19 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (4). Dios (Guillermo Saccomanno)

Buscando evitar la decadencia, la humillación a la que tanto temía y que reaparecía una y otra vez en su obra como una pesadilla recurrente, Bergman se recluyó en su isla de Fårö, al norte de la isla de Gotland, en el Mar Báltico, donde fundó su propio cine y proyectaba sus películas favoritas a sus vecinos. Rodeado de sus libros y películas, siguió escribiendo con el frenesí de siempre -guiones, piezas teatrales, memorias- y en la última década incluso se permitió dirigir dos films para la TV que pueden considerarse el compendio de su pensamiento artístico, una conmovedora reflexión sobre sus eternas pasiones.
En "Saraband" -realizada en 2003- una pieza de cámara para dos personajes que queda como su largometraje final, Bergman, con su voluntad demiúrgica incólume, decidió volver sobre el matrimonio de "Escenas de la vida conyugal" y provocar un reencuentro. Sin embargo nunca fue un sentimental y tampoco estaba dispuesto a ceder al final de su vida: el paso del tiempo nunca lo enterneció ni lo puso melancólico. En todo caso lo hizo volver a la pregunta que lo había obsesionado durante sus últimos años. Si en los años '60 parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, en la siguiente década no dejó de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? Otras preguntas cruciales se sumaron en "Saraband", la película de un hombre tan sensible como intransigente, que se casó cinco veces y tuvo nueve descendientes: ¿Un hijo puede amar realmente a su padre? ¿De qué manera? ¿Por qué?
El caso de su anteúltimo film, "Larmar och gör sig till" (En presencia de un payaso) fue distinto. Aquí continuaba la exploración de ese misterioso haz de luz plagado de fantasmas que descubrió en su infancia, aquello que él denominaba la "linterna mágica", recorriendo sus recuerdos familiares y su infancia plagada de pesadillas y terrores nocturnos, oscurecida por la sombra del severo pastor protestante que fue su padre, pero que siempre nutrió de imágenes y de materia dramática a casi toda su obra. "Vivo continuamente dentro de mi sueño y hago visitas a la realidad", escribió. Y desde esa tenue frontera entre ficción y realidad, entre el sueño y la vigilia que siempre dominó su obra, se cuestionó no solamente a sí mismo y sus fantasmas, sino que también interpeló a Dios con la furia del ateo que alguna vez fue creyente.
Siempre dijo que el teatro, las bambalinas, eran su "verdadero hogar" y que allí fue feliz, aunque imaginaba que la Muerte lo acechaba obstinadamente, detrás de las cortinas de un escenario, disfrazada con la máscara cruel de un payaso. La creación artística e intelectual de Ingmar Bergman, considerada en su conjunto, no se halla exenta en ningún momento de la aureola de duda existencial que le rodeó siempre a sí mismo. Es notorio el hecho de que en la mayor parte de su filmografía sus personajes recorrieran caminos que los condujesen hacia sí mismos, hacia su propia alma, hacia su propia conciencia. Eran recorridos íntimos, enigmáticos, sobrecargados por un denso dramatismo. La transmisión de esos estados de conflicto interno de sus personajes, originaron historias angustiosas y lacerantes, como pocos directores de cine han podido comunicar, y este fue el mayor logro del director sueco.
Guillermo Saccomanno (1948) trabajó como guionista de historietas a partir de 1972 cuando se incorporó a la editorial Columba de Buenos Aires, lo que sería el comienzo de una carrera que lo llevaría a colaborar con editoriales españolas, inglesas, italianas y norteamericanas hasta que, en 1979, publicó un libro de poemas: "Partida de caza". En 1984 se inició en la narrativa con la aparición de la novela "Prohibido escupir sangre" y, dos años después, con su libro de cuentos "Situación de peligro". A partir de entonces compaginó la historieta y la literatura. Sucesivamente fueron apareciendo "Bajo bandera", "Animales domésticos", "Situación de peligro" y "La indiferencia del mundo" (cuentos); "Roberto y Eva. Historias de un amor argentino", "El buen dolor", "La lengua del malón", "77", "El pibe", "El oficinista" y "Cámara Gesell" (novelas). Radicado desde 1989 en Villa Gesell, una pequeña localidad costera de la provincia de Buenos Aires, Saccomanno ha escrito también el tomo de ensayos "Historia de la historieta argentina" y la obra de no ficción titulada "Un maestro". Sus relatos fueron traducidos a diversos idiomas y adaptados al cine y la televisión. Actualmente coordina un taller de narrativa y es colaborador del diario "Página/12", periódico en el cual publicó el 5 de agosto de 2007 -en su suplemento "Radar"- el artículo "Dios", en homenaje al director cinematográfico Ingmar Bergman.

Casado con una tendera de moda, un hombre de negocios oculta su homosexualidad en el matrimonio. Frecuenta una puta, se desgarra y se analiza. En tanto, su mujer se acuesta con su psiquiatra. El hombre asesina a la puta. Después, la investigación policial. Resumidísima, ésta es la trama de "De la vida de las marionetas" (1980). Es una película atípica de Bergman: entrevera lo documental con el "thriller". Arranca con colores furiosos y continúa en blanco y negro, compuesta por testimonios, diferentes puntos de vista. Nadie es dueño de la verdad. Al salir del cine, me costaba encajar en la realidad. Era, creo, la época de la dictadura. Había una normalidad en la calle. Pero era para desconfiarle. El espectador que yo era antes de la película no era el mismo después de haberla visto. Pero no tenía a quién contárselo. Estaba solo. ¿Quién tira de los hilos?, me preguntaba.
La relación con la fe, como la que se tiene con una película, es de orden personal, secreto e intransferible. (Una digresión: ¿es casual que los cines de antes, auténticas catedrales, se hayan transformado en templos de las más diversas corrientes evangelizadoras en el país en que se asesinaron a los curas que proponían la liberación del dolor?). Podría justificar este sentimiento religioso que me inspira el cine en el galpón parroquial donde las seriales alborotaban al piberío. Si asistías a misa los curas te recompensaban la fe con una entrada para el cine de la iglesia. Los pibes gritábamos, reíamos, nos quedábamos mudos de espanto frente a las seriales de aventuras. Después, cuando comentábamos la película yo tenía la impresión de que cada uno había visto una distinta.
Lo mismo pasaba, a fines de los '60 y en los '70 con las películas de Bergman. Después de cada uno de sus estrenos, muchas veces censurados por la dictadura de turno, sus films eran el pretexto para discusiones secantes: mucho café, polera y cigarrillos negros. Como a la salida del cine parroquial, me daba la impresión de que cada uno había visto una película distinta.


Tal vez estas meditaciones deberían empezar de otro modo. Por ejemplo, así: cuando me enteré de la muerte de Bergman pensé en Dios. Cada una de sus películas (y creo, con más devoción que petulancia, haber visto buena parte de su producción) me transmitía una inquietud que duraba varios días y, con el tiempo, se depositaba en mi memoria con la intensidad de lo vivido. Nada más lejos de su cine que la bajada de línea. No hay en ninguna de sus películas una sola frase que afirme la existencia de Dios y que le reste trascendencia a la distinción entre culpa y responsabilidad. Bergman siempre pregunta. Nunca declama. Interroga. En principio, a sí mismo. Asumiendo el riesgo, nos confiesa su desesperación, un vacío que si debe tener un nombre es el de Dios. Planteada su pregunta, estamos más solos que nunca.
Temor y temblor del dinamarqués Soren Kierkegaard (1813-1855), existencialista pionero, que se centra en la terrible prueba de fe que Dios le impone a Abraham: el sacrificio de su hijo Isaac. Este pasaje bíblico dispara en Kierkegaard un ensayo donde, por encima de su convicción teológica, se anima a formular todas y cada una de las preguntas que habrán de atormentar al padre en su camino a la montaña donde debe acuchillar al hijo. ¿De qué Dios hablamos?, se pregunta uno. ¿De qué padre? Y en esencia, ¿de qué clase de fe? Si algo exige la vida espiritual es compromiso con el amor en esta tierra, un compromiso solidario con el prójimo y su dolor.
Hay afinidades entre Kierkegaard y Bergman. Kierkegaard era hijo de un pastor. Su padre le selló el destino imponiéndole el estudio de la teología como el ejercicio del dogma. El padre de Bergman también era pastor. La relación entre ambos fue dramática. Bergman habría de recordar los castigos del padre. Y cómo, una vez, retobándose, le pegó una paliza al padre y después escapó. En su juventud, Bergman pasó un período en Alemania y no fue ajeno a las vibraciones del nazismo. Todavía hoy muchos compatriotas no le perdonan ese pecado de juventud y lo aprovechan para descalificarlo. No obstante, ahí hay una obra, "El huevo de la serpiente", que contesta todo reproche.


En los '80 Bergman litigó con las autoridades suecas negándose a pagar impuestos. Se trasladó entonces a Alemania, donde filmó, además de "El huevo de la serpiente", "De la vida de las marionetas". (Otra digresión: no es desatinado arriesgar que Bergman es quien precede y habilita con estos ejemplos el cine de Fassbinder.) Hay alrededor de veinticinco años de distancia entre aquella tarde en que entré solo a un cine de Corrientes a ver "De la vida de las marionetas" y esta línea. Un sentimiento de rareza en el mundo.
Los títeres juegan también un alegórico rol importante en "Fanny y Alexander". La historia de esos dos chicos y su descubrimiento de las tensiones entre juego y pérdida, placer y castigo, vida y muerte, podía ser la de mi hermana y la mía, pero también la de todos los chicos del mundo. Han pasado los años, nuestros padres han muerto. Mi hermana tiene una relación con la fe y yo otra. Mi hermana visita sus tumbas. Yo prefiero creer en Dios de otra forma. Un último recuerdo ahora: antes de morir, entre sus libros, mi padre tenía "La linterna mágica", las memorias de Bergman.
¿Qué Dios mueve los hilos pidiéndoles a los hombres ser sus embajadores haciéndose sacerdotes o curadores psi del alma atormentada? ¿Quién se cree el psiquiatra que analiza al asesino de la puta? ¿Quién se cree el temible pastor padrastro de los hermanitos Fanny y Alexander, tan parecido a Von Wernich? ¿Existirá Dios? Si no hay Dios, ¿a quién adjudicarle nuestras miserias y vergüenzas? Bergman tiene un mensaje (término desacreditado si lo hay): no tenemos otra alternativa que hacernos cargo de la desesperación que produce la responsabilidad.
El desesperado es un enfermo de muerte, escribió Kierkegaard. Bergman era uno y tenía conciencia de su mal, lo que no le impidió vivir ochenta y siete años para contarlo. Tampoco me da vergüenza confesarlo públicamente: como cada tanto necesito volver a Kierkegaard, también necesito volver a Bergman. Es decir, volver a Dios.

18 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (3). La sagrada familia (Rodrigo Fresán)

La década de los '70 comenzaría con "Beröringen" (El toque), su primera película rodada íntegramente en inglés y también, quizás, uno de las más flojas e inconexas de su carrera. Producida puramente para el mercado hollywoodense, supuso uno de sus mayores fracasos de crítica. Pero luego llegaría "Viskningar och rop" (Gritos y susurros), una obra preciosista y atormentada, de intachable fotografía y escaso diálogo, que se encumbraría entre las más aplaudidas del director sueco. Durante 1971 y 1972, mientras rodaba y ajustaba este film, escribió un texto que es en cierto sen­tido su libreto. En forma similar a lo que hiciera con otros films, Bergman redactó una versión preliminar en la que figuran la anécdota y solamente algunos de los diálogos, pero sin ninguna indi­cación de técnica cinematográfica: ni primeros planos, ni fundidos, ni movi­mientos de cámara. Sólo hay algunas explicaciones incidentales sobre los personajes y la acción. Estas obsesiones, a veces poéticas y a veces truculentas, fueron la materia prima con la que Bergman dio forma a sus films más sentidos, films en los que en la vida interior de los personajes se alternan el pasado, el infierno, el amor, la búsqueda de Dios y, a veces, el toque grotesco o cómico de una pesadilla re­cordada en la lucidez. De todas maneras, esto constituyó tan sólo un costado de Bergman. Hubo otra vertiente en la que un Bergman profesional, or­denado y metódico, trabajó sus obsesiones y las convirtió en relatos cinema­tográficos para consumo ajeno. Sus mejores films nacieron de esa armonización. A la inversa, también realizó films en los que las obsesiones no estaban todavía manejadas por una competencia profesional y derivaban a relatos irre­gulares, con baches, asperezas y excesos, y otros films que, en el otro extremo, parecieron hechos por un artesano sin suficiente inspiración, como un juguete o como una concesión a poderosos mecanismos comerciales.
En perspectiva, puede afirmarse que "Gritos y susurros" integra la mejor parte de la obra de Bergman. "A través de tres décadas de cine -escribió el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet (1922-2005) en la revista 'Filmar y Ver' nº 2 de septiembre de 1973-, Bergman ha mantenido una fidelidad consigo mismo de la que sería difícil encontrar parangón en todo el cine. En su propio texto descriptivo sobre 'Gritos y susurros' se adelanta a advertir que temas, intérpretes y per­sonajes son con escasas variantes los mismos de siempre ('sólo que ahora somos todos un poco más viejos') y efectivamente sería fácil enlazar las ideas de este asunto con las de varios precedentes del mismo Bergman. Eso es cierto en el detalle de las secuencias pero mucho más cierto en la temática general y en las inquietudes que transporta a su espectador. Con obstinación que supone un fundamento, Bergman se niega a tratar problemas sociales o eco­nómicos, ni historias de acción o de suspenso. Su mundo propio es el de las relaciones humanas, en términos de padres e hijos, maridos y esposas, pa­trones y sirvientes, más las inquietudes sobre Dios, el nacimiento, la muerte o el infierno, que conforman todo un cos­tado metafísico. Esa obstinación ha conquistado para Bergman el rechazo de algunos observadores por no ser bastante moderno: la simple respuesta es que la obra de Bergman no necesita ser actual porque ha llegado a ser permanente".
La década se completó con "Scener ur ett äktenskap" (Escenas de la vida conyugal), uno de los mejores ahondamientos en las relaciones de pareja llevados a la pantalla; "Trollflöjten" (La flauta mágica), en la que la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) es convertida en una fábula moral con ecos de la dramaturgia escénica teatral entremezclados con el lenguaje fílmico; "Ansikte mot ansikte" (Cara a cara), una película de una crudeza brutal y sumamente onírica en la que ahondó de la forma más oscura en la psique de una protagonista perturbada; "Ormens ägg" (El huevo de la serpiente), un curioso análisis del nazismo ambientado en el Berlín de los años '20; y "Höstsonaten" (Sonata de otoño), un film en el que exploró la relación filial sin edulcorantes, un conflicto entre una madre y una hija signado por un alto voltaje de amor y de odio, de cariño y al mismo tiempo rencor por viejas cuentas del pasado no saldadas.
Ya en los años '80, Bergman anunciaría su intención de retirarse de la pantalla grande para dedicarse exclusivamente al teatro. Alcanza a filmar "Aus dem leben der marionetten" (De la vida de las marionetas), un retrato complejo y estremecedor de un psicópata cuyas vicisitudes son narradas en forma semidocumental con diálogos deliberadamente inverosímiles y el uso de planos cortos y frontales; y, en 1982, presentó el que tal vez sea su film más autobiográfico, "Fanny och Alexander" (Fanny y Alexander), en el que aclaró retrospectivamente los grandes temas de su obra. De ella el mismo autor comentó: "Por fin quiero dar forma a la alegría que, a pesar de todo, llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo". Para entonces Bergman -ese "pequeño esqueleto con una nariz grande y roja" como anotó con decepción la madre en su diario pocos días después del parto- había llegado a convertirse en un realizador esencial de la historia del cine y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país durante décadas. Desde algo más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener difusión internacional, Bergman se transformó en sinónimo de Suecia.
Rodrigo Fresán (1963), narrador y periodista argentino, participó en el homenaje que el diario "Página/12" realizara a Bergman tras su fallecimiento con un artículo titulado "La sagrada familia". Nacido en Buenos Aires y radicado en Barcelona desde 1999, obtuvo un cierto reconocimiento literario en los medios culturales argentinos merced a sus frecuentes colaboraciones publicadas en distintos diarios y revistas a partir de 1984, escribiendo sobre los más variados temas: música, cine, gastronomía y crítica literaria. Ha publicado los libros de cuentos "Historia Argentina", "Vidas de santos" y "Trabajos manuales"; y las novelas "Esperanto", "La velocidad de las cosas", "Mantra", "Jardines de Kensington", "El fondo del cielo" y "La parte inventada". Escribe regularmente crónicas para el diario argentino "Página/12", y textos de crítica literaria en la revista "Letras Libres" y en el suplemento cultural del periódico "ABC" de España. También ha prologado y traducido obras de los escritores norteamericanos John Cheever (1912-1982) y Carson McCullers (1917-1967), entre otros. Buena parte de su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y muchos de sus cuentos han aparecido en diferentes antologías en Argentina, España, México e Inglaterra.

Por un lado están las películas que nos gustan mucho y, por otro -pero no muy lejos- están las películas que decidimos poseer y hacer nuestras. Tanto en sentido espiritual como físico, la revolución tecnológica en lo doméstico que venimos disfrutando en los últimos años (y padeciendo como una suerte de carrera armamentística imposible de concluir) nos ha dado la oportunidad de ir construyendo nuestra propia cinemateca como hermana siamesa de la biblioteca. Y, de acuerdo, todavía es más mecánicamente complejo ojear una película que hojear un libro; pero aún así ahí están todas imágenes, dormidas o en trance, esas cajitas zombis dispuestas a que las resucitemos electrizándolas cuando se nos antoje.
Dicho esto, confesaré sin problemas que la única película que tengo en casa de Ingmar Bergman es "Fanny y Alexander". Dos veces. En dos versiones. La que se estrenó en los cines del mundo (de 188 minutos, que puede definirse como un "bildungsroman", y que Bergman desarmó armando "con dificultad, como si cortara los nervios de su cuerpo"), y la que se emitió como miniserie por la televisión sueca (de 312 minutos y que crece a barroco retrato de familia). Ambas editadas y corregidas y aumentadas con abundante material extra por la nunca del todo bien ponderada "The Criterion Collection". Y otra confesión: no las vi nunca en esta presente y nueva encarnación aunque sí vi hace tiempo ambas versiones de "Fanny y Alexander". La cinematográfica, en el momento del estreno internacional, en una sala de la calle Carlos Pellegrini cuyo nombre no recuerdo y que -en su momento- se enorgullecía de sus proyectores última generación. La televisiva, en un DVD que me compré en Londres a finales del 2003 y que vi de regreso en Barcelona una noche fría de enero del 2004.
Y cosas que recuerdo (y que nunca olvidaré) de "Fanny y Alexander" sin necesidad de volver a verla: el teatro en miniatura y el traje de marinerito de Alexander, los ojos de quien se sabe demasiado pequeña para sentir tanto miedo de Fanny, la larga intro navideña donde se baila recorriendo toda la mansión del clan Ekdahl, los pedos flamígeros del tío Carl (consulto nombres de personajes en el cuadernillo de 35 páginas), la visita de los fantasmas de parientes fallecidos, la sirvienta embarazada, la torpe puesta en escena de Shakespeare a cargo de la compañía familiar (toque genial: los Ekdahl son, todos, muy malos actores sobre las tablas pero excelentes intérpretes de sus propias existencias), la muerte del padre, las malas palabras como mecanismo de defensa durante la procesión funeraria, las paredes desnudas en la casa del vampírico obispo Vergerus y sus monstruosas hermanas dignas de "fairy tale", la tienda de antigüedades del amigo judío y cabalista Isak Jacobi, y el hermafrodita Ismael y la momia viviente que allí moran, Dios materializándose en una marioneta, la mágica operación rescate de los niños, la terrible muerte del malo y los dos bautismos finales que cierran el círculo con otro gran jolgorio tribal.


Y descubro que recuerdo muchos más momentos de "Fanny y Alexander" que aquello que sucedió en una olvidable película que vi ayer. Y hasta es probable que recuerde cosas que nunca estuvieron allí pero es como si estuvieran y supongo que ése es uno de los signos inequívocos del Gran Arte: seguir creciendo, creando sobre sí mismo valiéndose de nuestros sueños despiertos, negarse a ir a dormir para seguir jugando un rato más.
Dije antes que "Fanny y Alexander" -considerada por muchos y por su mismo creador la summa creativa de una carrera al punto de que, luego de ganar el Oscar, el Golden Globe y el Bafta Award, Bergman anunciara su adiós al cine ("mi amante") para regresar al teatro ("mi esposa")- es la única película que tengo del director sueco y es más que probable que esta situación no vaya a modificarse. Me explico: comprendo y respeto el talento de Bergman, pero siempre lo he sentido como algo ajeno y generacional. Tal vez porque el nombre Bergman resonó tanto como el de Coca-Cola durante mi infancia y por eso lo perciba como algo que "no se toca" por considerarlo propiedad de mis padres y de sus amigos (que iban a ver a Bergman como quien va a recibir instrucciones para solucionar o complicar su vida, mejor, como quien va al psicoanalista) y cuyos códigos de conducta todavía hoy no consigo entender del todo. He visto buena parte de sus películas, sí, pero siempre como desde afuera. Distantes me resultan sus interiores matrimoniales que presagian la uniformidad supuestamente personal del Mondo Ikea, Liv Ullmann nunca me movió un pelo, siempre me irritaron sus primeros planos donde comulgan frentes y perfiles (truco que se robarían los millonarios de Abba para sus muy pobres videos), y jamás le perdonaré la nefasta influencia (aunque no sea su culpa) ejercida sobre Woody Allen.
Tal vez tenga que decir que -ya desde entonces- yo era más de Fellini. Y ahora se me ocurre que tal vez "Fanny y Alexander" sea y funcione como el "Amarcord" de Bergman compartiendo con el cineasta italiano las mismas intenciones: proponer a la sagrada familia como entidad indestructible y sublimar lo autobiográfico (se sabe que el padre de Bergman fue un estricto clérigo que alcanzó la posición de capellán de la Corona) hasta que alcance las alturas de lo mítico y lo mágico y, sí, lo popular. De ahí que muchos acólitos, en su momento, le reprocharon a "Fanny y Alexander" su "accesibilidad" y cierta "clara necesidad de agradar al gran público". Lo siento (poco) por ellos y por sus exigencias autoflagelantes dignas de Vergerus. Lo que a mí más me gusta de "Fanny y Alexander" es, justamente, el modo en que Bergman se las arregla para congeniar su mundo personal con la gran tradición universal: ahí están Shakespeare (varias tramas de la trama pueden entenderse como variaciones sobre "Hamlet"), Ibsen, Dinesen, Strindberg, Walser, Kafka, Mann, Dickens, Schulz, Von Kleist, pero también (o al menos así lo sentí yo) Irving y Millhauser y Bradbury y Davies y hasta esa formidable novela sobre el bombardeo al núcleo de la sangre compartida que es "El resplandor" de King con, para mí, una perdonable pero inexplicable imperfección: la ausencia de Max von Sydow -que hubiera sido un gran Jacobi- en su robusto reparto.
Y El Tema, claro: la infancia como territorio liminar y frontera de absolutamente todo y el modo en que la imaginación desbordante de un niño acabará -luego de múltiples penurias y aventuras- encarrilándose hacia una recta vocación artística por más que a la autoridad no le cause la menor gracia y sí un inconfesable temor hacia todo aquello que no puede gobernar y someter aplicando la doctrina de rezos y mandamientos.


"El hacer películas tiene para mí sus raíces en el mundo de la niñez, el piso más bajo de mi taller", escribió Bergman en un artículo de 1954. Tiempo después, a propósito de la planificación de "Fanny y Alexander", apuntó: "Jugando puedo superar la angustia, aflojar las tensiones y triunfar sobre toda destrucción. Finalmente quiero enseñar el gozo que llevo dentro de mí a pesar de todo. Un gozo al que en tan pocas ocasiones y tan pobremente le he dado espacio en mi obra. Poder retratar esa energía e impulso, esa capacidad de vivir, esa amabilidad... No estaría mal conseguirlo no más sea por una vez".
De ser así, "Fanny y Alexander" es el deseo concedido. Es sótano pero también recámaras y altillo y pararrayos y todos esos relámpagos. Pensar en "Fanny y Alexander" -viaje extático a la pérdida de un paraíso por el sólo placer de recuperarlo luego de una temporada en el infierno- como en la combada cúpula del universo, estrellas pintadas de dorado, algo inmenso pero que al mismo tiempo cabe en las manos de un niño. Un niño que juega y ordena y desordena y, sí, dirige, como un pequeño pero poderoso dios, las piezas de una diminuta escenografía inmensamente detallada mientras, ahí, al fondo de un pasillo de una casa donde se preparan los festejos de una larga noche, de pronto y sin aviso, una estatua decide moverse. Y -ahora presiono "play", ahí está, vuelvo a verla- se mueve por amor al arte.

17 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (2). Persona (Hugo Salas)

Entre 1944 y 1955, Bergman fue responsable artístico del teatro municipal de Helsingborg, etapa en la que, además de dirigir su primera película, realizó una serie de películas para el productor independiente Lorens Marmstedt (1908-1966) y otras tantas para la Svensk Filmindustri en las cuales profundizó sus preocupaciones existencialistas y que merecieron cierto reconocimiento entre el público y la crítica de su país aunque sin mucho atractivo comercial. Siempre sobre guiones propios, excepto contadas excepciones, Bergman rodó filmes como "Det regnar på vår kärlek" (Llueve sobre nuestro amor), "Kvinna utan ansikte" (Mujer sin rostro), "Skepp till India Land" (Barco hacia la India), "Musik i mörker" (Música en la noche), "Hamnstad" (Ciudad portuaria), "Eva", "Fängelse" (Prisión); "Törst" (La sed), "Till glädje" (Hacia la felicidad), "Medan staden sover" (Mientras la ciudad duerme), "Sånt händer inte här" (Esto no puede ocurrir aquí) y "Frånskild" (Divorcio). Sin embargo, hasta la aparición de la comedia "Sommarnattens leende" (Sonrisas de una noche de verano), su nombre no empezó a ser internacionalmente conocido. El éxito que alcanzó esta película en el Festival de Cannes de 1956 lo convirtió en el autor de moda dentro del cine europeo, y ello propició que se recuperaran varios filmes anteriores suyos como "Sommarlek" (Juventud, divino tesoro), "Kvinnors väntan" (Secretos de mujeres), "Gycklarnas afton" (Noche de circo), "En lektion i kärlek" (Una lección de amor), "Kvinnodröm" (Sueños) y, fundamentalmente, "Sommaren med Monika" (Un verano con Mónica), su primer filme abiertamente erótico en el que Harriet Andersson (1932), en un primer plano sobre el final del film, mira fijamente la cámara rompiendo una de las mayores reglas de la historia del cine.
A partir de entonces profundizaría su búsqueda de lo trascendente a través de un recorrido fílmico que incluye las celebradas "Det sjunde inseglet" (El séptimo sello), una lúgubre alegoría que indaga sobre la relación del hombre con Dios y la muerte; "Smultronstället" (Fresas salvajes), una recreación de su propia infancia a la vez que meditación sobre la vejez y el sentido de la vida para la que utilizó una estructura de narraciones superpuestas; "Nära livet" (En el umbral de la vida), una de sus primeras "obras de cámara", con pocos personajes y desarrollada prácticamente en un solo escenario: la sala de ginecología de un hospital; "Ansiktet" (El rostro), su única incursión en el cine de misterio mezclado con humor negro; "Djävulens öga" (El ojo del diablo), una personal recreación del mito de Don Juan que regresa del Infierno para tentar a la hija de un pastor; y "Jungfrukällan" (El manantial de la doncella) -una de sus cintas más célebres-, en la que narró una famosa leyenda nórdica de crimen y castigo envolviendo la historia en una atmósfera de cuento desarrollado en el Medioevo. Varios de estos films obtuvieron premios en los festivales de Cannes, de Berlín y de Venecia. Había comenzado su mejor etapa como director cinematográfico.
Efectivamente, la posición de Bergman como director se consolidó plenamente a lo largo de la década de 1960. Su obra entró en una etapa más austera, en la que fondo y forma se reconciliaron, con una técnica más depurada y en ocasiones experimentalista. Rodó una trilogía en la que ajustó cuentas con su educación religiosa abocado a un desesperado agnosticismo integrada por "Såsom i en spegel" (Detrás de un vidrio oscuro), "Nattvardsgästerna" (Luz de invierno) y "Tystnaden" (El silencio), trabajos en los que exploró en profundidad temas como la soledad, la incomunicación o la ausencia de Dios. Esta última obtuvo un notable éxito internacional provocando cierto escándalo por el supuesto carácter explícito de algunas escenas eróticas, pero su contenido argumental desesperado, duro para la época, anticipó lo que sería el estilo formal de sus obras posteriores.
Tras el intervalo que significó För att inte tala om alla dessa kvinnor (Ni hablar de esas mujeres), una comedia menor parodiando el cine de Federico Fellini (1920-1993), Bergman inició en 1966 su segundo tríptico caracterizado por el uso de primerísimos planos y el empleo evocador del sonido y la música para explorar el alma humana. Lo componen "Persona", una obra marcada por el psicoanálisis jungiano; "Vargtimmen" (La hora del lobo), una de sus obras más crípticas y desconcertantes; y "Skammen" (La vergüenza), uno de los pocos casos en los que Bergman hiciera alguna reflexión sobre la guerra (de Vietnam, en este caso) y con la que se despidió del cine en blanco y negro. Cerraría la década del '60 con "Riten" (El rito), un film para la televisión sueca, y "En passion" (La pasión de Anna), un análisis del lado más amargo del amor y de las relaciones de pareja. A partir de aquí Bergman se dedicará a ahondar con mayor profundidad, desasosiego y crudeza en los temas que venía tratando en sus trabajos anteriores.
Hugo Salas (1976) nació en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz, a más de 1.800 kilómetros al sur de Buenos Aires. Tras estudiar fotografía y cámara en el Centro de Experimentación y Realización Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), hizo un breve paso por el mundo profesional televisivo. Poco después, comenzó a escribir y publicar crítica de cine y decidió continuar su formación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, es miembro de la sección Argentina de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica y docente de Comunicación y Diseño en la Universidad de Palermo. A lo largo de los años ha publicado artículos en medios como "El amante", "Haciendo Cine", "Funámbulos", "Cuadernos del Picadero", "Los inrockuptibles" y "Página/12" (Argentina), "B2mag" (Alemania), "CinémAction" (Francia), "Cinemascope" (Canadá) y "Senses of Cinema" (Australia), entre otros. En julio de 2010 publicó "Los restos mortales", su primera novela. Para el homenaje a Bergman realizado por el suplemento "Radar" del diario "Página/12" en los primeros días de agosto de 2007, Salas escribió un texto titulado "Persona".

Desde "Un verano con Mónica" (1952), y más aún tras el éxito en Cannes de "Sonrisas de una noche de verano" (1955), el nombre de Ingmar Bergman se convirtió en contraseña de la cinefilia internacional, situación que habría de perder toda proporción luego del estreno de "El séptimo sello" (1956), donde un caballero medieval jugaba al ajedrez con la Muerte. Según quiere la leyenda, Buenos Aires y Montevideo miraron al mundo jactanciosas: sus públicos habían descubierto al genio sueco mucho antes, pero de allí en más su producción acaparó la atención internacional, por más que las películas resultaran oscuras, intrincadas y, en ocasiones, herméticas. En el caldero de los años '60 y '70, donde no faltaron intelectuales-estrella, Bergman fue el artista cinematográfico por excelencia. Tenía todo para serlo: modernidad estética, desenfado temático, una mirada de la emocionalidad burguesa válida tanto para el análisis marxista como para el freudiano, e incluso -aunque parezca banal- osadía y desparpajo sexual. No resulta extraño que, en una muestra de buen olfato cultural, al llegar los '80 anunciara su retiro del cine, luego de "Fanny y Alexander" (1982).


Desde ya, tanto protagonismo no fue gratuito, y Bergman comenzó a pagarlo con creces antes siquiera de dar su paso al costado. Para muchos se había convertido en el anatema absoluto, el signo de todo lo que el cine no debía ser: aburrido, solemne, teatral, excesivo, amanerado... los adjetivos sobran. Lo que pocos supieron es que había sido él mismo, bajo seudónimo, el primero en escribir uno de los artículos más ponzoñosos en su contra, en 1964, para la revista sueca de cine "Chaplin". En sus libros autobiográficos ("Linterna mágica" e "Imágenes"), Bergman dedica a sus propias películas la misma mirada impertérrita, fría y desapasionada (casi cruel) con que flagela a sus personajes.
Como suele ocurrir, el cruce de imputaciones y defensas sepultó, en su virulencia, la posibilidad de pensar algunas características de su cine, por ejemplo su relación con el teatro. Ciertamente, el escenario no era para Bergman una pasión menor sino, como más de una vez aclaró, su lugar de creación favorito. Parte de sus constantes temáticas y de su concepción del personaje derivan de dos de sus dramaturgos predilectos: Ibsen y Strindberg. Quien lea "Hedda Gabler" o sobre todo "El sueño", no podrá dejar de advertirlo. Es más: el particular estilo de sus actores y actrices, de Max von Sydow a Erland Josephson, de Ingrid Thulin a Liv Ullmann, está atravesado por el naturalismo expresionista que este repertorio requiere, y el lugar que Bergman concede a la actuación dentro de sus películas, como espacio de construcción del sentido, apunta a un claro respeto, una íntima fascinación por el misterioso trabajo del actor (obsesión que habría de desarrollar puntualmente en su telefilm "Después del ensayo", de 1983).
No obstante, y ya desde muy temprano, se advierte en sus trabajos, incluso los de juventud, un parejo entusiasmo técnico, una fascinación similar por el misterio de la máquina, sólo comparable al de otros modernistas de los años '60. Ya sea en el decurso sonoro de "El silencio" (1963), los artificios de montaje de "Persona" (1966) o el osado uso del zoom en "Gritos y susurros" (1972), lo que se percibe es una extraña felicidad de la técnica que lo llevó a decir, sin ir más lejos, que una de las pocas cosas que extrañaba del cine era trabajar con Sven Nykvist, el fotógrafo de sus últimas películas. De hecho, una de las principales características de su obra vuelve indispensable la cámara: el escrutinio minucioso del rostro en primer plano, siguiendo la tradición instaurada por Carl T. Dreyer (evidente en uno de sus fugaces retornos al cine, el corto "El rostro de Karin", de 1985, enteramente compuesto con retratos de su madre muerta).


Ocurre que Bergman practicó, de un modo incansable, el cine como provocación de los límites del propio cine, y fue para ello que echó mano al teatro. No vaciló en filmar toda una gama de tópicos hasta allí considerados infilmables (la angustia existencial, las ansiedades metafísicas, los planteos religiosos) sino también -y aquí aparecen Strindberg y el Ibsen de "Peer Gynt"- en practicar esa sutil variante del fantástico que no hace más que señalar una perturbación siempre presente en el espacio cotidiano. Hasta la aparición de Bergman, salvo raras excepciones (en su mayoría nórdicas), el espacio cinematográfico es en cierta medida unidimensional: o totalmente realista o totalmente fantástico o totalmente absurdo.
Desde "El séptimo sello", siguiendo una herencia que se remonta hasta Shakespeare (uno de los dramaturgos sobre los que más ha trabajado), Bergman procura fusionar estos planos, si bien con dispares resultados (como él mismo habría de admitirlo, envidiando la destreza de Tarkovski). En sus mejores películas -"Persona", "El silencio", "Detrás de un vidrio oscuro", "Gritos y susurros"- cuesta establecer una nítida distinción entre lo real, lo imaginario, lo mental, lo onírico y lo decididamente fantástico, sin que esto implique abandonar la indagación de los sentimientos y la emocionalidad humana. Quizá sea esa perturbación, más que su mirada neutra y desaprensiva del mundo, la que continúa despertando polémicas, y es probable que el propio Bergman estuviese muy contento de que así fuera.

16 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (1). El alma humana (Rodolfo Rabanal)

En el año 1950, en un artículo de la revista "Cahiers du Cinéma", un joven crítico llamado Jean-Luc Godard (1930) escribía: "El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Se está siempre solo, tanto sobre el plató como ante la página en blanco. Y para Bergman estar solo es hacerse preguntas. Y hacer films es contestarlas. Es imposible ser más clásicamente romántico". Años más tarde, el propio Ingmar Bergman (1918-2007) consideraría que el director de "Le mépris" (El desprecio) no estaba hablando tanto de él como de sí mismo, pero aún así la frase resume de manera notable el método de trabajo del cineasta sueco. La obra de Bergman, compuesta por sesenta películas y otras tantas obras teatrales, se prestó siempre a todo tipo de interpretaciones, pero lo concreto es que toda ella fue una constante interrogación sobre el sentido de la vida, la inestabilidad de las relaciones humanas, el amor y la muerte, preocupaciones existencialistas y religiosas del autor a las que abordó con un tono metafísico, gran destreza narrativa, una mirada gélida y mucha fuerza plástica, al límite del expresionismo.
Nacido en Upsala, hijo de un pastor protestante, en su libro de memorias "Laterna magica" (Linterna mágica) publicado en 1988, recordaría la relación con sus padres marcada por una estricta educación, severos conceptos religiosos, sentimientos de culpa, pecado y redención, castigos y desavenencias que marcarían su infancia y adolescencia. Pero también el hallazgo del cine: "Lo que yo más deseaba en el mundo era un cinematógrafo. Cuando tenía nueve años fui al cine por primera vez y vi una película que trataba de un caballo; creo que se titulaba ‘Belleza negra’ y estaba basada en un famoso libro infantil. La pasaban en el cine Sture y nosotros estábamos en la primera fila del anfiteatro. Para mí ése fue el principio. Se apoderó de mí una fiebre que no desaparecía. Las sombras silentes volvían sus pálidos rostros hacia mí y hablaban con voces inaudibles a mis más íntimos sentimientos". Un año después, cuando su hermano recibió como regalo de Navidad una cámara, se la cambió por su preciada colección de soldaditos de plomo. Pronto encontraría refugio en los mundos imaginarios que le proporcionaban ese proyector (la "linterna mágica", según describe en sus memorias) y un teatro de marionetas.
Tras cursar el bachillerato en una escuela privada de Estocolmo, el inquieto Bergman estudió en la Universidad de la capital sueca en donde se licenció en Letras e Historia del Arte con una tesis sobre el dramaturgo August Strindberg (1849-1912). Fui allí donde comenzó su relación con el teatro, escribiendo textos y dirigiendo obras, tanto propias o del autor de "Fröken Julie" (La señorita Julia) como de Jean-Baptiste Poquelin, Molière (1622-1673), Henrik Ibsen (1906-1828) o Tennessee Williams (1911-1983), entre otros. Mientras tanto había estallado la Segunda Guerra Mundial y, a pesar de que Suecia se mantuvo neutral, se encontraba rodeada de países ocupados por los nazis. La angustia se extendió entre la población y, en los ambientes bohemios e intelectuales, artísticamente la misma desembocó en las corrientes existencialistas. La neutralidad condujo a ese grupo a la introspección y al debate acerca de cuestiones como el origen del mal o las formas bajo las que éste se manifestaba en la condición humana. Dos pensadores, el danés Søren Kierkegaard (1813-1855) y el francés Jean Paul Sartre (1905-1980) ejercerían una notable influencia, y ella se pondría de manifiesto en la obra posterior de Bergman aunque, con el correr de los años, iría tomando distancia de ellos sin por eso abandonar su postura inconformista.
En 1942, la representación teatral estudiantil de su obra "Kaspers död" (La muerte de Gaspar) fue vista por Carl Anders Dymling (1898-1961) productor de la Svensk Filmindustri, quien lo contrató para el departamento de guiones de la compañía, lugar en el que trabajaría durante los dos años siguientes. Ya en 1944, la misma productora produjo una película a partir de su novela corta "Hets" (Tortura) que dirigió Alf Sjöberg (1903-1980), por entonces el director más prestigioso del país. Bergman sería su ayudante de dirección y tendría la oportunidad de dirigir sus primeras escenas, las últimas del film. Un año después, dirigiría su primera película, "Kris" (Crisis), una realización con resonancias profundamente existencialistas, surgida de un guión propio sobre una obra del dramaturgo danés Leck Fischer (1904-1956). Aunque la película no resultó un éxito sí significó el inicio de la vasta y prolífica carrera de Bergman como director cinematográfico. A partir de entonces filmaría una película tras otra, sin solución de continuidad. Conformó una familia artística que integraron prodigiosos actores y actrices a los que acudió una y otra vez. Todos ellos supieron de sus neurosis y de su mal carácter, de sus arranques de furia y de su inestabilidad emocional, pero comprendieron también que no había nadie como Bergman que pudiera extraer de sus rostros -los rostros fueron un elemento clave de su cine- sus misterios más insondables.
En la autobiografía citada, Bergman escribió: "Intuyo un ocaso que no tiene nada que ver con la muerte, sino con la extinción. A veces sueño que se me caen los dientes y escupo pedazos amarillos carcomidos. Me retiro antes que mis actores o mis colaboradores vislumbren al monstruo y los invada el asco o la compasión. He visto a demasiados colegas morir en la pista del circo como payasos cansados, aburridos de su propio aburrimiento, silbados o abucheados o cortésmente silenciados, apartados de los focos". Veinte años después, el 30 de julio de 2007, Bergman abandonaba finalmente el circo de este mundo. Unos pocos días más tarde, el diario "Página/12" dedicó buena parte de su suplemento "Radar" a recordar su obra. El narrador y periodista argentino Rodolfo Rabanal (1940) fue uno de los que colaboró para tal fin. Nacido en Buenos Aires y actualmente radicado en Punta del Este, Uruguay, es autor de una notable producción novelística caracterizada por su exquisito acabado formal y su excelente aprovechamiento de las situaciones más imaginativas y absurdas.
Rabanal ha ejercido durante muchos años el periodismo en sus más diversas facetas: corresponsal en el extranjero, jefe de redacción y articulista en diferentes medios gráficos de difusión nacional e internacional como las revistas "Primera Plana", "Panorama", "La Semana" y "El Periodista"; y en diarios como "Clarín", "La Opinión" y "La Nación". En su faceta de escritor ha alcanzado un notable prestigio merced a la publicación de las novelas "El apartado", "Un día perfecto", "En otra parte", "El pasajero", "El factor sentimental", "La vida brillante", "Cita en Marruecos", "La mujer rusa", "El héroe sin nombre", "El roce de Dante" y "La vida privada". Además ha cultivado con singular acierto la narrativa breve, género al que ha aportado las colecciones de cuentos "No vayas a Génova en invierno" y "Los peligros de la dicha", y los destinados al público infantil reunidos en "Noche de Gondwana". Es autor también del libro de ensayos "La costa bárbara". Su artículo sobre Bergman se tituló "El alma humana".

¿Cómo apostar por una sola de las obras de Bergman sin sentir que se traiciona al resto? ¿Cómo saber, en mi caso, si efectivamente hay una que yo prefiera sobre las otras? Cada una de las películas de Ingmar Bergman fueron y son para mí, todavía, capítulos diversos de un copioso libro de imágenes urdido sobre el deleite y la pasión -enigmática, reveladora- de representar el pensamiento y los conflictos del espíritu en estado vivo. Por eso, más que de un film en particular, llevo conmigo el registro, seguramente imperfecto pero genuino, de una serie de imágenes, secuencias y hasta escenas completas de su obra como si esa galería constituyera una sola e interminable película capaz de regenerarse a sí misma sin un principio ni un fin definitivo.
En cualquier momento, y bajo el efecto de algún estímulo o referencia ocasional que desate el recuerdo, reaparecen Bibi Andersson y Liv Ullmann confrontadas en el aire leve, transparente y nocturno de "Persona". Pero asimismo el pintor Johan Borg en una secuencia del amanecer en "La hora del Lobo". Y Liv Ullmann otra vez, y en el mismo film, lavándose en una tina de madera bajo un rayo de sol. Y luego, el oscuro contorno de Erland Josephson, uno de sus actores predilectos, acercándose al perfil inmejorable de Bibi Andersson en "Pasión", ¿cómo superar ese encantamiento erótico, desprovisto de todo énfasis, limpio de cualquier innecesidad?


O si no, aquellos estremecidos y sombríos momentos de "Gritos y susurros", cuando Ingrid Thulin se corta con un cristal roto, mientras tiene lugar la tremenda agonía de Harriet Andersson en la medialuz de un espacio rojizo donde va ganando terreno la sombra de la muerte. Y entonces se ve a la opulenta nodriza Kari Sylwan, semidesnuda, acunando a la muerta, o a la casi muerta, algo que sus hermanas -las que susurran en pasillos y rincones- son visiblemente incapaces de hacer. Tiendo a creer que nunca el cine alcanzó, ni osó alcanzar, por lo menos en ese terreno de una densa "materialidad espiritual", semejante altura, semejante "rareza", porque en esa magnífica secuencia se nos presenta a La Piedad encarnada en un acto de consolación extrema, de abrigo final, hecho con la propia carne y la propia piel, desafiando el horror, la indiferencia, el dolor mismo y, naturalmente, el misterio.
Qué lejos estamos con Bergman del cine "interesante", "no aburrido", del cine hecho para el olvido inmediato que hoy nos impone la marea alta del entretenimiento que desdeña el arte. En ese sentido podríamos asimilar la muerte de Bergman a una de las clausuras estéticas del siglo XX, a uno de sus adioses más significativos. En un registro acaso demasiado personal (pero que seguramente comparto con muchos), Bergman es también el cine Lorraine y la calle Corrientes de mi juventud, cuando ir al cine no era sólo una diversión sino también un culto, un aprendizaje, una aventura.


Como ocurre con todo artista valioso, la visión de Bergman contribuyó a darle forma y contorno a nuestra propia visión de la realidad, a nuestra propia percepción de la fantasía, incrementando la potencia de la imaginación para mejor descubrir la sutil complejidad del mundo interior de las personas en el mundo palpable de las apariencias. He citado unas pocas imágenes pertenecientes a cuatro películas porque sospecho que son las que suelo tener más presentes. ¿Definirá esta elección una preferencia o será la síntesis de un homenaje espontáneo? Un lector anónimo deslizó días pasados en un diario de Buenos Aires su escueta opinión sobre la muerte de Bergman: "El alma humana está de duelo -dijo-, ya no tiene quien la filme". Es verdad.

13 de febrero de 2014

Evocando a Michelangelo Antonioni (4). El ojo que se mira a sí mismo (Marcelo Figueras)

En su última etapa como realizador, Antonioni filmó el documental "Chung Kuo, Cina" (Chung Kuo, China) y varios cortometrajes. En los años '80 realizó dos films: "Il mistero di Oberwald" (El misterio de Oberwald) e "Identificazione di una donna" (Identificación de una mujer). El primero, una relectura de la obra teatral "L'aigle à deux têtes" (El águila de dos cabezas) de Jean Cocteau (1889-1963), le sirvió como campo de experimentación para probar la textura y las posibilidades de un soporte por entonces relativamente nuevo, el video, al que le extrajo sus colores más rabiosos. El segundo es sesgadamente autorreferencial: la historia de un cineasta italiano que después de años en el exterior vuelve a filmar a Roma era un poco la suya, como también su inadecuación al mundo. El influyente crítico de cine francés Serge Daney (1944-1992) diría por entonces: "Ya casi nadie sabe (o ve) hacer cine como Antonioni. Este film se hallará muy alejado del gusto actual y de su chatura o, al contrario, demasiado conforme al 'Antonioni de siempre', convertido ya en monumento histórico. No sería justo que tales cosas ocurran. A pesar de la belleza plástica de cada instante, surge del film un fuerte sentimiento de impaciencia, debido quizás al deseo de recuperar el tiempo perdido". Ninguna de las dos películas fue distribuida en Estados Unidos. Como ocurrió prácticamente a lo largo de toda su carrera, el público mayoritario mostró un distanciamiento con respecto a su trabajo debido probablemente a la incomprensión de un cine que conjugaba el entusiasmo de la experimentación con la fuerza poética y la palabra pensante; tendencias del arte, la filosofía y la cultura contemporáneas; interrogantes sobre el sujeto y el mundo, el lenguaje y la visión que ayudan a definir la naturaleza intempestiva del mundo moderno. 
Ya muy enfermo, en 1995 se animó a codirigir junto a Wim Wenders (1945) el que sería su último largometraje: "Al di là delle nuvole" (Más allá de las nubes). Nueve años después aún participó con el fragmento "Il filo pericoloso delle cose" (El hilo peligroso de las cosas) en "Eros", una película en la que también participaron Steven Soderbergh (1963) y Wong Kar-wai (1958). Salvo por algunos momentos aislados, las realizaciones no fueron una experiencia feliz y no alcanzaron para que una nueva generación de espectadores mostrara su interés por el director nacido en Ferrara. Domènec Font (1950-2011), teórico del cine y catedrático universitario español, consideró tras el estreno en 2004 de "Lo sguardo di Michelangelo" (La mirada de Michelangelo), un cortometraje sobre el Moisés de Michelangelo Buonarroti 
(1475-1564), que "toda reflexión desde el presente sobre el cine de Antonioni plantea problemas de focalización entre la mirada cercana y la mirada distante, dos fronteras bastante imprecisas donde se diluyen las formas humanas y los relatos. No resulta fácil hoy moverse en el interior del cine de Michelangelo Antonioni. Él creaba su propia realidad, intimista, escarbando en los sentimientos de una burguesía introvertida, encontrando barreras impenetrables, distancias abismales entre hombres y mujeres, como si un cable se hubiera desconectado y la señal se hubiera extraviado para siempre".
De todo aquello hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibía el mundo, la sensibilidad de su mirada, su capacidad de esculpir en el tiempo. Su técnica, que difería de película a película, era totalmente instintiva y nunca sobre la base de consideraciones anteriores. Pensaba que las películas no se debían hacer para entretener a la audiencia, ganar dinero o alcanzar la popularidad. Creía que el cine debía ser hecho para ser tan bueno como sea posible y le parecía que esa era la mejor manera de trabajar y ser digno de confianza en el mundo de las producciones cinematográficas. Todas propuestas sobre el propio cine, "ese arte dotado de todas las posibilidades pero prisionero de todos los prejuicios", como dijera el teórico y crítico francés Alexandre Astruc (1923), "como un modo de escritura y una experiencia estética de ruptura. Ideas todas ellas que, como los mismos personajes antonionianos, salieron de cuadro y no volvieron a aparecer, pero que desde nuestras espaldas delatan muchas aporías del presente. Recuperar el eco de esta historia no equivale a convocar los fantasmas sino acreditar un paréntesis moral  que el cine moderno impuso a nuestras conciencias".
"En pleno reinado de la postmodernidad, Antonioni parece estar de sobras -dice el antes mencionado Font-. Por fortuna, el cine de Antonioni no precisa de jurisdicciones ni fulguraciones maníacas. Ninguno de sus films es tan árido, frío y dogmático como los conceptos utilizados en su crédito pudieran hacernos sospechar. Sus propuestas exploran los síntomas del hombre moderno de forma menos dogmática que el veredicto de sus críticos. Y, desde luego, su obra es tan determinante para la cultura contemporánea que puede soportar los vaivenes -de admiración o de recelo- de las épocas y los cambios de escala, algo que apenas  soportan la mayoría de sus discípulos. Se trata, pues, de navegar por las figuras distintivas del particular estilo de Antonioni buscando modos de uso, pistas de reconocimiento para proyectar algunas interrogaciones sobre nuestro presente. Movernos cual sonámbulos- espectros entre la neblina, como los personajes antonionianos- para plantear cuestiones en torno a su cine, a la fuerza hipnótica de muchas de sus películas y la turbulencia secreta que hoy todavía segregan, tal vez porqué los lugares siguen siendo frágiles y los tiempos inhabitados. Y porque la imagen fílmica se agota entre la fragilidad y la incertidumbre, flota entre experiencias transitorias en cuyo curso catastrófico nos sentimos arrastrados y pocos cineastas contemporáneos han sido tan sensibles al carácter fúnebre del gesto cinematográfico y a la inexorable disolución de sus fundamentos como Michelangelo Antonioni".
Marcelo Figueras (1962) es un novelista, guionista cinematográfico y periodista argentino que publicó su primera novela -"El muchacho peronista"- a los treinta años. Luego vinieron otras, como "El espía del tiempo", "Kamchatka", "La batalla del calentamiento", "Aquarium", "El año que viví en peligro" y "Gus Weller rompe el molde", varias de ellas traducidas a numerosos idiomas. También es autor de "Jim Morrison. Una plegaria americana", una biografía del mítico cantante de The Doors. Ha trabajado en revistas como "El Periodista", "Humor", "Fierro" y el mensuario "Caín", del que fue director. También ha escrito para la revista española "Planeta Humano" y el diario "El País", y fue editor de los suplementos "Espectáculos" y "Cultura" y de la revista "Viva" del diario "Clarín". En el ámbito cinematográfico ha escrito los guiones de "Plata Quemada", "Kamchatka", "Peligrosa obsesión", "Rosario Tijeras" y "Las viudas de los jueves", con los que ganó varios premios. Cuando, tras el fallecimiento de Antonioni, el diario "Página/12" dedicó buena parte de su suplemento "Radar" a recordar su obra, Figueras participó con su texto "El ojo que se mira a sí mismo" para homenajearlo. Como otros, también eligió el film "El pasajero", famoso, entre otras cosas, por contener sobre el final uno de los planos secuencia más complejos que se recuerden.
De algo más de seis minutos de duración, la escena comienza en el interior de una habitación mostrando a Jack Nicholson (1937), el protagonista principal de la película, tumbado en la cama y la cámara enfoca el exterior a través de los barrotes de una ventana. Es una polvorienta plaza en algún lugar al norte de Africa. La cámara se acerca lentamente a la ventana, atraviesa los barrotes y la escena continúa, girando en el sentido de las agujas del reloj, hasta completar 360 grados. Sin un solo corte, la cámara enfoca de nuevo la habitación desde el exterior. Para realizarla, Antonioni colocó la cámara dentro de una esfera para que el viento no distorsionara la nitidez de la imagen y rodó por la tarde, cerca del anochecer, aprovechando que la luz más brillante estaba cerca de la ventana. Necesitó de un raíl colocado en el techo de la habitación desde el que colgaba la esfera, y de una grúa de treinta metros de altura en el exterior de la que pendía un gancho que recogía la cámara. Además, los barrotes de la ventana estaban montados sobre bisagras, de modo que cuando la cámara estuviese lo suficientemente cerca como para que dichos barrotes quedaran fuera del campo de visión, se abriesen hasta que la grúa pudiera hacerse cargo de la continuación de la secuencia sin interrupción alguna. Antonioni dirigió todo el proceso desde una furgoneta situada en el exterior, a través de monitores y micrófonos mediante los que comunicaba las instrucciones paso a paso y dirigía a los operadores.

Volví a ver (a ver) "El pasajero" apenas me enteré de la noticia. Entonces tuve la sensación de que Antonioni la había concebido como quien corre una carrera contra el tiempo, o cuanto menos contra la ceguera. Quiero decir: como si hubiese sabido en 1975 que ya no le quedaba margen para otra cosa que no fuese ver lo esencial.
La gente habla siempre del complicado plano secuencia del final, pero mi escena favorita (la estoy viendo) es una de factura sencillísima. Me refiero a aquella en que el hombre criado por su tribu para desempeñarse como brujo desoye las preguntas del periodista Locke (Jack Nicholson) y se adueña de la cámara. El gesto es simple, pero su significado no ha perdido un ápice de su revulsión. Y no hablo tan sólo en términos políticos, aunque la lectura sea tentadora: el hombre del tercer mundo apropiándose de la mirada que hasta entonces era patrimonio exclusivo del primer mundo (Locke es nacido inglés y criado estadounidense, una proximidad histórica que volvió a ser promiscuidad a la luz del reciente encuentro entre Brown y Bush. Brown-Bush, la broma queda picando. Estos dos actúan como si el mundo entero fuese vello púbico y cada uno de ellos una hoja de la tijera).


Creo que Antonioni apunta a algo más hondo. El aprendiz de brujo sabe lo que dice cuando sugiere a Locke que aprenderá muy poco de esa entrevista que pretende hacerle, de no mediar antes ese cambio en el eje de la cámara; lo único que puede proporcionarle luz es el acto de volver sobre sí mismo el ojo clínico, impiadoso con que suele interpelar a los demás. El cuadro que incluye entonces a Locke es revelador: lo muestra inquieto, desnudo, víctima del temblor de la falsificación.
Cuando paso mucho tiempo sin ver "El pasajero", la reedito en mi cabeza e imagino que esta secuencia es la que abre la película, porque es la que determina el quiebre de su protagonista, la que explica por qué Locke se deshace de su propia piel para intentar vivir la vida de otro, un otro que no ha sido elegido cuidadosamente porque no es necesario, cualquier otro sirve, hasta el destino de camarero que imagina en un momento le resulta más real que su prestigioso presente de profesional.
Sobre el final, el personaje de Maria Schneider le dice: "Qué horrible debe ser quedarse ciego" (el comentario suena con horror anticipatorio a la luz de la ceguera que torturó a Antonioni en sus últimos tiempos). A lo que Locke, este cazador cazado, este ojo que al fin se ha contemplado a sí mismo en todo su esplendor y su miseria, le responde con una historia con aire de parábola. Había una vez un ciego a quien una oportuna cirugía le devolvió la vista. Al principio se sintió feliz, estaba la vivacidad de los colores, la expresividad de los rostros. Pero con el tiempo empezó a percibir lo demás: la mugre, la fealdad. Decepcionado por lo que le devolvían estas imágenes, terminó optando por el suicidio.


Hay algo más importante que la posibilidad de mirar, sugieren Locke/Antonioni. Lo que se dice mirar, mira cualquiera; Locke mismo vivía con su cámara colgada del hombro, como cualquier director de cine que se precie. Lo esencial es hacerse del coraje que requiere ver. Verlo todo, empezando por uno mismo. El aprendiz de brujo lo tenía claro, ese cambio de eje de la cámara en 180 grados es un giro copernicano para el alma del que ya no se vuelve.
Si tuviese que escoger una escena que sintetice qué es el cine y cuál es su poder -ese estado de gracia al que accede ocasionalmente, pero que comparte con tanta generosidad-, me quedaría con esta secuencia de "El pasajero". Porque narra algo que nos es tan esencial, y con tanto arte, que seguirá resonando dentro de mil años.

12 de febrero de 2014

Evocando a Michelangelo Antonioni (3). Mi propio pasajero (Luis Gusmán)

El periodo más prolífico en la cinematografía de Michelangelo Antonioni se desarrolló durante los años '60, década en la cual retrató de manera casi compulsiva y crítica el aislamiento del sujeto moderno. A partir de "L'avventura" (La aventura), film con el que consiguió su primer éxito internacional, inició y consolidó un periplo por el universo de la incomunicación del hombre en la sociedad en la que sobrevive, haciendo hincapié en la esterilidad emocional de ese hombre en su inútil intento por afirmarse en el naciente mundo tecnológico. Esta temática sería continuada en las posteriores "La notte" (La noche), "L'eclisse" (El eclipse) e "Il deserto rosso" (El desierto rojo) -su primera realización en color-, películas en las que expuso al máximo su vena existencial aprovechando los recursos cinematográficos para transmitir el vacío del alma, la inseguridad y la tragedia interior de sus personajes, seres humanos deambulando sin rumbo fijo, incapaces de superar su angustia, su decepción por la vida que llevan.
Efectivamente, en los primeros años '60, Antonioni radicalizó su propio método: las acciones del relato eran mínimas, los movimientos fueron casi eliminados y sus personajes parecían estar bloqueados. Cobraron preeminencia las formas arquitectónicas y las figuras abstractas, al punto que su cine rompió definitivamente con uno de los elementos fundamentales de la poética neorrealista: la posibilidad de hacer coincidir lo real con lo visible. A lo largo de dicha época Antonioni, mediante el empleo de silencios melancólicos y miradas vacías y la utilización de largos y morosos planos secuencia, llevó adelante una crítica desde una doble perspectiva: por un lado, hacia la sociedad burguesa que había abandonado sus valores culturales y sociales tradicionales y, por otro, hacia el propio cine como discurso. En esos films propuso nuevas temáticas y planteó nuevas formas de utilizar tanto las técnicas cinematográficas como los actores para desarrollar su particular visión de la vida. Mediante la discontinuidad del montaje y una meticulosa dirección actoral, Antonioni reflexionó sobre su entorno, sobre la sociedad que lo sofocaba. Cada una de sus películas son desencantos, están repletas de pesimismo, de acritud, de aislamiento, pero también de rebelión ante la incomprensión de un mundo decadente y frágil.
Como un artista plástico que pasa de una técnica a otra, después de haber probado el color Antonioni nunca más lo abandonó y pasó a utilizarlo de forma cada vez más personal y expresiva. En "Blow up" (1966), rodada en Londres, Antonioni volvió a tomarle el pulso a su tiempo con una historia en la que apostó por sorprender al espectador con dos modelos de estructura: la acción que se desarrollaba en la calle y la que surgía en el laboratorio fotográfico del protagonista, de la cual emergía con fuerza la esencia misma del relato. Con este film obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes y ese éxito lo llevó luego a California para filmar "Zabriskie Point" (1970), en la que mostró los movimientos contraculturales que se agitaban en la juventud universitaria de Estados Unidos hastiada de la sociedad de consumo. Y con "Professione: reporter" (El reportero) -también conocida como "The passenger" (El pasajero)-, consiguió el que quizás sea su mayor film. Rodado en el norte de Africa y en España, es una reflexión sobre la disolución psicológica, histórica y social de la identidad. Paradójicamente, a partir de esta película -cuyo último plano, por su complejidad técnica y riqueza semántica, todavía sigue siendo objeto de estudio- el cine de Antonioni también comenzó a desaparecer, un poco como el personaje central de la misma.
Luis Gusmán (1944) es, además de psicoanalista, un narrador, ensayista y periodista argentino que se dio a conocer a comienzos de los años '70 por medio de la publicación de El frasquito, una novela que captó de inmediato la atención de críticos y lectores para convertirse en una de las piezas míticas de la prosa argentina del último tercio del siglo XX. En su opera prima mostró un afán rupturista y transgresor que, al tiempo que se postulaba como un intento de renovación de la anquilosada narrativa austral, ofrecía una lectura desinhibida y muy poco respetuosa de ciertos tópicos del psicoanálisis que se habían asentado con fuerza no sólo en la novela argentina contemporánea, sino en todas las esferas sociales y culturales del país. Esa voluntad transgresora provocó la prohibición del libro en Argentina, lo que a su vez contribuyó poderosamente a consolidar su valor mítico. La aparición de esa obra fue contemporánea al nacimiento de la revista de literatura, crítica literaria, psicoanálisis y crítica de la cultura "Literal", de cuyo comité de redacción formó parte, lo que se repetiría algunos años más tarde con la revista "Sitio" (en los años '80) y con la revista "Conjetural" (desde entonces hasta la actualidad).
Eludiendo toda receta preestablecida para optar en cada caso por la forma deseada, y progresando con idéntica fluidez por los senderos del relato breve y la novela extensa, Gusmán ha ido publicando las novelas "Brillos", "Cuerpo velado", "En el corazón de junio", "La música de Frankie", "Villa", "Tennessee", "Hotel Edén", "Ni muerto has perdido tu nombre", "El peletero" y "La casa del Dios oculto". También los libros de cuentos "La muerte prometida", "Lo más oscuro del río" y "De dobles y bastardos"; el relato autobiográfico "La rueda de Virgilio", y los ensayos "La ficción calculada" y "Epitafios: el derecho a la muerte escrita". Sus artículos, que por su extensión y su registro se instalan en los límites entre el ensayo de escritor, el artículo académico y la nota periodística, han aparecido en medios gráficos como "La Nación", "Clarín", "Página/12" y "El Cronista Comercial". Esa fecunda labor periodística, sumada al alcance y difusión de sus novelas, lo ha convertido en una de las figuras más respetadas del pensamiento argentino contemporáneo.
"Para Antonioni -escribió en el suplemento 'Radar' del diario 'Página/12' en su edición del 5 de agosto de 2007-, el problema de la modernidad no es que la tecnología o la vida urbana nos aíslan, sino que vivimos de acuerdo con preceptos morales que no supimos adaptar a nuestra nueva forma de vida. La imposibilidad de erradicar lo obsoleto de nuestra moralidad es aquello que produce el malestar de nuestro tiempo". El texto llevó el título de "Mi propio pasajero".

Michelangelo Antonioni nació en Ferrara, también la tierra del escritor Giorgio Bassani, el autor del libro "El jardín de los Finzi Contini" que fue llevado al cine por Vittorio De Sica. En el cementerio judío de Ferrara también está enterrada parte de la familia de los Contini. Ferrara, con sus calles de recovas y faroles que anuncian la entrada a una Italia más distinguida y decadente que culmina en la elegante Turín.
Antonioni nos mostró ese mundo en el que la burguesía italiana quedaba encerrada en su incomunicación, su soledad, su alienación. Es posible que "El desierto rojo" sea, en ese sentido, su película más representativa.


Hay rostros de actrices que uno relaciona a ciertos directores de cine. Anna Karina es de Godard, Silvana Mangano le pertenece a Visconti, Monica Vitti era una cara creada para Antonioni. ¿Quién no la recuerda en "El desierto rojo"? Pero no es el rostro de esa mujer ni el desierto mismo la imagen que acude a mi memoria cuando rememoro las películas de Antonioni. Es otro desierto, el africano y la cara es la de un hombre, la de Jack Nicholson en "El pasajero". Aquí aparece el tema de la identidad y de la muerte.
Para evocar otro desierto recuerdo lo que decía Rimbaud: "Yo es otro". Antonioni trata de decir que uno siempre muere como otro. Las cosas suceden de esta manera. En el corazón del desierto africano, un reportero gráfico que está cubriendo una misión tiene como vecino de cuarto a un hombre muy parecido a él. Podríamos decir que es casi su doble. Un día, el reportero llega al hotel y se encuentra con su vecino muerto.
En la muerte, Robertson y él se confunden aún más y parecen un mismo pasajero.
Basta un sutil arreglo en su aspecto, un bigote, el cambio de la foto en el pasaporte y el reportero toma la identidad del traficante de armas. Su destino se trastrueca cuando comienza a seguir los pasos del otro a través de ciertos nombres y direcciones que figuran en su agenda.


A partir de ser el otro, el reportero, dado por muerto por su familia, se entera de quién era para los otros, los que lo sobreviven.
Su espectro recorre Europa y termina su peregrinar en Barcelona, fascinado y perdido -con la misma fascinación de Antonioni por Gaudí-, huye por esos laberintos modernistas. Finalmente encuentra su propia muerte siendo otro, en Almería. Esta vez el escenario es la fachada de una plaza de toros y suenan de fondo los acordes de una música española. En definitiva, el azar lo ha llevado hasta allí y el pasajero no ha hecho otra cosa que viajar hacia su propia muerte, tomando conciencia de su destino, de una única manera posible, como si fuera otro.