31 de mayo de 2014

Cuentos selectos (IX). Slawomir Mrożek: "El pájaro ugupu"

Decía el maestro de la narrativa breve Slawomir Mrożek (1930-2013) en uno de sus cuentos: "Los tiempos han cambiado. Vivimos en una época de farsa, autoironía y parodia", y sabía de qué hablaba: nadie mejor que él supo retratar esos tiempos, esa época. Escritor, dibujante, periodista y dramaturgo, pasó sus primeros años en Borzęcin, su ciudad natal en el distrito de Brzesko, Polonia. Luego se mudaría a Porąbka Uszewska, donde recibió la enseñanza convencional católica y, durante la Segunda Guerra Mundial, a Cracovia, ciudad en la que padecería la ocupación nazi. Allí se graduó en la Nowodworski Lycée en 1949 para luego iniciar sucesivamente estudios de arquitectura, historia del arte y cultura oriental, dejando todos ellos inconclusos. Comenzó publicando dibujos satíricos en 1950 en las revistas "Przekroju" y "Dziennik Polski", siendo luego editor del semanario "Postepowiec". En 1953 aparecieron sus dos primeros libros de historias satíricas: "Opowiadania z Trzmielowej Góry" (Cuentos de las montañas Trzmielowej) y "Półpancerze praktyczne" (Una caparazón apropiada). Tras años después publicaría "Maleńkie lato" (Pequeño verano), su primer novela. Se unió al Polska Zjednoczona Partia Robotnicza (Partido Obrero Unificado Polaco) durante el dominio del estalinismo en su país y se ganó la vida como periodista político trabajando para la estatal Związek Literatów Polskich (Unión de Escritores Polacos). A partir de 1957 su carrera literaria se desdobló en tres facetas: a la de dibujante y narrador le agregaría la de dramaturgo. Ese año aparecieron la colección de dibujos "Polska w obrazkach" (Polonia en fotos), el libro de cuentos "Słoń" (El elefante), y su primera obra teatral, "Policja" (La policía), la que fue estrenada en el Teatrze Dramatycznym (Teatro Dramático) de Varsovia. Con ella -y las posteriores- obtuvo rápidamente un resonante éxito popular y sus obras teatrales comenzaron a representarse en Londres, París y Nueva York. En 1963, viviendo en Varsovia, decidió desertar y viajó a Italia, para luego pasar a Alemania, Francia (donde en 1978 obtuvo la ciudadanía) y México. Volvería a Polonia en 1996 (donde sus obras habían sido prohibidas) tras el debilitamiento del régimen estalinista. Sin embargo la abandonaría definitivamente en 2008 fijando residencia en Niza, lugar en el que viviría hasta su fallecimiento. Su visión crítica del mundo contemporáneo la expresó en obras de teatro cuyos personajes, enfrentados a determinadas situaciones sociales, llevaban hasta el límite la lógica de los estereotipos que simbolizaban y caían en el absurdo. Sin embargo, fue con sus cuentos breves y microrrelatos que cimentaría su prestigio internacional. Con una narrativa sustentada en el humor y la sátira, en lo insólito, sorprendente y paradójico, en la intertextualidad, en el absurdo, Mrożek reveló la condición humana en general a través de las creencias distorsionadas de sus personajes, primero desencantados con el régimen comunista, luego su singular adaptación a la economía de libre mercado, y finalmente desorientados ante la retórica democrática con su constante manipulación del discurso. De sus libros de cuentos más famosos se pueden citar "Deszcz" (La lluvia), "Dwa listy i inne opowiadania" (Dos cartas y otros cuentos), "Ostatni husarz" (El último círculo polar) y "Woda" (El agua) entre muchos otros. "Ptaszek ugupu" (El pájaro ugupu) apareció originalmente en "La lluvia" en 1962.

EL PÁJARO UGUPU

En mi infancia, mi hermano me hizo sentar en una cocina encendida. Eso me incitó, prematuramente, a reflexionar acerca de un gran proble­ma: "el hombre y la naturaleza". La influencia de la temperatura en nuestro comportamiento, no obstante haber actuado como estimulante en la ocasión, no por ello agotó la gama de preguntas a las cuales resolví encontrarles respuesta. ¿Cuál es el lugar del hombre en el gran ciclo de la naturaleza? ¿Cuál es su papel? La porción de ca­lorías que absorbí entonces en la plancha de la cocina, la devolví a la atmósfera por transforma­ción de la energía calórica en fonética, es decir -según mi parecer- en energía cinética, habida cuenta de que la voz consiste en modulaciones, es decir, en movimiento. De tal suerte, ya en la primavera de la vida me impresionó el hecho de que yo mismo fuera un eslabón del circuito na­tural.
¿Cuáles son los casos en los que el indi­viduo se integra en el juego de los elementos para convertirse en parte integrante de él y cuáles aquéllos en los que conserva las cualidades que le son propias? En una palabra, este margen, esta conexión y esta interferencia entre el hombre y la naturaleza, estaban destinadas a convertirse para mí, gracias a mi hermano, en una verdadera pa­sión desde mi primera infancia. Para satisfacerla debí hacer esfuerzos puramente prácticos, dominar el conocimiento. Sin ir más lejos, admití como jeroglíficos de la natura­leza a aquellas de sus formas más evidentes: la botánica y, ante todo, la zoología.
Las aspiraciones, las experiencias y las tentati­vas de las cuales mi pasión secreta -sólo por mí conocida- eran el motor, me granjearon una re­putación de sabio bastante estimable ante la gente. Más, no obstante, lejos de sentirme satis­fecho, no dejaba de buscar. Ninguno de los resul­tados obtenidos me parecía suficiente. A esta insaciabilidad, a esta eterna ausencia de respues­tas satisfactorias ha de atribuirse el hecho de que, aún cuando ya había cumplido los cincuenta, hubiese emprendido una nueva expedición científi­ca a lo más profundo de una comarca salvaje, en compañía de un solo hombre.
El clima era allí infernal. La flora y la fauna, de una exuberancia asombrosa. Era nuestra base una casilla que se levantaba sobre pilotes en las cercanías de una ciénaga en el mismo centro de la selva virgen. Allí permanecía durante muchos meses acompañado por mi único asistente, el teniente C., luchando contra las mil plagas de la región y prosiguiendo sin desmayo con mis inves­tigaciones relacionadas con el problema que más me apasionaba: el del misterio de la coexistencia y de la interdependencia de las diversas especies animales.
El teniente C. era un joven de muy altos méritos. Sobrellevaba las dificultades, sabía mirar al peli­gro de frente y había demostrado que era, por añadidura, un observador perspicaz. Llevábamos una vida espantosa. El calor tórri­do, los vapores que emanaban de la ciénaga cer­cana, los ciclones inesperados, la multitud de criaturas y plantas, tanto ponzoñosas como venenosas, las enfermedades, la falta de todo vínculo con el mundo civilizado, la existencia de fieras de todo tipo, tales eran las condiciones en las cuales, no sólo teníamos que vivir, sino también llevar a cabo observaciones exhaustivas. Para nuestra propia seguridad tuvimos que adaptarnos rápidamente a la realidad circundan­te; asimilarla, aproximarnos, exterior e interiormente, a la naturaleza.


Nuestros rostros se cubrieron de largos pelos. Nuestras uñas, que no recortábamos, parecían garras. Nuestro lenguaje se tornó gutural, animal, inarticulado. En cuanto a nuestros cerebros, olvidamos, simplemente, las sutilezas del intelecto y sólo conservamos nues­tro saber profesional. Si queríamos arrancar a la naturaleza sus secretos, debíamos borrar, en parte, las diferencias que había entre ella y noso­tros. Por eso mismo, no retrocedía ante la nece­sidad de hacerle ciertas concesiones momentá­neas. Me parecía que siempre estaría a tiempo de dar marcha atrás, que cuando hubiéramos reali­zado nuestra tarea podríamos volver a la civiliza­ción. Nuestros padecimientos alcanzaban su punto culminante entre las once de la mañana y las tres de la tarde cuando, en razón del calor insopor­table, debíamos interrumpir nuestro trabajo. Cada uno de nosotros pasaba esas horas a su manera. Yo, totalmente debilitado, me echaba en mi litera, mientras que mi joven amigo se queda­ba afuera, a la sombra, donde, según afirmaba, hacía un poquito más de fresco.
Como ya he dicho, hacíamos investigaciones acerca de la coexistencia entre animales. El punto central de nuestras observaciones era una va­riedad de rinoceronte que, por otra parte, ya está totalmente exterminada. Un solo y único ejemplar vivía en la ciénaga, no lejos de nuestro paradero. Era un animal enorme y solitario, lo cual sabía­mos por antiguas crónicas que nuestra experien­cia había confirmado. Era extremadamente salva­je y peligroso. Por eso sólo podíamos observarlo a la distancia por medio de gemelos y tomando todas las precauciones de rigor. A poco notamos que alrededor de aquel rino­ceronte rondaba sin cesar un zorrillo de pequeño tamaño y pobre apariencia que se deslizaba con bastante frecuencia hacia los pantanos. Tiempo más tarde los vimos encaminarse con reserva hacia las profundidades de la selva virgen.
La aclaración del enigma nos llevó unas cuantas semanas. He aquí de qué se trataba: el zorrillo corría adelante y le señalaba al gigante el lugar donde crecían raíces de rábano silvestre, la golo­sina favorita del coloso. El rinoceronte, con una sola patada, hendía la tierra y descubría, al mis­mo tiempo, las entradas a las madrigueras subte­rráneas de los tejones. El zorrillo, entonces, se metía en la madriguera y consumaba una rápida cópula con la hembra, aprovechando para ello la ausencia del macho que, en esos mismos momentos, se encontraba en lo más espeso del bos­que. Así era como el rinoceronte obtenía el rába­no que tanto le gustaba, al tiempo que el zorrillo eludía la responsabilidad que hubiera supuesto la fundación de una familia.
Aquello me había impresionado. Como zoólogo que era, conocía el impudor de la inexorable naturaleza, pero allí, donde las condiciones eran las de las edades más primiti­vas, aquello alcanzaba una intensidad difícilmen­te soportable. Tracé el siguiente plan de acción; debíamos averiguar cómo sabía el zorrillo la hora a la que los tejones salen de sus madrigueras. De no ser así, no adelantaríamos ni un paso.
Comenzamos por suponer que eran los ratones los que, a su manera, informaban al zorrillo, conscientes de que sería favorable a sus propios intereses que la vida erótica de aquél le tomase tanto tiempo como fuera posible y lo apartase de la preocupación de alimentarse racionalmente. Como se sabe, los zorros se alimentan, entre otras cosas, de ratones. Nuestra suposición era erró­nea. La naturaleza, al parecer, era mucho más refinada. Eran las pavas reales las que suminis­traban información al zorrillo. Esas criaturas as­tutas le informaban acerca de todas las ocasiones que se presentaban porque, sabiendo como sa­bían lo muy desarrollado que está el espíritu de imitación en sus propios esposos, les ofrecían, de esa manera, la posibilidad de copiar servil­mente el comportamiento del zorrillo.
- ¡Es espantoso! -le dije una noche a mi compañero-. Dos sentimientos me invaden. El primero es de asco, de miedo; el segundo, es de admiración, lo quiera o no lo quiera, por la per­fecta organización de la naturaleza,
- Lo que a mí me impresiona, sobre todo, es la organización -me respondió el joven, pensativo.
- Un día -proseguí yo-, el hombre hará irrupción en esta cadena de interdependencias que hay en el seno de la naturaleza. Introducirá en la espontaneidad inconsciente de los instintos la premisa de los valores morales. Y sin perturbar el curso de la naturaleza sino al contrario, pues al constituirse en un eslabón consciente, la dotará de un contenido nuevo y más noble.


Había otra cosa que no me daba reposo. ¿Por qué los tejones iban con tanta frecuencia al bosque aun cuando podían llegar a sospechar que su ausencia tenía consecuencias deplorables para el desarrollo biológico de su especie? Problema tanto más difícil de resolver cuanto que, con frecuencia, debía trabajar solo. El teniente había comenzado a quejarse de jaquecas y de vértigos y con frecuencia divagaba como si tuviese fiebre y caía en un pesado sueño de piedra entrecortado por sonoros ronquidos. No pude seguir adelante por más tiempo pues por entonces hicimos un descubrimiento real­mente perturbador. La distracción de los pavos reales, provocada por el vil comportamiento del zorrillo, era aprovechada por la serpiente pitón para deslizarse furtivamente en el nido de aqué­llos y llevarse los pavitos pichones.
- ¡Es atroz! -dije esa noche.
El teniente estaba echado en su litera. Se había sentido muy mal durante todo el día y, por pri­mera vez, había pasado en la cabaña los mo­mentos -entre las once y las tres- que en general dedicaba a dar un paseo por las profundi­dades del bosque.
- ¡Qué tinieblas! ¡Si tan sólo pudiera saber cuál, en medio de este mundo de deseo brutal y de hambre, es el lugar del hombre! ¿Qué piensa usted?
- ¡Qué sé yo...! -respondió el teniente con voz de adormilado.
De pronto, un fuerte golpe estremeció nuestra cabaña. Tomé mi carabina y miré afuera. Allí, a la luz de la luna, el gigantesco rinoceronte se frotaba en los pilotes que sostenían nuestra casa. No se podía perder un segundo. Apunté...
- ¡No tire! -exclamó el teniente con tono sal­vaje al tiempo que desviaba el caño de mi carabina-. ¿No oyó hablar de un pajarito llamado ugupu?
- ¡Usted está loco!
- ¡Si mata al rinoceronte, el pájaro ugupu mo­rirá!
- ¡Es absurdo!
- La pitón devorará al pájaro ugupu a menos que esté demasiado ocupada con los pavitos!
- Y bueno, ¿qué importancia tiene?
- ¡Si el rinoceronte deja de ir en busca del rábano silvestre en compañía del zorrillo, los pa­vos reales tendrán más tiempo para dedicarle a su progenie y la pitón devorará al pájaro ugupu.
Ya estaba harto.
- ¡Escúcheme! -exclamé-. ¡Qué me importa a mí el pájaro ugupu! ¡De un momento a otro el rinoceronte va a tirar abajo nuestra casilla!
- ¡El pájaro ugupu no es un pajarito de tantos! Se alimenta de una variedad especial de hojas y, después de haberlas digerido...
Su voz se quebró.
- ...da alcohol -acabó con un susurro-. Cien gramos de guano seco del pájaro ugupu por cada medio litro de agua.
Ya comenzaba a ver claro.
- Y a cambio de eso, ¿qué le hacía al rinoce­ronte? -exclamé y le puse el caño de mi carabina en el pecho-. ¡Hable! ¡Hable! ¡Y rápido!
- Lo masajeaba, todos los días de once a tres. Después siempre le daban ganas de rábanos silvestres.
Había comprendido. Ese día, el teniente había pasado mucho tiempo en compañía del pájaro ugupu y había descuidado al rinoceronte, el cual, privado de su masaje, había venido a recordár­selo. Media hora más tarde, después de haber sido masajeado por el teniente ante mis propios ojos, se fue satisfecho. El teniente se rehusó a volver a la civilización. La naturaleza se lo tragó. Fue mucho tiempo después, en cambio, cuan­do supe por qué los tejones abandonan con tanta frecuencia sus madrigueras para internarse en el bosque: lo hacen para que los dejen en paz.

28 de mayo de 2014

Noé Jitrik: "La literatura funciona como una manera de resolver la incomodidad social"

La "Historia crítica de la literatura argentina", obra en doce volúmenes en la que participan alrededor de trescientos ensayistas dirigidos por Noé Jitrik (1928) -uno de los críticos argentinos de más larga y respetada trayectoria con reconocimiento internacional por sus trabajos en semiótica y lenguaje-, reconoce varios antecedentes. Hacia principios del siglo XX, el periodista, escritor y profesor de Literatura castellana Ricardo Rojas (1882-1957) escribió la primera de ellas apelando a casi todo lo que se escribió en el espacio geográfico de lo que desde 1816 fue la Argentina e incluso desde antes de la Revolución de Mayo cuando aún estas tierras eran conocidas como Virreinato del Río de la Plata. Bajo el título de "Historia de la literatura argentina", fue publicada en cuatro tomos a partir de 1912. Hubo que esperar algo más de medio siglo hasta que surgiera otro proyecto interesante. Y fue realmente admirable el encarado por el editor Boris Spivacow (1915-1994), fundador del Centro Editor de América Latina, quien lanzó "Capítulo. Historia de la literatura argentina", una edición semanal que entregaba un fascículo crítico junto con un libro de literatura argentina. En la obra participaron notables ensayistas, profesores e historiadores, quienes conformaron un equipo de fuertes individualidades que realizaron su trabajo con libertad y autonomía. Pensada para un lector masivo, se vendía en los quioscos de diarios y revistas en facículos que eran acompañados por ediciones populares de los clásicos nacionales. La colección fue un verdadero éxito, llegando a vender más de 100 mil ejemplares por semana y tuvo una importancia capital para el desarrollo cultural argentino. Un par de décadas más tarde, la editorial Contrapunto alcanzó a lanzar un único tomo de "La historia social de la literatura argentina". El proyecto, dirigido por David Viñas (1927-2011), quedó truncado tras el cierre de la editorial. La "Historia crítica de la literatura argentina" que coordina Jitrik, en cambio, está dirigida a profesores de enseñanza media, profesores y alumnos universitarios y, también, a aquello que se conoce como "lector común", que es un lector culto aunque no especializado. Hasta el momento se han publicado -sin seguir una secuencia cronológica ni ordinal- los tomos titulados "La irrupción de la crítica", "Rupturas", "Sarmiento", "El imperio realista", "El oficio se afirma", "Macedonio", "El brote de los géneros", "La lucha de los lenguajes", "La crisis de las formas" y "La narración gana la partida". Sobre la cuestión de leer y escribir opina Jitrik: "Cuando escribimos comunicamos, pero también tenemos conciencia de que podemos escribir. Cuando leemos, nos informamos pero también actúa un principio de conciencia acerca de la capacidad de leer. Y esa capacidad -como la de escribir- va más allá del hecho material mismo y de los objetivos que se le atribuyen tradicionalmente a una y otra actividad y que tienen una intención comunicativa; la lectura tiene que ver con las potencialidades de la lengua y con el lugar que ésta ocupa en la cultura humana. Lo que funciona en un texto no concluye nunca: las significaciones andan revoloteando permanentemente; eso es lo que anima a un texto. Puesto en otros términos: uno puede imaginar que los textos apilados en una biblioteca están hirviendo. Están en permanente movimiento, unos más que otros; el movimiento se agota en algunos casos, renace en otros. Pero hay ese hervor en los textos que, cuando existe, no concluye nunca". En el nº 8 de la revista "Ideas de Izquierda", aparecida en abril del corriente año, se publicó la siguiente entrevista a Noé Jitrik a cargo de Ariane Díaz y Demian Paredes. En ella el reconocido crítico literario y escritor adelanta los temas de los dos volúmenes que quedan por editar de la "Historia crítica de la literatura argentina" y también aborda las actuales lecturas de personajes tan disímiles como Borges y Trotsky.



La "Historia crítica de la literatura argentina" incluye, al menos en los títulos, volúmenes dedicados a autores, a géneros literarios, a fenómenos como el desarrollo de la crítica. ¿Cuál fue el hilo para armarla, cuando aparentemente sigue criterios distintos?

Siguiendo quizás un modelo de narración del siglo XIX, es decir, un propósito descriptivo general y alternativas que dan lugar a los capítulos. Estos capítulos pueden ser de naturaleza diferente: el personaje se encuentra de pronto frente a una posibilidad positiva, y en lo que sigue surge una contrariedad; entonces el carácter del capítulo cambia. Por otro lado, en la narración del siglo XIX hay capítulos que son como de descanso, de transición, donde la descripción ambiental crea un ritmo que ayuda al lector a una especie de relajamiento para poder aumentar la tensión después y llevar el conflicto a una zona de resolución dramática, que luego se disuelve en una lección que hereda de la tragedia en el sentido de que hay reconciliación, o hay continuidad. Ese proceso, que prácticamente es común a todo el relato realista del siglo XIX, puede ser aplicado a cualquier intento de relato. Y un relato tiene un carácter de historia en el sentido de un desarrollo. No es un concepto de fijación de un acontecimiento, sino de una gestación, de una problematización del conflicto, de alguna resolución, o de una continuidad, o de un cese. Todos estos elementos entran en el concepto de historia. Entonces cualquier objeto que pueda ser abordado puede ser enfocado desde esta perspectiva. No para atenerse rigurosamente a las condiciones que tiene el relato del siglo XIX, sino el espíritu general de un proceso que tiene un carácter histórico, y que tiene por lo tanto estas posibilidades. Los capítulos, ¿cómo los empecé a pensar? Tuve en cuenta la cuestión de los momentos del proceso, ateniéndome básicamente a lo que pasa dentro del objeto mismo, de eso que llamamos literatura, no en un contexto de algo concluido o terminado -como puede pensarse en la literatura europea-, sino de gran gestación. En realidad es un proceso dramático, porque no hay nada firme en el comienzo, ni siquiera los modelos que se pueden invocar son demasiado fuertes, y luego va como intentando tomar forma. Y eso hace momentos de alza, como por ejemplo en "El oficio se afirma", donde ya hay gran literatura. Pero primero simplemente hay "Una patria literaria", una voluntad de construir algo en un lugar que está también empezando a tener forma, que todavía no la tiene. Y finalmente, en el último volumen, "Una literatura en aflicción", ya hay una literatura más o menos conformada, que empieza a mirarse a sí misma en sus déficits, en sus dramas, en sus tragedias. En el que abre y en el que cierra, la relación con el entorno es determinante. La relación regular que puede darse entre una producción literaria, simbólica, y el contexto -hasta dónde la determinación, la autonomía, etc.-, se ahonda de una manera menos evidente que en el comienzo y en el final de este proyecto. Eso es más o menos el espíritu.

En los volúmenes hay secciones que están dedicadas a revistas críticas, al periodismo, incluso a cómo se enseña la literatura. ¿Considera que esas "instituciones" relacionadas son algo secundario al desarrollo propio de esa literatura -que tiene que ver en todo caso con cómo se vende, cómo se enseña, pero no con el núcleo de lo que se escribe-, o terminan afectando el contenido?

Son confluyentes. No se puede saber hasta qué punto entran en un proceso que de pronto tiene una forma más definida. Se podría decir: "Borges. Eso es literatura"; parece que nadie discute que eso sea literatura, y literatura argentina. Pero todo lo que intervino para que eso llegara a ser, es muy variado, no es un producto de una decisión o una claridad sobre lo que quería o no quería. Decía que son confluyentes. Tengo un ejemplo en el volumen de comienzo de siglo, que es el teatro de los anarquistas. Cuando los anarquistas tienen una presencia fuerte en Argentina, el modo de sociabilidad que tienen, y de afirmación de su pensamiento, y de afiliación, es el teatro, que ellos mismos escriben. Hay una actividad permanente del teatro de los anarquistas. Y todo es igual: el drama del patrón burgués que explota a la costurera…

Con una posición más pedagógica…

Pedagógica sí, pero social, porque viene siempre en una fiesta, en una conmemoración. En el programa está también la actuación de los niños, la comida, el compañero que viene de otro país… No es gran literatura, pero es un fenómeno de búsqueda a través de un modo de la palabra que corrobora una atmósfera, a principios del siglo XX, que implica búsqueda de afirmación; una convicción muy fuerte y además una marginación que se resuelve actuando en el orden simbólico. Y que es casi ejemplar, porque si esto que digo lo tomás como modelo de todas las dichas y desdichas de la izquierda, siempre ha sido así: la literatura funciona como una manera de resolver la incomodidad social, la dificultad de agarrar esta estructura que se escapa por todas partes o que es apropiada por otros. Entonces, me parecía, es la voluntad de configurar la literatura por esa vía tan anómala y tan especial, y para mí tan encantadora, porque en todo el arte popular hay siempre una especie de aspiración a algo. No a la perfección, sino aspiración a algo, que tiene que ver con la vida, con el destino, con la sociedad. Hay otras cosas a tener en cuenta que son también confluyentes: la vida de las editoriales, por ejemplo. No se puede pensar que hay literatura argentina sin los españoles que vinieron a fundar editoriales en el país. Cuando España empieza a tener turbulencias, en la transición de la monarquía a la república, ciertas formaciones de orden liberal que se fueron dando a principios de siglo entran en crisis, y gente que se había formado por ejemplo en la escuela normal, o en la filosofía krausista, que estaban aspirando a un lenguaje que saliera de la cárcel de la monarquía, tan atrasada, y del catolicismo, tan bruto, sienten que en Argentina pueden hacer más cosas. Entonces cambia aquí la cosa, y en la Argentina se produce, y empieza a ser uno de los grandes países productores editoriales, un caso líder en América Latina. Y coincide con la aparición de figuras importantes y la conciencia del escritor. Entonces le doy un carácter dinámico al asunto, dramático, y no me fijo en las consagraciones.

Hablando de nombres, hay dos volúmenes dedicados a autores, "Sarmiento" y "Macedonio". Sarmiento aparece más comúnmente como figura importante, pero Macedonio es más raro…¿Por qué Macedonio a la altura de Sarmiento?

Por esta idea de la transición, de que un capítulo, como en las películas continuadas, terminaba y seguía otro. ¿Cómo se producen las transiciones que permiten nuevas formas? Una idea muy común, sobre todo en la escuela secundaria es: "¿Por qué se produce el romanticismo? Porque hay cierta fatiga del clasicismo". Pero eso es una estupidez, porque ciertos elementos del clasicismo perduran en el romanticismo. Pensalo en términos de la música: la música romántica es otra respecto de la música clásica, pero si vos pensás en figuras como Mozart o Händel, ves el vigor que se va a desarrollar en el romanticismo. No es algo que "se genera", sino que hay imaginación que busca cosas nuevas. Pero las estructuras perduran. Te encontrás con una sinfonía de Schubert o de Mendelssohn o de Schumann, y tienen adagio, allegro, etc. Entonces, hay transición, lo que no quiere decir que sea lo mismo. Macedonio es eso. Es la transición de orden crítico, con una visión muy profunda, de esto tan fugitivo que es la literatura. ¿Qué es un personaje?, dice Macedonio: no es una representación. Y si pone en duda el concepto de representación, abre a un campo que se desarrolla con sus más y sus menos, porque por ejemplo en el momento actual hay un regreso a la representación, porque es la clave del éxito.

Mencionaba a Borges. Pensaba en el programa que hizo Piglia en la televisión para un público amplio, o el debate el año anterior entre Feinmann y González… ¿Hay una especie de relectura "nacional y popular" de Borges?

No de la obra de Borges, sino de la incomodidad de Borges. González inaugura una estatua de Borges en la Biblioteca Nacional, y estaban los secuaces de Borges, todos antikirchneristas a muerte, y se tuvieron que aguantar ahí a Borges sentado, color verde, para la eternidad. Es una tendencia a la reparación de lo que pudo haber sido un equívoco en relación con un tema más complejo, que simplemente lo afilió a Borges a lo que Borges pudo haber dicho o no dicho, y que tampoco tenía tanta gravitación, ni en relación con Borges ni con la historia. Para mí lo importante es qué se encarnaba en ese espíritu de perfección de Borges, en esa especie de persistencia en la desviación, en irse de la norma, en molestar, en hacer chistes destructivos sobre las creencias de la gente. Una especie de mezcla de escepticismo, de vanguardismo, de capricho, de niño bien… es un enigma. Siempre toca puntos esenciales de casi todas las cosas de las que se ocupa. Ahora, es como que hay que mostrar todo eso, y con cierta urgencia, como para tener ídolos, porque creo que en la Argentina tener ídolos y líderes es importantísimo. Lo de Piglia me parecía inteligente. Él hace cosas inteligentes y toma algunos aspectos anecdóticos interesantes, y después invita a gente que no sabe qué decir. Después él tiene que decir "qué interesante", pero se ve que no lo es. Creo que los nacionales y populares lo estimulan con un "revival" de Jauretche. Borges pudo haber pertenecido a la mentalidad FORJA, como Manzi, Scalabrini Ortiz, Dellepiane. No era la de los viejos nacionalistas aristocráticos argentinos, ni la de los protofascistas. Eran nacionalistas, no perdían su pertenencia y la mentalidad radical, pero poniendo el acento en lo que los radicales en ese momento no estaban haciendo. Con Yrigoyen parecía que el radicalismo tenía una fisonomía muy propia, pero estaba infiltrado por una mesocracia, por el surgimiento de unas clases medias postinmigratorias, y no muy cómodas en el país… El radicalismo de Yrigoyen es una situación de incomodidad en términos generales, pero tiene también ese signo. Pero poco a poco se va modificando. Viene Alvear, vienen los estancieros, viene esa especie de aspiración o aristocracia, que fue siempre el mal de los radicales. Siempre en el fondo creyeron que la aristocracia argentina era de verdad, nunca se dieron cuenta de que era mentira. FORJA se insurge contra todo eso sin perder un carácter radical, y sin hacerse nacionalista a lo Ibarguren -más de derecha y a la francesa-, y tampoco la de la alianza libertadora, los fachos… Pero es un nacionalismo, y ahí está Jauretche, y Borges, sin estar ahí, es eso al principio. Esos poemas de los tres primeros libros y los primeros ensayos tienen ese carácter, y nunca lo deja… Pero luego descubre que eso no puede ser autónomo, como lo dice en "El escritor argentino y la tradición". Es coherente con eso, porque entonces empieza a mirar otros procesos literarios que le interesan, pero siempre encuentra la relación con lo local de una manera mucho más interesante que los otros que hablan de "lo nacional". ¿Nos podemos librar de un pasado que está metido en nuestra cabeza y que domina nuestra imaginación? No, aparece. Por lo tanto, las peculiaridades son insignificantes, son complementarias, y lo que importa son las continuidades.

En el volumen X anuncia que en el I van a aparecer los fundamentos de esta "Historia…". Ya con diez volúmenes hechos, ¿cambió la idea que tenía?

De hecho, en el volumen I, que está en prensa, hago una referencia bien precisa a lo que podría ser una teoría que gobierna la factura total de la obra (que no sé si ha cumplido). Cuando uno trabaja con un ejército... Tenemos trescientos colaboradores. Elegí a la gente pensando que podían abordar determinados temas, y además tuvo una respuesta buenísima porque, salvo uno o dos casos entre trescientos, nadie trajo algo ya hecho. Todos recibieron el tema y lo elaboraron, así que fue un desafío muy interesante. No estuvo libre de conflictos. Pero la teoría está expresada: que una historia es un relato, y que un relato es un diferimiento. El relato es metafórico en el sentido de que lleva de una cosa a la otra, de algo conocido a algo desconocido, permanentemente. Sobre esa base, cómo se lo puede encarar, o darle una vitalidad, ha sido también la preocupación del relato histórico propiamente dicho desde el comienzo de los siglos.

El volumen XI se llama "La narración gana la partida". ¿Esto sigue siendo así, predominantemente narrativa, o hay lugar para la poesía?

La poesía sigue siendo ritual. De la boca para afuera se la reconoce, se la reverencia. Incluso se la premia, pero no se la lee. Está recluida, y las reflexiones sobre la poesía también. Si lees la gente que escribe sobre poesía, en general es puro ensalzamiento, pura glosa, repiten los versos y dicen "acá el poeta sufre"… "acá el poeta llora". Y a lo mejor es imposible que salga de ese lugar porque además histórica y socialmente, no salió, sino que entró. En la Grecia homérica o prepericleana, los filósofos presocráticos escribían poesía. Hasta en Roma, Lucrecio con su gran poema sobre la física, sobre el mundo, la naturaleza, es poesía. Eso se va perdiendo, y la narración, a medida que lenta y dolorosamente las sociedades se van democratizando -no porque tengan sistemas democráticos maravillosos, ahí entran los conflictos de clase en escena- la poesía empieza a ser recluida y el poema épico cae, y el poema lírico, que es individual, donde cada uno se expresa, cae… En cambio con la prosa la cosa empieza a circular de otra manera, más masivamente, hasta que encuentra sus propias formas, que son de una mayor eficacia en ese sentido. Si vos comparás el Siglo de Oro español, hay por lo menos tres grandes poetas: Góngora, Quevedo, Lope de Vega, pero está Cervantes. Y el que ganó es Cervantes, se ha impuesto y forma parte del escenario de la humanidad, pero no así los poemas de Góngora. En Argentina, para los poetas, es difícil… en mi biblioteca debo tener más de dos mil libros de poesía. Poetas que escriben, escriben, escriben, publican, publican, publican… De repente son cosas que uno puede valorar, pero hay que poder valorar; tener una comprensión del fenómeno y entregarse, y no pensar que los demás no leen, o que no compran los libros de poesía.

En el último tiempo salieron libros, novelas, como usted dijo, toda una "red semiótica" alrededor de las ideas de Trotsky. ¿Por qué cree que sucede?

Primero creo que, como personaje, es una de las configuraciones del siglo XX más definidas. Hay otros, como Proust en el plano literario, que es propio, expresa las tensiones del siglo XX. Trotsky nació en un pueblo donde nació mi madre. Pero mi madre era analfabeta, terminó en Argentina haciendo lo que pudo; la suerte no los acompañó ni a ella ni a mi padre… Pero salió del mismo lugar que Trotsky. Y Trotsky, por una energía impresionante, llegó a tener una especie de comportamiento… se manejaba como un duque. Con una grandeza en los gestos. Ir a cazar, ir a pescar, la relación con los idiomas. Van Heijenoort dice que escribía muy bien en francés, no lo hablaba sino con acento, pero lo conoció; en inglés mucho más fluido; el alemán lo manejaba… una cosa de un poder extraordinario y una percepción de las palabras, que era su auténtico fuerte. En la palabra y en el uso de la palabra basó toda su vida, su existencia. Pero con algo muy especial, y es que había un núcleo, muy importante, que era el mismo en ese tránsito del pueblo a esas posiciones en las que llegó a estar. Y lo que hace son siempre prolongaciones de ese núcleo. De alguien que sale de ese pueblito, pero contrariamente a todos los demás que salieron de ahí, adquiere esa dimensión histórica que tiene en la problemática y las características del siglo XX. Es fascinante, y eso hace que se vuelva a él, y no es la primera vez. Que lo hayan expulsado de la URSS, desde el punto de vista de la sociedad soviética, probablemente haya sido el origen de las graves desdichas de esa sociedad. Porque son, con el estalinismo, veinte, treinta años de oscuridad total. Probablemente si él hubiera seguido en el poder la cosa hubiera sido más luminosa. No digo perfecta porque la situación no era para pensar en perfecciones de ningún modo. Pero luego la figura de él como intelectual crece, crece… Pareciera que tiene un ideal renacentista, en el sentido de que nada de lo humano le es ajeno. Está en la cárcel en Siberia y está mirando cómo era el procedimiento; está en Francia y mira cómo es el tránsito en la calle. Creo que son motivos suficientes para explicarse por qué se vuelve al personaje, y por qué algunos intentan entender esto.

Dijo en diversos artículos sobre "Mi vida", su autobiografía, y su "Lenin", que estaban casi como novelados…

Trotsky siempre relata, en un artículo sobre el fascismo, o cualquier otro… siempre está contando la cosa. Y eso le da un carácter muy moderno a lo que hace. Lo no moderno -y que todavía persiste- es un dispersamiento en géneros, y un lenguaje… Un historiador de la facultad no puede sino manejarse más que de una manera, creyendo en el rigor de esto y lo otro, y poniéndose los límites que le vienen heredados. Como decirle a un médico que escriba de manera inteligible. No puede.

24 de mayo de 2014

Entremeses literarios (CLXXV)

CAÍDA DEL CIELO
Juan Martini
Argentina (1944)

Si su destino hubiese sido un cementerio marino; si un error en New York la hubiese sentado en otro vuelo, verbi gratia: en el Boeing 747-200B de KAL que aque­lla noche, después de su habitual escala en Anchorage, el veterano comandante Chun Byung In conduciría hacia la cresta de la leucemia bélica; si, por tanto, los restos de su cuerpo derivasen aún hoy en aguas del Mar de Japón, bajo flores coreanas y fantasmas siberianos; si los gobier­nos occidentales -por así decirlo- se hubiesen visto en la obligación de repudiar también el estallido de sus tiernos muslos, el íntimo holocausto entre medusas de sus brazos y su pelo, las abyectas dentelladas del tiburón que habría asaltado su lecho de plancton, sus ojos y su vien­tre en esa fría y última morada de altas olas en mareas in­clementes; si el anónimo piloto de un caza Sukhoi 15, y el mariscal Nikolai Ogarkov, y el comentarista de tele­visión Genryk Borovik, y la propia y austera agencia Tass hubiesen debido imputar a la involuntaria pero infalible memoria de un misil aire-aire no sólo las pérdidas irre­parables y los nombres inolvidables de Lawrence P. Mc­Donald (Georgia), congresista demócrata y líder de la extrema John Birch Society, y de Rebecca Scruton (Connecticut), joven viuda y madre, sino además los de una ignota (Olivos), melancólica y esbelta huérfana y heredera argentina; si ella, entonces, hubiese embarcado en el Korean Air Lines Flight 007, que desde el New York City's John F. Kennedy International Airport, acu­diría ciegamente a la cita secreta de su último duelo celestial, sería admisible creer en consecuencia que quizás ella, a bordo, habría esparcido en el olvido las cenizas fatuas de la película "Man, woman and child" y habría probado con recelo un plato de "zucchini au gratín", y se habría humedecido más tarde sus espléndidos labios con un sorbo de vino rojo, y habría hojeado conmovi­da las páginas del "Time" del 12 de septiembre de 1983, o se habría limado las uñas desdeñando las miradas explí­citas de un ardiente súbdito oriental, o se habría dormi­do después de haber fumado un cigarrillo, inapetente y aburrida, sin advertir las bases terrenales de Petrapavlosk, en la península de Kamchatka, y Vostochniy, en la isla de Sakhalin, abajo, ni los guiños, las luces parpadeantes, el aleteo convencional y metálico de los Mig 23, arriba, colmillos de lobos nocturnos, heridas de una estrella car­nívora, aullidos esteparios que cortarían la ruta que ya no conducía angelicalmente al Seoul's Kimpo Airport. Y si así hubiese sido, si su destino aquella noche hubiese si­do un destino real -amable y humano-, ella no hubiera podido llegar hasta aquí para preguntarme, como acaba de hacerlo, si es verdad que ya no la quiero.


NUEVA ARS POÉTICA
Osvaldo Sauma
Costa Rica (1949)

Ya sin afán ni aspiraciones sólo escribo para no morirme antes de tiempo, para liberar al amor y al rencor del combate feroz de las vísceras y no olvidarme jamás de los artífices de la usura. También para sentir (de vez en cuando) ese nirvana transitorio de toda creación furtiva del silencio.


O UNA COLUMNA DE HUMO
Mar Horno García
España (1970)

A la cola, como todo el mundo, lo pusieron. Subió un poco la cabeza y vio una larga fila. Sin querer, empezó a imaginar que todos eran una sarta de cuentas de un collar infinito. Una larga cadena de preciosos eslabones dorados. Una hilera de olivos de su tierra amada. Una línea discontinua de una carretera que desembocaba en la playa. Una bandada de pájaros que volaba hacia el sur. Una ristra de conchas marinas unidas por un hilo de plata. Una retahíla de palabras que formaban un poema, y se olvidó, completamente, de que solo eran una recua de reses. Y al fondo, los hornos crematorios.


EL PAJARERO
Adolfo Pérez Zelaschi
Argentina (1920-2005)

Todos los amaneceres recorría el bosque saludando a los pájaros con las manos en alto e imitando sus píos, gorjeos y silbos.
- ¡Avecitas mías, aladas hermanas! ¡Livianos corazones de la maña­na, alegría del cielo! ¡Aquí está mi pecho, si necesitáis nido! ¡Aquí mis manos, para calentaros si tenéis frío! ¡Cuánto os amo, hijas del Sol y del aire, volvedoras golondrinas, armoniosos jilgueros, gorriones saltarines, ruiseñores de la noche! ¡Aquí estoy yo, vuestro hermano! ¡Buenos días, buenos días...!
Así decía el pajarero mientras armaba sus ligas en los lugares del bosque concurridos por los pájaros: algún manantial o los senderos don­de caían de los carros de los labradores granos de trigo, mijo o alpiste. Al mediodía comía sus ajos y anchoas emparedados en rodajas de pan frito, bebía media bota de vino y se detenía a descansar, siguiendo con arrobo y lágrimas de ternura en los ojos el vuelo de sus hermanos alados. Luego, desandando sus pasos, recogía el fruto de su labor, medio cente­nar de pájaros de toda especie, los descogotaba en el acto y los vendía en la plaza del mercado
- ¡A los ricos pajaritos para el guiso de hoy! ¡Pajaritos, pajaritos pa­ra el arroz y la polenta! ¡Pronto, pronto, que no quedan más!
A unos pasos de allí, en el lugar de la plaza reservado para actos cí­vicos, casi siempre había un candidato a senador, edil, pretor o cualquier otro puesto discernido por el voto de las gentes, proclamando con gran­des ademanes y voces ante algunos incautos, su infinito y desinteresado amor por el pueblo.


PEQUEÑO DETALLE
Alonso Ibarrola
España (1934)

El cadáver se halla sobre el lecho mortuorio. La viuda, hacendosa hasta en el dolor, no descuida el más leve detalle. El aposento está limpio y ordenado, pero con un plumero prosigue su concienzuda búsqueda de polvo por todos los rincones, mientras musita unas oraciones. Otra señora, de luto riguroso, acurrucada en un rincón, observa sus afanes y musita asimismo unas oraciones. El féretro, colocado a los pies del difunto, aguarda... Se oye un timbrazo. Las dos mujeres interrumpen sus oraciones y se miran interrogativamente: "¿Serán ellos?". La viuda no responde y se dirige a la puerta, alisándose el cabello. Sí, son "ellos". El momento es trágico, y la viuda comienza a llorar desconsoladamente mientras indica con la mano dónde se encuentra su marido. El caballero, acompañado de una enfermera, se introduce en la cámara mortuoria. La viuda, abrazada a su amiga, aguarda fuera. "Era tan bueno, tan bueno..., pero no debería haber hecho esto", musita. Pasa el tiempo y, por fin, el caballero y la enfermera aparecen. "¡Señora, la conducta de su marido es un ejemplo! La Humanidad necesita de hombres como él, porque la Humanidad necesita ojos. ¡Gracias, en nombre de los que no ven! Uno de ellos, gracias a su marido, verá...". La viuda arrecia en sus sollozos. El caballero besa su mano y se dirige hacia la puerta, acompañado siempre de la enfermera. De nuevo a solas, las dos mujeres se dirigen a la cámara mortuoria, como si quisieran cerciorarse de que el muerto está allí... Sí, efectivamente, está allí, pero ahora tiene una venda sobre los ojos; mejor dicho, sobre las cuencas vacías... Los sollozos de la viuda se elevan de tono. La amiga la abraza... "¡Es un santo! ¡Es un santo!", musita. De nuevo, el timbre de la puerta de la calle. Es el caballero: "Perdón, señora. Su marido usaba gafas, ¿verdad?". La viuda asiente con la cabeza, con lágrimas en los ojos. "Si no le importa..., sería conveniente que me las entregara, porque el 'otro' las necesitará, naturalmente...".


PERDERSE DE VISTA
Roxana Palacios
Argentina (1957)

Difícil, a tu edad, perderse de vista. Por muy arbitrario que sea tu tamaño siempre hay una gota de agua que se convierte en espejo, un deseo que proyecta la imagen impalpable, minúscula, gigantesca. Siempre hay alguien que conoce la forma de tu cabeza, la posición en que te gusta dormir. A tu edad, difícil desaparecer; alguien, por ejemplo, puede estar guardando ahora mismo tu recuerdo en un cajón, tu ignorancia en su bolsillo. También puede pasar que al final de todo te quedes en la pared formando parte de las fotos de fa­milia como mi bisabuela, blanca y negra en el hueco de la escalera. Inútil esconderse, aunque creas que una especie de velo te cubre a veces, tu sueño está más expuesto de lo que pensabas. Algunos lo saben. Es que el sordo y el ciego reconocen la lluvia de distinta manera.


MANOS QUE VEN
Ángel Olgoso
España (1961)

Una eterna tarde de verano. Subimos la callejuela de este pueblo blanco y calmo del sur cogidos de la mano. En la esquina, tres ancianas a la sombra, absortas en sus labores de costura, indiferentes a la indiferencia de los turistas. Unas sillas de anea, una pequeña radio, unos geranios, un bisbiseo, unas aspidistras. Ella sólo ve los vestidos negros, las infinitas arrugas de la piel. Querría decirle que forman un aparte con el tiempo, con el mundo, que la inmemorial habilidad de sus dedos es una manifestación de lo sagrado, que esos movimientos tienen algo de arácnido, de inconmovible y que no pre­vén el desconsuelo cuando urden los destinos. Querría decirle que mientras una hila, otra devana y la última corta la hebra de la vida de los hombres.


CADA MORTAL TIENE SU SOMBRA
Graciela Licciardi
Argentina (1953)

Se me escapó la sombra. Fue un día en que estábamos en la plaza. Gustavo y yo. El nene era chico. Yo lo estaba buscando y como es de imaginar, no podía dejarlo solo para ir detrás de la sombra. No parece tan importante, pero no es así. Desde ese día no pude encontrarla más. Yo siempre digo que cuando está nublado o se va el sol, nadie tiene su sombra. Y no sólo cada mortal, sino las cosas, los animales, hasta las paredes. Todo, todo. Menos yo, me entiende. Al único que le pudo pasar esto es a mí, se da cuenta. El caso es que nadie se tiene que cuidar de pisar su propia sombra porque ella siempre va adelante de cada uno, o detrás o al costado izquierdo o al costado derecho; pero los pies de la sombra coinciden siempre con los del dueño. La mía, que anda suelta por ahí, no se sabe qué suerte pueda correr, la pobrecita.
Seguro que en menos que canta un gallo me la pisotean de lo lindo y entonces cuando la encuentre no me va a servir para nada; en realidad no sé para qué puede servir la sombra de uno, pero si todos la tienen por qué no la voy a tener yo, no.
Lo que pasa es que yo le voy a decir algo, vea, yo necesito la sombra para saber que existo, me entiende. Porque si no me veo proyectado cómo sé que soy. Además no puedo confiar en nadie, porque si no tengo sombra cómo voy a hacer. No puedo ser nada, no me parezco a nada porque no me veo, porque no soy. Hacía un tiempo, cuando todavía podía ver el sol ahí arriba, me gustaba porque me llegaban muchos paisajes para los ojos y también oía los sonidos y sentía las señales de cosas que me traspasaban; eran ruidos raros que venían de todas partes y no me dejaban tranquilo y yo sabía que era porque no tengo sombra. Últimamente me siento que no soy, que es como si yo me aparezco pero que no estoy en ningún lado y es por eso que tengo que encontrar mi propia sombra.
Y ahora, cuando estoy bajo esa luz del cuarto todo blanco, mi cuerpo no se refleja ni en el piso ni en las paredes ni en ningún lado. A veces, cuando otros me hablan, o me miro en el espejo, me parece que existo, que soy alguien, pero a veces, sólo a veces. Hace rato que estoy buscando mi sombra, pero creo que pronto voy a encontrarla, porque esos señores vesti­dos todos iguales siempre me dicen lo mismo, y cuando me pongo un poco nervioso, me tienen de los brazos fuerte fuerte y entonces oigo que alguno me dice vení que te hago sombra y me baja los pantalones.


EL VIAJE
Cristina Fernández Cubas
España (1945)

Un día la madre de una amiga me contó una cu­riosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón in­terior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le lle­vaba helados para la comunidad y conversaban du­rante horas a través de la celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así lo hubiera deseado, interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. "Si no le importa", dijo la abadesa tras los saludos de rigor, "me gustaría ver el convento desde fuera".Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. "Es muy bonito", concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al conven­to. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo noticias.


FIDELIDAD DE LAS ESTATUAS
Álvaro Menen Desleal
El Salvador (1932-2000)

A la circunstancia de que las estatuas no fueran del todo mudas atribuye Casiodoro (Variarum libri duodecim, VII, 13) el que los ladrones no terminaran con el arte de Roma: fue necesario armar pa­trullas nocturnas en la ciudad para pro­teger las estatuas de bronce de la rapiña de los ladrones de metal; pero los ladro­nes eran numerosos, y las patrullas fue­ron incapaces de contenerlos. Las estatuas de bronce estuvieron a un paso de desaparecer de Roma; pero no hay manera de cortar una estatua de bronce sin que el metal suene aparatosa­mente al golpe de los instrumentos, y el ruido que desvelaba a los ciudadanos era una especie de pedido de auxilio al que acudían las patrullas. Las estatuas que­daban casi siempre magulladas; pero quedaban... Versiones de la época se­ñalan que las estatuas, poco a poco, apren­dieron a emitir sonidos cada vez que un sospechoso se les acercaba en la oscuridad de la noche, sin que para ello fuera ya necesario el tocarlas.
Por otro lado, también ha habido esta­tuas valientes en la guerra. Cuando los godos invaden Roma el año 537, atacan con especial ferocidad el Mausoleo de Adriano (el Castel Sant'Angelo de hoy). A punto de caer en manos enemigas, un soldado romano, aterrorizado, como todos sus camaradas, ante la inminencia de la victoria goda, lanzó una estatua encima del invasor. Al caer a tierra, la estatua se portó valientemente y dejó de aplastar soldados invasores sólo cuando alguien logró cortarle la cabeza de un mazazo brutal. Naturalmente, los soldados roma­nos lanzaron más estatuas; tuvo tanto éxito la hueste marmórea (según la pin­toresca descripción de Procopio) que el Mausoleo no llegó a caer nunca en manos enemigas, y por 1865 años más la cons­trucción siguió sirviendo de fortaleza. A los héroes damnificados pertenecen los fragmentos de mármol que los agriculto­res italianos desentierran a cada rato hoy en día.
Es curioso, sin embargo, el hecho de que los romanos tardaran tanto tiempo en descubrir la fidelidad de las estatuas y su amor por la gran urbe, aunque bien puede atribuirse tal ceguera a cierto com­plejo de culpa por los excesos cometidos en tiempos anteriores (como el siglo IV, cuando se colocaban las esculturas de las cabezas de famosos políticos de la época sobre restos de estatuas antiguas). Bien puede pensarse que los romanos sabían perfectamente de esta fidelidad, y que era para su protección que llegaron a acumular en las calles de Roma, de acuerdo a Curiosum Urbis y Notitia Urbis, 22 estatuas ecuestres, 88 estatuas de divinidades bañadas en oro, 74 de divini­dades labradas en marfil y 3785 estatuas de bronce, aparte de 36 arcos de triunfo, y esto en la tardía época imperial, venida ya a menos la grandeza romana. Ceguera o no, la verdad es que, antes aún del epi­sodio bélico en el Mausoleo de Adriano, las estatuas habían dado ya numerosas pruebas de su amor a Roma: fue a su ac­titud de estática vigilancia y patriótica inmovilidad que la urbe no perece del to­do en los incendios provocados por Alarico el año 410, por Genserico en 455 y en 472 por Ricimero.
Una de las demostraciones de fidelidad de las estatuas que más nos conmueven es la que dan a propósito de la visita de Constante II a Roma, cuando se pone de manifiesto de una vez para siempre que las estatuas, como los caballeros, sólo for­man al lado de las causas perdidas. Cerca de doscientos años más tarde de la caída del Imperio de Occidente, Roma, después de mucho tiempo de no ver la cara de un emperador, recibe en el 663 a Constante II, quien llega a la ciudad con el apenas oculto propósito de llevarse a Constantinopla todo lo que de la vieja ciudad valga la pena. Le echa mano por eso a cuanta pieza de metal ve, incluyen­do el techo de placas de bronce dorado del Panteón que su predecesor, Focas, había regalado al Papa el año 609. Constante II llena las bodegas de su nave con el botín, y parte a adornar las calles y las plazas de su metrópoli. Pero las estatuas romanas se confabulan y hunden el barco en Siracusa, con todo y emperador. Es innecesario agregar que las estatuas, debido a su naturaleza, no tenían posibilidad alguna de salvación en el naufragio, cosa que, por saberla bien ellas, hace más que ejemplar su heroico acto. Esta fidelidad de las estatuas a la ciu­dad de Roma (donde vivían, en un mo­mento dado, tantas estatuas como habi­tantes) se debió más que todo a los amo­rosos cuidados que los Cumtor statuarum les prodigaban. Se cuentan casos (no extraordinarios, por cierto, en época tan extraordinaria) en que estos empleados del gobierno citadino abandonaron a sus mujeres y a sus hijos para residir a la sombra de sus estatuas favoritas, para ellos más queridas que la familia.

23 de mayo de 2014

Apuntes sobre Bioy Casares (12). Osvaldo Soriano

A finales de los años '60, cuando una parte importante de la obra de Bioy Casares faltaba aún desarrollarse, en "Bioy Casares. Adversos milagros" el escritor y crítico literario argentino Enrique Pezzoni (1926-1989) la definía como describiendo "una parábola gobernada por un ideal de austeridad". Según afirma Judith Podlubne (1968), profesora de Análisis del Texto en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, "aunque no puede prever en ese momento que será ese mismo ideal el que llevará a Bioy Casares a simplificar al extremo sus mayores logros literarios, la observación de Pezzoni advierte con nitidez el rasgo dominante en su narrativa hasta el final de su carrera. Desde sus renegados inicios hasta sus últimos relatos, toda la trayectoria de Bioy Casares se presenta como un aprendizaje orientado hacia la claridad y la sencillez en el estilo y la composición". Y agrega en su ensayo "Fantasía, oralidad y humor en Adolfo Bioy Casares": "Desde 'El sueño de los héroes' en adelante, y con el propósito preciso de descomprimir las severidades de la trama en sus narraciones, Bioy Casares confiere una importancia especial a la construcción de los personajes. Menos que interesarse en la morosa descripción de procesos mentales que identifica al héroe de las novelas psicológicas, resuelve la cuestión de un modo propio y, en cierto sentido, conciliatorio: inventa seres que presentan, con asombrosa verosimilitud, 'elementos conocidos', fácilmente identificables como representativos de algunos tipos sociales de la cultura argentina, pero que, lejos de intervenir en historias de corte realista, protagonizan aventuras extravagantes e impredecibles. El diálogo es el procedimiento privilegiado para 'naturalizar' la construcción de estos caracteres. A medida que su obra progresa, la utilización de este recurso se intensifica y la representación de los personajes compromete cada vez menos la intervención de una voz narrativa. La mayoría de ellos parecen definirse a sí mismos a través de las conversaciones en las que participan y de la lengua con la que hablan. Una lengua híbrida, que recrea el habla coloquial de los barrios pobres de Buenos Aires, y en la que se mezclan fórmulas populares, clisés, giros del lunfardo, expresiones del tango y locuciones rurales, recorre sus novelas y muchos de sus cuentos".
Ana María Barrenechea (1913-2010), lingüista y crítica literaria argentina, entendía en "El conflicto generacional en dos novelistas hispanoamericanos: Adolfo Bioy Casares y Elena Portocarrero" que el "interés excluyente que Bioy Casares deposita en el diálogo como procedimiento central en la configuración de los personajes responde a una búsqueda narrativa orientada a captar la atención y facilitar la comprensión de un público progresivamente más amplio. El diálogo facilita un tipo de lectura sin sobresaltos y de mínimo esfuerzo que anhela para sus narraciones. Tanto en sus novelas como en sus cuentos, las conversaciones resultan cada vez más directas, más informales y concisas, y se sostienen en un régimen de preguntas y respuestas antes que en un intercambio elaborado de opiniones o de estados de ánimo. De este modo, se convierten con frecuencia en el motor de las historias: los personajes en uso de la palabra son quienes se encargan de hacerlas progresar. Ligado al desarrollo de la acción, el diálogo cumple en las narraciones de Bioy Casares funciones muy similares a las que ejecuta en el texto dramático". "En el diálogo -explica- las personas dicen cómo es el asunto, y lo dicen con palabras de todos los días, que permiten imaginar las cosas, no hay ese escudo de vanidad que de algún modo interrumpe el fluir del relato y la eficacia de lo que se está contando. Es como si todo pasara con más facilidad por la mente del lector, en lugar de someterlo a un orden: aquí una descripción; ahora, acción".
Así, a diferencia de la lengua formal y elaborada en la que escribían los protagonistas de "La invención de Morel" y de "Plan de evasión", estos narradores se expresaron en un estilo coloquial, levemente marcado por particularidades contextuales. Un estilo que intensificó el carácter oral de la narración hasta resultar cada vez más terso, más "transparente", y dio lugar a un particular estilo de prosa conversada con el que Bioy Casares terminó de desprenderse de todo rastro de solemnidad o afectación que pudiese alejar al lector. Añade más adelante Podlubne en el ensayo antes citado: "Con los cuentos de 'La trama celeste' -los más elaborados de toda su obra- Bioy Casares experimenta por primera vez una creciente incomodidad ante ese modo del relato fantástico centrado en la construcción de 'invenciones rigurosas, verosímiles, a fuerza de sintaxis', que dominó su perspectiva sobre el género durante los años cuarenta. La sospecha de estar componiendo, conforme a un oficio mecánicamente aprendido, cuentos de tramas cada vez más complejas e intrincadas, se continúa durante la escritura de los relatos de 'Historia prodigiosa' y motiva, poco tiempo después, una ruptura relativa y circunstancial con las convenciones del género defendidas hasta ese momento. 'Guirnaldas con amores' (1959), un libro misceláneo en el que alternan fragmentos y aforismos de índole variada con cuentos breves y de arquitectura menos rígida, concreta ese alejamiento momentáneo de un modo ostensible. El componente fantástico, dominante en sus historias anteriores, es desplazado de estos relatos por la otra gran constante temática que su literatura viene desarrollando desde la década anterior, la sentimental".
Aquel secreto malentendido en que se fundaban las relaciones amorosas, la falta de correspondencia entre el enamorado y su objeto, tan palpables en "La invención de Morel", fueron dando paso en las historias posteriores de Bioy Casares a imágenes convencionales de la vida sentimental, en las que primó una perspectiva más superficial y desdichada del amor. Aunque no renunció del todo a la perspectiva del relato fantástico, los cuentos de "El lado de la sombra" (1962), "El gran serafín" (1967) y "El héroe de las mujeres" (1978), presentaron tramas más simples y diáfanas, en las que dosificó con equilibrio los misterios fantásticos y los efectos sentimentales, exhibiendo un tono narrativo cada vez más afable que luego dominaría por completo sus últimas narraciones. Con "Historias desaforadas" (1986) y "Una muñeca rusa" (1990), los relatos de Bioy Casares consolidaron de un modo definitivo esa nueva vuelta sobre el género. El tratamiento paródico, humorístico y hasta grotesco de sus temas más característicos se tornó un componente decisivo en la invención de las anécdotas y en la resolución de los relatos. Sus últimas obras, "Un campeón desparejo" (1993) y "Una magia modesta" (1997), si bien puede achacárseles cierta trivialidad en las tramas, conservaron la magistral fluidez de su escritura narrativa. De los grandes escritores queda siempre la fascinación de su universo ficcional, la seducción de su escritura, su imagen de autor y el aura de una vivaz visión social de su época. Bioy Casares reunió con holgura todas estas cualidades.

Osvaldo Soriano (1943-1997). Narrador y periodista argentino nacido en Mar del Plata. Pasó su infancia y adolescencia en su ciudad natal y en las provincias de San Luis y Río Negro, cuyos paisajes evocaría en su obra y en sus columnas periodísticas. Fue futbolista y, tras variados empleos, se dedicó al periodismo político, deportivo y cultural. En 1969 se trasladó a Buenos Aires para integrarse a la redacción de la revista "Primera Plana", colaborando además en otras como "Panorama" y "Confirmado", en los diarios "El Eco de Tandil", "Noticias", "El Cronista" y "La Opinión", y como corresponsal de "Il Manifesto" de Italia. En 1973 publicó su primera novela, "Triste, solitario y final". Considerada su mejor obra, sería traducida a doce idiomas. Tras el golpe militar de 1976, abandonó Argentina y vivió en México, Bruselas y París. No regresó al país hasta 1984 tras el advenimiento del gobierno democrático. Desde entonces y hasta su muerte colaboró en el diario "Página/12". Durante su exilio europeo había publicado "No habrá más penas ni olvido" (1978) y "Cuarteles de invierno" (1980) -ambas elogiadas y varias veces reeditadas en Italia-, las que recién se conocerían en Argentina en 1983. Al año siguiente apareció "Artistas, locos y criminales" y, en 1988, "Rebeldes, soñadores y fugitivos", dos colecciones de textos e historias de vidas. Ese mismo año publicó la novela "A sus plantas rendido un león", con un enorme éxito editorial. Luego publicaría "Una sombra ya pronto serás" (1990), "El ojo de la patria" (1992), "Cuentos de los años felices" (1994), "La hora sin sombra" (1995) y "Piratas, fantasmas y dinosaurios" (1996). Varias de sus novelas, publicadas en veinte países y traducidas a más de quince idiomas, fueron llevadas al cine. Su narrativa se apoyó tanto en la construcción de personajes y diálogos (artificios clásicos del género novelesco) como en la utilización de un estilo llano y fácilmente asimilable para el lector (lineamientos propios del periodismo). Cuando apareció "La hora sin sombra", Bioy Casares le escribió una carta a Soriano. Decía textualmente: "Buenos Aires, 15 de diciembre de 1995. Señor Osvaldo Soriano. Querido amigo: Usted me ha llevado, con mano segura y delica­da, a lo largo de situaciones, de aventuras extrañas, divertidísimas, hasta la última línea de la última página de su espléndida novela. El personaje del padre me parece muy grato, muy logrado. Hoy, cuando emprenda otras lecturas, echaré de menos el magistral ritmo de 'La hora sin sombra'. Lo felicito. Adolfo Bioy Casares". Ángel Chiatti (1946), escritor y crítico cinematográfico italiano muy amigo de Soriano, recordó en una entrevista realizada en Mar del Plata en agosto de 1998 que éste lo llamó, una noche alrededor de las tres de la mañana, para decirle: "Mira, discúlpame, yo tenía que comentarte algo porque me salgo de la vaina. Si no lo comparto me voy a morir ahogado". "¿Pero qué te pasa?", le dije. "Me mandó una carta Bioy Casares". La emoción de Soriano provenía de la carta: con letra imprecisa y toda movida Bioy Casares le decía que "La hora sin sombra" era la mejor novela que había leído en los últimos años. "Yo le propuse que pusiera ese comentario de Bioy Casares en la con­tratapa del libro. Pero me contestó: "No, a mí no me da. Yo te lo comento a vos. A mí me da mucha vergüenza". "E inmediatamente me dice: "Pero mira vos che, Bioy quiere decir que todo lo que yo había escrito anteriormente no le había gustado". Era la habitual autocrítica, tan típica de Soriano. El respeto y la devoción que profesó por la figura de Bioy Casares los había expresado en reiteradas oportunidades. Una muestra de ello es el texto "Bioy Casares. El más perdurable" -aparecido inicialmente en el periódico italiano "Il Manifesto"-, en el que Soriano trazó un perfil de Bioy Casares en el que puso en evi­dencia su fascinación por su admirado escritor, aquel que "introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo de la duda y la perplejidad".

Bioy Casares es el narrador con­temporáneo que más va a perdu­rar en el tiempo. Mientras la lite­ratura sea digna de ser llamada por su nombre, Bioy se asomará, cordial y denso, a señalar un cami­no. La obra de este coloso de la literatura fantástica describe en varios de sus cuentos y novelas un Buenos Aires fantástico y aparen­temente apacible, una ciudad que nunca existió y que todavía exis­te. Un ámbito que Bioy ha recorri­do durante más de sesenta años, barrio por barrio, en busca de per­sonajes y amores deslumbrantes. Si se recorren ahora las calles porteñas de Bioy se las encuentra degradadas y desiertas, pero siem­pre cargadas de extraños sueños, de un indecible malestar, de una inquietud serena y aterradora. Buenos Aires es una ciudad decadente y melancólica. En cier­tos barrios se siente esa desazón arbolada que sale de los zagua­nes, los adoquines desparejos y los abandonados rieles del tran­vía.
Pasados los años de la caza nocturna y los treinta mil secues­tros silenciosos, los ancianos de Adolfo Bioy Casares que urdían su desesperada defensa en "Diario de la guerra del cerdo" pueden volver a caminar sin temor por la ciudad a cualquier hora de la no­che: no se conocen aquí los horro­res nocturnos de Nueva York, París o Londres. Quince años atrás los cafés y las librerías permane­cían abiertos toda la noche y los colectivos recogían cada cinco minutos a los paseantes, pero ese esplendor ya no volverá. Los patrulleros de la policía recorren las pizzerías para mendi­gar la cena del comisario de turno. Los vigilantes tienen feos bigo­tes, modales falsamente amables y vigilan de reojo.


Hay algo de irreal en los atardeceres con sol y con luna, algo propicio para que un mundo de calma cansada se con­vierta de golpe en la novela de Bioy en pura inquietud e incertidumbre. La población es hosca y formal; no hay jóvenes de pelo teñido ni ropas disonantes, ni en las calles ni en la obra de Bioy. En la "city" los hombres llevan su maletín gastado y cruzan la calle por cualquier parte, entre colectivos y coches que igno­ran todas las reglas de tránsito. Si alguien cae al suelo fulminado por un infarto se lo auxilia un poco por curiosidad, un poco por lástima; la ambulancia puede tardar media hora en llegar, o no llegar nunca. En este mundo de puritanismo español y perversión siciliana no se encuentran prostitutas, travestis ni drogadictos de alboroto. La ciudad más embarullada del mundo cuida las formas de su agonía. Las apa­riencias son, en la Argentina, la primera preocupación. Una vez, un general de la dictadura, cansado de encontrar mendigos en la calles de su provincia, los cargó en un tren y los hizo arrojar en la frontera. Por ahí deben andar todavía de camino en camino. No existen trenes a horario ni citas puntuales y los teléfonos rara vez funcionan. Los muros están pintarrajeados de insultos a Menem y de reivindicaciones gremiales. El porteño que en "Dormir al sol" se "defendía" arreglando relojes aho­ra compra dólares para "zafar". Esa es la palabra que más se utiliza hoy en Buenos Aires.
Aún quedan algunos lugares cor­diales: los albergues transitorios y ciertos cines de la Recoleta. En los albergues se puede alquilar la mejor habitación del mundo para un ro­mance de dos horas, que es un plazo más que razonable. No se admiten per­sonas solas ni de a tres. Tienen que ser dos y de distinto sexo. Ya casi nadie va al cine y uno puede sentarse a su antojo en cualquier fila. Allí está, siempre, Adolfo Bioy Casa­res. El más grande escritor argentino de este tiempo espera que el fin del mundo, si llega, lo encuentre a oscuras, en un cine. Años atrás, cuando recorría cada barrio de Buenos Aires según su talante, solía demorarse en aquellas salas inmensas ahora convertidas en supermercados o en templos de apócrifos evangelios.
En el tiempo de su primera ju­ventud, recuerda Bioy, había tran­vías, circos fantásticos y unas mis­teriosas grutas artificiales adonde acudían amantes y suicidas. En los teatros de la Avenida de Mayo da­ban zarzuela y servían paella valen­ciana. Gardel estrenaba en la calle Corrientes los tangos que quedaron para siempre congelados en el tiem­po como toda la ciudad. Bioy -como su amigo Borges- detesta la voz de Gardel y prefiere los tangos proca­ces que iba a escuchar cuando era muchacho con choferes de taxi y porteros de cine. Frecuentaba los teatros de revis­ta de la calle Comentes cuando todavía no estaba el Obelisco. Allí iba a mirarles las piernas y el corsé a las coristas, a recomponer una alucinación que lo marcó para toda la vida: tenía sólo cuatro años cuando una muchacha que le pa­reció la más bella del mundo lo condujo a una glorieta y se desnu­dó para él. Desde entonces tiene dos gran­des pasiones: las mujeres y la lite­ratura. Al evocar esos arrebatos de amor y de genio hace lo impo­sible para que su buena estrella no hiera a nadie. No he conocido otro hombre que respete tanto a sus semejantes. Bioy se incomoda si alguien lo elogia pero no lo con­tradice. "Cuando alguien dice que un libro mío es espléndido, yo, un poco por cortesía y por ser agra­dable, creo, por lo menos durante la visita de esa persona, que mi libro es espléndido". Tal vez ese recato gentil y tími­do lo haya colocado a la sombra de su amigo Borges. Juntos crea­ron un alter ego, Bustos Domecq, al que se le deben muchos cuentos inolvidables. Hasta que un día perdió a aquel cómplice y no hay nadie que pueda llenar ese vacío. Bioy entró metódicamente en los suburbios y en los libros. De­dicó un tiempo de su vida a cada lectura y a cada barrio de la ciu­dad. Buenos Aires ha hecho un culto de sus esquinas: la de Co­rrientes y Suipacha o la de San Juan y Boedo, para el tango. Ciertas calles como Flori­da y Boedo separaron, al menos en la mitología, dos corrientes litera­rias de los años '20. A Borges se lo si­túa en Florida aun­que sus personajes son compadritos del arrabal.
Bioy Casa­res nació y vive en la Recoleta, uno de los pocos lugares de la ciudad que todavía se pare­cen a Europa. Ahí cerca está el cementerio de notables y patricios, pero el barrio es artificial y sin en­canto. Los personajes de "Historias fantásticas", "El sueño de los héroes", "Diario de la guerra del cerdo" y "Dormir al sol" deambulan por regio­nes más grises y ambiguas en las que todo es posible: una banal no­che de juerga en el apático Parque Chacabuco se vuelve aventura fan­tástica en el desolado pasaje Owen que apenas figura en los mapas. El de Bioy es un Buenos Aires sobrenatural y siniestro con domicilios precisos en los que se confunden las fronteras del cielo y el infierno: una iglesia de la calle Márquez 6890, la casa de Bolívar 971, la confitería Los Argonautas, el club Obras Sa­nitarias, la cancha de Atlanta, el cementerio de la Chacarita, el tran­vía 24 o el hipódromo de Palermo. Un viaje en tranvía o un trayecto en taxi con los personajes de Bioy es un salto al vacío. Si se acompaña por las rutas del campo a sus viajan­tes de comercio se corre el riesgo de terminar fusilado por un pelotón que dispara desde otra dimensión del espacio y quizá del tiempo. En­trar en un prostíbulo de Barracas, en el Sur, es ingresar en un laberinto que conduce a una historia circular.


Julio Cortázar, el otro gran hacedor de geometrías fantásticas, lo admi­raba y lo invocaba como a un maestro. Y no se equivocaba: de todos los novelistas argentinos Bioy es el que deja una obra más vasta y per­durable que arranca hace medio siglo con "La invención de Morel". Cortázar nombraba un Buenos Ai­res que había abandonado de joven y rehacía en París con una memoria portentosa. Bioy se apoderó de la ciudad con una mueca de ironía y hasta de compasión: a veces cuenta que Borges, enamorado del feo Puente de la Noria que cruza el Riachuelo, lo arrastraba a admirar un paisaje en el que nada hay para ver. Tal vez porque suponía que ahí se apuñalaban los tahúres. "A veces pasábamos vergüenza con los ami­gos extranjeros", dice. Pero si al­guien va en busca del universo de Bioy encontrará también barrios chatos, casas sin gracia y jardines descuidados.
El paisaje fantástico de sus cuen­tos y novelas es puro invento de Bioy, una fundación mitológica e irrepetible. Por eso en alguna parte del paraíso narrativo Bioy se en­cuentra y se abraza con Roberto Arlt, el autor de "Los siete locos" y "Los lanzallamas", muerto a poco de pu­blicada "La invención de Morel". Arlt escribía deliberadamente un argot de malas traducciones españolas y dialogaba en un lunfardo que todavía perdura en cada muchachón des­esperado. Bioy reconoce una apa­sionada afinidad con aquel suicida que predijo en sus novelas el desas­tre argentino. "Sí, definitivamente somos hermanos", reconoce, y el cuadro de familia, velado por la sombra de Borges, se recompone: Arlt, Marechal, Cortázar, Sabato, Conti, Bioy (y también el uruguayo Onetti) respiran un mismo aire de irónica melancolía porteña. Los personajes del Río de la Plata y sus sueños destrozados es­tán sobre todo en las páginas del Bioy más fantástico, irónico y sutil. El escritor que introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo de la duda y la perplejidad.