6 de enero de 2014

Homero Alsina Thevenet. Personalidades del cine (6). Orson Welles (III)

En 2005, año en que se cumplió el nonagésimo aniversario del nacimiento (y el vigésimo del fallecimiento) de Orson Welles, el historiador australiano Peter Conrad (1948) publicó el ensayo "Orson Welles. The stories of his life" (Orson Welles. Historias de su vida). Conrad, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, se abocó a rastrear las diversas identidades públicas de Welles a través de sus personajes y de sus escritos, y resaltó la notable influencia de Shakespeare en toda su obra: "Es como si lo hubiera engendrado a Welles; como si le hubiera dado vida con el habla, como si hubiera puesto voz a las perturbaciones de su cerebro y a los estruendos de sus tripas. El director norteamericano caracteriza sus personajes con elementos shakesperianos; los mismos se presentan perturbados, divagantes, inmersos en constantes conflictos morales". Ese mismo año, Santos Zunzunegui Diez (1947), historiador del cine y catedrático de Comunicación Audiovisual de la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación en la Universidad del País Vasco, lanzó "La melancolía de Welles", ensayo en el que llamó la atención sobre "el paradigma melancólico", la "melancolía sublime" aplicable a los métodos de trabajo del cineasta estadounidense y sobre todo al impulso que lo llevaba a comenzar producciones que nunca llegaba a terminar. Según Zunzunegui Diez "la melancolía es contradictoria y en ella conviven (como lo han hecho ver tantos y tantos símbolos acuñados pacientemente desde la antigüedad) la perseverancia y la indolencia, el disimulo y el secreto con el mayor exhibicionismo, la lentitud con el mayor impulso. La dicha perdida de Welles es la de haber realizado su gran obra al principio de su carrera y sufrir las constantes comparaciones y de que todo lo que hiciera después no fuera considerado a la altura de 'El ciudadano'. Welles muestra esta tristeza a lo largo de toda su producción. En muchas de sus historias un hombre al final de la vida busca en su pasado buscando el momento que marca la ruptura de una gloria pasada para dar paso al vacío y la tristeza que desembocan en esos momentos solitarios frente a la muerte". Yendo un poco más lejos, a mediados de la década del '50 el crítico y teórico cinematográfico francés André Bazin (1918-1958) -uno de los fundadores de la mítica revista cinematográfica "Cahiers du Cinéma" en 1951- había considerado en un artículo publicado en esa revista que "sería falso ver en la obra de Welles sólo una rebelión contra una infancia difícil o desgraciada, pero es indudable su obsesión por la infancia en 'El ciudadano', entendida ésta como una proyección de su propia nostalgia de niño excepcional que, al tener demasiadas hadas sobre su cuna, le impidieron ser un niño como los otros". Efectivamente, si se compara la imponencia de su primer film con su posterior producción, signada por la creciente desconfianza de las productoras hollywoodenses en su capacidad para realizar éxitos de taquilla y la progresiva dificultad que encontró para la financiación de sus proyectos, parece evidente que Welles vivió atormentado por los recuerdos de su antigua gloria, lo que, naturalmente, no desmerece en absoluto la totalidad de su obra cinematográfica, toda aquella que realizó después de la incomparable "El ciudadano".
En noviembre de 1960, Alsina Thevenet publicó en la página de espectáculos del diario "El País" el artículo "Título para la historia", una reseña de aquella notable película para la que Orson Welles se valió de los talentosos Van Nest Polglase (1898-1968) en la escenografía, Gregg Toland (1904-1948) en la fotografía y Bernard Herrmann (1911-1975) en la musicalización. Los papeles más importantes fueron cubiertos por el propio Welles, Agnes 
Moorehead (1900-1974), Joseph Cotten (1905-1994), George Coulouris (1903-1989), 
Everett Sloane (1909-1965) y Ruth Warrick (1916-2005).


Sigue siendo un gran film. Hasta hace poco pudo temer­se que los veinte años transcurridos desde su producción hubieran limado en forma importante los atractivos de "El ciudadano". Pudo temerse, por ejemplo, que los famosos efectismos visuales y sonoros resultaran desproporcionados a la sustancia que expresan. O pudo temerse, en el otro ex­tremo, que las formas cinematográficas que parecieron audaces en 1941 hayan sido ya tan asimiladas por el cine posterior que el precedente pasara a perder fuerza como espectáculo. Esos temores son infundados. Hoy corres­ponde ubicar, describir y explicar "El ciudadano", porque a la complejidad de su relato y de su estilo se une la in­mensa historia previa y posterior de Orson Welles y de sus agitadas relaciones con el cine, donde veinte años importan. Pero más allá de la historia, el gran desafío al film, la prue­ba que debe resistir en la revisión, es que cause hoy un asombro similar al de ayer, y que sacuda a nuevas gene­raciones de aficionados como en su momento sacudió a la crítica y a parte del público en el mundo entero. De esa prueba el film sale muy airoso, y quienes lo hayan visto seis o siete veces en su vida deben hacer hoy el ex­perimento de presenciarlo junto a quienes lo descubren. Se admiran ante la revelación y a los más expresivos se les nota.
Hay motivos para esa permanencia. En el argumento, sigue importando hoy la figura central del magnate del periodismo, porque un periodista puede ser el intermedia­rio entre cada espectador y el mundo entero, como bien lo vio después Fellini al utilizar al periodista de "La dolce vita" como un testigo ubicuo de la experiencia ajena. Y sigue importando, además, porque ese magnate cifra la ambición de muchos y quizás una manera de la civilización. Ese periodista es atractivo, comienza siendo un joven idealista que combate a la corrupción y a los negociados de la Com­pañía de Transportes (aunque él mismo tenga allí 82.384 acciones), pierde un millón de dólares por año para poder mantener su libertad de acción, triunfa en obtener para su diario "Inquirer" una circulación de 684.134 ejemplares y en arrebatar a la competencia su plana de mejores redacto­res.
La joven y emprendedora América está en esos co­mienzos de Charles Foster Kane. Su evolución importa aún más. Como lo señala después alguno de sus amigos, Kane hizo dinero y sin embargo no le importaba el dinero. Le importaba ser alguien y ser querido, le importaba ser un gran hombre, un gobernante, un líder. Cuando empieza a aplicar el dinero en comprar cosas, cuando inventa una carrera artística para una amante que no tiene talento, cuando cree que las cosas espirituales pueden ser ordena­das o manejadas por el poder material, cuando no da so­lidaridad sino a lo sumo una propina, cuando cree que los demás pensarán como él les indique, Kane pierde amigos e ideales. Entonces edifica un inmenso y apartado im­perio en Xanadu. Como apunta uno de sus testigos, Kane estaba desilusionado del mundo y edificó otro mundo para poder ser su monarca. El resultado es que muere millonario, solo y abandonado, acariciando una vez más, desde el fondo de su memoria, un recuerdo de la infancia y la pureza a las que abandonó y a las que nunca consiguió volver. Esta parábola del magnate es también un comen­tario sobre el mundo actual y sobre América en particu­lar. En veinte años no ha perdido vigencia, y "El ciudadano" parece hoy tan firme en esa sustancia como está firme una buena parte de la novela social americana, que respon­de en otras formas a una misma realidad colectiva.


La construcción episódica y en puzzle, con siete fragmen­tos superpuestos para narrar esta parábola de Kane, tiene también un sentido. Se ha dicho y temido que fuera sólo una forma de llamar la atención, un artificio inventado. Pero es, más profundamente, una manera de sugerir las dificultades que supone el conocer a una persona humana y a sus motivaciones: se sabe lo que se ve, pero no siempre se sabe el centro de la verdad. De los siete fragmentos, el inicial sólo presenta brevemente la muerte de Kane, con una sola palabra misteriosa (Rosebud) en la banda so­nora; el segundo es un noticiario que narra superficial­mente esa biografía, hasta donde una cámara de noticiero ha podido llegar. Los cinco testigos personales que siguen, cada uno con su aporte parcial a un puzzle mayor, ter­minan significativamente en la confesión de ignorar lo más profundo de Kane. Ninguno de esos testigos conoce el oculto sentido de Rosebud y la revelación sólo llega en los últimos minutos al espectador en forma casual, irónica. El letrero inicial de "No trespassing", que esta­blece en la primera toma la prohibición de invadir un mundo privado, se repite en la última cuando el puzzle está completo.
La construcción episódica es así una necesidad del film, una correspondencia de fondo y forma. Está planeada, há­bilmente, como un camino para interesar al espectador sin dispersar su atención. El primer episodio establece un misterio; el segundo cuenta a la manera de un noticiario los hechos exteriores más significativos en la bio­grafía de Kane. Ese planteo inicial sirve para orientar al espectador sobre fecha, lugar y desarrollo de los porme­nores que se le darán después en los otros cinco relatos. La construcción posterior corresponde al plan de una bue­na novela policial, con todos los datos en su sitio y el progreso pausado hacia una explicación. Ni el mismo Orson Welles pudo mejorar este plan cuando después re­pitió la idea en otro film de puzzle ("Raíces en el fango", 1954), donde contaba cosas menos importantes. 
Y uno de los grandes méritos de esta construcción, como han podi­do advertir sus espectadores más frecuentes, es que todos los datos están en su sitio y que, al barajar fechas, lugares, anécdotas y distintas caracterizaciones de edad en siete narraciones superpuestas, nada llega a contradecirse o de­formarse.



En uno de los films más complicados de la historia del cine, ese rigor es virtud esencial, que se sos­tiene en un segundo examen. Cuando se saben, por ejem­plo, las claves de lo que significa Rosebud, con las suges­tiones de infancia, nieve y trineo, se aprecia mejor la sucesión de algunas alusiones colocadas en el film, desde una nieve inicial que se confunde con las imágenes de la agonía de Kane. Cuando se aprecia la necesidad de que el film esté construido como un rompecabezas, adquiere un relieve irónico el hecho de que Susan aparezca en el castillo distrayendo sus ocios con la elucidación de un rom­pecabezas colosal. Cuando se advierte hasta dónde "El ciu­dadano" es un comentario sobre la sociedad americana, ad­quiere otro sentido una de las imágenes finales, donde la cámara se levanta desde un depósito de cajones y parece insinuar una toma aérea de los rascacielos de New York. Pocos films han estado tan pensados.
El asombro del espectador de hoy tiene además otros fundamentos, que son las audacias visuales y sonoras de un realizador que quería realmente asombrar. En esos desplantes hay algunos de puro virtuosismo, como el primer plano enorme de la palabra "weak" tecleada lenta­mente en una máquina de escribir, o con las imágenes deformadas por espejos curvos que aparecen en la pri­mera secuencia. Pero cuando se revisa ese lenguaje, no sólo a la luz de lo que hacía el cine previo a 1941 sino también a la del cine posterior, "El ciudadano" impresiona por la eficacia de sus procedimientos narrativos. No se trata ya de que cada recurso sea original o brillante. Se trata de que cada imagen cuente, de que cada invención de montaje o de sonido sirva para expresar mejor el desa­rrollo de la anécdota y sugerir sus sentidos. Esa eficacia abunda en el film.
Se vale con frecuencia de continuar una imagen, una frase, una situación, enlazando dos épocas o dos etapas del asunto. Un discurso político comenzado por una persona es seguido sin pausa por otra. La frase "Feliz Navidad... y un Feliz Año Nuevo" está partida en dos imágenes que ilustran el transcurso de veinte años. Una misma canción de la amante de Kane se continúa desde el primer encuentro al momento posterior en que ha pasado a tener un apartamento instalado. La puerta de ese departamento, tomada en la imagen final de una discusión escandalosa, se continúa en la foto de esa puer­ta cuando un diario informa sobre ese escándalo. En un ejemplo superior, que ha ingresado de pleno derecho a una antología sobre el montaje, cuatro diálogos de Kane y su primera mujer, ubicados durante el desayuno, dan cuatro etapas de su relación, desde el amor inicial a la frialdad posterior, saltando épocas en pocos minutos. Cada uno de estos recursos lleva tiempos brevísimos, y cualquiera de ellos puede ser invocado como un modelo de economía y de concentración para narrar cinematográficamente. Ha habido ciertamente otros films que utilizaron procedimien­tos similares. Pero desde 1941 hasta hoy, ninguno lo hizo con tanta riqueza y abundancia, sin perder un segundo en explicar con palabras lo que puede decirse mejor con esta inventiva cinematográfica. Es explicable que se asombre un espectador actual.



Buena parte de la influencia ejercida por "El ciudadano" es materia de especulación, particularmente porque el film de Welles no fue tanto una creación de formas como una recopilación hábil e inteligente de las posibilidades que hasta entonces tenía el cine. El sólo hecho del experi­mento, con todo el revuelo causado entre críticos de en­tonces y proseguido hasta los libros de hoy, ya permitiría pensar que el primer crédito de Welles es el de incitar a otros experimentos en el cine de ficción. Hay otros cré­ditos.
Cuando Welles presenta la vida de Kane a través de un noticiario, que informa sobre un hombre público con la colección de imágenes de varias épocas, ese noticiario tie­ne la apariencia de ser exactamente una recopilación de archivo, desde el celuloide rayado a las figuras que se mueven abruptamente, con algún toque magistral como esa imagen furtiva del anciano Kane en su jardín, to­mado clandestinamente a través de una verja. Cuando co­loca una reunión de periodistas, desde la conferencia de prensa del anciano Thatcher a la complicada secuencia en que Kane toma posesión inicial de su diario "Inquirer", Welles hace hablar simultáneamente a varios de ellos, co­mo de hecho ocurre en la vida real. Estos y otros hallaz­gos de "El ciudadano" fueron en 1941 un redescubrimiento o una recreación de la naturalidad. Con el tiempo, algu­nos films del neorrealismo italiano y otros del realismo americano (de Elia Kazan y de Jules Dassin, por ejemplo) habrían de procurar efectos similares.
Una influencia mayor ha tenido la técnica de "profun­didad de campo", que el fotógrafo Gregg Toland experi­mentaba en la época, y que Orson Welles llevó hasta sus extremos. La posibilidad de colocar en una misma toma a objetos cercanos y lejanos, sin perdida de la nitidez, per­mitió algún prodigio de movimiento. En una escena del principio, una discusión del niño Kane, sus padres y el banquero Thatcher está planteada con todos los persona­jes en distintos planos. En otra en que se revela el adul­terio de Kane con la cantante Susan Alexander, una sola toma en profundidad hace entrar a cuatro personajes mó­viles en cuadro, desde una escalera hasta el pasillo. En un intento de suicidio de Susan, la toma comprende en primer plano el vaso delator, después la cama y la mujer, al fon­do la puerta por la que entra Kane. Todo lo procedente está junto.
En estos y en otros casos, la profundidad de campo es un recurso de síntesis visual, que ensayistas pos­teriores llegarían a denominar "montaje dentro del cua­dro". Un uso abundante y más disciplinado del mismo recurso sería utilizado por William Wyler y el mismo Toland en dos films dramáticos de los años inmediatos ("La loba", "Lo mejor de nuestra vida") por Laurence Olivier y el fotógrafo Desmond Dickinson en "Hamlet" y por muchos otros directores en otros films. La profundidad de campo no es desde luego un mero virtuosismo, un alarde técnico. Cuando su técnica es debidamente utilizada, su originali­dad plástica se combina con la naturalidad del movimiento escénico y con una fuerte concentración de los elementos visuales necesarios. Es un adelanto del lenguaje cinema­tográfico.
"El ciudadano" interesa por algo más que su combinación de hallazgos cinematográficos. Por sí solos, ellos condu­cirían a la mezcla de estilos, a la falta de una concepción global. Pero si algo impresiona por encima de esa acumu­lación es la correspondencia de cada lenguaje con la sustancia que trasmite. El asunto está fragmentado porque la fragmentación tiene un sentido. Los noticiarios parecen auténticamente noticiarios, una biblioteca enorme está presentada con penumbras y ecos fantasmales, dos personajes perdidos en un inmenso castillo son figuras pequeñas en un escenario enorme. Y junto a estos énfasis están los ritmos veloces y vivaces, como el de la fiesta que el "Inquirer" da a sus nuevos redactores, donde el movimiento de personajes, las tomas de un ángulo y otro, los reflejos en las ventanas y la música de una canción se unen en un perfecto montaje visual y sonoro.
Es este uso intensivo, dominado y coherente de un len­guaje cinematográfico lo que da a "El ciudadano" su sabor particular. Para la historia del cine el film es un clásico, una obra que culmina líneas estéticas de su tiempo. Años después se sabe que es también, afortunadamente, una obra viva y rica, un espectáculo necesario y admirable.