una política ecologista no socialista resulta incapaz de solucionar los problemas atacando sus raíces: la priorización de la ganancia y la acumulación, el despilfarro de la gestión no planificada de los recursos naturales. A su vez, cualquier proyecto socialista que no se plantee la resolución de los problemas medioambientales termina convirtiéndose en un callejón sin salida.
El ecosocialismo, síntesis dialéctica de los principios fundamentales del ecologismo y de la crítica marxista a la economía y a la explotación capitalista, es al mismo tiempo una crítica a la "ecología de mercado", que termina siendo funcional al capitalismo, y a las variantes "socialistas productivistas" del siglo XX (socialdemócratas o estalinistas), basadas en una supuesta expansión cuantitativa ilimitada de las fuerzas productivas, sin tener en cuenta el equilibrio necesario con el medio ambiente. Por el contrario, el ecosocialismo postula una transición al socialismo basada en la protección del medio ambiente, en el cual sea la propia población la que defina democráticamente las prioridades mediante una planificación racional a nivel local, nacional e internacional. El inicio de un proceso de transición al socialismo requiere, junto con la supresión de las relaciones de producción capitalistas y la propiedad colectiva de los medios de producción, el reemplazo de la energía proveniente de la incineración de combustibles fósiles por fuentes de energía renovables (eólica/solar), la reestructuración de ramas enteras de la producción que deberán ser reemplazadas y/o abandonadas, y cambios estructurales en los patrones de consumo de las sociedades.
El término "ecosocialismo" recién empieza a ser utilizado a partir de los años '80, cuando el partido político alemán Die Grünen se designa como "ecosocialista". Hacia esa época se publicó el libro "L'alternative" (La alternativa) escrito por un disidente socialista de la Alemania del Este, el filósofo Rudolf Bahro (1935-1997), quien desarrolló una crítica radical del modelo soviético y de Alemania del Este en nombre de un socialismo ecológico. También por esos años el sociólogo y economista estadounidense James O’Connor (1930) teorizó su concepción de un marxismo ecológico en su ensayo "Natural causes" (Causas naturales) y fundó la revista "Capitalism, Nature and Socialism", mientras que el político francés Pierre Juquin (1930), en coautoría con otros intelectuales, lanzaba el libro "Pour une alternative verte en Europe" (Por una alternativa ecológica en Europa), una suerte de manifiesto ecosocialista europeo. Paralelamente en España, en torno a la revista de Barcelona "Mientras Tanto", se desarrolló una reflexión ecológica socialista, lo mismo que en la revista norteamericana "Monthly Review", la canadiense "Canadian Dimension" o la francesa "La Décroissance". En todas ellas se propugna por el predominio del valor de uso por sobre el valor de cambio, la reducción del tiempo de trabajo y de las desigualdades sociales, la ampliación de lo "sin fines de lucro", la reorganización de la producción de acuerdo con las necesidades sociales y la protección del medio ambiente.
La premisa central del ecosocialismo -explica Löwy- es que todo socialismo no ecológico es un callejón sin salida. Una ecología no socialista es incapaz de tomar en cuenta las apuestas actuales. La asociación del "rojo" (la crítica marxista del capital y el proyecto de una sociedad alternativa) y del "verde" (la crítica ecológica del productivismo que realiza) no tiene nada que ver con las combinaciones gubernamentales denominadas "rojiverdes", las que no son más que coaliciones entre la socialdemocracia y ciertos partidos verdes que se forman alrededor de un programa social-liberal de gestión del capitalismo. El ecosocialismo es una proposición radical que ataca la raíz de la crisis ecológica, que se distingue tanto de las variantes productivistas del socialismo del siglo XX (ya sea la socialdemocracia o el "comunismo" estalinista), como de las corrientes ecológicas que se adaptan, de una manera o de otra, al sistema capitalista. Es una proposición radical que no sólo apunta a una transformación de las relaciones de producción, a una mutación del aparato productivo y de los modelos de consumo dominantes, sino también a crear un nuevo paradigma de civilización, en ruptura con los fundamentos de la civilización capitalista/industrial occidental moderna.
Si es o no el ecosocialismo el camino adecuado para responder a las necesidades sociales reales es materia discutible. Lo que sí parece estar muy claro es que hoy la preservación del medio ambiente es incompatible con la lógica expansiva y destructiva del sistema capitalista. La búsqueda del "crecimiento" bajo la égida del capital está conduciendo a las especies vivientes a una catástrofe sin precedentes en la historia de la humanidad: el calentamiento global. Este fenómeno está haciendo aumentar la temperatura del planeta a un ritmo cada vez más intenso. El resultado inmediato es el derretimiento de los glaciares de Asia, Europa y América, del casquete Ártico y de la Antártida. La consecuencia es el aumento del nivel de los océanos, que en pocos años o décadas anegarán las ciudades costeras donde vive la mayor parte de la población humana. En lo que respecta a la Antártida, los últimos estudios de la NASA dan cuenta del inicio de un proceso irreversible de retroceso de los glaciares próximos al Mar de Amundsen. En Groenlandia y el casquete Ártico la situación es aún peor. Año a año, el deshielo de la banquisa -como se llama la capa de hielo que flota sobre el océano- alcanza nuevos récords, afectando el hábitat de la fauna ártica, contribuyendo al aumento del nivel de los océanos y disminuyendo la capacidad de refracción solar de la banquisa. "Este fenómeno -explica el antes citado profesor Hernández-, provocado por una mayor emisión de gases de efecto invernadero, es consecuencia de, y a la vez retroalimenta, el desajuste climático global".


En Sudamérica, entre los problemas medioambientales más urgentes se destacan la deforestación de la Amazonia y la minería a cielo abierto. A pesar de su frondosidad, la floresta amazónica es un ecosistema muy frágil. Su carpeta vegetal tiene un espesor de apenas 30 a 40 cm. de humus (contra 90 a 120 de las llanuras o praderas). Por este motivo, las raíces de los árboles se extienden en forma horizontal, cuando se lo tala se pierden muchos metros cúbicos de tierra, arrancados con las raíces. En la superficie deforestada es muy difícil el cultivo de soja o cereales, ya que en poco tiempo se agotan las nutrientes; si se introduce ganado, éste come el pasto desde las raíces y destruye con las pezuñas la débil carpeta vegetal. En suma, en pocos años solo queda tierra árida, como se puede apreciar a simple vista en las orillas del Amazonas. Desde hace siglos, los grupos étnicos que habitan la Amazonia cultivan mandioca, maíz y yuca sobre el igaporé, las tierras inundables en donde las crecidas de los ríos depositan un limo fértil, bajo la sombra protectora de los árboles. Estos métodos sencillos siguen dando mejores resultados que los de los "agronegocios", haciendo realidad la hipótesis que Walter Benjamin (1892-1940) expresara en 1928 en su "Einbahnstrasse" (Calle de sentido único): los supuestos impulsores del progreso propagan en realidad la barbarie. En manos de terratenientes y capitalistas, que sólo apuntan a maximizar ganancias en el corto plazo, la Amazonia corre el riesgo de desertificarse en poco tiempo, con consecuencias incalculables sobre el clima de todo el planeta, del cual constituye hoy el principal pulmón productor de oxígeno.
La megaminería o minería a cielo abierto, por su parte, implica la voladura con toneladas de explosivos de las montañas, la pulverización de las rocas y la separación mediante sustancias químicas de los metales de la escoria residual. Este proceso provoca la destrucción irreversible del entorno natural e insume enormes cantidades de agua. En definitiva, consume los recursos fundamentales de un territorio para la reproducción de la vida en todas sus formas, en aras de explotaciones mineras intensivas que no perduran más de dos o tres décadas. Dadas estas circunstancias, es menester clarifi­car teóricamente las relaciones esenciales del hombre con la naturaleza dado que la humanidad nunca ha sido tan dependiente como en estos tiempos en que la globalización de la economía, de la política y de las fuentes de infor­mación hace y deshace a su antojo. Es necesario repensar la vinculación hombre-naturaleza ya no mera­mente en un marco nacional como lo planteaba Hegel, sino en el del planeta entero. Las revoluciones del siglo XX levantaron como banderas de redención la lucha por el pan, la tierra, la libertad y la paz entre los pueblos. Las revoluciones del siglo XXI deben ampliar la agenda, incluyendo otros horizontes, entre ellos, la preservación del medio ambiente en el cual la humanidad construye, día a día, su presente y su porvenir.

25 de abril de 2015

Sobre el neoliberalismo extractivista y la catástrofe ecológica (1)

Hace unos cuarenta años, el etólogo austríaco Konrad Lorenz (1903-1989) advertía en su "Der abbau des menschlichen" (La decadencia del hombre) que "existe entre los grandes éxitos del hombre el dominio del mundo exterior, pero también su incapacidad, realmente desconsoladora, para solucionar los problemas internos de la especie humana. Esto no se debe, en modo alguno, al hecho de que los problemas internos de la especie -sociales en el más amplio sentido- sean quizá más difíciles de solucionar que los del mundo exterior. Al contrario, no hay duda alguna de que la desintegración del átomo enfrenta a la razón con problemas mucho más difíciles que el relativo a cómo se podría impedir que los hombres se aniquilen mutuamente con ayuda de bom­bas atómicas. Hay muchas personas de inteligencia superior a la media que carecen de la suficiente capacidad de pensamiento abstracto para comprender las matemáticas en que se funda la física atómica de nuestros días. En cambio, cualquier persona normal se da perfecta cuenta de lo que se debería hacer y lo que se tendría que evitar para impedir que la humanidad se destruya a sí misma. A pesar de la enorme diferencia de las dificultades que ambos problemas ofrecen a nuestra inteligencia, la humanidad ha resuelto en pocas décadas lo relacionado con la cuestión atómica. En cambio, frente al peligro de la autodestrucción, que surgió con el descubrimiento de la primera arma -el hacha de mano- se encuentra hoy más desamparada de lo que lo estuviera en su época el hombre de Pekín. Da que pensar el hecho de que la inteligencia más modesta sea capaz de comprender lo que no debería ocurrir, pero que, sin embargo, ocurre. En un periodo de tiempo muy pequeño, considerado desde el punto de vista geológico-filogenético, la floreciente civilización humana, en su continuo ascenso, ha modificado de tal ma­nera toda la ecología y sociología de nuestra especie, que una serie de formas de comportamiento endógenas que antiguamente tenían pleno sentido, carecen ahora no sólo de función, sino que se han tornado inclu­so perjudiciales en grandísima medida".
A comienzos del siglo XIX, el filósofo alemán Georg W.F. Hegel (1770-1831) decía en su "Phänomenologie des geistes" (Fenomenología del espíritu) que la etapa de la autoconciencia "había culminado con su hundimiento en la noche del pensamiento universal expresado por la iglesia", una experiencia negativa pero, de todas maneras, un experiencia de universalidad y, en ese sentido, de la razón, en la medida en que ésta era universal. Por entonces, Hegel proponía que la razón saliese a hacer la experiencia positiva de la universalidad y fue en esa dirección que comenzó a estudiar la naturaleza preguntándose qué relación guardaba ésta con la racionalidad, un tema que hoy resulta de vida o muerte. El hombre debería definir teórica y prácticamente sus relaciones con la naturaleza. Tanto en las sociedades primitivas como en las estamentales, su enraizamiento en la naturaleza no conocía dudas pues formaba parte esencial de su carácter. La naturaleza era la madre que proporcionaba el alimento, hacía brotar las plantas que proporcionaban los frutos necesarios para la alimentación. En sus bosques nacían y se desarrollaban los animales que proporcionaban la carne. El hombre iba a cazar o a recoger el fruto como se lo había enseñado algún dios, o como lo había hecho por primera vez algún héroe mitológico. La madre naturaleza podía enojarse y enviar castigos a quienes no la respetaban como era debido. Terremotos, tormentas, inundaciones, derrumbes en las montañas, eran todos castigos por la falta de respeto para el trato debido a la madre naturaleza. Es obvio que esta concepción correspondía a un bajo nivel de desarrollo del ser humano y debía ser superada. No obstante, algo esencial debía conservarse y era, claro está, el trato ami­gable con la naturaleza.
Cuando se produjo la gigantesca revolución con la que comenzó la modernidad Hegel pensaba que "la razón, que creyó llegada la hora de su plena emancipación, planta en todas las alturas y en todas las simas el signo de su soberanía". Pero esa "razón" evidentemente no tuvo en cuenta la protección de los equilibrios ecológicos del planeta. La tierra pasó a ser no más que un objeto, una cosa, algo a ser trabajado. Más aún, era capital en potencia, si no, era pérdida. Para redituar beneficios debía ser explotada, ergo, destruida, aniquilada. De su devastación fue que surgió y prosperó el capital: los frutos de la expoliación indiscriminada de la naturaleza se valorizan en los mercados internacionales. Y ya no sólo se destrozan inmensas extensiones de ella, sino que su deterioro ahora está seriamente dañando la capa atmosférica. El ambiente se está tornando irrespirable, la vida sobre el planeta Tierra se encuentra amenazada. En todas las sociedades anteriores a la sociedad burguesa, el todo era claramente anterior a las partes; la comunidad, anterior al indivi­duo. En sentido estricto no existía el individuo como se lo entendió a partir de la modernidad. Él no podía verse a sí mismo si no era formando parte de la comunidad, ya se tratase de la comunidad primitiva, la familia patriarcal o matriarcal, la tribu, la gens, la polis, el feudo o la iglesia. Cuando apareció la individualidad, el "homo economicus", las estructuras anteriores entraron en descomposición.
A mediados del siglo XIX, el químico escocés Robert Angus Smith (1817-1884), a la sazón asistente en el Chemistry Laboratory de la Royal Manchester Institution en Manchester, Inglaterra, observó que en esa ciudad caían precipitaciones que corroían metales, desteñían las ropas, dañaban los vegetales y enfermaban a las personas y los animales. Las denominó "lluvias ácidas", y encontró su origen en la reacción producida por la combinación del óxido de nitrógeno y el dióxido de azufre -emitidos por las chimeneas de las fábricas- con la humedad del aire. A su vez estos, al entrar en contacto con el vapor de agua, generaban ácidos nítricos y sulfúricos que acompañaban a las precipitaciones dando forma a ese devastador fenómeno. Veinte años más tarde, en pleno auge del desarrollo de la Revolución Industrial, Smith volcaría su preocupación por el impacto de las actividades del hombre en el medio ambiente en su ensayo "Air and rain. The beginnings of a chemical climatology" 
(Aire y lluvia. Principios de una climatología química). También por entonces, el filósofo, naturalista y biólogo alemán Ernst Haeckel (1834-1919) acuñaría en su obra "Generelle morphologie der organismen" (Morfología general de los organismos) el término "ökologie" 
(ecología) a partir de las palabras griegas "oikos" (casa, vivienda, hogar) y "logos" (estudio, tratado). Para Haeckel, la ecología debía encarar el estudio de una especie en sus relaciones biológicas con el medio ambiente. A partir de aquella obra -y en un sentido amplio- la ciencia de la Ecología se remitió al estudio de la interacción de los seres vivos con el medio ambiente y su transformación a través del tiempo por las comunidades biológicas.


Otros científicos se ocuparon posteriormente del medio en que vivía cada especie y de sus relaciones simbióticas y antagónicas con otras. Así, en la segunda década del siglo XX, tanto el biólogo y zoólogo alemán August Thienemann (1882-1960) en su "Der produktionsbegriff in der Biologie" (El concepto de producción en Biología) como el zoólogo y naturalista inglés Charles Elton (1900-1991) en su "Animal ecology" (Ecología animal), impulsaron la ecología de las comunidades. Trabajaron en conceptos como el de cadena alimentaria, o el de pirámide de las especies, que sostiene que el número de individuos -desde las plantas hasta los animales herbívoros y carnívoros- disminuye progresivamente desde la base hasta la cima. Sin embargo, con el tiempo el concepto de ecología se extendió hasta abarcar el análisis de las propiedades del medio, incluyendo el desplazamiento de materia y energía y su evolución a raíz de la presencia de conjuntos biológicos. Luego, con el correr de los años, aquellas originales inquietudes irían derivando hacia otras más preocupantes a medida que el exponencial desarrollo de la tecnología llevó al agravamiento dramático e incesante de los problemas ambientales a escala mundial, llevando así a que los temas ecológicos pasaran a concitar la máxima atención.
Para el sociólogo y filósofo franco-brasileño Michäel Löwy (1938) la presente crisis económica va de la mano de esa crisis ecológica; ambas son parte de una coyuntura histórica más general. En un escenario que se distingue por la "mercantilización de todo", tal como lo define el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein (1930) en su "World-systems analysis" (Análisis de los sistemas-mundo), "la humanidad -dice Löwy en el prefacio de su libro 'Écosocialisme' (Ecosocialismo)- se enfrenta con una crisis del presente modelo de civilización, la civilización Occidental moderna capitalista/industrial, basada en la ilimitada expansión y acumulación de capital, en la despiadada explotación del trabajo y la naturaleza, en el individualismo y la competencia brutales, y en la destrucción masiva del medio ambiente. La creciente amenaza de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico -el calentamiento global- que pone en peligro la supervivencia misma de la especie humana. Más allá de un cierto umbral, que podría alcanzarse mucho mas rápido de lo previsto, el sistema climático podría exasperarse de manera irreversible; ya no se puede excluir un cambio súbito y brutal, que haría subir la temperatura global varios grados, a un nivel insoportable. Frente a esta comprobación, confirmada por los científicos y compartida por millones de ciudadanos del mundo entero conscientes del drama, ¿qué hacen los poderosos, la oligarquía de los multimillonarios que dirige la economía mundial?".
Esta estimación es compartida por el periodista francés Hervé Kempf (1957). Especializado en temas ecológicos, en su libro "Comment les riches détruisent la plannète" (Cómo los ricos destruyen el planeta) afirma categórico: "El sistema mundial que rige actualmente la sociedad humana, el capitalismo, se opone de manera ciega a los cambios que es indispensable esperar si se quiere conservar para la existencia humana su dignidad y su promesa. No podemos obviar, por parte de la oligarquía, un deseo inconsciente -incontenible- de catástrofe, la búsqueda de una apoteosis del consumo que llegaría hasta el consumo del propio planeta Tierra por medio del agotamiento. La violencia constituye el núcleo del proceso que funda la sociedad de consumo: el desgaste de los objetos, el valor creado es mucho más intenso en su violento agotamiento. Para los ricos el único valor de nuestra existencia es que necesitan nuestro voto en cada elección para hacer que sean electos los políticos cuya campaña ellos han financiado. A medida que descendemos en la escala de la riqueza, los filtros de las posibilidades de cada uno van despojando la marea de los frutos del cuerno de la abundancia. Los pobres ya no son los mismos de hace veinte años. Antes se trataba de ancianos que pronto iban a  desaparecer; hoy, los pobres son, ante todo, jóvenes llenos de futuro -sí-, pero en la pobreza. El capitalismo moderno está organizado como una gigantesca sociedad anónima. Es necesario comprender que crisis ecológica y crisis social son las dos caras de un mismo desastre. Una cara es el eco de la otra, ambas se influencian mutuamente, se agravan correlativamente".
También la periodista e investigadora canadiense Naomi Klein (1970) critica el hiperconsumismo propiciado por las marcas, la explotación corporativa de las comunidades golpeadas por el desastre o "la ficción del crecimiento infinito en un planeta finito". Lo hace desde las páginas de su nuevo libro, "This changes everything. Capitalism vs. the climate" (Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima), en el que asegura que "aún hay tiempo de evitar la catástrofe del calentamiento pero no dentro de las reglas del capitalismo tal como están armadas hoy, lo que, sin dudas, es el mejor argumento de todos los tiempos para cambiar dichas reglas". Retomando los argumentos utilizados en "No logo. Taking aim at the brand bullies" (No logo. El poder de las marcas) y "The shock doctrine. The rise of disaster capitalism" (La doctrina de shock. El auge del capitalismo del desastre), sus libros anteriores, Klein insiste en que no se puede prevenir el desastre ecológico que enfrenta la humanidad sin entender esta ideología autómata perpetuada por años. Esa filosofía -el neoliberalismo- promueve un sistema de alto consumo y con hambre de carbón, alienta las megafusiones, los acuerdos comerciales hostiles al medio ambiente y a las leyes laborales, y la hipermovilidad global, lo que permitió que las grandes corporaciones como Exxon, por ejemplo, "hiciera en 2014 más dinero que ninguna compañía en la historia del dinero". Ese poder descomunal aplasta el proceso democrático y les permite a esas empresas tratar a la atmósfera como un "vertedero de basura".


En 1988 el físico y climatólogo estadounidense James Hansen (1941), a la sazón director del Goddard Institute for Space Studies de la NASA, dio un testimonio histórico en el Congreso de Estados Unidos al declarar que la ciencia era 99% inequívoca cuando afirmaba que el mundo se estaba calentando y que se necesitaba actuar en conjunto para reducir emisiones. Este diagnóstico fue hecho en pleno auge de la "revolución conservadora" encabezada por Ronald Reagan (1911-2004) y Margaret Thatcher (1925-2013), una contrarrevolución presuntuosa que dio lugar al neoliberalismo con su culto a las privatizaciones, la globalización y la conversión de las democracias en plutocracias. Basada en tres pilares de hierro (la descentralización del poder del Estado, la globalización financiera y la socialización del déficit público financiado con deuda y no con impuestos progresivos), esa nueva estrategia capitalista fue la que condujo irremediablemente a la crisis global del siglo XXI. En ese sentido y entrelazando la ciencia con la psicología, la geopolítica, la economía, la ética y el activismo para dar forma a la cuestión del clima, Klein expone en su libro la "deriva del capitalismo hacia el monopolio", el "intento de los intereses corporativos de captar y achicar drásticamente la esfera pública" y de "los capitalistas del desastre que usan las crisis para pasar por encima de la democracia". "Todo intento de levantarse contra el desafío del clima no será fructífero a menos que se entienda como parte de una batalla más profunda de miradas del mundo", dice Klein. "Nuestro sistema económico y el planetario están en guerra". Y esto es así, efectivamente.

20 de abril de 2015

Discretos apuntes acerca de la obra de René Descartes (3)

"El pensamiento de Descartes representa una revolución en distintos campos del saber -afirma el historiador catalán Francesc Lluís Cardona (1940) en su introducción al "Discurso del método" publicado en 1998 en España-. Enriqueció las matemáticas, la física, la metafísica, la tecnología y descubrió la geometría analítica. A partir de los famosos ejes cartesianos, desarrollados en la geometría analítica, no solamente une el espacio geométrico a las ecuaciones, sino que pone las bases de la física-matemática, indispensable para el desarrollo de la mecánica newtoniana. Descartes ha sido denominado el padre de la filosofía moderna y en cierto sentido, también podemos decir que es el padre de la psicología moderna, pues sus estudios sobre el alma humana cambiaron completamente la concepción de la psiquis". Su consagrado "pienso, luego existo" implicó, en primer lugar, la constatación de la re­gla metódica de la evidencia intelectual, pero, en segundo lugar y a la vez, sirvió para establecer la naturale­za de la realidad humana como "realidad pensante". El hombre sólo tiene acceso inmediato a los contenidos de su propio pensamiento y, en consecuencia, la evidencia no es una regla convencional para alcanzar la ver­dad sino la única posibilidad de verificación de sus ideas. En efecto, en su filosofía Descartes se centró en el sujeto o mente que conoce, el centro de atención dejó de ser Dios y se desplazó al conocimiento, siendo precisamente la gnoseología la rama de la filosofía que más desarrolló. Ello ocurrió en una época en la que se produjo una ostensible ruptura con las dos fuentes del conocimiento filosófico predominantes hasta entonces: el Corpus Aristotelicum y la Biblia.
Fue también en esa época -el siglo XVII- en la que el modo de producción capitalista se afianzó mediante el resquebrajamiento de las grandes agrupaciones de artesanos, la tendencia del capital estrictamente industrial a emanciparse del capital mercantil y los comienzos de la explotación agraria capitalista con los consiguientes negocios de tipo financiero. Tras el desmoronamiento político y económico del feudalismo, en el ámbito del pensamiento filosófico se llevó a cabo una crítica profunda a las ideas asociadas con ese régimen. El primer paso en esa dirección se había dado durante el Renacimiento cuando, desde un punto de vista basado en el humanismo clásico, intelectuales como Dante Alighieri (1265-1321) o Niccolò Maquiavelo (1469-1527) trataron de introducir un nuevo modelo de hombre y de renovar la teoría política, el primero desde las páginas de su "De Mònarchia" (De Monarquía) y el segundo con su "Il principe" (El príncipe), obras en las que defendieron la autoridad civil sobre la eclesiástica. Esa controversia trajo aparejado un cuestionamiento a la vieja tradición ideológica. Ya no era posible aceptar como apodíctica a la autoridad de los dogmas; ésta debía provenir de la libre observación del sujeto. Ya en el siglo XVI, tras el movimiento de la Reforma, la reivindicación de la individualidad se acentuaría ostensiblemente.
Aquella temática se estructuró con mayor rigor en el siglo XVII y abarcaría la observación directa de la realidad, el desplazamiento de la autoridad tradicional como criterio de verdad y el cuestionamiento del ordenamiento social. Ahora se tomaba como base de sustentación el previo análisis de las estructuras fundamentales del conocimiento humano. El hombre ya no era sólo un animal creyente sino que también, y por sobre todas las cosas, era un animal racional. Surgieron voces como la de Francis Bacon (1561-1626), quien en su "Novum organum scientiarum" (Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza) sentenciaba: "Algunos han intentado basar un sistema de filosofía natural en el libro I del Génesis, en el libro de Job y en otros variados pasajes de las Sagradas Escrituras buscando las cosas muertas entre las vivas. Las cabezas de los hombres han estado preocupadas con religión y teología durante tantos siglos, y los gobiernos, fundamentalmente las monarquías, no se previnieron de esta clase de novedades (las ciencias) aún especulativas puras, hasta tal punto que quienes se dedican a ellas lo hacen con riesgo de perder sus bienes y no reciben recompensa alguna sino que por el contrario, están expuestos al desprecio y al odio".
Descartes, al iniciar su filosofía desde la duda metódica, también puso entre paréntesis no sólo el conocimiento vulgar, sino todo aquel conocimiento que aunque estructurado científicamente, respondía a la cosmovisión filosófica de la época. "Desde mi infancia -escribió en el 'Discurso del método'- fui educado en el estudio de las letras y tenía yo un gran deseo en aprenderlas, pues me aseguraban que con ellas se podía lograr un conocimiento claro y seguro de todo lo que es provechoso para la vida. Pero en cuanto hube finalizado mis estudios, al fin de los cuales se suele ser admitido en el rango de los doctos, mudé completamente de parecer. Pues me acuciaban tantas dudas y errores que me parecía que habiéndome esforzado por instruirme, no había conseguido sino que descubrir cada vez más mi ignorancia". Y agregó más adelante: "En lo que se refiere a las demás ciencias, al tomar sus principios de la filosofía yo juzgaba que, sobre tan débiles fundamentos, no podía haberse construido nada firme".
Educado en el Collège Henri IV de La Flèche, primero, y en la Université de Poitiers, después, entidades educativas en las que se impartía una meticulosa formación escolástica, Descartes conoció en toda su amplitud las consecuencias de una ciencia basada en la silogística aristotélica. El silogismo (del griego syllogismos = razonamiento) creado por Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) es una forma de razonamiento que consta de tres proposiciones de modo que dos de ellas actúan como premisas de las que deriva una tercera que se considera la conclusión de dicho razonamiento. Pero, si las premisas son indemostrables o meros axiomas (la interpretación de las Sagradas Escrituras, por ejemplo), resulta difícil aceptar esta lógica como científica ya que todos los conocimientos científicos deben basarse en la demostración. El silogismo, entonces, fue considerado como una afirmación obvia, vacía, redundante y, como instrumento, inadecuado para el progreso de los conocimientos. Partiendo de esta convicción, tanto desde el empirismo de Bacon como desde el racionalismo de Descartes, se llevó adelante un ataque sistemático a esa estructura privilegiada de la lógica tradicional.
La Europa de entonces se hallaba sumergida en una crisis secular que abarcó distintos ámbitos: el estancamiento de la población, el retroceso de la actividad agraria, dificultades para la industria urbana y para el comercio tradicional. Esto supuso la profundización de la polarización de los sectores económicos y de las clases sociales. Mientras las clases dominantes y los Estados protagonizaron un descomunal asalto a la renta, el resto de las poblaciones padecieron una degradación de las condiciones sociales: endeudamiento, empobrecimiento y alienaciones de tipo económico y jurídico. Y, por supuesto, la brutal guerra de los Treinta Años, una guerra en la que intervinieron la mayoría de las grandes potencias europeas de la época y que produjo la devastación de territorios enteros, hambrunas y enfermedades que diezmaron la población civil, la destrucción de miles de villas y pueblos, además de llevar a la bancarrota a muchas de las potencias implicadas. El historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) caracterizó a este conflicto como "la última fase de la transición del feudalismo al capitalismo".


Dentro de ese clima, muchos de los representantes del pensamiento renovador prefirieron llevar una vida de semi-reclusión, residiendo en comarcas tranquilas, alejados de los peligros de las grandes ciudades, y su producción estuvo signada, más de una vez, por la autocensura. Es el caso de nuestro Descartes, pero también el de Baruch de Spinoza (1632-1677). Otros, en cambio, aquellos que vivían en países donde las luchas políticas eran intensas, pero por lo mismo reflejaban la toma de conciencia de grandes sectores sociales, se entregaron de lleno a la lucha política y pusieron sus ideas al servicio de la nobleza o de la burguesía, tal como lo hicieron Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704). Aquella nueva situación socio-política que comenzó a gestarse en Europa, determinó en muchos aspectos la problemática filosófica al exigir, para su propio desarrollo, el avance ininterrumpido de la razón y la aplicación técnica de los resultados de la ciencia. Esto es, que los intelectuales se abocasen más a las cuestiones de interés científico que a vanas dialécticas acerca del orden divino. Para esa etapa histórica el conocimiento significaba, por sobre todas las cosas, poder y dominio.
Fue en ese contexto que Descartes presentó en el "Discurso del método" sus cuatro reglas "para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias". Así, propuso: "Primero, no admitir nada como verdadero si no supiese con evidencia que lo es; es decir, tratar de evitar en todos los casos la precipitación y la prevención, y no incluir en mis juicios nada más que lo que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna posibilidad de ponerlo en duda. Segundo, dividir cada una de las dificultades en tantas partes como fuera posible para su mejor solución. Tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los más simples y fáciles de conocer para luego ir ascendiendo poco a poco hasta el conocimiento de los más complicados, e inclusive suponer algún orden entre los que no se preceden naturalmente. Y, por último, hacer en todos los casos recuentos tan integrales y revisiones tan generales que llegase a estar seguro de no olvidar nada". Es evidente que, para emprender el proceso deductivo de elaboración de su filosofía, Descartes necesitó un punto firme de partida, una idea clara y distinta que le sirviese de sustento. Para ello prescindió del testimonio de los sentidos y de la ima­ginación descalificándolos como fuentes de certeza, pero confió firmemente en la razón y en su veracidad. Se limitó a someter íntegramente todo su contenido de conciencia a la dura prueba de la duda universal "llevada tan lejos como me fuere posible".
Su aspiración era llegar a una certeza absoluta, a una verdad inconmovible capaz de resistir todos los ataques de los escépticos y que le sirviese como fundamento para edificar toda su filosofía. Pretendía corroborar su certeza asentándola sobre bases firmes. La famosa "duda cartesiana" no era un fin en sí misma, sino un medio para llegar a la verdad y un instrumento para elaborar una filosofía sólidamente construida. Era, también, el medio más eficaz para escudriñar a fondo su conciencia, examinando una por una todas las certezas admitidas por él hasta ese momento y someterlas a una prueba radical y decisiva, a una crítica implacable, que le permitiese eliminar todos los conocimientos en que pudiera hallar la más leve posibilidad de error. Si bien excluyó de su duda las "verdades reveladas", se permitió sin embargo decir en sus "Meditaciones metafísicas": "Pudiera ser que la idea que tenemos de un Dios bueno no fuera más que una fábula, y que estuviéramos a merced de un genio maligno que se entretuviera en engañarnos. Dios permite que nos equivoquemos algunas veces, y pudiera ser que permitiera que nos equivocáramos siempre. Por esto es necesario tomar toda clase de precauciones, y la más eficaz es someter todos nuestros conocimientos al examen de la duda, rechazando implacablemente todos aquellos en que podamos hallar el más leve indicio de inverosimilitud".


Huelga decir que, tanto su persona como su doctrina han sido objeto de las interpretaciones más diversas, lo cual se debe, por una parte, a la aparente claridad y sencillez de su filoso­fía, y por otra, a la polimorfa variedad de consecuencias a que ha dado origen, mu­chas de ellas ajenas por completo a su intención. Para el matemático, físico y filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662), por ejemplo, la pretendida generalidad del método cartesiano era inútil porque no era capaz de adaptarse a los múltiples objetos de estudio que pueden llegar a presentarse. Hacen falta métodos particulares para los problemas específicos, en caso contrario, el método resulta ser tan general que deja de ser método. El autor de los "Pensées" (Pensamientos), reunión de escritos y fragmentos que fueran publicados póstumamente, consideraba que, en la tarea humana, no podía haber en ningún caso métodos plenamente fiables. "Retrocediendo hacia los primeros fundamentos en la cadena de las causas y las razones llegamos necesariamente a términos que no podemos explicitar más, o bien a principios que ya no admiten demostración alguna. Así pues, la certeza absoluta no se halla a nuestro alcance".
Por su parte Adrien Baillet (1649-1706), teólogo y crítico literario francés, primer biógrafo de Descartes, lo presentó como un cristiano sincero vibrante de fe, un apologista que ante todo se proponía defender la religión contra los libertinos. Sin embargo, su ortodoxia y hasta su sinceridad religiosa fueron puestas en litigio por algunos contemporáneos pro­testantes como el teólogo holandés Gijsbert Voet (1589-1676) y católicos como el aristócrata Pierre de Valois (1648-1694). Otros, como los escritores franceses Félicité La Mennais (1782-1854), Jean Baptiste Lacordaire (1802-1861) y Charles de Montalembert (1810-1870), fundadores de la congregación Frères de l'Instruction Chrétienne (Hermanos de la Instrucción Cristiana), llegaron a calificarlo de "Lutero de la filosofía". Más tarde, el filósofo francés Alfred Fouillée (1838-1912) en su biografía de Descartes publicada en 1893, sostuvo que su máxima aspiración "habría sido la tranquilidad. Buscó refugio en Holanda para poder pensar y escribir libremente, sin miedo a correr la suerte de Galileo. Su religiosidad sólo fue aparente. En realidad fue un indiferente en religión, temeroso de las autoridades, a las que engañó con declaraciones hipócritas para que le dejaran vivir en paz".
Pero, más allá de estas disquisiciones motorizadas por ciertos escrúpulos religiosos, más interesantes resultan las apreciaciones de hombres de ciencia como Jean D'Alembert (1717-1783), que lo presentó como el libertador de la razón, el revolucionario intelectual por excelencia y destructor de las tradiciones; Georg W.F. Hegel (1770-1831), para quien fue el padre de la filosofía moderna; Victor Cousin (1792-1867), que lo consideró el creador del racionalismo moderno; o Edmund Husserl (1859-1938), que lo ponderó como precursor del idealismo. Como puede verse, la he­rencia de Descartes es polivalente, y casi todas las actitudes poste­riores son un poco deudoras de su actitud ante la filosofía, la cual sigue siendo un signo de contradicción. Lo cierto es que marcó una huella profunda al establecer principios cuyas consecuencias habrían de ser incalculables y ante las que, se­guramente, él mismo se habría sorprendido. 

19 de abril de 2015

Discretos apuntes acerca de la obra de René Descartes (2)

En 1947 Jean Paul Sartre (1905-1980) escribió en "La liberté cartésienne" (La libertad cartesiana): "Nadie antes de Descartes había puesto el acento sobre la relación del libre albedrío con la negatividad; nadie había mostrado que la libertad no viene del hombre en tanto que ‘es’, como un ser pleno de existencia entre otros en un mundo sin huecos, sino por el contrario en tanto que ‘no es’, como que es finito, limitado". Para el filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650) la libertad -la máxima perfección del ser humano- consistía en la capacidad de elegir entre diversas opciones sin que ello significase indiferencia, dado que ésta conlleva la ignorancia. La libertad consiste en que la voluntad elija aquello que el entendimiento le presenta como verdadero y bueno: "la principal perfección del hombre consiste en tener libre albedrío, que es lo que le hace digno de alabanza o censura". Esto es, en definitiva, el sometimiento de la voluntad al entendimiento.
Es en concordancia con una moral estoica (en el sentido de la ética estrictamente materialista que propone vivir conforme a la naturaleza racional del ser humano) que Descartes definió de este modo a la libertad. Sólo se podrá ser libre si se elije la opción verdadera que dicta el propio entendimiento. Por lo tanto, la libertad es entendida como el sometimiento de la propia voluntad a la razón. Sin embargo, el margen de acción de la voluntad muchas veces supera al del entendimiento, generándose así acciones confusas, erróneas y no libres. En este sentido, cuando el hombre no es libre genera el error, y sólo podrá ser libre si se vincula con la verdad. Las pasiones humanas, los sentimientos y deseos materiales son fuentes del error, pues en ellos la voluntad desea cosas que están más allá del entendimiento, produciéndose un desequilibrio entre entendimiento y voluntad. Descartes pensaba que la libertad es una noción evidente de la cual no hay la menor duda, ya que sin ella no sería posible la elección. Definía la noción de libertad remitiéndose al testimonio de la conciencia; la propia experiencia del hombre bastaba para saberse libre. Es decir, se conoce la libertad por medio de la sola experiencia que de ella se tiene a partir de la conciencia o actividad del pensamiento.
Pero, en la filosofía cartesiana la noción de libertad era sumamente amplia y compleja y fue evolucionando en el transcurso de sus obras. En las "Meditationes de prima philosophia" (Meditaciones metafísicas), de 1641, Descartes concebía la libertad, en un sentido negativo, como ausencia de impedimentos. Desde esta perspectiva, señaló que la voluntad -o la libertad de arbitrio- consistía en que "obramos de manera que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza exterior". En otras palabras, la voluntad da su asentimiento sin estar necesariamente sujeta a una compulsión externa. En su obra "Will, freedom and power" (La voluntad, la libertad y el poder), el filósofo inglés Anthony Kenny (1931), actual Presidente del Royal Institute of Philosophy, define a esta noción de libertad como "libertad de espontaneidad", en el sentido de que el hombre es libre para hacer algo si y sólo si lo hace porque lo quiere.
Descartes reconocía que en el hombre había una libertad de indiferencia negativa. En este contexto, la indiferencia negativa era el grado más bajo de la libertad, es decir, cuando al hombre le da lo mismo hacer una cosa o su contraria, cuando actúa sin ninguna razón. Descartes señalaba que la indiferencia negativa era el resultado de la ignorancia, pues, en la medida en que el hombre conoce lo bueno y lo verdadero,  no puede ser indiferente: "Esta indiferencia que siento, cuando no soy llevado hacia un lado más bien que hacia otro por el peso de alguna razón, es el grado más bajo de la libertad, y más bien manifiesta un defecto en el conocimiento que una perfección en la voluntad, pues si yo conociera siempre claramente lo que es verdadero y lo que es bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debería formar y qué elección hacer; y, de ese modo, yo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente".
Según Descartes era evidente que de "una gran claridad del entendimiento se deriva una fuerte inclinación de la voluntad". Así, por ejemplo, cuando Descartes examinó sus creencias con el fin de encontrar alguna cierta, se percató de que había algo de lo cual no podía dudar, esto es, de que el propio sujeto piensa, pero si el sujeto piensa es porque existe. De esta manera, el filósofo llegó a la conclusión "pienso, luego existo". Para Descartes esta conclusión era verdadera porque "no podía dejar de juzgar que una cosa que concebía tan claramente fuera verdadera, no porque me encontrase forzado por alguna causa exterior, sino solamente porque de una gran claridad que había en mi entendimiento se deriva una gran inclinación de mi voluntad. Y he sido inclinado a creer con tanta libertad cuanto menor fue mi indiferencia". Por lo tanto, la indiferencia era el resultado de la ignorancia, pues, en la medida en que el hombre conocía lo bueno y lo verdadero no podía ser indiferente.


Sin embargo más adelante, en la correspondencia que mantuvo con el sacerdote misionero jesuita Denis Mesland (1615-1672), Descartes pasó de una libertad como "elección entre posibles" a lo que el sacerdote y filósofo español Guillermo Fraile (1909-1970) llamó en su "Historia de la Filosofía" una "libertad esclarecida", donde la elección estaba en función del conocimiento de la verdad o del bien: "Para ser libre, no es requisito necesario que me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elección; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno de ellos tanto más libremente escojo". En aquellas cartas (de 1644 y 1645), Descartes consideraba que había una indiferencia positiva que no estaba determinada por el conocimiento. "En mi parecer -escribió- la indiferencia significa propiamente aquel estado en que se halla la voluntad cuando no la impulsa hacia un lado más que otro ninguna percepción de lo verdadero o de lo bueno, y así la tomé cuando escribí que es el grado ínfimo de libertad con que nos determinamos a las cosas que nos son indiferentes. Pero quizás otros entienden por indiferencia la facultad positiva de determinarse a cualquiera de los dos contrarios, por ejemplo, a perseguir o huir, afirmar o negar. Pero no negué que esta facultad positiva existe en la voluntad. Antes bien, pienso que existe no sólo en relación a aquellos actos a los que no la impulsa hacia una parte más que a otra ninguna razón evidente, sino también en relación a todos los demás; de tal modo que cuando una razón muy evidente nos mueve hacia un lado, aunque, hablando moralmente, apenas podamos dirigirnos hacia el contrario, sin embargo, hablando absolutamente, podemos hacerlo. Pues siempre nos está permitido apartarnos de la persecución de un bien claramente conocido, o admitir una verdad clara únicamente, con tal que pensemos que es bueno atestiguar mediante esto la libertad de nuestro libre arbitrio".
Cuatro años después, en "Les passions de l'âme" (Las pasiones del alma), Descartes finalmente concibe la libertad en un sentido positivo, como completamente autónoma. Esto implicaba que la felicidad dependía exclusivamente del hombre y no requería del concurso divino de Dios. Se trataba de la libertad que poseía el hombre para autodeterminarse y hacer uso de su propia razón. Descartes consideraba entonces que "sólo hay en nosotros una cosa que puede autorizarnos a estimarnos, a saber, el uso de nuestro libre arbitrio y el dominio que tenemos sobre nuestras voliciones; pues sólo por las acciones que dependen de este libre arbitrio podemos ser alabados o censurados". Estas afirmaciones dieron lugar a fuertes controversias de fondo teológico y le causaron no pocos problemas con la Iglesia Católica, particularmente con los jesuitas. A pesar de que los temas fundamentales de su filosofía fueron la afirmación de la existencia de Dios y del espíritu humano y la distinción del alma y el cuerpo, cuestiones todas ellas de la máxima or­todoxia, fue acusado de ateísmo y de pelagianismo, aquella anti­gua teoría declarada herética que se basaba en la voluntad igualmente libre para elegir hacer el bien o el mal. Como corolario, en 1662, doce años después de su muerte, todas sus obras fueron incluidas en el funesto "Index librorum prohibitorum" (Índice de libros prohibidos), el catálogo editado por la Iglesia Católica entre 1564 y 1966 en el que se censuraban todos aquellos libros "perniciosos para la fe".
Ya en 1629 Descartes habría escrito -sin terminarlo- un pequeño tratado de metafísica. Así lo anunció en sus cartas a los científicos Guillaume Gibieuf (1585-1650) el 18 de julio de 1629, y Marin Mersenne (1588-1648), el 27 de febrero de 1637. Pero, al haberse perdido, se desconoce su contenido, aunque puede presumirse que la preocupación meta­física en Descartes fue dominante y muy anterior a la elaboración de las "Meditaciones". Recién se harían patentes en 1637 con la cuarta parte del "Discurso del método", y en 1641, ya definitivamente, con las "Meditaciones metafísicas". No obstante, puede señalarse el año 1628 como punto de partida para ese tipo de reflexiones, originadas en su insatisfacción por los estudios que siguió en el célebre Collège Henri IV de La Flèche. En la biblioteca de aquel colegio jesuita no encontró más que incertidumbre, contradic­ciones y decepciones. Los libros de texto, acordes a la orientación filosófica escolástica que imperaba en la institución, no lograron saciar el ansia de conocimiento que ya entonces atormentaba al joven Descartes y que le acompañaría toda su vida a pesar de su permanen­te sometimiento a los dogmas de la religión.


Con las doctrinas religiosas Descartes se esforzaría en hallar una solución de compromiso que le librase de even­tuales acusaciones de heterodoxia que, en definitiva y a pesar de todo, no pudo evitar: el si­glo XVIII bárbaro, inquisitorial e intolerante se opuso al siglo XVII culto y progresista heredero del Renacimiento e iniciador de la nueva visión científica y triunfó sobre él. Descartes se movió durante toda su vida entre la aceptación de verdades eternas, previas, y la for­mulación estrictamente racional de una duda que le permitiese plantear la realidad haciendo borrón y cuenta nueva. Esta situación habrá ocasionado sin dudas innumerables conflictos y tormentos interiores y es dable deducir que su filosofía, teniendo en cuenta éstas y otras circuns­tancias, no brotó natural y espontáneamente sin tensiones ni dificultades. El caso de Descartes no es sino un ejemplo más del carácter esencial­mente contradictorio de su época.
Lo cierto es que fue un hecho de interés vital el que Descartes, con su proposición "pienso, luego existo", expresase la preponderancia del ser humano y por ello una nueva posición de éste al hacerlo responsable de establecer y evaluar toda certidumbre y toda verdad. Vale recordar, no obstante, aquello que el filósofo alemán Karl Marx (1818-1883), uno de los principales arquitectos de la ciencia social moderna, dijera en sus "Thesen über Feuerbach" (Tesis sobre Feuerbach): "La cuestión de si la verdad objetiva pertenece al pensamiento humano no es una cuestión teórica sino práctica. Es en la práctica donde el hombre debe probar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, lo terrenal de su pensamiento. La disputa sobre la realidad o no realidad del pensamiento aislado de la práctica es una cuestión puramente escolástica". En definitiva, al método analítico cartesiano se le debe el ascenso de la ciencia moderna en el siglo XVII, la Ilustración en el siglo XVIII, la Revolución Industrial en el siglo XIX, las computadoras en el siglo XX y el desciframiento del cerebro en el siglo XXI. Todos estos hitos científicos de la historia son, en mayor o menor medida, logros del cartesianismo.

18 de abril de 2015

Discretos apuntes acerca de la obra de René Descartes (1)

Contadas son las veces en que el hombre se dedicó a la ambiciosa y ardua tarea de unificar todo el ámbito de su saber. Quizás la intención alentó a muchos, pero el esfuerzo y la acción los realizaron muy po­cos. El camino, como en tantas otras cosas, lo abrieron los griegos: el genio sistemático de Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) lo recorrió hasta el final. Sus ideas fueron consideradas por siglos como asertos intelectuales que debían ser incorporados al mundo de los conocimientos definitivamente adqui­ridos. Recién en la época moderna se puso en tela de juicio la verdad de este patrimonio supuestamente insuperable y fue el filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650) quien lo hizo a través de lo que él llamó "la duda metódica", un sistema que tenía como objetivo la fundamentación radical del conocimiento y que consistía en rechazar como inadecuadas todas aquellas creencias en las cuales podía plantearse alguna duda. Descartes se propuso empezar por cosas de plena evidencia -de donde vinculó toda su filosofía en su célebre "pienso, luego existo"- y rechazó el razonamiento silogístico, base del escolasticismo, considerando que no añadía nin­guna verdad al conocimiento.
La originalidad de su sistema no implica que no tenga algunos puntos de contacto más o menos cercanos con pensadores anteriores. Remontándose a los presocráticos Parménides de Elea (515-450 a.C.) y Zenón de Elea (490-430 a.C.) se pueden encontrar algunas coincidencias entre aparentes y curiosas. Pero, aparte del enraizamiento de su teoría con las ideas del idealismo de Platón de Egina (427-347 a.C.) y Agustín de Hipona (354-430), es más significativa su inserción en la trayectoria de los escépticos, que arrancó con el propio Sócrates de Atenas (470-399 a.C.) y se formuló propiamente con Pirrón de Elis (360-270 a.C.) cuando plantearon la no fiabilidad de los datos sensoriales, y la duda y la suspen­sión del juicio como única respuesta posible. En ese sentido, puede decirse que Descartes fue el fundador del racionalismo, el que se formó como resultado de entender de manera unilateral el carácter lógico del conocimiento matemático. Su sistema influyó considerablemente en la filosofía de los siglos XVI y XVII a partir del filósofo humanista y moralista francés Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) y de Marín Mersenne (1588-1648), filósofo y científico francés, amigo y corresponsal de Descartes y una de las grades figuras de la revolución intelectual del siglo XVII. Y lo hizo tanto en el idealismo como en el materialismo, corrientes filosóficas subsiguientes (en cuanto a sus teorías sobre el conocimiento de la conciencia de uno mismo, de las ideas como el principio del ser y del conocer, en el primero; en cuanto a sus ideas sobre el desarrollo de la naturaleza, hostil a la teología, en el segundo).
A lo largo de la historia diversos filósofos han reflexionado sobre la relación entre el conocer y el actuar. Tanto el filósofo alemán Georg W.F. Hegel (1770-1831) en sus "Vorlesungen über die geschichte der Philosophie" (Lecciones sobre la historia de la Filosofía) como luego otros grandes pensadores llamaron a Descartes "padre de la filosofía moderna". "Vivir sin filosofar -diría Descartes- equivale a tener los ojos cerrados sin alentar el deseo de abrirlos; no obstante, el placer de observar todas las cosas que nuestra vista descubre, no es comparable en modo alguno a la satisfacción que genera el conocimiento de lo que la Filosofía descubre; más aún, este estudio es más necesario para reglar nuestras costumbres y nuestra conducta en la vida de lo que lo es el uso de los sentidos para guiar nuestros pasos". En efecto, fue el primero en liberar al pensamiento de los límites de la escolástica tradicional, desarro­llando la filosofía que presidió la revolución cien­tífica del siglo XVII, la filosofía mecanicista que definió la materia como pura extensión, redujo el cambio al movimiento en el espacio y consumó la ruptura absoluta con Aristóteles y el pensamien­to escolástico medieval. Al plantear un dualismo radical de alma o mente y cuerpo o materia en general, sintió la necesidad de proporcionar una explicación de esta última sobre la base de principios puramente mecanicistas.
"El pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí -escribió-. Pienso, luego existo; eso es cierto, pero, ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando. Así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa. Y, ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina y que siente". Con esa convicción, desde muy joven alentó en Descartes el ideal de una ciencia universal, un ideal que no abandonaría nunca. Lo mostró en toda su obra, desde la juvenil "Musicae compendium" (Tratado de música) hasta "Meditationes de prima philosophia" (Meditaciones metafísicas), pasando por "Regulae ad directionem ingenii" (Reglas para la dirección del espíritu), "Principia philosophiae" (Principios de la filosofía), "Les passions de l'âme" (Las pasiones del alma), "Traité du monde et de la lumière" (Tratado del mundo y de la luz) o el célebre "Discours de la méthode" (Discurso del método). Y, desde luego, en su correspondencia, siempre ilustrativa acerca de los problemas que le preocupaban.
Su poderosa inteli­gencia y su sed de conocimiento lo llevaron a combinar la introspección y la meditación solitaria durante sus períodos de aislamiento -sobre todo en los largos años de su estancia holandesa- con la expe­riencia del mundo exterior en sus numerosos via­jes que lo llevaron a recorrer desde París y Copenhague hasta Roma y Venecia, pasando por Utrecht, Praga, Neuburg, Leiden y otras muchas ciudades europeas durante sus pe­ríodos de inquietud. En aras de inventar una "ciencia admira­ble" destinada a unificar todos los conocimien­tos, se propuso llevar a la filosofía por cauces más ricos y fecundos y aproximarla a la labor de Niccolo Fontana Tartaglia (1499-1557), Girolamo Cardano (1501-1576), Miguel Servet (1511-1553), Andreas Vesalio (1514-1564), François Viète (1540-1603), Tycho Brahe (1546-1601), John Neper (1550-1617), Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630) o Willebrord Snellius (1580-1626), científicos todos ellos que venían transformando la física, la astrono­mía, la medicina, las matemáti­cas, y que hicieron con su obra que la revolución car­tesiana no fuese un hecho aislado.


En la formación científica de Descartes mucho tuvo que ver su encuentro y amistad con Isaac Beeckman (1588-1637), un científico holandés especialista en matemáticas y física, muy informado y de sedimentados conocimientos, ocho años ma­yor que el joven soldado francés de paso por Holanda, quien influyó notoriamente en él para la búsqueda e invención de un método único que permitiese constituir una ciencia universal. A Beeckman fueron dirigidas sus primeras obras y las cartas de mayor interés científico, y por él se habría sentido inclinado Descartes a ver en las matemáticas el paradigma de su método. Mientras Europa se desangraba por la Guerra de los Treinta Años, el gran conflicto político-reli­gioso de la época, Descartes llevó una especie de vida militar durante los primeros meses del conflicto, pero no participó en ningún aconteci­miento bélico. Al parecer, su papel fue el de un mero espectador más ocupado en su pro­pia vida interior y en sentar las primeras bases de su filosofía, reveladas según sus propias palabras por "sueños maravillosos". El hallazgo se produjo en la noche del 10 de noviembre de 1619. Así lo confiesa su autor en una página de sus "Olympicae" (Olímpicas), textos publicados en 1691. Más que el método mismo, lo descubierto habría sido su alcance universal. Es decir, el encadenamiento forzoso de todas las verdades dentro de la unidad del saber, lo que posibilitaría el uso de un método de estilo matemático.
Las premisas fundamentales de ese método, así como la con­cepción de la ciencia universal perseguida, fueron claramente expuestas por Descartes en sus famosas "Reglas para la dirección del espíritu". Escritas hacia 1628, durante su estadía de dos años en Pa­rís, quedaron sin terminar e inéditas hasta 1684, fecha en que se publicaron en flamenco, y 1701 en que recién aparecieron en latín, su idioma original. Las "Reglas..." constituyeron no sólo la primera gran obra filosófica de Descartes sino también la expresión madura de sus conocimientos científicos, sobre todo matemáticos. De ellas se puede extraer su concepto de ciencia, cuya primera nota es la universalidad. Todas las ciencias -dice en la "Regla primera"- no son más que el conjunto de la sabiduría humana, sabiduría universal siempre una e idéntica cualesquiera fueran sus objetos.
Lo que entendía Descartes por esta sabiduría universal lo aclaró en un texto posterior: la carta al abate Claude Picot (1614-1668), traductor de los "Principios...", que sirvió de prefacio a la edición francesa de 1647 de esa obra. Allí habló también de la sabiduría como el más perfecto conocimiento de todas las cosas que el hombre pueda poseer, agregando -aristotélicamente- que era el proveniente de las primeras causas, o sea de los principios, y que estos principios debían reunir las condiciones -ahora si, cartesianamente- de ser tan claros y evidentes que el espíritu humano no pudiese du­dar de su verdad y ser verdaderos principios universales, es decir, puntos de partida de todos los conocimientos posibles. Esta búsqueda de las primeras causas y verdaderos principios, claros y evidentes, fundamentos de todo conocimiento, debía ser la tarea de los filósofos. La filosofía era esta sabiduría universal, un árbol cuyas raíces la formaban la metafísica, el tronco la física y el follaje las restantes ciencias agrupadas en tres ramas: la medicina, la mecánica y la moral. Como se advierte, para Descartes la filosofía como ciencia universal, desempeñaba el papel de ciencia primera, fundamentadora de todas las restantes.
A las características mencionadas añadió, en la misma "Regla primera", la conexión sistemática. La filosofía, como ciencia universal, debía establecer la unidad o encadenamiento de los diversos conocimientos. Todas las ciencias debían constituir un sistema único, una conexión universal de verdades, en donde cada verdad descubierta sirviese de principio para la deducción de las demás. Por eso resultaba de suma importancia el hallazgo de una verdad fundamental que permitiera el descubrimiento de todo el sistema científi­co, así como también la invención de un método que posibilitase la deducción ordenada y rigurosa de todas las verdades. Y una mayor gravitación adquirió la cuestión del método cuando se advirtió -tal como luego sucedió efectivamente- que él por si solo podía conducir al encuentro de esa primera ver­dad.


En la "Regla segunda" completó el concepto con una nota más: la ciencia como conocimiento cierto y evidente, y como entendimiento de aquellas cosas que pudiesen ser perfectamente conocidas, de modo tal que tornase imposible toda duda. Esto es, la necesidad íntimamente ligada -como siempre en Descartes- a la evidencia. Pero en la misma "Re­gla" hay algo más: el paradigma matemático que se refiere más que nada al método. Porque, de todas las cien­cias ya constituidas, sólo la aritmética y la geometría podían observar la condición de la certeza y la evidencia, vale decir de la necesidad. Ambas serían para Descartes las más ciencias de todas las ciencias y su certeza debía ser el ejemplo que tenía que seguir todo otro tipo de conocimiento. La ciencia universal, en conclusión, tendría que poseer aquellos caracteres que eran propios de las matemáticas.
Pero, ¿que eran las matemáticas para Descartes? En la "Regla cuarta" se hacía precisamente esta pregunta, así como por qué la astrono­mía y la música, la óptica y la mecánica y muchas otras ciencias eran con­sideradas como formando parte de ella. La respuesta que encontró era que todas las ciencias que se referían al orden y la medida eran matemáticas, cualesquiera fuesen sus objetos. En consecuencia,  debería haber una ciencia general del orden y la medida, abstrac­ción hecha de los objetos particulares a que ellas se aplicasen. Esa ciencia era la matemática universal. Y, lo más importante, en tanto todos los problemas humanos podían prácticamente ser abordados por el la­do del orden y la medida, esa matemática universal podía constituir el método único e instrumento legal de una ciencia universal.
Este fue el verdadero uso de las matemáticas que Descartes creyó haber hallado. Por eso es que en la primera parte del "Discurso del método", refiriéndose a su temprana afición por las matemáticas, diría que gustaba de ellas por su certeza y evidencia, pero que aún no había advertido cuál era su verdadero uso. Y en la ya citada carta a Picot, luego de destacar la importancia del méto­do, propuso una nueva lógica en reemplazo de la lógica escolástica, una lógica fecunda,  descubridora, inspirada en las matemáticas y en su procedimiento básico fundado en el orden y en la medida. En esa línea, en 1631 aplicó la formulación algebraica a problemas geométri­cos (un concepto básico de la moderna geometría analítica) y formuló en óptica la ley de la re­fracción. Esta fue la perspectiva cartesiana del ideal de ciencia universal y del método que le convenía. Ella corresponde a su primera formación y preocupación, que fueron, al parecer, ambas científicas. Esto se vería reflejado en los tres pequeños opúsculos que publicó en 1637: "Dioptrique" (Dióptica), "Météores" (Meteoros) y "Géométrie" (Geometría).