8 de marzo de 2015

El cerebro, ese obscuro objeto de las neurociencias (7). Amenaza

En 1870, los neurólogos alemanes Eduard Hitzig (1839-1907) y Gustav Fritsch (1837-1927) demostraron que la conducta de los hombres podría ser manipulada por medio de la estimulación eléctrica; sin embargo, ese hallazgo pasó inadvertido en su momento. El cerebro era considerado tabú y nadie más se atrevió a escudriñarlo en muchos años, hasta que, en 1924, el fisiólogo suizo Walter R. Hess (1881-1973), padre de las implantaciones cerebrales, descu­brió la importancia del hipotálamo, regulador del sistema autónomo, los apetitos, el equili­brio químico, el sueño y la vigilia, la tempera­tura y las emociones. Sus experimentos revela­ron que la conducta era susceptible de modifica­ción con sólo desplazarlo apenas un milímetro respecto a su posición original mediante una estimulación eléctrica. Mientras tanto Hans Berger (1873-1941) descubría, en el mismo año, las ondas cerebrales. El psiquiatra y neurólogo alemán detectó señales eléctricas emitidas por el cerebro e, instalando sobre el cuero cabelludo de un paciente electrodos de aguja conectados a un galvanómetro de cuerda con un espejo en el que se reflejaba luz (que a su vez permitía la exposición en papel fotográfico de bromuro de plata), realizó el primer electroencefalograma de la historia. Sus investigaciones acerca de la actividad cerebral las plasmó en 1929 en la obra titulada “Das elektrenkephalogramm des menschen” (Sobre el electroencefalograma humano), que constituye la primera descripción del EEG. A partir de ese momento, los encefalogramas contribuyeron al diagnóstico de lesiones, tumores y diversas anomalías cerebra­les. Poco a poco, los científicos averiguaron que los diez millones de células cerebrales hablaban día y noche su propio lenguaje; sólo había que descifrarlo.
Diez años más tarde, el fisiólogo inglés Edgar Douglas Adrian (1889-1977) confirmó los descubrimientos de Berger y los amplió en su obra “The mechanism of nervous action” (El mecanismo de la acción nerviosa). Más tarde, a principio de los años ‘50, un grupo de investigadores de la universidad de Yale profundizó el estudio de la estimulación eléctrica y descu­brió que, aplicada en zonas cerebrales específicas, provocaba miedo o dolor, en tanto que el psicólogo estadounidense James Olds (1922-1976) de la universidad McGill de Montreal, reveló que también era capaz de producir placer artificial, conclusión que volcó en su “Pleasure center in the brain” (Centro de placer en el cerebro) en 1953. El progreso de los experimentos a través de la estimulación eléctrica y el advenimiento de una amplia variedad de drogas erradicaron, casi en su totalidad, la práctica de la lobotomía frontal que en 1935 había realizado por primera vez António Egas Moniz (1874-1955), el psiquiatra y neurocirujano portugués creador, por otra parte, de la angiografía, una técnica radiológica cuya función es el estudio de los vasos circulatorios. Durante poco más de veinte años los lóbulos frontales de miles de pacientes con trastornos psíquicos fueron mutilados, par­cial o totalmente, para poder manipularlos sin grandes com­plicaciones. Los enfermos sometidos a esta ope­ración perdían la voluntad y la sensibilidad, así como toda capacidad de imaginar, planificar y programar.
Por entonces, también, los fisiólogos estadounidenses Joseph Erlanger (1874-1965) y Herbert Spencer Gasser (1888-1963) estudiaron los impulsos eléctricos transmitidos por fibras y diseñaron aparatos electrónicos que combinaban amplificadores y osciloscopios de rayos catódicos, lo que les permitió visualizar las señales o impulsos nerviosos transmitidos por fibras nerviosas individuales, que luego eran amplificados en una pantalla fluorescente. De esa manera demostraron que cada grupo de fibras nerviosas presenta una intensidad, una duración y una velocidad de conductividad diferentes, especialmente en función del grosor de la fibra, y ello permitió avanzar en el conocimiento de los mecanismos de transmisión de impulsos como los del dolor, el frío o el calor.


Unos años más tarde, gracias al físico ruso Vladislav Ivanov (1936-2007), primero, y al químico estadounidense Paul Lauterbur (1929-2007) y el físico británico Peter Mansfield (1933) después, se descubrieron las enormes ventajas de la resonancia magnética nuclear y su aplicación en la obtención de imágenes médicas. A partir de ello puede afirmarse que los métodos de diagnóstico han experimentado un impresionante avance. Esta técnica ha permitido detectar los cambios en la distribución del flujo sanguíneo cuando un individuo desarrolla determinadas tareas sensoriales o motoras, o en distintos paradigmas cognitivos, emocionales y de motivación. Junto a la tomografía axial computarizada, que utiliza radiación X para obtener cortes o secciones de objetos anatómicos con fines diagnósticos, ha sido la causante de que la investigación en neuroimágenes sea una de las pioneras en el estudio del sistema nervioso. El extraordinario progreso de estas técnicas, que proporcionan una gran cantidad de datos sobre las funciones cerebrales, ha provocado el convencimiento de que se está muy cerca de desentrañar el misterio de la organización del pensamiento humano y, en general, de todas las llamadas funciones superiores del hombre.
A pesar de que los estudiosos del cerebro dis­crepan entre sí con mucha frecuencia, las investigaciones están encaminadas a des­cubrir cómo aprende y cómo recuerda el ser humano; cómo podrían cambiarse sus estados de ánimo, sus aptitudes y su conducta; cómo po­dría combatirse la ceguera, la parálisis, el cán­cer, la epilepsia y las enfermedades mentales de to­do tipo; cómo mejorar la memoria y la capaci­dad de aprendizaje; como lograr seres emocionalmente estables; en fin, cómo podría utilizar el hombre su cerebro con mayor eficacia desa­rrollando sus facultades más allá de lo habitual. Para descubrirlo, algunos científicos se han dedicado a interpretar las ondas cerebrales; otros han optado por la cirugía y unos más se han volcado a experimentar con drogas; todos con­vencidos de que algún día no lejano, la intimi­dad más preciada del hombre, su cerebro, que­dará expuesta a la luz pública. Cuando esto finalmente su­ceda, el ser humano será dueño de un inmenso poder y, paradójicamente, estará más indefen­so que nunca, algo que, paulatinamente, ya está comenzando a notarse.
En efecto, este asalto de la ciencia a lo que parecía el inaccesible reducto del espíritu humano comenzó rápidamente a tener efectos prácticos por lo menos indeseables. Analizando los abundantes estudios neuropsicológicos que se están realizando en la actualidad, comienza a parecer posible el proyecto de manipular la conducta humana mediante la activación y desactivación artificial de determinados centros cerebrales y de sistemas de conexiones que rigen el funcionamiento unitario del sistema nervioso, no ya mediante un sistema químico sino mediante uno físico. De este modo, las manipulaciones encaminadas a obtener modificaciones en la conducta personal o colectiva podrían invadir el mundo de la educación, el derecho o la política, por citar sólo algunos ámbitos primordiales de la actividad humana. Los evidentes riesgos que entrañan estas posibilidades suscitan la necesidad de tener en cuenta la ética a la hora de enmarcar las investigaciones y las posibles intervenciones en el cerebro del hombre, algo que, a la luz de las circunstancias actuales, resulta altamente improbable.
Es indudable que la invasión del cerebro, ya sea con electrodos implantados u operaciones quirúrgicas, es uno de los mayores peligros a los que se enfrenta la identidad del individuo. Por una parte, la psicocirugía requiere de especialistas muy eficientes y bien entrenados, ade­más de que debe ser controlada por un aparato legal, pues la garantía de la conciencia del mé­dico no es suficiente. Por otra parte, la implan­tación de electrodos exige de técnicas e instru­mentos cada vez más precisos. El cerebro es un órgano complejo y vulnerable, todo lo que se piensa y lo que se hace queda impreso para siempre en él; no respetarlo es atentar contra la esencia de la especie humana. Sin embargo, parecería que hay intereses mucho más poderosos en juego. Interceptar, alterar o reformar la conducta de una persona, conocer la intimidad de la mis­ma y ejercer una poderosa influencia sobre su mente, es una posibilidad atrayente para muchos científicos del mundo desarrollado, y ni que decir de los militares de Estados Unidos, la mayor potencia mundial, y sus aliados estratégicos.


En un informe de 2012 de la Royal Society titulado "Neuroscience, conflict and security” (Neurociencia, conflicto y seguridad), la prestigiosa sociedad científica británica alertó sobre los avances en el campo de las neurociencias que eventualmente podrían tener usos militares y pidió cautela a los gobiernos a la hora de poner en práctica estos descubrimientos. “La neurociencia es un campo que avanza rápidamente y es probable que aporte beneficios significativos a la sociedad, particularmente en el tratamiento de deterioros neurológicos, enfermedades y condiciones psiquiátricas. Sin embargo, este nuevo conocimiento sugiere un número de potenciales aplicaciones militares”, apuntaron los científicos. Es que la idea de controlar el mundo con la neurociencia es tentadora. La militarización de las neurociencias, tal como afirma el el bioeticista estadounidense Jonathan D. Moreno (1952) en “Mind wars. Brain research and national defense” (Guerras de la mente. Investigación cerebral y defensa nacional), “no sólo está socavando el derecho a la libertad, la autonomía y la privacidad, sino que, además, el sistema legal vigente no está capacitado para abordar los avances y las amenazas emergentes de la ‘libertad cognitiva’ ante el siempre alerta estado imperialista estadounidense que no cesa de buscar nuevos medios para conseguir la conformidad y control de los individuos, a la vez que intenta que las ciencias biológicas se conviertan en una cuestión prioritaria con la excusa de la ‘seguridad nacional’”. Por su parte, el Center for Cognitive Liberty & Ethics (Centro de Libertad Cognitiva y Ética), una institución integrada por juristas y neurocientíficos para "ampliar la protección de la esfera privada al área mental" ha advertido hace un tiempo que en la actualidad, “en un momento en el que se están desarrollando nuevos fármacos y nuevas tecnologías con objeto de aumentar, controlar y manipular los procesos mentales, es más importante que nunca asegurar que nuestro sistema legal reconozca y proteja la libertad cognitiva como un derecho fundamental”.
La explotación de las neurociencias por parte de la Defense Advanced Research Projects Agency (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa) DARPA plantea cuestiones profundamente inquietantes acerca de cómo Estados Unidos podría utilizar esas aplicaciones para conseguir a cualquier costo el dominio global. Un artículo reciente aparecido en la revista “Military Geospatial Technology” firmado por el antropólogo británico Hugh Gusterson (1959) revela esas preocupaciones: “Los científicos individuales se dirán a sí mismos que si ellos no hacen la investigación, otro la realizará. La financiación de las investigaciones estará férreamente dominada por las subvenciones del ejército, lo que hará que algunos científicos tengan que elegir entre aceptar esa financiación militar o ceder el campo de investigación que han elegido. Y el muy real potencial doble uso de esas nuevas tecnologías (el mismo implante cerebral puede crear un soldado-robot o rehabilitar a un enfermo de Parkinson) permitirá que los científicos se digan a sí mismos que ‘realmente’ están trabajando en las tecnologías de la salud para hacer bien a la humanidad y que, simplemente, la financiación procede del Pentágono”.
Evidentemente la inserción de las neurociencias en el pensamiento y la investigación para el gobierno de los Estados Unidos es una prioridad estratégica. La actual administración ha reconocido la importancia de invertir en ellas creando el proyecto llamado BRAIN, siglas de Brain Research through Advancing Innovative Neurotechnologies (Investigación Cerebral a través de Neurotecnologías Innovadoras de Avanzada). El proyecto está a cargo de la antes citada DARPA, una entidad que no se siente precisamente muy perturbada por consideraciones de carácter ético a la hora de explotar los avances de las neurociencias, las computadoras y la robótica en su intento de construir el “guerrero perfecto”. Su proyecto comprende básicamente dos aspectos: hacer más eficiente las fuerzas propias y/o lograr la degradación del enemigo. En ese sentido, y tal como la misma DARPA informa, se está trabajando en diversos programas que incluyen, entre otros elementos, el desarrollo de tecnologías para atenuar la capacidad sensorial o la sobrecarga cognitiva de un soldado y restaurar la eficiencia operativa a través de circuitos de retroalimentación sensorial; la elaboración de nuevos fármacos que le permitan mantener su rendimiento físico y cognitivo al más alto nivel a pesar del exigente entorno de un combate, inhibiéndole la necesidad de comer y dormir y  reprimirle el temor o las inhibiciones psicológicas que le impidan matar; la inserción de chips cerebrales cargados con enormes cantidades de información que le permitan bloquear rápida y eficazmente los objetivos enemigos.
A esto se le suma la creación de armas de pulso supuestamente no letales y otros interruptores neuronales como herramientas de control de disturbios, armas neuronales utilizadas por agentes biológicos para estimular la liberación de toxinas neuronales, cascos de retroalimentación cognitiva que proporcionan a los comandantes o a sus representantes médicos la capacidad para examinar remotamente el estado mental individual de los soldados, y tecnologías de Resonancia Magnética Nuclear funcional para utilizar en los aeropuertos como herramientas de interrogatorio o investigación de antecedentes de supuestos terroristas. Por otra parte, la DARPA también propone que “las armas no letales deben ser probadas en la población civil de Estados Unidos antes de ser utilizadas en el campo de batalla. “El objetivo es, básicamente, las relaciones públicas ya que el uso doméstico haría más fácil el evitar las preguntas de otros acerca de las posibles consideraciones de seguridad”.


Como puede advertirse, toda la investigación que dirige la DARPA, la importancia de lo militar se superpone a cualquier otra consideración. Bajo el concepto de “neurociencia operativa”, la Agencia diseña programas que “están ayudando a que la neurociencia se transforme de disciplina de laboratorio en una disciplina que hace investigaciones avanzadas con objeto de ofrecer importantes capacidades revolucionarias a nuestros guerreros”. Así, por “razones de estado”, se transforma la investigación médico biológica en un artilugio que sirve para el desarrollo armamentístico. En suma, el objetivo es explotar la neurociencia y la robótica en busca de nuevas y cada vez más insidiosas aplicaciones que sirvan para “mejorar” las capacidades humanas sin importar que se invada la privacidad y se infrinja la independencia del pensamiento de las personas.
Las grandes universidades de Estados Unidos, en las que se lleva a cabo la mayor parte de la investigación básica, in­fluyeron enormemente en el apoyo que el Departa­mento de Defensa de ese país prestó a la neurociencia. Aunque dichas universidades apenas si pueden influir directamente sobre la política de Defensa, en cambio controla­n la clase y la calidad de investigación realizada en sus claustros. Legalmente, las universidades son responsables de la investigación realizada en sus claustros para el Departamento de Defensa. El contrato se establece entre el gobierno y la Universidad, aunque en la práctica casi todas las negociaciones las maneja el científico cuyo nombre aparece en el contrato como "investigador principal". El sistema funciona particularmente bien en la Universidad de Harvard y, principalmente, en el Lincoln Laboratory del MIT (Massachusetts Institute of Technology), que opera para los tres servicios de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos.
La filósofa sueca Kathinka Evers (1960), investigadora principal en el Centro de Etica y Bioética de la Universidad de Uppsala y que ha trabajado también en el departamento de Filosofía y Derechos Humanos de la Universidad de Essex, se interroga en su ensayo “Neuroéthique. Quand la matière s’éveille” (Neuroética. Cuando la materia se despierta) sobre la conciencia y el origen de los valores que rigen al hombre. Evers señala que, tras siglos de la corriente dual mente/cerebro, la evolución de la neurociencia y la neurobiología ha alterado el concepto que se tiene de la conciencia -en un recorrido donde la idea del alma ha quedado circunscrita al ámbito religioso- y también de lo que significa "ser humano". "Es un concepto singular -dice-. Ser humano puede significar muchísimas cosas. Hay personas que identifican la humanidad con el libre albedrío, otros con la razón”. Para Evers, en la neuroética han de regir los mismos mandamientos que en otras disciplinas: "honestidad, apertura y respeto", pero además, subraya, ha de tener un propósito político: evitar que las teorías de la neurociencia sean utilizadas de forma espuria, "secuestradas" por una ideología concreta, progresista o conservadora, como, por ejemplo, hicieron los nazis con la genética. También muestra sus dudas ante la idea de buscar a un "superhombre" interviniendo en el cerebro. "Soy escéptica ante estos proyectos de mejora del ser humano porque históricamente siempre han salido mal. No hay que pensar en términos de elitismo sino en el de bienestar, en entender cómo funciona el órgano para las emociones y el pensamiento para aprender a construir la sociedad".
A principios de los años ‘70, la fic­ción especulativa abría extrañas vías a la ciencia ficción. Sus autores aprendían los medios de mantener la ilusión infernal de nuestra supervivencia identificando y aislando nuestras pulsiones mortíferas para trascenderlas. Aunque todo esto parezca una historia de ciencia ficción, lo cierto es que está sucediendo hoy. El uso (y abuso) de las neurociencias con fines militaristas parece una historia de ciencia ficción, pero no lo es. Se presenta oscuramente como la última muralla contra el infierno mo­derno, el que los hombres se construyen con vio­lencia gracias al progreso ideológico, so­ciológico, científico y tecnológico. Porque ese “infierno” también es la proyección de nues­tras pulsiones mentales en la realidad para transformarla. Los teólogos de antaño discutían para saber si el infierno había sido creado por Dios o por el Diablo. Es una pena que no sigan vivos para obtener la respuesta a su pre­gunta. El infierno lo ha creado el hombre y está al alcance de nuestras manos, ahí, a la vuelta de la esquina.