27 de diciembre de 2015

Marcel Proust. De la memoria involuntaria a los celos como estilo literario (2)

Proust consideraba que el amor era una invención del que ama, una construcción mental del amante que inventa al amado. Este no sería más que el resultado de una proyección, de un paradigma que habita antes en el espíritu del amante, una abstracción que se materializa en un ser concreto, en un cuerpo preciso, único. Esa invención nacía del deseo de amar, pero ese amor que ofrecía placer, felicidad, exaltación, también podía producir un sufrimiento real, doloroso. Así, el amor según Proust era una paradoja consistente en la búsqueda desesperada de algo que era por definición imposible. El deseo de poseer a otro era una quimera que sólo llevaba a la esclavitud mutua, a los celos y a la mentira. "Los celos son también un demonio que es imposible exorcizar y regresan siempre para encarnarse en una nueva forma -escribió Proust-. Si se ama, se sufre; el deseo engendra la tortura de los celos. Existe la solución: el desamor, que ha de llegar tarde o temprano. Porque el amor es perecedero".
Para Proust, la tarea del artista consistía en desenterrar de la memoria inconsciente las realidades que las vicisitudes de la vida social muchas veces no permiten ver. Pensaba que la novela era el medio adecuado para reconstruir una vida por medio de la memoria, del recuerdo. Al respecto, el filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995) decía en "Proust et les signes" (Proust y los signos) que "la memoria del celoso quiere retenerlo todo, ya que el menor detalle puede aparecer como un signo o un síntoma de mentira; quiere almacenarlo todo para que la inteligencia disponga de la materia necesaria para sus futuras interpretaciones. En la memoria del celoso existe algo sublime: se enfrenta a sus propios límites y, tendida hacia el futuro, se esfuerza por superarlos. Sin embargo llega demasiado tarde, ya que no ha sabido distinguir al momento la frase que debía retener, o el gesto cuyo sentido todavía desconocía".
"Le mando un beso tierno, a usted y a sus hermanas, sal­vo a aquella cuyo marido es celoso. Yo, que ya no lo soy pero que lo fui, respeto a los celosos y no quiero causarle ni la sombra de una molestia o hacerle sospechar una pena". Estando en Mont-Doré con su madre en el verano de 1896, Marcel Proust concluye de esta manera una carta diri­gida a su querido Reynaldo Hahn (1874-1947), un compositor, cantante, pianista, director de orquesta y 
crítico musical venezolano nacionalizado francés, al que ama apasionadamente desde su encuentro dos años antes en el salón de la pintora y acuarelista francesa Madeleine Lemaire (1845-1928) ubicado en el castillo de Réveillon, a unos 80 km. al norte de París. La afirmación de que ya no era celoso suena increíble porque Proust era un profesional de los celos. Para él, amar era, en princi­pio, estar celoso, dudar y desconfiar. Cuando Proust confiaba en el otro, es por­que ya no le interesaba. Solamente la sos­pecha es pasional. Por ende, los celos no eran en él un simple síntoma del amor o su consecuencia patológica sino su na­turaleza misma, por más negra y envene­nada que sea.


"Si no tuviéramos rivales -escribió en 'El tiempo recobrado'- el placer no se transformaría en amor. Para nuestro bien basta con esa vida ilu­soria que nuestra sospecha y nuestros celos le dan a rivales inexistentes". Es cierto que en esta larga carta de fines de agosto de 1896, Proust pareció arrepentirse de sus artimañas preceden­tes y hacer penitencia. Prometió que ya no hostigaría a Hahn con sus incesantes preguntas, insidiosas y sospecho­sas, que ya no lo acosaría con sus innumerables interrogaciones, malévolas y calumniosas por indiscretas y desconfia­das. De allí en adelante, sólo sería dulzu­ra y benevolencia: "Nunca encontrará un confesor más tierno, más comprensi­vo (desgraciadamente) y menos humi­llante, ya que, como usted no le pidió el silencio y él le pidió la confesión, sería más bien su corazón el confesionario y el pecador, por ser tan débil, más débil que usted. No tiene importancia y perdón por haber aumentado por egoísmo los dolores de la vida". De paso, por supuesto, Proust le reco­mendaba a Hahn que no temiera ha­berle causado dolor. "Sería demasia­do natural", especificó cruelmente con el fin de culpabilizar a su corres­ponsal en el momento mismo en que parecía absolverlo y declararlo ino­cente, conforme con esa maquiavéli­ca y perversa inversión de la que hizo uso y abuso en todas sus cartas.
Pero si a pesar de eso Proust se sintió obligado a dar marcha atrás es porque había estado lejos, dema­siado lejos, de Reynaldo Hahn, quien, para su desgracia, le había jurado solemnemente unos días antes contarle todo. Debería haber sabido que nunca deben hacerse esas promesas a un celoso porque éste aprovechará la imprudencia. El enamorado se transforma inmediatamente en el peor de los inquisidores, arrogante y cínico. Multiplica los interrogatorios y las investi­gaciones. Porque él mismo es tan des­confiado y tan astuto, tan amigo de los misterios y tan mentiroso para ob­tener sus indispensables informacio­nes, que no puede imaginar a su aman­te de otra manera sino como un infame disimulador al que hay que engañar y desenmascarar. En toda confesión ve una mentira. El mínimo secreto es una traición. Una aparente sinceri­dad le parece ser la forma más retor­cida de la hipocresía. Y todas las pre­sunciones de inocencia aumentarán las prevenciones.


El celoso siempre quiere saber más, pero no tardará en lamentarse por sus dudas precedentes. Hubiera sido mejor para él "ignorar todo para no tener el deseo de saber más". En efec­to, cuanto más sabe, más aumentan sus conocimientos de nuevos alimentos para sus celos, que se desarrollan y se extienden, se inflan y crecen a simple vis­ta, se reconfortan con lo que tendría que calmarlos y tranquilizarlos, hasta hacerse independientes, autónomos, y autogenerarse en circuito cerrado. Tiránico e implacable, el celoso pone al otro en la cuestión para conocer todo de su vida, de su pasado, de sus anti­guas relaciones. Porque sus celos son retrospectivos y, por ende, abismales, in­finitos. Intentando colmar las lagunas de la vida del otro, actual y sobre todo pasada, el celoso espía un rostro, rela­ciona nombres, reconstituye una escena, descifra por transparencia una carta, comprueba hechos, releva coinciden­cias, vigila, investiga, espía.
Desde mediados de julio, Reynaldo Hahn, sin duda cansado y enloquecido por la monstruosa dimensión que toma­ba esta inquisición sistemática, se había retractado y declaró que no diría nada; Proust no dejó de reprocharle de mal humor ese perjurio: "Desde el 20 de ju­nio, mi esperanza, mi consuelo, mi apo­yo, mi vida es que usted me diga todo. Casi nunca le hablo de eso para no cau­sarle daño, pero para no causármelo a mí pienso en eso casi todo el tiempo. Tam­bién me dijo la única cosa que para mí es 'hiriente'. Preferiría mil injurias". En re­sumen, el celoso (Proust) era más infeliz que el ce­lado (Hahn) porque era una víctima, un enfermo crónico. Evidentemente en Proust, esa enfermedad -sumada a la que padecía desde niño- siempre constituyó una estra­tegia de avasallamiento. No habría nada más absurdo que querer curarse, porque sería renunciar tontamente al más eficaz de los instrumentos de poder. Enfermo al que no se puede respon­sabilizar por su mal, el celo­so tiene todos los derechos, en particular el de hacer toda una historia por nada. Un pequeño detalle que no está claro basta para que el celoso imagine una intriga amorosa, bosqueje mil hipótesis de mala conducta e infidelidad. De hecho, fue suficiente que a fines de julio, poco después de haber enviado esa carta, Hahn decidiese no volver con Proust después de una velada musi­cal para que inmediatamente éste se sin­tiera obligado a no "dejarlo cometer actos tan estúpidos, tan crueles y tan cobardes sin tratar de despertar su conciencia".
"Esa noche usted me decía -agrega Proust ya muy decidido a ensañarse- que algún día me arre­pentiría de lo que le había pedido. Lejos estoy de decirle lo mismo. No deseo que usted se arrepienta de nada, porque no deseo que usted sufra, sobre todo por mí. Pero aunque no lo desee, estoy segu­ro de que le va a pasar". Está claro que con esas palabras que suenan a consuelo, lo único que hace Proust es inquietar más aún a Hahn: "Usted no comprende que cuando recuerde la imagen de un Reynaldo que desde algún tiempo ya no teme lastimar­me, cuando esa imagen aparezca y me esté yendo a la noche, ya no tendré, muy a mi pesar, más obstáculos para oponer a mis deseos y ya nada podrá detenerme. Usted no siente el espantoso desarrollo que desde hace un tiempo ha tenido to­do esto en mis pensamientos. Tanto es así que siento cuán poco soy para usted, no por venganza o rencor. Usted piensa que no, ¿no es cierto? Y no me hace falta decírselo, sino inconscientemente, por­que la gran razón de mis actos desapare­ce poco a poco. Con el remordimiento de tan malos pensamientos, de proyectos tan malos y cobardes, estaría muy lejos de decir que valgo más que usted. Pero en aquel momento, cuando no estaba alejado de usted y dominado por cualquier sugestión, nunca dudé entre lo que podía lastimarlo y lo contrario".


Como siempre, Proust sólo se desvaloriza para asegurar su dominio sobre el otro: su mo­destia, forma descarada de un inmenso orgullo, es despótica. Como siempre, en Proust el afecto amoroso se intelectualizó rápidamente en toda una serie de razo­namientos capciosos y especiales. Más que un sentimental, el celoso es un razo­nador, el peor de los sofistas. Conoce todos los hilos de la re­tórica, todas las finezas de la argumenta­ción para engañar al otro y atarlo, encar­celarlo en sus propias angustias. Después de haber declinado en todas sus formas la amenaza de su próxima y mutua indiferencia ("Simplemente creo que del mismo modo en que yo lo amo mucho menos, usted ya no me ama en ab­soluto"), Proust sólo tenía que firmar su carta con un tono infantil y engañoso a la vez: "Su pequeño poney que después de esta embestida vuelve con tristeza y en soledad al establo del que usted gus­taba decirse el amo". Una vez que destiló el veneno, que el mal está he­cho, sólo le interesó dejar eternos lamentos en el otro, recordándole sus felicidades pa­sadas.
Es necesario precisar que los ce­los de Proust eran mucho más injustos desde el momento en que se encontraba bajo la influencia de lo que llamó, con una admirable ligereza artística y una hi­pocresía consumada, "una sugestión cualquiera". Desde hacía unos meses, Proust era cada vez más sensible a los encantos de Lucien Daudet (1878-1946), quien pronto iba a remplazar a Hahn en su cora­zón. Si bien le reclamaba a éste la ex­clusividad absoluta de sus atenciones, él se permitía compartir sus sentimientos. Como celoso que era, quería tener de los demás lo que jamás les otorgaría. Todos esos reproches, esas quejas, esas dolencias, esas recriminaciones surgieron sólo porque Hahn creyó poder partir sin la compañía de Proust, sin ha­ber tenido su autorización previa. Desde el momento de la separación, el otro corre el riesgo de convertirse en el objeto de codicia de un tercero. Todo hombre era virtualmente un posible aman­te de Hahn. "Siempre está esa mórbida fijación del celoso en un pequeño detalle concreto, en un pequeño acontecimiento que no llega a superar, a olvidar -dice el ensayista francés Alain Buisine (1949-2009) en 'Proust et ses lettres' (Proust y sus letras)-. Siempre se retoma un mismo episodio doloroso, ese mismo desfasaje entre la causa y los efectos, entre la insignificancia del motivo y la amplitud de la decepción, del sufrimiento. Porque una vez que está solo, el celoso se queda pensando, se pregunta, trata de interpretar. El celoso es, ante todo, un hermeneuta. Como los filólogos que se pierden en conjeturas para llenar los huecos de los manuscritos antiguos, trata de completar los espacios en blanco".


El antes citado Deleuze analizó en el mencionado ensayo "Proust y los signos" cómo los celos, más profundos que el amor, "contienen la verdad porque van más lejos en la percepción y la interpretación de los signos. ¿Cómo olvidar que los gestos, las caricias del amado que ahora nos están dedicadas, aprendieron y se formaron en contacto con iniciadores que no somos nosotros? El amado nos da signos de preferencia, pero como esos signos son los mismos que los que expre­san mundos de los que no formamos par­te, cada preferencia de la que gozamos dibuja la imagen del mundo posible don­de otros serían o son preferidos". "Los celos no son un sentimiento en­tre otros -asegura por su parte Buisine-, porque la inversión en la que desembocan es, finalmente, el principio constitutivo de todo ‘En busca del tiempo perdido’. Al me­nos, por ser fundamentalmente retros­pectivos, los celos funcionan como la to­talidad misma de la obra de Proust en la búsqueda del pasado perdido". Tanto es así que podría afirmarse que no sería absurdo leer todo "En busca del tiempo perdido" como un minucioso desarrollo textual de los celos como estilo.

26 de diciembre de 2015

Marcel Proust. De la memoria involuntaria a los celos como estilo literario (1)

Al regresar a su casa un día de invierno, el aristocrático escritor con sus treinta años ya cumplidos fue recibido por su madre con un té acompañado de unos bollos pequeños y rollizos llamados magdalenas, tal como sucedía cuando él era un niño. El olor y el sabor de estas galletas (tal como las denomina en un borrador) le hicieron surgir lo que él mismo llamó "memoria involuntaria", esto es, la evocación de una época pasada de la vida con una notable presencia física, sumamente sensible, de una total integridad y plenitud. Esta circunstancia lo llevó a escribir uno de los trabajos literarios más valiosos del siglo XX: "À la recherche du temps perdu" (En busca del tiempo perdido), una obra que escribió entre 1908 y 1922 y que sería publicada entre 1913 y 1927. Él mismo contó ese episodio en "Du côté de chez Swann" (Por el camino de Swan), la primera de las siete partes en que se divide la monumental obra: "En el instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor, colándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo".
Marcel Proust (1871-1922), de él se trata, había leído "Matière et mémoire" (Materia y memoria) de Henri Bergson (1859-1941), una obra en la que el filósofo francés establecía una distinción entre la memoria corporal y la memoria regresiva, entre el recuerdo puro y la imagen-recuerdo, adjudicándole a esta última, a pesar de su condición imprevisible e indeterminada, la capacidad de fomentar la acción libre y creadora. Influido sobremanera por su admirado Bergson, para Proust el tiempo era un fluir constante en el que los momentos del pasado y el presente poseían una realidad igual. El tiempo al que aludía Proust era el tiempo vivido con todas las digresiones y vaivenes del recuerdo, el tiempo como un elemento a la vez destructor y positivo sólo aprehensible gracias a la memoria intuitiva. Esto sería algo visiblemente notorio en su obra que, a pesar de (o gracias a) su vastedad y complejidad casi inconmensurables, tendría una importante repercusión en toda la literatura del siglo XX y haría a su autor famoso en el mundo entero.
Mucho se ha dicho acerca de "En busca del tiempo perdido". Para el filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur (1913-2005), por ejemplo, constituye una "búsqueda de sí mismo a través de la dimensión del tiempo"; para el filósofo también francés Gilles Deleuze (1925 -1995) es "una búsqueda de la verdad a través de los signos" y para el filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin (1892-1940) es "una obra de rememoración espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre". Más lejos va el escritor y docente universitario argentino Mario Goloboff (1939), para quien se trata de un "formidable pretexto para una minuciosa descripción social y mundana que no escatima detalles, observaciones y condenas". Se refiere, claro está, a la sociedad saturada en la cual se desenvolvió Proust, una sociedad que vivía un proceso patológico de progresivo declive y se hacía pedazos: la unidad de la familia y de la personalidad, la moral sexual y el matrimonio por conveniencia, las siempre desmedidas pretensiones de la burguesía y la indiferencia de la nobleza. Pero, por sobre todas las cosas, "En busca del tiempo perdido" es una novela introspectiva y autobiográfica, una obra que confirió a la literatura una función ineluctable: la verdadera vida es la vida atrapada, recompuesta y comprendida en la literatura; la auténtica vida es la que se vive a través de la literatura.


Indudablemente, dada su condición fronteriza entre dos siglos, la obra de Proust recogió la herencia de toda una época literaria marcada por el realismo y el naturalismo, pero también impulsó los aires renovadores y rupturistas que recorrerían la Europa de las vanguardias de principios del siglo XX. Y más aún, originó una revolución en la concepción de la novela que aún hoy, entrados ya en el nuevo milenio, no ha cesado de propagar sus influencias. Proust supo como pocos adentrarse en las interioridades de la mente humana y el hecho de que se sintiera marginado de la sociedad de su tiempo por su doble condición de homosexual y de judío probablemente no poco tuvo que ver con ello.
Hijo de un prestigioso médico epidemiólogo de familia tradicional y católica y de una alsaciana de origen judío, nació tan débil que se temió que no sobreviviera. Le fueron suministrados toda clase de medicamentos pero su salud permaneció delicada. Con signos de una inteligencia y una sensibilidad precoces, a los nueve años sufrió el primer ataque de asma, una afección que ya no lo abandonaría, por lo que crecería entre los continuos y excesivos cuidados de su madre. Se convirtió así en un muchacho enfermizo que siguió siendo una persona convaleciente toda su vida. Fue bautizado y criado como católico a pesar del judaísmo al cual su madre jamás renunció expresamente. Esto provocó su mayor conflicto en el campo espiritual durante su adolescencia. No obstante ello, Proust se apegó apasionadamente a ella. En un pasaje del antes citado "El camino de Swann", cuenta la tristeza que experimentó cuando, siendo un niño, su madre olvidó darle el acostumbrado beso a la hora de dormir. "Tanto amaba aquella despedida que llegué al extremo que se prolongara el rato de expectación durante el cual aguardaba la aparición de mi madre. A veces, cuando, después de haberme besado, abría la puerta para irse, ansiaba pedirle que volviera a mi lado, para decirle 'bésame otra vez'. Pero yo sabía que esto le iba a desagradar, ya que el miramiento que tenía con mi desgracia y su inquietud por ella siempre molestaba a mi padre, quien consideraba absurdas todas aquellas ceremonias y el verla disgustada me robaba la tranquilidad que me infundía un momento antes, al inclinar su adorable cabeza sobre mi cama y acercármela como una hostia para el acto de la comunión en que mis labios bebían con deleite la sensación de su presencia real y con ella la posibilidad del sueño".
Por el contrario, Proust mantuvo una relación difícil y distante con su padre, algo que se patentiza notoriamente en "En busca del tiempo perdido". Allí la figura de su progenitor casi no aparece novelada, apenas lo cita de pasada como un personaje distante, ausente e insignificante, y desaparece prácticamente de la narración en la quinta de las siete partes en que está dividida la novela. Algo similar ocurre con el resto de los hombres con los que se relacionó a lo largo de su vida, todos ellos retratados en la obra. Los personajes masculinos son presentados como seres simples, virilmente tontos, asexuados u obsesionados enfermizamente por una mujer. Es probable que el conflicto que mantuvo con su padre médico porque lo hizo estudiar Ciencias Políticas en la Sorbona y en la École Livre de Sciences Politiques ya que pretendía que fuese diplomático, y la definitiva influencia de su madre, lectora y traductora por un lado, y extremadamente sobreprotectora por otro, lo llevasen a vivir una juventud en la que su excesiva sensibilidad, su "mal moral" tal como él mismo lo definió, lo llevaran a experimentar terribles dudas sobre su vocación literaria, algo que mitigó llevando una vida mundana y aparentemente despreocupada.
Trabajó un tiempo en la Biblioteca Mazarino de París y frecuentó los aristocráticos salones de Mathilde Bonaparte (1820-1904), de Léontine Lippmann (1844-1910) y de Geneviève Halévy Straus (1849-1926), en donde no sólo trabó amistad con los escritores Anatole France (1844-1924), Léon Daudet (1867-1942) y Charles Maurras (1868-1952) sino que también, dados sus modales tímidos y afeminados, se convirtió en el favorito de las damas de mayor edad. Sensible al éxito social y a los placeres de la vida mundana, al joven Proust le gustaba la compañía de las muchachas, pero ninguna tomó en serio sus atenciones. No ocurrió lo mismo con jóvenes cultos de su clase como Willie Heath (1869-1893), Reynaldo Hahn (1874-1947) o Lucien Daudet (1878-1946), con los que mantuvo apasionados romances.


En 1896, tal vez como un inconsciente mecanismo de defensa, publicó "Les plaisirs et le tours" (Los placeres y los días), obra en la que, desde un enfoque claramente heterosexual, articuló un discurso sobre la homosexualidad retratando el estilo de vida de aquellos que se asumían como tales, algo inaudito para una obra literaria en esa época: "Los invertidos constituyen una masonería mucho más extendida, más eficaz y menos intuida que la de las logias, pues se asienta en una identidad de gustos, de necesidades y en que incluso los miembros que no desean conocerse se reconocen en el acto por señales naturales o convencionales, involuntarias o deliberadas, que alertan al mendigo de que es semejante él ese gran señor al que le cierra la portezuela del coche". Proust remarca que la homosexualidad es una práctica muy extendida "por doquiera, entre el pueblo, el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono". Mediante el uso de un alter ego, intentó afirmar su condición heterosexual e incluso llegó a librar el 5 de febrero de 1897 un duelo con el escritor y periodista (homosexual declarado) Jean Lorrain  (1855-1906) porque éste había dicho en un artículo periodístico publicado en "Le Journal" que el "precioso" Proust "mantiene una relación con Lucien, el hijo del escritor Alphonse Daudet". Una fantochada: ambos dispararon al suelo. "Somos hombres de letras", se justificaron.
Mientras tanto, nada había cambiado con respecto a la relación con su madre. Ya adulto, seguía dirigiéndose a ella con el mismo tono quejumbroso y angustiado de cuando era un niño. "La verdad que -le escribió en una carta después de que ella lo amonestara por llevar una vida que no sólo era frívola sino peligrosa- tan pronto como me siento mejor, mi género de vida, que me ayuda a mejorar, te irrita. No es ésta la primera vez. La otra noche agarré un resfriado; si se convierte en asma estoy seguro de que serás benigna nuevamente conmigo. Pero es algo triste no tener salud y cariño al mismo tiempo". Una muestra más de su histeria reprimida y conmiseración hacia sí mismo.
Sus depresiones, sus enamoramientos y desenamoramientos, su marcada tendencia hacia la autodestrucción hicieron harto difícil la vida cotidiana de Proust. Con la muerte de su padre, en 1903, y sobre todo con la de su madre, dos años después, se volvió hipocondríaco. Los analgésicos y los estimulantes que ingería en excesivas cantidades no lograron hacerlo recobrar de la pérdida. A los treinta y cuatro años, Proust se volvió un huérfano desamparado y se sintió como un niño abandonado. Se encerró en su habitación y comenzó la escritura de la que sería la mayor de sus obras permaneciendo en su cama durante días enteros, rodeado de frascos de medicinas y amontonando los manuscritos en cualquier parte. Tardó siete años en acabar las primeras mil quinientas páginas.
Como ninguna revista quiso publicarla como folletín, en 1913 Proust pagó a un editor casi desconocido la publicación de la primera parte, "El camino de Swann", que apenas fue considerada por los críticos. Cinco años más tarde aparecería la continuación: "À l'ombre des jeunes filles en fleurs" (A la sombra de las muchachas en flor). Mientras tanto, dos sucesos modificaron algo su vida: la muerte en un accidente de aviación de Alfred Agostinelli (1888-1914), su antiguo chofer y luego secretario personal de quien se enamoró perdidamente pero fue rechazado. Por otro lado, el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, la que le arrebató numerosos amigos. Así, su duelo íntimo por el abandono se fundió con las desgracias que conllevó la guerra. Por entonces contrató los servicios de Céleste Albaret (1891-1984) quien, más que una simple sirvienta, pronto se convirtió en su confidente y fiel colaboradora de su quehacer literario, clasificando y ordenando las cuartillas de "Le coté de Guermantes" (El mundo de Guermantes), "Sodome et Gomorrhe" (Sodoma y Gomorra), "La prisionnière" (La prisionera) y "La fugitive" (La fugitiva), las siguientes cuatro partes de "En busca del tiempo perdido".
A pesar de estar retirado prácticamente de la vida social, en estos tomos hay un repliegue introspectivo: por un lado realiza una minuciosa descripción de las declinantes clases altas francesas, y por otro vuelca su experiencia emocionalmente traumática de las sucesivas separaciones de sus amores más profundos y el ajuste emocional de los respectivos duelos. A pesar de sus insistentes comentarios maliciosos sobre la homosexualidad, a la que califica de "vicio absolutamente reprobable", la multiplicidad de puntos de vista con que expresa sus opiniones resulta a menudo contradictoria. Así como hace decir a uno de sus protagonistas que preferiría "hacerse romper el culo" antes que gastar dinero para invitar a comer a unos amigos, a otro le hace decir que conocer a un hombre puede ser "la llave para abrir la puerta hacia un gran tesoro". Pero en todos estos volúmenes y también en "Le temps retrouvé" (El tiempo recobrado), el último que completa la serie, lo que sobrevuela insistentemente todas las relaciones amorosas de "En busca del tiempo perdido" -más allá del amor, las apariencias, las inquietudes y las angustias- son los celos, un sentimiento obsesivo por el cual se desgarran los protagonistas. Es que, según Proust, uno no está celoso porque está enamorado sino, por el contrario, uno se enamora porque está celoso. "Los celos preceden al amor".


A fines de 1922, Proust contrajo una pulmonía. Desoyó los consejos de su hermano, médico él, y continuó trabajando desaforadamente en el último de los tomos de "En busca del tiempo perdido". Sobre todo quería corregir la descripción del personaje principal, un escritor moribundo, "ahora que me encuentro en su misma condición". Pasó sus últimas horas escribiendo hasta que el lápiz se escurrió de su mano. Proust murió el 18 de noviembre de 1922. Tenía cincuenta y un años y cuentan que su última palabra fue "madre". Hasta entonces sólo había publicado las cuatro primeras partes de su monumental obra. Del resto se encargaría su hermano con la ayuda del crítico literario y editor francés Jacques Rivière (1886-1925).
A comienzos de los años '30, Samuel Beckett (1906-1989) se interesó en la obra de Proust, especialmente en los temas del tiempo, la memoria y la costumbre. En su ensayo "Proust", el dramaturgo, novelista, crítico y poeta irlandés planteó que "En busca del tiempo perdido" no fue para Proust la herramienta para expresar su necesidad imperante de recobrar el pasado sino su intento por pasar a la eternidad. Para Beckett, la insistente apelación de Proust al despecho, la envidia y los celos no fue más que una "válvula de seguridad contra lo ignoto, lo desconocido, lo infinito, lo que no se sabe, lo que jamás podrá saberse". "Seguramente -sostiene en el ensayo- no hay en toda la literatura ningún estudio de este desierto de soledad y reproches, que los hombres llaman amor, planteado y desarrollado con tan diabólica falta de escrúpulos".

30 de noviembre de 2015

Aristófanes y la nostalgia de la unión perfecta

Todas las obras del filósofo griego Platón de Atenas (427-347 a.C.) -con las excepciones de las "Epistolae" (Cartas) y de la "Apologia Socratis" (Apología)- están escritas no como tratados sino en forma de diálogos. Los más destacados de ellos son, sin dudas, "Politeia" (La República) y "Sympósion" (El banquete). En este último, seis oradores (Fedro, Pausanias, Erixímaco, Aristófanes, Agatón y Sócrates) debaten sobre el amor. ¿Por qué nada puede atenuar el sufrimiento sor­do y lacerante que provoca la más tri­vial pena de amor? ¿Por qué ese des­garro? Uno de los oradores, Aristófanes de Atenas (446-386 a.C.), autor de "Hai nephélai" (Las nubes), se plantea: ¿y si todas estas penas de amor no hicieran más que repetir la pena de amor original, aquella en la que por primera vez y definitivamente se sintió la pérdida total de la unidad? Lo que hace Aristófanes es asociar ese sufrimiento antropológico con el sufrimiento cósmico que provoca el establecimiento de una distancia nece­saria entre el Cielo y la Tierra y con el sufrimiento teológico que provoca la se­paración entre los hombres y los dioses. Y lo explica.
La antigua naturaleza estaba com­puesta por tres géneros: el macho, la hembra y el an­drógino. Cada uno de estos seres humanos, que se parecía a un hue­vo, era doble. Tenía cuatro manos, cuatro pies, dos rostros opuestos uno respecto al otro y, sobre todo, dos sexos. En el caso del macho los dos sexos eran masculinos, en el de la hem­bra ambos femeninos y en el del andró­gino uno masculino y el otro femenino. Además, el aspecto circular de estos seres delataba sus orígenes: el macho era vástago del sol, la hembra de la tie­rra y el andrógino de la luna, la que está en una posición intermedia entre el sol (para el cual es una especie de tierra) y la tierra (para la cual es una especie de sol). La unidad que caracterizaba este primer estado de la naturaleza humana, simbolizada por el huevo, no podía ser más perfecta. El ser humano aún no estaba verdaderamente separado del universo cuya forma representaba. Este ser doble, que no podía utilizar sus órganos genita­les para reproducirse ya que estaban ubicados en la parte posterior de su cuerpo, sobre las nalgas, era descendiente de cuer­pos celestes (el sol, la lu­na, la tierra) y las fronteras entre los seres humanos y los dioses todavía no es­taban bien definidas.


Estos seres humanos decidieron un día rebelarse contra los dioses, ya que una unidad tan perfecta constituía una amenaza en la medida que llevaba di­rectamente a la confusión, a la esterili­dad. De hecho, el poeta Hesíodo de Ascra (s. VIII a.C.) cuenta en "Theogonía" (Teogonía) que en los primeros tiempos el Cielo (Urano) yacía permanentemente sobre la Tie­rra (Gea) para hacerle el amor, con lo que impedía la llegada de cualquier criatura nueva. Por eso, aconsejado por su madre (Gea), Cronos castró a su padre (Ura­no), permitiendo que la "creación" reto­mara su curso. Fueron los gigantes Efialtes y Oto, que nacieron de los restos del sexo de Urano caídos al mar, los que se rebelaron contra los dio­ses con el pro­pósito de abolir la distancia entre la tierra y el cielo que Cro­nos acababa de establecer con tanta violencia. Ambos su­cumbirían bajo las flechas de Apolo.
Entonces, para castigar a los seres humanos, Zeus decide cortarlos por la mitad para hacerlos dos veces menos poderosos. Una vez he­cho esto, convoca a Apolo para que les dé vuelta la cabeza y la mitad del cuello, y para que suture la herida abier­ta cuya última cicatriz constituye hoy el ombligo. Una vez más, la sepa­ración se hace con violen­cia. Se trata de un corte, una sección que establece el sexo, concebido como la búsqueda de la mitad com­plementaria de los seres pri­mordiales. Pero este castigo lleva al género humano directa­mente a su perdición. De hecho, cada mitad intenta buscar su mitad complementaria (hombre-hombre, hombre-mujer, mujer-hombre, mujer-mujer) con un ardor y una constancia tales que se deja morir de inanición.


Aristófanes describió el estado de in­tenso sufrimiento y postración que pro­vocó la venganza: "Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar a la otra mitad de la que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas por el deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal que, abrazadas, perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada una sin la otra. Cuando una de las dos mitades perecía, la que sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer, ya fuese una mitad de hombre, y de esta manera la raza iba extinguién­dose". Para evitar la desaparición de los seres humanos, Zeus decide interve­nir. Coloca el sexo de cada una de las mitades en su parte anterior. De allí en adelante puede producirse una unión sexual intermitente que permite a cada ser humano encontrar su mitad complementaria como así también dedi­carse a otros cuidados, sobre todo a aque­llos que son absolutamente esenciales como la alimentación y la reproducción.
De esta manera, se establece una distan­cia justa entre las mitades complementa­rias del ser humano, que no están ni jun­tas ni separadas en forma permanente, ya que su unión intermitente hace sopor­table una separación efectiva el resto del tiempo. Y esto ocurre, incluso, cuando la nostalgia de la unidad primitiva queda inscripta en la naturaleza humana y cons­tituye, según Aristófanes, la esencia mis­ma de toda relación amorosa: "Cuando el que ama a los jóvenes o cualquier otro llega a encontrar su mi­tad, la simpatía, la amistad, el amor los unen de una manera tan maravillosa que no quieren bajo ningún concepto separarse ni por un momento. Estos mis­mos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quiere el uno del otro, porque si encuentran tan­to gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea por el placer de los senti­dos. Evidentemente, su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que adivina y da a entender". Así, la búsqueda del goce sexual es muy poca cosa comparada con esta búsqueda de la unidad perdida que los seres humanos intentan encon­trar con torpeza y, sobre todo, de manera intermitente.



Si se toma como base que el amor humano en todas sus formas, heterose­xual u homosexual, conlleva la nostalgia de aquella unidad perfecta y permanente simbolizada por la original forma del huevo en el cual el cielo y la tierra, los dioses y los hombres se encon­traban unidos, casi confundidos, se ex­plica mejor el sufrimiento que cau­san las penas de amor. Cuando dos amantes se separan, de nuevo se separan la naturaleza humana, el cielo y la tierra, los dioses y los hombres. Esa desunión recuerda el corte que hizo dos seres humanos de uno solo, la castración del Cielo por Cronos, el castigo de los gigan­tes que se rebelaron contra los dioses. Toda esta violencia, to­das estas heridas se vuelven a sentir en la pena de amor donde se expresa la bús­queda de la unidad perdida. Aún derritiéndose uno en el otro por un instante, el alma sabe, aunque no puede explicarlo, que su ansia jamás sería completamente satisfecha. La nostalgia de la unión perfecta renace ni bien se extinguieran los últimos gemidos del amor.

9 de noviembre de 2015

Sylvia Iparraguirre: "Ser escritor es mucho más que publicar un libro y conlleva responsabilidad. Es tener una posición frente a la realidad, frente a la pobreza, frente a la violencia, frente a la injusticia"

"El dominio del lenguaje es a lo que aspira un escritor porque es tremendamente difícil manejar las propias palabras, es decir, que las palabras digan exactamente lo que uno quiere que digan. Cuando recién se empieza a escribir uno cree que maneja el lenguaje, pero la verdad es que el lenguaje lo maneja a uno. Esto se nota mucho en los primeros textos, los primeros esbozos. Uno piensa que lo está manejando y con el tiempo se da cuenta de que es una cosa ingenua y que el lenguaje ha dicho lo que él quiso decir. Hasta que un día comenzamos a ser medianamente dueños de nuestras palabras. Medianamente porque siempre es esa especie de lucha entre lo que uno quiere decir, lo que tiene en la cabeza, y lo que finalmente toma forma en el papel. Siempre hay restos de cierta ingenuidad en donde el lenguaje lo atrapa a uno y la ingenuidad no es nada más ni nada menos que ese lugar común, la cosa siempre dicha, que es adonde uno cae, como el hábito que hay que destruir, desarticular". Quien así piensa es la escritora y ensayista argentina Sylvia Iparraguirre (1947), autora de los libros de cuentos "En el invierno de las ciudades", "Probables lluvias por la noche" y "El país del viento", y de las novelas "El parque", "La tierra del fuego", "El muchacho de los senos de goma" y "La orfandad". Cofundadora junto a los también escritores argentinos Abelardo Castillo (1935) y Liliana Heker (1943) de la mítica revista "El Ornitorrinco" en 1977, Iparraguirre es profesora en Letras Modernas y actualmente trabaja en el Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es además antóloga, editora y prologuista de diversos volúmenes, y sus cuentos han sido traducidos a una decena de idiomas. Recientemente ha lanzado "Del día y de la noche", una serie de textos breves, concisos, de una concentración narrativa que bordea lo poético. Los textos que componen las tres partes del libro -"Pasajes", "Posición de los escritores" y "Caballeros antiguos"- fueron escritos y corregidos a lo largo de más de veinte años, permaneciendo durante todo ese tiempo a un costado de sus otros libros, para finalmente ser recopilados y publicados. En ellos la autora explora temas, motivos y misterios que se instalan en el corazón de la literatura: recuerdos de la infancia, imágenes familiares, escenas de la vida cotidiana, homenajes, sucesos curiosos, universos oníricos y hasta una historia fantástica donde un pasajero de tren descubre un libro donde está escrita su propia vida. De este libro y de sus comienzos en la literatura habla Sylvia Iparraguirre en el siguiente resumen editado de las entrevistas que concedió a Marcela Fernández Vidal para la edición nº 1092 de la revista digital "Cabal" (sin fecha de publicación) y a Sebastián Basualdo para el suplemento "Radar/Libros" del diario "Página/12" del 15 de noviembre de 2015.


¿Cuándo empezaste a escribir?

Empecé a escribir en la preadolescencia, pero sin ninguna intención "literaria"; fue algo que me gustaba y que tuvo que ver con el cine, una experiencia que me capturó desde chica. Mis primeros intentos de escribir algo, fuera de lo que hacía en el colegio, consistieron en volver a relatar películas. Mi hermana era la sufrida oyente de esas pruebas que no causaron la más mínima impresión. Yo tampoco pretendía nada, era un juego. Contaba la película, pero con cambios en el final o en los personajes. Lo que me tomaba más en serio, pero por devoción, era la lectura. En mi casa los libros siempre fueron bienvenidos, tuve la fortuna de tener una biblioteca a disposición en la casa de mis abuelos. Mi padre también fue un gran lector. Vengo de esa generación en la que las familias compraban para sus chicos enciclopedias, atlas universales, la colección "Lo sé todo" y no había que ser rico para poder hacerlo. Empecé a leer tempranamente la colección "Robin Hood". Un libro que leí entre los diez y los doce años y que me acompaña desde entonces fue "Robinson Crusoe", para mí una de las fábulas más hermosas de la literatura universal. También empecé a escribir un diario, por querer copiar a la protagonista de un libro. Pero la escritura no era algo que me atrajera, ni remotamente, con la misma intensidad que el cine o la lectura.

¿Qué encontrabas en la lectura?

Placer. Ausencia del mundo. Me comentaba mi madre que en mi familia decían que yo me abstraía de una manera bastante curiosa, me metía en un libro y me decían: "Te estamos hablando, bajá a Tierra". Todavía hoy me pasa eso de estar consciente de la página del libro y de pronto, por unos segundos, estoy en otro lugar, adonde me llevó el libro, como entre paréntesis. No sólo me pasa con la ficción, también con el ensayo. Es algo de lo que estoy agradecida, porque en la medida en que uno se vuelve más objetivo, más crítico, la lectura se aleja de ese plano de captación, se vuelve más distante.

Cuando escribías en tu adolescencia, ¿experimentabas la misma sensación de abstracción que con la lectura?

La lectura fue como una vida paralela, mundos paralelos que desde los doce a los dieciocho años me acompañaron con una gran intensidad. En cambio, escribía por obligación o porque anotaba lo que me pasaba en mi diario: porque estaba enamorada de un chico o porque quería copiar poemas o fragmentos de libros que me gustaban. Una especie de miscelánea; nada tenía que ver con una reflexión sobre el hecho de expresar ideas o de escribir relatos, lo hacía con una espontaneidad total.

¿Cuál es el origen de un texto?

La escritura de ficción está sostenida en dos pilares. Por un lado, la experiencia de vida que abarca todo: lo sensorial, lo imaginario, todo lo que sos como individuo y como ser colectivo y social; y la memoria, tanto la tuya propia como la heredada, es decir, la memoria en un sentido extenso, que te trasciende, la que es un legado que viene de tus padres, de tus abuelos, y que sintetiza tu estar en el mundo, tu origen, tu cultura. Por otro lado, sin duda, las lecturas. Es una especie de cruce, de encuentro de libros y experiencia: vas a ir reconociendo tus experiencias en los libros que leés, en aquellos libros que te marcan. Y, a su vez, la lectura ensancha tu experiencia. Si hay una empatía natural con determinados libros, es sencillamente porque te contienen; no importa cuándo fueron escritos, atraviesan la línea del tiempo y te encontrás reflejada, inmersa, en la realidad que plantean. Tus vivencias personales empiezan a ser explicadas y tal vez encuentres, sin buscarlas, porque la lectura nunca es "programática", ciertas respuestas que van modelando tu experiencia. ¿De dónde salen un cuento, una novela? De una experiencia real o imaginaria y de la forma que le das, de acuerdo con lo que aprendiste leyendo, observando lo que otros escritores hacían.

O sea: la vida y la lectura van a entrar directamente en la escritura.

Exactamente. La experiencia es el contenido de un libro; el escritor mismo lo es, porque desde ahí es que se escribe; no se lo puede hacer más que desde la propia ideología. No tiene que ver con la historia que cuento, eso puede cambiar; el contenido es ideológico, pero no en el sentido estrecho de una posición política, sino que aludo a un sentido más amplio: el de tu escala de valores, el de tu visión del mundo. Eso que vos sos, algo que va a aparecer así sea que escribas ciencia ficción, novela histórica o historieta. El contenido es la persona; después aparece la forma que vos le das a esa historia. El "qué" lo tenemos todos, me refiero a las historias para contar. El asunto es "cómo" las contás. Y ahí se pone en juego el oficio del escritor.

¿Cómo definirías el oficio del escritor?

Es tratar de comunicarte con el mundo a través de las palabras; en un sentido puramente personal, es como querer decir algo que siempre está en un libro futuro. Pero ser escritor es mucho más que publicar un libro y conlleva responsabilidad. Más allá de mi biblioteca y de la pantalla de la computadora, donde lo único que importa es lo que estoy escribiendo, ser escritora es tener una posición frente a la realidad, frente a la pobreza, frente a la violencia, frente a la injusticia. Es saber desde dónde escribo. Con un libro puntual asumís la historia que estás contando, que es el primer compromiso: llevar esa historia al máximo en la dirección del lenguaje, de la anécdota, todo lo que vos puedas hacer. Ser escritor para mí es haber elegido un lugar en el mundo, y bastante privilegiado, ya que contar historias es algo que me produce un enorme placer.

Los relatos que integran "Del día y de la noche" convivieron durante años en el interior de una carpeta…

Sí. Estos textos nacieron y proliferaron al costado de mis otros libros, mientras los estaba escribiendo. No es un libro programado ni pensado ni decidido. Simplemente, un verano hace como veinte o veintidós años, en San Pedro, aparecieron dos o tres imágenes y me puse a escribirlos. Algunos sentí que terminaban ahí, que se cerraban; otros eran un poquito más largos. En realidad, me di cuenta después de esos primeros años de que eran breves y, de hecho, a la carpeta que tenía en la computadora le puse "Breves" y pensé, "bueno, se llamarán así".

En todos los relatos establecés de manera sutil la necesidad de ir más allá de la historia, configurando nuevos sentidos o acaso una complicidad con el lector, que hace pensar que hay ciertas clases de experiencias tan intensas que parecieran desdoblarlo a uno: se vive y se contempla vivir.

Borges lo dice: "¿Qué es el yo? Es una serie de identidades que a lo largo del tiempo vamos hilvanando". Es decir, yo soy ahora pero fui hace dos días, fui hace años y esa continuidad es lo que arma una identidad. Lo que pasa es que somos acá y ahora, no somos ayer ni somos mañana, vos y yo existimos en este presente.

Varios textos que componen "Del día y de la noche" surgen de pronto a modo de remembranza y en variados géneros, a veces en forma de ensayos breves o crónicas.

Sí. Los textos de "Caballeros antiguos", por ejemplo, surgen a partir de mis lecturas antiguas y recientes. Lecturas cruzadas, y en eso, por supuesto, es Borges el gran maestro.

La relación que tenés con el lenguaje también es parte de tu formación.

Sí, por supuesto. A mí me fascina el lenguaje. A veces encuentro un tipo particular de humor en el uso y sus marcas ideológicas. No en el sentido estrecho de ideología política, sino en el sentido de atmósfera de valores. Una lengua viene cargada con sentidos que son previos al uso que nosotros hacemos acá y ahora. El español rioplatense que hablamos viene cargado de ideología y valores. Las palabras pesan, quieren decir algo y de pronto se descargan de sentido y vuelven a cargarse.

En toda tu obra hay una preocupación formal por el estilo. Muchos de estos relatos están muy cerca de la poesía.

Soy una gran lectora de poesía pero jamás se me ocurriría ponerlo así. Creo que están atravesados por cierta cuestión onírica o melancólica, pero no sé si llegan a la poesía. En cuanto a la preocupación por el estilo es completamente cierto. No digo que lo logre. Siempre pienso que un libro nuevo, sea cuento o sea novela, es como una nueva experiencia. Parto de cero porque lo que quiero decir está pidiendo una forma y yo tengo que entender cuál es y luego buscarla. No creo en absoluto en lo espontáneo en el arte en general y en la literatura menos que menos. Espontáneamente te sale cualquier cosa. Estoy convencida de que hay que trabajar y corregir. A eso refiere un estilo. La preocupación que vos mencionabas con respecto el lenguaje aparece en mi primera novela, que es "El parque", donde yo dejo fluir esa veta que a mí particularmente me gusta que es el humor disparatado, tal vez absurdo, pero que tiene que ver mucho con el lenguaje. Pero de pronto aparecen otras historias como "La tierra del fuego" que tengo que situar completamente de otra manera. Situarse es ver cómo escribo una novela del siglo diecinueve a fines del siglo veinte. Vivimos, vivo en un momento donde el tiempo se ha hecho trizas, la realidad es fragmentaria. Eso es ideología y cuando intentás contar algo, aparecen esas marcas. Después vino la novela "El muchacho de los senos de goma" y estoy frente a un escenario urbano, que tengo que pensar otra vez. Quería ir hacia lo urbano, en los años '90. ¿Cómo le habla a la ciudad un pibe de diecisiete años? Entonces, comencé una búsqueda acerca del trabajo formal. El estilo es el trabajo formal que uno hace sobre el texto. Y sí... Soy de una herencia antigua, quizás, porque tengo una constelación de maestros literarios en la biblioteca que tal vez se leen poco.

En "Del día y de la noche" hay una relación muy linda entre los trenes, los pueblos y los libros. Todo parece confluir alrededor de una preocupación sobre el tiempo.

Tanto que se iban a llamar "Tren de medianoche" porque como dice Abelardo, el tren de medianoche es algo serio como experiencia intransferible para alguien que vivía en la provincia. Pero preferí "Del día y de la noche" porque hay textos diurnos y nocturnos. Más humorísticos. El tren es mi infancia en los pueblos, una experiencia mínima y aparentemente insignificante. Yo siempre he sido lectora de noche. A la una o a las doce pasaba un tren por Junín. En el silencio de los pueblos se escucha por la noche y no es necesario que estés cerca de la estación. Con Abelardo extrañamos enormemente el tren. Es el tiempo en suspenso. La vida está en suspenso, vos existís en el reflejo de un vidrio. Yo he llevado libretas, en un sentido más diurno, anotando cosas que la gente dice en los trenes. Cuando estudiaba y viajaba desde Junín a Buenos Aires, llené libretas con diálogos tan absurdos que uno se preguntaría cómo se te puede ocurrir algo así. Es un tiempo distinto el que se vive en un tren. Yo no soy nostálgica pero sí experimento con mucha fuerza el tema del tiempo.

Entre los relatos que funcionan a modo de homenajes hay uno que le dedicás a José Antonio Barzac.

Porque Barzac fue un poeta a través del cual conocí a Abelardo. Era un tipo muy rubio, sus padres eran eslavos. Escribí un cuento sobre él que se llama "El viking", está en "Probables lluvias por la noche". Siempre andaba con su cuaderno de poemas. No cursaba en la Facultad, pero deambulaba por los pasillos. Tenía un libro de poemas que se llamaba "Los firuletes necesarios" y nos vendía a las chicas un libro por anticipado, anotaba tu teléfono y dirección y te daba un cupón. Se hacía unos pesos y tenía el teléfono de la mitad de las chicas de la Facultad. Era desopilante. Para la chica que era yo en ese momento, que vivía en un pensionado de monjas, imaginate, era el personaje completamente opuesto. Y de eso está hecho el cuento. Yo me causo gracia a mí misma viéndome con él. Se reía de todo, me hacía "pisar el palito". Y me provocaba rechazo ese disparate total. Andaba siempre rodeado de chicas. Hacía como que entraba en los cursos, por ejemplo, o llamaba al pensionado a las tres de la mañana para leerme un poema. Un día me dijo si no quería conocer a escritores, ya que soy del interior. Le dije que sí y me llevó a una reunión de "El Escarabajo de Oro" que se hacía en el Tortoni. Desapareció ni bien llegamos y me dejó sola sentada en una silla. Yo me sentía como en actitud de examen, estaba aterrada por si alguien me preguntaba qué opinaba de la literatura argentina. José Antonio Barzac era muy buena persona. Alguien que te cuidaba dentro de las limitaciones de su propia locura.

Después de leer "Del día y de la noche" se tiene la sensación de que es cierto: hay gente que viene al mundo con la literatura encima.

Yo no quería ser escritora, no estaba en mis planes. Fue un poco azaroso, pero sin duda estaba inclinada para ese lado por mi relación con el lenguaje y también mi relación con la naturaleza, por supuesto; la preocupación por lo ecológico, de eso me acuerdo desde la más tierna infancia, vienen con mi ADN. Para mí "Del día y de la noche" es como un ciclo en donde uno acepta el lado diurno y oscuro de la vida, por eso hay textos con mucho humor, como "Vecinos" o "Ganímedes", donde una señora informa públicamente que tiene la verdad sobre Dios y resulta que después es todo un disparate. Cierta clase de conocimientos populares nada eruditos me atraen mucho porque son como el reverso desordenado de la vida. No son saberes letrados, aparecen y circulan de boca en boca, de generación en generación, y yo tengo tendencia a dejarme atrapar por situaciones grotescas o desopilantes, ya casi te diría del teatro del absurdo donde me meto sola. Después, por suerte, logro regresar. Pasa en lugares más accesibles, la ciudad es más inaccesible. En última instancia lo interesante es estar cerca de la gente real.

24 de octubre de 2015

James Ellroy: "Casi todo el tiempo me encierro en una habitación y lo único que hago es trabajar. Me invaden pensamientos, me da miedo morir y puedo ver lo que hay más allá de la vida"

Para buena parte de la crítica literaria estadounidense, desde Raymond Chandler (1888-1959) en adelante, las novelas ambientadas en la ciudad de Los Ángeles componen un género literario con características propias. Para James Ellroy (1948), que allí nació, es la protagonista sobresaliente de su obra. Policías corruptos, conspiraciones y los bajos fondos de la política componen el círculo vicioso de este autor que asegura no leer nada actual del género negro, pero reconoce ciertas influencias de Don DeLillo (1936) para elaborar sus novelas de ficción criminal. Autor de "Brown's réquiem" (Requiem por Brown), "Blood on the moon" (Sangre en la luna) y "Suicide hill" (La colina de los suicidas), entre varias otras, en 1987 publicó la primera de las cuatro novelas que componen su "L.A. quartet" (Cuarteto de Los Ángeles): "The black dahlia" (La dalia negra), a la que le siguieron "The big nowhere" (El gran desierto), "L.A. confidential" (Los Ángeles confidencial) y "White jazz" (Jazz blanco), serie con la que obtuvo una enorme popularidad. Luego de publicar varias novelas más y las autobiografías "My dark places" (Mis rincones oscuros) y "The Hilliker curse. My pursuit of women" (A la caza de la mujer), ahora acaba de lanzar "Perfidia" (Perfidia), novela con la que se propone dar inicio a su segundo "Cuarteto de Los Ángeles". A lo largo de su extensa obra el asesinato de su madre cuando él tenía apenas diez años aparece una y otra vez reflejado. Mujeres pelirrojas (como su madre) desfilan por la mayoría de sus libros y "Perfidia" no es la excepción. No obstante ello, grandes traumas de su país natal también aparecen en sus últimas novelas: la fallida invasión de Bahía de Cochinos, la Guerra de Vietnam o los asesinatos de John F. Kennedy (1917-1963) y Martin Luther King (1929-1968). "Perfidia" comienza en las horas previas al ataque japonés a Pearl Harbor durante la Segunda Guerra Mundial. A partir de allí el novelista californiano expone con crudeza el racismo y la xenofobia que se desencadenaron en Estados Unidos en una trama que se desarrolla durante una veintena de días. Dice Ellroy que no hay punto de vista más eficiente y fidedigno para contar toda una sociedad que hacerlo desde sus lugares y pensamientos más oscuros; de todo ello habla en el compendio editado de sendas entrevistas concedidas a Inés Martín Rodrigo para el periódico español "ABC" y a Juan Manuel Bordón para el nº 609 de la revista argentina "Ñ" del 19 de abril y el 30 de mayo, ambos del corriente año, respectivamente.


¿Por qué decidió escribir "Perfidia"?

Tuve una revelación: hace unos años me asaltó la imagen de un grupo de jóvenes americanos de ascendencia japonesa conducidos a un campo de internamiento. Entonces pensé que podía escribir el segundo "Cuarteto de Los Ángeles" y situar a los protagonistas del "Primer Cuarteto" poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Decidí que el libro se llamaría "Perfidia" y que transcurriría durante el ataque de Pearl Harbor.

¿Y por qué lo tituló así?

Adoro esa canción, que es de un autor mexicano. Es hermosa. En el libro hay perfidia por todos lados: los protagonistas traicionan sus ideas, sus amores... Cuando era pequeño, la gente no hablaba de sexo, todo se daba por sobreentendido, no había nada explícito… Salvo la guerra, el arte y cosas como esa canción. Así que, ¿qué mejor título?

Su proyecto parece ser ir atando entre sí sus diferentes novelas, tanto las que ha escrito como las futuras. ¿Qué lo atrae de esa clase de estructura?

Me atrae su grandeza. Me interesa todo lo que es grande y no tengo ningún interés por las cosas pequeñas. Todas las obras pequeñas me aburren, me deprimen, esa es la verdad.

¿Hace mucho que pensaba en este segundo cuarteto?

En realidad ni siquiera se me había cruzado por la cabeza hasta 2008, pero en cuanto lo pensé me obsesionó la idea de poder contar todo ese lapso, poder contar la historia de mi tierra y mi país a lo largo de casi cuarenta años. Si lo piensas, entre este cuarteto, el anterior y la trilogía de Estados Unidos, habré contado la historia de mi país desde 1941 hasta 1972. De hecho, para escribir "Perfidia" tuve que volver a leer mis siete libros armando hojas con datos para ver las líneas de cada personaje, cuidando que la información que doy sobre cada uno fuera consistente.

¿Lo sorprendió algo al volver sobre esos libros?

No, en realidad sólo buscaba no equivocarme con quién era y qué había hecho cada personaje, eso es todo.

En sus libros Los Ángeles es un personaje en sí misma. ¿Se siente parte de una tradición del policial en ese sentido, con Chandler y compañía?

Para nada. Y no lo tome mal, pero estoy harto de esa pregunta. No sé por qué me preguntan por Chandler. No tengo nada que ver con ese tipo. Su trabajo no me interesa. Estoy cansado de decirlo. Los Ángeles es mi ciudad. Es mi pueblo.

En las primeras páginas, el protagonista ve pasar a una enfermera pelirroja por la que se sintió flechado y uno piensa en lo que usted llama "la maldición Hilliker", esas encarnaciones de su madre que lo persiguen.

Sin duda que hay algo de eso, que para ese personaje me inspiré un poco en ella. Incluso es de Wisconsin, del mismo lugar que era mi madre. Pero yo no buscaría mucho más que un guiño en eso. Para mí todo ese asunto está completamente terminado. Ya no quiero investigarlo más. El caso está cerrado y no creo que nunca se vaya a saber la verdad sobre quién la asesinó. Por mi parte, estoy convencido de haber escrito lo suficiente al respecto como para salir de ese lugar, para liberarme de ella.

¿Es la novela de una persona melancólica?

No, no lo creo. La novela está situada en 1951 y yo nací en 1948, así que tampoco hay mucho a lo que quiera volver.

¿Cómo se metió en la época en la que transcurre el libro?

Una parte fue leer mis otros libros, como le dije, y otra dejar volar la imaginación. También tengo una persona que recopila datos históricos, todo tipo de datos, para que pueda consultarlos en caso de que sienta que me estoy saliendo de la pista y escribiendo en el vacío. Pero lo fundamental es que tengo una curiosidad salvaje por lo que pasó en esa época e intento meterme en la cabeza de esas personas. También me ayuda mucho no tener ningún interés por el presente. No me interesa nada de lo que está ocurriendo.

Parece difícil vivir así, ¿no lo es?

A ver... está claro que vivo en este mundo, que trato con gente y que tengo amigos, pero la historia de esta época no me interesa en lo más mínimo y mi forma de comunicarme con el mundo actual es básicamente a través de los libros que escribo, que le llegan a personas que probablemente nunca llegaré a conocer. No busco mucho más.

Al leerlo uno se pregunta por la huella de ese ataque a Pearl Harbor, si no fue comparable psíquicamente al ataque contra las Torres Gemelas.

En realidad yo no lo compararía con ninguna otra cosa. Además, en la novela sencillamente funciona como parte de un contexto histórico. Pearl Harbor fue un brutal ataque a traición de Japón contra los Estados Unidos y creo que acertaron con esa frase, que no recuerdo si fue del emperador Hirohito, de que con el bombardeo despertaron a un gigante dormido, porque el bombardeo transformó radicalmente la vida de los Estados Unidos y muy especialmente la de Los Ángeles.

¿En qué sentido?

En que Los Ángeles es el resultado de ese bombardeo y de esa guerra. Los astilleros militares y la industria de defensa se expandieron desde allí, porque ahí estaba instalado el complejo militar del país. Además, se trataba de una ciudad con una enorme comunidad japonesa que de pronto estaba bajo sospecha y en la que día y noche sonaban las alarmas de bombardeos. La ciudad entró en un ritmo frenético, no se dormía, no se paraba. Eso es lo que me permitió escribir una novela así, que avanza en tiempo real, minuto a minuto. De todas formas, insisto en que es sólo contexto histórico. No creo estar dándole un sentido al ataque más allá de eso.

Uno de los protagonistas de "Perfidia" es un forense, figura que cobró mucho peso en el policial de las últimas décadas. ¿Qué lo atraía de esa mirada?

Bueno, no lo sé, es un personaje más de esa época. En cuanto a las modas... yo no miro televisión, no uso computadoras, no he visto ninguno de esos programas ni leído ninguno de esos libros, así que no podría decirle nada al respecto.

Me ha sorprendido la seguridad con la que ha dicho que es uno de los mejores escritores de esta era. ¿Cómo puede estar tan seguro de eso?

Con todo el respeto, hay un cierto tipo de hombre americano que llega a una edad, y soy el último de esos hombres que usted va a ver en su vida. Tengo sesenta y siete años y quiero incendiar toda América y mandar todo a la mierda, y siempre he sido así. Casi todo el tiempo me encierro en una habitación y lo único que hago es trabajar. Me invaden pensamientos, me da miedo morir y puedo ver lo que hay más allá de la vida. Estoy jodidamente sano, pero… ¡oh, mierda, me doy cuenta de que esto no va a durar siempre! Los libros que escribo son esfuerzos sobrehumanos de concentración, construcción y pasión. En mi carrera arriesgué y me convertí en algo más. Creo que mi seguridad viene del sentido que tengo de mi propio trabajo y el hecho de que comencé a escribir bastante tarde, cuando tenía treinta años.

¿Y por qué comenzó a escribir?

Llevaba sobrio año y medio y era lo que quería, costara lo que costara. Quería tener novia, el reconocimiento y todo eso; pero, por encima de todo, lo que quería era escribir libros.

¿Lee a autores contemporáneos?

Sólo leo a mi amigo Thomas Mallon, que es el mejor escritor americano de novela histórica.

Pero cuando era niño se podía pasar diez horas en una biblioteca.
Eso fue hace mucho tiempo. Leía novelas policíacas, criminales, históricas...

Le cito: "Me obsesiona la perfección".

Así es. Así es como veo mi trabajo. Quiero que mis palabras sean perfectas, que la construcción sea perfecta, que sea profundamente emotivo, estilísticamente riguroso, y genial. No podría hacer otra cosa. "Perfidia" es mi libro más arriesgado, estilísticamente es severo; es mi última versión de la perfección.

¿Cómo afecta esa obsesión a su trabajo?

Si alguien me llama por teléfono, atiendo el teléfono; si tengo que salir de casa, salgo de casa y vuelvo más fresco. Me concentro en escenas individuales de la historia, para que sean pasionales e improvisadas, sin salirme de la historia general.

¿Qué siente al terminar una novela?

Cuando terminé "La dalia negra" fue una catarsis. Se lo dediqué a mi madre y lloré durante varias horas. Cuando terminé "Perfidia" me sentí aliviado; es como estar enamorado por primera vez y consumar la relación, como escuchar un adagio de Beethoven. Después me aparto de la escritura, llamo a mi editor, entrego el manuscrito y vuelvo a empezar.

Y vuelve a la vida. Porque los artistas a veces están tan involucrados en su trabajo que olvidan que tienen una vida.

Yo no estoy tan loco. He visto a gente que le ha pasado pero yo no soy así. Todo lo que hago, lo de no tener internet, ni teléfono, o no viajar, me ayuda a concentrarme.

Antes ha mencionado a su madre. ¿Sería escritor si ella no hubiera muerto?

No lo sé. No hay forma de averiguarlo.

Así que no le importa lo que digan los críticos.

No, ya ni siquiera leo las reseñas. Dejé de hacerlo hace tiempo. Así que la idea de meterme en internet y ver que la gente dice cosas horribles sobre mí... es una locura.

¿Y qué me dice del reconocimiento?

Bueno, quiero que me paguen, conocer a mis lectores, ser reconocido por la crítica y premiado. Pero, por encima de todo eso, quiero vivir una historia, quiero contar una historia.

¿Qué piensa de la gran novela americana?

Es algo que no va a pasar nunca. Es como la idea del sueño americano: se suponía que sería real y ahora se supone que es un fraude.

Por cierto, ¿cuál es su versión favorita de Perfidia, la canción que da nombre al libro?

¡Ah!, por fin me lo pregunta, esa sí que es fácil. Mi favorita es la de Glenn Miller, por supuesto, porque es la única que entiende que esa canción es una elegía.