31 de enero de 2014

Entremeses literarios (CLXXII)

LA BUENA SALUD
Saturnino Rodríguez Riverón
Cuba (1958)

- ¿ Microrrelato? En la cama 12.
- ¿ Y minicuento?
- Muy cerca. También trajeron de urgencia a liliputo, hiperbreve, nanocuento, ficción rápida y otros por el estilo.
- No puede ser. Hasta ayer gozaban de buena salud.
- Tópicos. Eso suelen decir los autores y algunos críticos para congraciarse. Ahora están en
terapia intensiva. Si no aparecen los medicamentos efectivos los perdemos.
- Increíble. ¿Y cómo sucedió todo?
Lo de siempre. Sobrepoblación. Hacinamiento. Falta el espacio; se alimentan mal; por economizar se les va la mano, y sobrevienen los padecimientos. Que si la columna, anemia, 
angiopatías, cuadros respiratorios agudos, artritis, el corazón; en fin...
- ¡Entonces el problema es serio!
- ¡Muy! La problemática tomó un cariz pandémico. Se derrumban en masa.
- Alarmante. ¿Algún otro problema?
- Estamos trasladando los pacientes hacia hospitales pediátricos.
¡Cómo! Eso es sacrilegio. Un crimen de lesa literatura. ¡Ahora sí se mueren de verdad!
- Calma. No los mezclaremos con literatura infantil. Pero la estatura... Este hospital cuenta 
con camas para enfermos narrativos corporalmente desarrollados: cuentos, relatos, 
novelas... Por eso pensamos trasladarlos. Allí las camas se ajustan a sus dimensiones reales.
- Sería un golpe mortal para su autoestima.
- Tendrán que pasar sin ella. Por el bien de su salud... La cama es fundamental en los 
pacientes. Los médicos hacemos el juramento de Hipócrates, no de Procusto.


FORMAS DE PASAR EL TIEMPO
Julia Otxoa
España (1953)

A L.K. después de aquello, le era difícil respirar. Le producía un extremo dolor soportar la existencia propia y la de los demás. Una terrible incógnita, el porqué de todo. Así que sin tener la menor idea de qué hacer con su vida, cogió el primer tren para Dublín, buscó trabajo, conoció a una mujer, se casó y tuvo hijos.
Nota: Todo lo demás, incluido ese dato, puede ser aleatorio, es decir, que bien puede el personaje coger un tren para Oslo, Londres, Barcelona, o no cogerlo. Y también puede no casarse. Es decir, todo es accidental y fortuito, menos el dolor y la angustia, que han de ser fijos.


ABRIR UNA CAJA
Richard Gwyn
Gales (1956)

¿Quién puso estas cajas aquí? Un camino vacío. Arboles dispersos, ninguno dando frutos. Un cielo lleno de nubes que no van a dar lluvia. Ninguna señal de vida humana. Y, sin embargo, estas cajas, alineadas precisamente al borde del camino, depositadas sobre el suelo areno­so en pilas ordenadas. Cajas de cartón sin nada escrito en ellas. Nin­gún mensaje, o marca, o sello de compañía. Cartón marrón liso, con las partes de arriba plegadas y metidas. Quienquiera las haya dejado aquí sabía que no iba a llover. Observo las cajas como si esperase que ellas dieran el primer paso. Espero a ver si va a venir alguien: si alguien me está observando observar las cajas, listo para aparecerse de un salto y encararme con un grito airado, acercarse más e insultar­me, maltratarme, maldecirme. Puedo oír al hombre, con barba de una semana, oler su transpiración, contemplar su gran vena palpitándole en el cuello. Silencio. Aquí no hay nadie. Ni siquiera pájaros. De modo que escucho los sonidos que aquí no hay y empiezo a oírlos: un gri­terío a lo lejos, un tractor, el graznido de un cuervo. Cuanto más oigo esos sonidos ausentes, más profundo se hace el silencio. Me acerco a la primera caja, aflojo la parte de arriba. La abro.


LA HONDA
Ricardo Piglia
Argentina (1941)

No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo. Ese día no imaginaron que mi patrón y yo habíamos de­cidido trabajar, a pesar del domingo. Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo. Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propa­ganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apagó el ruido, de golpe. Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos se acurrucaron, tratando de di­simularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda. Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón y que el patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos. Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cue­llo y las tiró al foso de cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida, engrasaban los co­ches desde abajo. Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento. Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían leído el cartel: PROHIBIDA LA ENTRADA. Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repi­tieron, que era amigo del patrón. Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para po­der arreglar el techo del galpón de lavado. El más alto de los chicos me ayudaba por orden del patrón. Trabajaba concen­trado y me trataba de "señor". Ablandamos los clavos y los arrancamos con la barreta "cocodrilo". Después sacamos las chapas y las amontona­mos en un costado. Cortamos los tirantes, dos largos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte. Trabajamos la madera al borde del foso para poder se­rruchar hacia abajo sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me miraba de reojo. Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio:
- ¿Señor, me deja agarrar la honda?
Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta. Pregúntale al patrón, si él te la da- le contesté. Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para tranquilizarlos. 
Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el soporte y nos pusimos a clavar las chapas. Cada tanto levantaba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda tren­zada, de horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase. Por fin le dije;
- Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado. El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.
- Che, pibe, bajá a buscar el martillo- le grité.
Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Desde arriba parecía muy fuerte. Se le veían los hombros y la ca­beza despeinada. Me pareció que el patrón había dejado de trabajar. El chico se agachó buscando la honda. Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me di vuelta y le grité al patrón:
- Patrón, el chico se escondió la honda en la camisa.


DESTINO
Luis Mateo Díez
España (1942)

Recuerdo un viaje a Buenos Aires que terminó en Nueva York, otro a Lima que concluyó en Atenas, y uno a Roma que finalizó en Berlín. Todos los aviones que tomo van a donde no deben, pero ya estoy acostumbrado porque, con frecuencia, salgo de casa hacia la oficina y me paso la mañana metido en un taxi que va y viene sin que yo pueda aventurar una dirección exacta. Cuando regreso, por la tarde, nadie sabe nada de mi mujer ni de mis hijos y, cansado de seguir buscando mi propio rastro, me voy a dormir a un hotel. Menos mal que, en esas ocasiones, es mi padre el que me encuentra. No sé lo que será de mí el día que me falte.


FICCIONES PARA MORDER LA MANZANA DE LOS MUDOS
Francisco Ruiz Udiel
Nicaragua (1977)

Me encontrarán con dos monedas en otra patria y mi memoria se cerrará como el silencio que invade una sala donde ni las sillas pueden verse, una frente a otra, pues el miedo abrirá rendijas en su espalda. Vaciaré mis ojos y no esperaré más rostros que me duelan, ni traficaré con migajas de esperanzas en el vano aire. Me he vuelto inmune a mí mismo, olvidé cuando fue la última vez que mordí la despiadada indiferencia con que el vacío nos trata.


EL RECHAZO
Francesc Barberá Pascual
España (1979)

Todo empezó cuando me trasplantaron las dos manos. En tan solo dos semanas ya era capaz de escribir y manipular objetos casi con normalidad. Sin embargo, aquello no era lo más asombroso. Al poco tiempo descubrí que podía tocar el piano, a pesar de no haberlo hecho en mi vida. Luego me pasó lo mismo con los malabares y la papiroflexia. Incluso llegué a hacer algún truco de magia. Mi mujer y mis hijos están encantados con el cambio. Es más, ella se ha vuelto a enamorar de mí. Bueno, mejor dicho, de mis manos. Tanto es así que ahora ya no quiere besos, solo caricias. Además me exige a todas horas que le haga masajes. Qué manos tienes, me dice. Ella lo ignora, pero sueño con que todo vuelva a ser como antes. Hoy me ha pedido que recorte los setos del jardín. Al coger las tijeras de podar y comprobar lo afiladas que estaban, he sentido un cosquilleo por todo el cuerpo.


TIRRIA
Pedro Sánchez Negreira
Uruguay (1966)

La vi por primera vez en una fiesta y en ese instante supe que la odiaría toda mi vida. El perfume de su mirada y el sabor de su risa no me distrajeron -ni un segundo- de un escote que -aún hoy- consigue que no pueda soportarla. Me cuesta creer que me pasara toda la noche pensando en cuánto deseaba verla lejos de mí, en cómo aborrecía el modo en que aquel vestido de seda se ceñía a su talle. Supe por Alfredo, el anfitrión, a qué se dedicaba, dónde trabajaba, qué la divertía y que zonas frecuentaba. Abandoné la fiesta inmediatamente después de ella, sólo para confirmar -mientras la seguía- la magnitud de la aversión que me suscitaba. Desde entonces he hecho cuanto ha estado a mi alcance para que conociera mis sentimientos. Cartas -anónimas- en las que le hablaba de la ojeriza que me provocaba. Llamadas -muchas, a todas horas- en las que le escupía mi encono. Finalmente conseguí que aceptara una cita. Aquella tarde, mientras se derretía el hielo de su café, le juré que esta fobia por ella era la única que había sufrido en toda mi vida, que nunca había sentido una repulsión así por nadie y que no sentiría otra igual. Entonces ella me miró a los ojos y -después de llamarme "tonto"- me juró que padecería la repugnancia que yo le causaba hasta el día de su muerte...


SIN NOVEDAD EN EL CIELO
Eugenio Mandrini
Argentina (1936)

Al principio desconfiamos -pensaba el león que había sido el rey de la selva y ahora, por decirlo así, lo era del arca-. Creíamos que nos habían apretuja­do a todos aquí adentro, entre hedores y sofocación, para llevarnos al matadero y hacernos desaparecer. Después, cuando nos dijo que el sentido era salvar­nos del inminente diluvio universal, eso nos consoló y le creímos. Pero desde entonces sólo cayeron tres gotas desabridas y ya hace largo tiempo en que todo es rugiente sol de día y límpida luna y estrellas de noche. Ni una nube siquiera en el ojo de alguno de nosotros. Da miedo todo esto. ¿Adonde nos lleva este hombre?


MUÑECAS
Eva Díaz Riobello
España (1980)

Mi hermana mayor no me deja jugar con sus muñecas, dice que son perversas. Tiene muchísimas, todas ordenadas encima de su cama. A mí me parecen muy bonitas. Mi hermana es una egoísta, por eso las amigas no le duran mucho. Así que, de vez en cuando, 
me cuelo en su habitación y juego con las muñecas. Son preciosas, con su piel de porcelana y sus vestidos de colores. Las peino y hablo con ellas durante horas. Ayer me entretuve tanto que me dormí mientras jugaba. Desperté en brazos de mi hermana, que lloraba lágrimas enormes. "Te dije que no te acercaras a ellas", gimió. Su cama me parece gigante ahora. Mamá aún me sigue buscando.