18 de octubre de 2013

Entremeses literarios (CLXX)

ELEGÍA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Un piojo sobre la hoja en blanco. Humilde máquina de destrucción. Perfectamente artrópodo, con todas sus piezas articuladas y el vientre geométrico repleto de sangre. Se debate patas arriba luchando contra el aire que lo aplasta, contra mi mirada curiosa, contra el huracán de mi respiración. Mueve las patitas como si el mundo fuera una gran pelota y él tuviera que hacer acrobacias con ella. Consigue desplazarse un milímetro a la derecha. Se detiene para recuperar fuerzas. Parece que el peine metálico le ha perforado ligeramente el abdomen. Mi mano, escribiendo este texto, pasa por encima de su cuerpo simétrico; el párrafo se acerca a su vientre agotado. Ahora ya sólo mueve una pata y sus dos quelíceros minúsculos tantean el papel en busca de sangre, de mucosas, de grasa… Los caminos de la tinta lo alcanzan y le ceden el escenario de dos líneas en blanco. Levanta el vientre en un último gesto de orgullo parásito y se desploma rodeado de las palabras que yo escribo y que hablan de su muerte inocente y digna. Su cadáver viaja hacia la papelera envuelto en un sudario doméstico: un pañuelo blanco de celulosa. Ha muerto el piojo. Nadie lo reclama, pero sus parientes no se resignan a perder esta batalla, intermitente pero feroz, que se libra en la sedosa melena de mi hija.


CECILIA NAKAMURA
Francisco Moro
Argentina (1953)

Ahora no lo sabe, pero muchos años después, el bar donde el hombre mira la calle a través de un ventanal se volverá un lugar mítico en su propia historia. Ha sido allí donde una vez comenzó a escribir unos versos en una servilleta de papel, evocando una mirada de poderosa fragilidad, la mirada de una mujer que aún, seguramente, no se había enamorado nunca.
"Si la luz la toca ya no hay duda/ que la crisálida declina en mariposa/ y que el capullo presagio de la rosa/ es un preludio de Cecilia Nakamura./ Donde el temor a la noche no se escuda/ en la vana indulgencia del destino/ no hay suicida que cometa el desatino/ de compartir el pan de su locura./ Todo es piel y ojos y es la pura/ inocencia mortal y es mi calvario/ tolerar en silencio el solitario/ amor furtivo por Cecilia Nakamura".
El doctor Rubén Omar Barcezat dobla el papel con cuidado, como si algo precioso quedara allí para siempre. Lo guarda en su bolsillo, imaginando otro confín para esos versos que vagamente lo avergüenzan al tiempo que, con legítimo orgullo, repasa la rima.


ESTHER
Francesc Barberá Pascual
España (1979)

Hace ya unos meses que me mudé a Stherling con la esperanza de rehacer mi vida. Sin embargo, cualquier intento por conseguirlo ha resultado esthéril. Todo me recuerda a ella. Por las noches duermo sobre su estherilla de playa. Veo una y otra vez aquellas películas con las que nos desthernillábamos de risa. Me sigo poniendo el jersey de poliésther que tanto le gustaba. Y por si fuera poco, he acabado cayendo en sus mismas adicciones. Ahora me fumo dos paquetes de Chesther al día y como sin ningún control. Me he abandonado totalmente. Apenas salgo de este esthercolero en el que se ha convertido mi casa. Ya no sé qué hacer. Ayer fui al médico para ver si me podía ayudar. Me dijo que vigilara el colestherol y me recetó unos estheroides para el asma. Además, me ha aconsejado que cambie mis hábitos y emplee el tiempo en otros menestheres. Lo he intentado, pero no puedo quitármela de la cabeza. Creo que ha llegado el momento de volver a encontrarme con ella, pienso mientras me coloco el cuchillo a la altura del esthernón, dispuesto a escuchar, por última vez, los esthertores de la muerte.


EL ARREGLO
Juan Pedro Aparicio
España (1941)

El millonario Atenor soñó siete noches seguidas que era pobre y a la octava se negó a acostarse. Por el contrario, el mendigo Roneta soñó que era millonario y no quería despertarse. Todo se arregló cuando Atenor entregó a Roneta la mitad de su fortuna. ¿O fue Roneta quien se la entregó a Atenor?


PROVERBIO
Juan Carlos Cia
Argentina (1954)

Fiel al proverbio, junto a la costa un hombre esperaba paciente ver pasar el cadáver de su enemigo. No sabía que su enemigo hacía lo mismo en la otra orilla. Ninguno de los dos imaginaba que sobre un bote en el medio del cauce, la muerte revoleaba una moneda.


MONOS
Clarice Lispector
Brasil (1920-1977)

La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin agua y sin empleada, se hacía cola para la carne, el calor había reventado. Y fue cuando, muda de perplejidad, vi el regalo entrando a casa, ya comiendo banana, ya examinando todo con gran rapidez y un largo rabo. Parecía más un gran mono todavía no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la ropa colgada en la cuerda, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de banana adonde cayeran. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba distraída a la dependencia, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi hijo menor sabía, antes de que yo lo supiera, que me desharía del gorila: "Y si te prometiera que un día el mono se va a enfermar y a morir, dejarías que se quedara? ¿Y si supieras que de cualquier manera él un día se va a caer de la ventana y a morir allá abajo?". Mis sentimientos desviaban la mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del gran mono pequeño me hacía responsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: niños del morro aparecieron en una algarabía feliz, se llevaron al hombre que reía y, en el desvitalizado Año Nuevo, a mí por lo menos me regalaron una casa sin mono.
Un año después, acababa de tener una alegría cuando allí en Copacabana vi el agrupamiento. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me daban gratis. Sin nada que ver con las preocupaciones, que también gratis me daban, imaginé una cadena de alegrías: quien reciba ésta, que se la pase a otro, y otro a otro, como el bramido en un rastro de pólvora. Y ahí mismo compré a la que se llamaría Lisette. Casi no cabía en una mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de bahiana, y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante también eran los ojos redondos. En cuanto a ésta, era mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de tal delicadeza de huesos, de tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Con cada movimiento, los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raras caricias eran sólo mordidas leves que no dejaban marca.
En el tercer día estábamos en la dependencia, admirando a Lisette y el modo en que ella era nuestra. "Un poco demasiado suave", pensé extrañando a mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: "Pero eso no es dulzura. Esto es muerte". La sequedad de la comunicación me dejó quieta. Después les dije a los chicos: "Lisette se está muriendo". Mirándola, noté entonces hasta qué punto de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera guardia, donde el médico no podía atendernos porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi -"Lisette cree que está paseando, mamá"-, otro hospital. Allá le dieron oxígeno. Y con un soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. Con ojos mucho menos redondos, más secretos, más a las risas; y en la cara prognata y ordinaria, una cierta altivez irónica. Un poco más de oxígeno y le dieron unas ganas de hablar que ella mal aguantaba ser mona; lo era, y mucho tendría para contar. En seguida, sin embargo, sucumbía de nuevo, exhausta. Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuya picada reaccionó con una palmadita colérica, de pulsera tintineando. El enfermero sonrió: "Lisette, querida, ¡sosiégate!". El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviese oxígeno a mano y, aun así, improbable. "No se compran monos en la calle -me censuró él sacudiendo la cabeza-, a veces ya vienen enfermos". No, había que comprar a la mona adecuada, saber su origen, tener por lo menos cinco años de garantía de amor, saber lo había hecho y lo que no, como si fuera para casarse. Resolví un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: "Usted la está queriendo mucho a Lisette. Así que si usted la deja pasar algunos días cerca del oxígeno, ni bien sane, es suya". Pero él pensaba. "Lisette es linda", le supliqué yo. "Es hermosa", aceptó él pensativo. Después suspiró y dijo: "Si curo a Lisette, es suya". Nos fuimos, con la servilleta vacía.
Al día siguiente llamaron por teléfono y les avisé a los chicos que Lisette había muerto. El más chico me preguntó: "¿Crees que murió con los aretes?". Yo le dije que sí. Una semana después el mayor me dijo: "¡Te pareces tanto a Lisette!". "Yo también te quiero", contesté.


MAÑANA DE SÁBADO
Stella Maris Riera
Argentina (1958)

Vasito de vidrio transparente. Adentro, ardiendo en su fervor por agradar, un capuchino explota en un pompón de espuma sabrosa. Ahí, justo al borde, entre la emoción y el encanto. Sobre esa espuma, el rústico chocolate alardea intentando enamorar a la aromática canela. Una boca se acerca ajena al romance y, entre palabras y risas, se abortan los primeros momentos de un amor que nunca llegaría a ser.


CERTEZA
Araceli Esteves
España (1960)

Martín era el último que se acostaba después de apagar todas las luces y correr el pestillo de la puerta. Ella, desde la cama, le oía hacer el recorrido por la casa y contaba los clics de los interruptores antes del clac metálico del cerrojo. Todo bajo control. Después escuchaba las chanclas golpeando los talones, flip, flap... flip, flap y el ruido de muelles que acompañaba al movimiento del colchón antes del cric de la lamparilla de noche. También era él el primero que se levantaba. Para Teresa, el sonido del exprimidor de naranjas marcaba el ritmo de sus despertares desde que vivían juntos. Siempre los mismos shuuuuum y shuuuuum por cada naranja como primeros sonidos del día. Era un ruido amable, de música reconocible y tranquilizadora, que ella escuchaba con agrado desde la cama. Así fue como tuvo la certeza de que algo había ocurrido, inesperado y terrible, aquella mañana en la que la secuencia de sonidos del exprimidor acabó en número impar.


LA FLORISTA
Marcos Silber
Argentina (1934)

Algo sucedió. No se sabe pero algo sucedió. Hasta el sol de ayer, todo brillaba en su punto, sobre todo ella en el centro ordenado del color. Pero algo sucedió. Hasta la placidez de ayer, el paisaje se adornaba. Hasta el cierre de la tarde de ayer, se veía saludable cada tono, festivo. Pero algo sucedió. Es un fantasma ahora la florista, su espacio, blanco y negro. Prófugos los verdes, el rojo pura derrota, abatido el azul. Una ruina el templo, capituló su luz. Algo sucedió contra el corazón de la florista. No se sabe pero algo penoso sucedió.


INSTRUMENTO DE CUERDA
Agustín Martínez Valderrama
España (1976)

Nadie (véase el caso del piano: aquí la cuerda, en su naturaleza de cuerda, lleva implícito el afán de atar y suspender peso. De un extremo se alinea el tiempo y del otro el objeto que inexorable pende de él. Pero la cuerda, lo que se dice la cuerda, no es sino un sinfín de hilos, filamentos, cerdas, a saber, que en su torsión integran un solo cuerpo, luengo y grueso, y que con el uso cede y se deshilacha hasta quebrarse, dejando caer el instrumento sobre el hombre), nadie, insisto, cifra su destino en una cuerda. Salvo el ahorcado.

11 de octubre de 2013

La escritura, el sostén de la segunda memoria

Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) decía en su “De interpretatione” (De la interpretación) que “los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma, y las palabras escritas los símbolos de las palabras emitidas por la voz”. Para el filósofo griego, la voz, productora de los primeros símbolos, tenía una relación de proximidad esencial e inmediata con el alma. Varios siglos más tarde, Georg W.F. Hegel (1770-1831) agregaría en su “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu): “La escritura expresa sonidos que son ya, en sí mismos, signos. Consiste, por lo tanto, en signos de signos. Se deriva de ello que aprender a leer y a escribir debe mirarse como un medio infinito de cultura que nunca se aprecia lo suficiente; pues de esta manera el espíritu, al alejarse de lo concreto sensible, dirige su atención sobre el momento más formal, la palabra sonora y sus elementos abstractos, y contribuye de manera esencial a fundar y purificar en el sujeto el suelo de la interioridad”.
Veinte años después de que el filósofo alemán publicase la que sería su obra más importante, fueron encontrados en Engis, Bélgica, unos restos fósiles (concretamente dos cráneos) por el paleontólogo belga Philippe Charles Schmerling (1790-1836). Luego, en 1848, otros restos de similares características serían encontrados en una caverna en el peñón de Gibraltar. El cráneo allí descubierto era muy diferente al del hombre actual, pero más cercano a él por su capacidad y forma que los hallados en el curso de excavaciones anteriores. El descu­brimiento conmovió fuertemente al mundo científico pues, al parecer, dichos restos óseos perte­necieron al antecesor más inmediato del Homo Sapiens: el hombre de Neanderthal, nombre que tomaría recién en 1856 cuando el paleontólogo alemán Johann Carl Fuhlrott (1803-1877) desenterrase otro cráneo similar a orillas del río Neander, en Düsseldorf, Alemania.
El hombre de Neanderthal, un individuo de baja estatura pero de miembros vigorosos, fue el resultado de siglos de evolución y apareció sobre la tierra hace apro­ximadamente unos doscientos cincuenta mil años. Durante doscien­tos milenios subsistió cazando y recolectando frutos en las praderas, después aprendió a ha­cer fuego y gracias a éste tendió los primeros puentes para el desarrollo de la cultura. En primer término pudo establecerse en si­tios fijos, pues el fuego ahuyentaba a las fieras y le permitía protegerse del frío. Sus rudimen­tarios hogares le sirvieron para dar solidez a los vínculos familiares y posteriormente crear for­mas incipientes de organización social. Tam­bién comenzó a transformar la naturaleza con ayuda de herramientas y, con el afán de imitar el sonido, creó el len­guaje y después, en su interés por copiar lo que veía, untándose los dedos con carbón realizó sus primeros dibujos formales en las paredes de las cavernas. En el Paleolítico Superior, hace treinta mil años, el hombre de Neanderthal había desapa­recido dejando paso al de Cro-Magnon. Con él la pintura ru­pestre alcanzó una gran calidad artística mani­festada en el sentido de la forma y los colores. La figura humana estilizada apareció en gru­tas de Africa, Europa y Asia realizando accio­nes como bailar, cazar con flechas, pelear, etc.
Resulta difícil precisar qué motivos empuja­ron a nuestros antepasados a dibujar, aunque lo más probable es que haya sido el reflejo de su capacidad intelectual para abstraer y representar su realidad. Al entregarse a la pintura, el hombre había concentrado una nueva categoría del pensa­miento, gracias a la cual sería posible crear la escritura y con ella la civilización. Tal como escribió en 1925 el arqueólogo e historiador nor­teamericano James Breated (1865-1935), la escritura ''ha influido más en la elevación de la raza humana que ninguna otra proeza intelectual en el progreso del hombre". Al comprender que la roca le servía para transmitir información, el hombre probó otros tipos de lenguajes útiles para dar indicaciones sin necesidad de hablar, o para recordar cifras o caminos, o para comunicar, por ejemplo, la muerte de un semejante. No sólo trazó señales sobre la tierra o mensa­jes en las rocas, también anudó cordeles -como lo hicieron los incas y los chinos- para contabilizar. En el origen de la escritura está, pues, la pintura. La propia raíz de la palabra escribir lo indica con claridad: “scribere”, en latín, signifi­ca grabar.
Con el tiempo los dibujos utiliza­dos para comunicar hechos o situaciones se fue­ron concretando en líneas esenciales, de mane­ra que llegó un momento en que los seres hu­manos tuvieron símbolos para cada objeto del mundo exterior. A éstos se los llamó pictogramas y fueron empleados incluso en la narración de anécdotas, pero nunca para expresar ideas. Durante más de quince mil años el ser humano empleó la llamada escritura pictórica, que hoy puede juzgarse como un precedente poco ela­borado de la escritura sistematizada. El desarrollo cultural fue dándose con lentitud extrema si se compara con los avances registrados en los últimos dos mil años. Así y todo, durante los periodos Mesolítico (10.000-6.000 a.C.) y Neolítico (6.000-2.500 a.C.) el hombre co­menzó a vivir en chozas y diversificó utensilios.
Se han hallado numerosos yacimientos de pin­turas grabadas correspondientes a la cultura aziliense, que prosperó en los Pirineos franceses en la fase inicial del Mesolítico, y ellas indican que ésta no fue una época de grandes logros. En cambio, durante el Neolítico el hombre se convirtió en agricultor, aprendió a do­mesticar animales como perros, cerdos, bueyes y corderos, y también a traficar en base al true­que. Pero quizá lo más significativo de esa eta­pa haya sido el nacimiento de las aldeas o poblados.
"Tierra entre los ríos" denominaron los grie­gos a la patria de los sumerios, cuna de la civilización en más de un sentido. Sus habitantes no sólo inventaron un sistema de escritura que revolucionaría la comunicación humana, sino que fundaron entre los ríos Tigris y Eufrates, en lo que hoy es Iraq, los primeros centros urbanos surgidos hace cinco mil años. Al parecer, los pueblos mesopotámicos se ins­talaron en la región durante el año 8.000 a.C. y desarrollaron la agricultura a tal punto que cada aldea pudo alimentar dos mil o más habi­tantes. Esta prosperidad trajo consigo la nece­sidad de llevar registros de los bienes producidos, la que se satisfizo atando a los objetos etiquetas de arcilla o yeso, donde con un sello se indi­caba el nombre del propietario.
Entre los años 5.000 y 2.500 a.C. tuvo lugar la diversi­ficación de las razas, que se distribuyeron por áreas de Europa, Africa y Asia. Para entonces ya existían varios pueblos organiza­dos en grandes comunidades y los más avanza­dos -entre los que cabe mencionar a egipcios, cretenses y sumerios- habían conseguido ex­presar, utilizando signos, verbos como llorar, pensar, ir. Los primeros en lograrlo fueron los escribas sumerios, los que optaron, para dar un ejemplo, por dibujar una boca cuyo signo sería leído como "hablar'' si así lo exigía el contexto de la lectura. De esta forma había nacido el tipo de escritura ideográfica, aquélla que con un sólo símbolo puede manifestar ideas o palabras completas.
Tiempo después, los mismos sumerios inten­taron representar también los sonidos y utiliza­ron el símbolo de la flecha para escribir vida, pues las dos palabras -flecha y vida- se pro­nunciaban “ti” en su lengua. Sin imaginar los alcances de su hallazgo, este pueblo había inventado el signo fonético, que denota sonidos y es el primer paso de importan­cia fundamental en la evolución de la escritura. Otras civilizaciones de la antigüedad adopta­ron los fonogramas, pero siguieron utilizando pictogramas e ideogramas como los egipcios y los chinos.
Hacia el año 515 a.C. Darío el Grande (549-486 a.C.), rey del Imperio persa, mandó tallar en la Roca de Beshitun (en lo que hoy es la provincia de Kermanshah, al oeste de Irán), la inscripción más extraordinaria del mundo antiguo. Todavía hoy puede observársela: la figura del monarca persa aparece grabada en tamaño natural junto a diez prisio­neros; después viene el mensaje ubicado a 110 metros del suelo, con 20 metros de ancho y 6,6 de altura. En total, mil trescientas seis líneas escritas en persa antiguo, acadio y elamita, ejemplos notables de la escritura cuneiforme (en forma de cuña) que inventaron los sumerios en el tercer milenio a.C., después imitada por los pueblos se­mitas que fueron sus conquistadores. Dichas escrituras encerraron el codiciado se­creto de numerosas culturas anteriores a nues­tra era hasta 1857, año en que el orientalista británico Henry Rawlinson (1810-1895) logró descifrar la proclamación im­perial del reinado persa contenida en sus líneas. La gran extensión del texto permitió encontrar la clave de signos que, para el hombre moderno, fueron mudos durante largo tiempo. Posteriormente, pudo demostrarse que los semitas no habían inventado la escritura cuneiforme, ni tampoco habían sido los primeros poblado­res urbanos de Mesopotamia meridional como se pensó durante más de cinco siglos.
En 1877 fueron encontradas mil tabletas con signos sumerios, y en 1889 se hallaron otras treinta mil en Nippur, centro cultural de ese pue­blo. Gracias a esos descubrimientos fue posible re­llenar importantes espacios en blanco de la his­toria y conocer con todo detalle nada menos que el surgimiento y desarrollo de la escritura. Fueron halladas también tabletas con símbolos picto­gráficos dibujados en 3.100 a.C., que en su ma­yoría representaban vacas, ovejas, cereales y números. Los primeros intentos formales de es­critura (luego que los sumerios habían convertido los pictogramas en ideogramas cuneifor­mes, en una búsqueda simultánea de comodi­dad para trazar sobre la arcilla y de mayor pre­cisión de la lengua escrita), fueron visibles en pie­dras sagradas, jarrones, estatuas y otros objetos que llevaban nombres y relaciones de sucesos. Más tarde aparecieron contratos de tierras y, por último, enormes tablas con listas de pala­bras que utilizaron los estudiantes en las escue­las posteriores al 2.300 a.C., cuyos programas eran amplios y severos. Para esas fechas cada signo tenía un valor específico que nadie podía modificar, lo cual indica ya una organización de la escritura como sistema de comunicación.
Una vez que los eruditos estuvieron en con­diciones de precisar el desarrollo del sistema sumerio, resultó sencillo rastrear los orígenes de otros tipos de escritura. El egipcio, por ejem­plo, fue una invención original totalmente acorde con la lengua y pensamiento nacionales. Co­mo el sumerio, había nacido de la escritura pic­tórica: dibujos de animales y plantas que des­pués evolucionaron para representar vocablos y más tarde sonidos. Cuando el sistema estuvo desarrollado contó con setenta y ocho signos fo­néticos.
Gracias a una pequeña inscripción hecha en 1.700 a.C. por los habitantes de la península de Sinaí, quienes trabajaban en las minas de los faraones, se sabe que dieciocho signos egip­cios fueron incorporados a los sistemas semíti­cos -fenicio, árabe, arameo, etíope- y for­maron un silabario de veintidós símbolos. Esta escritura se propagó con rapidez entre los pueblos semitas y fue utilizada ampliamen­te durante más de dos siglos con los caracteres cuneiformes de Siria y Fenicia. Ocho o nueve siglos más tarde surgiría de ellos el primer alfabeto moderno, el griego, y merced a su influen­cia el hebreo, romano, brahmí, siríaco y arábi­go.
Mucho antes de que eso sucediera, sin em­bargo, la escritura y los pocos que tenían acceso a ella habían alcanzado un rango social muy alto. En Sumeria, al igual que en Creta y Egipto, los únicos privilegiados eran los sacerdotes, los primeros letrados. Ellos se encargaron de orga­nizar el pensamiento en base a la tradición oral y las creencias primitivas. De esa forma, la escritura no sólo fue conce­bida como "madre de la elocuencia y padre de artistas" (proverbio babilonio), sino también como un "don de los dioses". Tal conocimien­to, al que se confería un carácter sagrado, estu­vo vinculado durante muchos siglos sólo a las clases dirigentes. De todas maneras, gracias a la escritu­ra se unificaron las culturas urbanas y se sentaron las bases del pensamiento reflexivo sobre al acopio seguro de datos. Empero, las primeras creaciones de la escri­tura fueron tradiciones literarias. Estas llega­ron hasta hoy inscritas en múltiples materia­les. Los documentos cuneiformes de Mesopotamia, que abarcan del año 2.000 al 800 a.C., se grabaron sobre arcilla blanda que luego sería cocida.
Las colecciones egipcias de matemáti­cas, astronomía, medicina, religión e historia quedaron estampadas en los muros de las pirá­mides, en grandes tabletas de arcilla y poste­riormente -hacia el siglo XIII a.C.- sobre papiro, espe­cie de papel tosco fabricado con la planta del mismo nombre. Por su parte, los chinos empe­zaron con el tallado en hueso y bronces, siguie­ron con la escritura sobre seda, bambú y madera, para finalmente trabajar sobre el papel por ellos inventado.
Con los siglos fueron estableciéndose nume­rosos "centros del saber" en todo el Oriente Cercano. Asiria, ubicada en el valle superior del Tigris, fue el corazón de la cultura de 900 a 600 a.C., con su gran biblioteca de Nínive; al tiempo que Siria, Fenicia y Palestina, ciuda­des surgidas frente a Mesopotamia, Creta y Egipto ensancharon sus confines bajo la tutela de los faraones y la influencia babilónica. El crecimiento de las ciudades propició la ex­pansión de la escritura a otros grupos sociales. Cortesanos, comerciantes e incluso jefes mili­tares tuvieron cargos de escribas y fueron, asimismo, responsables de la transformación de muchos sistemas, como el simplificar los caracteres cuneiformes. Comenzaron a aparecer diccionarios en sumerio, acadio y heteo, así como listas de sinóni­mos en varias lenguas. En China, sin embargo, la escritura -que se desarrolló con total independencia- fue utilizada únicamente con fines políticos hasta el siglo VII a.C. Tan importante era ese aspecto que un antiguo texto reza: '' Los hombres santos de remotísimos tiempos anu­daron cuerdecitas con el fin de gobernar”.
Mientras todo ello sucedía en Oriente, la gran cultura griega se gestaba en el suroeste de Euro­pa, frente al Mar Egeo. Simultáneamente a la proliferación de centros del saber, los griegos ya estaban organizados en tantos Estados como islas había en sus dominios. Hacia el siglo VII a.C. mantenían estrecho contacto con Meso­potamia, Egipto y Siria a través de los comer­ciantes y marinos de esos pueblos. Fue alrededor del siglo VIII a.C. cuando apa­reció el alfabeto griego, padre del que hoy se utili­za en Occidente. El hombre había registra­do una nueva victoria con ese abecedario que conquistaría a la civilización. Por aquel tiempo ese progreso permitió a sus creadores sistemati­zar conocimientos, tarea que no habían podido realizar con la escritura micénica anterior. Según comprueban diversas inscripciones, los griegos imitaron algunos aspectos de la escritu­ra fenicia que los condujeron a la invención de las vocales. Los pueblos semitas señalaban es­tos sonidos con signos diacríticos (que cumplían la misma función que la diéresis actual), y al eliminarlos la cultura helénica dio con el pri­mer sistema fonográfico del mundo. A partir de entonces proliferaron los alfabe­tos locales en Grecia (aunque los más impor­tantes fueron el occidental y el oriental), y la escritura se hizo indispensable. En el siglo V a.C. ya se habían introducido los rollos de per­gamino que contenían códigos legales, guías pa­ra viajeros, obras literarias, filosóficas o incluso médicas.
La enseñanza de los antiguos griegos tuvo tal trascendencia que en la actualidad, y con excepción de las escrituras primitivas de Amé­rica y Africa más el pequeño grupo asiático derivado del chino (como el japonés), todos los sistemas en uso provienen del alfabeto semítico-griego, que dio origen a tres tipos básicos divi­didos en cientos de alfabetos. Cada uno nació conforme a las necesidades de la lengua que se deseaba transcribir. El hebreo y el árabe, por ejemplo, tomaron los sig­nos vocálicos griegos pero, en lugar de escribir­los junto a las consonantes, colocaron puntos, líneas y círculos equivalentes arriba o abajo de ellas. Después de Mahoma (570-632), los musulmanes desarrollaron la caligrafía con la idea de que era la forma artística más elevada, pues Alá había creado la escritura para transmitir su mensaje divino. Otro tipo de alfabeto es el que sirve para el indio y el etíope. La escritura (que en la actuali­dad sólo añade pequeños trazos vocálicos a las consonantes) llegó a la India desde Occidente a través de los alfabetos arameo y fenicio; pri­mero, durante el siglo III a.C., sirvió para fines mercantiles y sólo después fue adoptada por los intelectuales. Sin embargo, los libros, que antes se habían escrito en hojas de palmera, se generali­zaron hacía el siglo I a.C. y únicamente entre la clase sacerdotal. En realidad la India es uno de los pocos países donde el uso de la escritura no ha menoscabado la fuerza de la tradición oral.
Con todo, el sistema más sencillo y quizá por eso el más extendido en Occidente, es el que derivó del griego. Si se compara el alfabeto ruso con el latino o con el armenio será difícil concluir que descienden directamente del que in­ventaran los jónicos. Pero así es: los romanos tomaron su alfabeto, que después se extendería por toda Europa, del que los etruscos habían aprendido de los griegos de Cumas, la primera colonia de ese origen establecida en Italia. Los rusos, en cambio, adoptaron el suyo, con treinta y tres letras actualmente, del que compusiera Costantino (826-869) en Bizancio con elementos griegos y hebreos. De tales alfabetos, el más común fue el romano, de cuya lengua latina nació el idioma español. Primero con la expansión del Imperio y des­pués con la difusión del cristianismo, la caligra­fía del alfabeto latino fue diversificándose en Francia, Italia, España, Inglaterra y Alemania. Las cursivas del habla hispana son herencia de los primitivos tipos romanos, y en general las grafías que se impusieron en Occidente fueron un invento de los monjes irlandeses, quienes en el silencio de sus celdas se dedicaron a trazar sig­nos que buscaban la lectura fácil y no halagar la vista.
La escritura se consolidó definitiva­mente con la aparición del libro. Como en tan­tas otras cosas, fueron los chinos los primeros en elaborar algo aproximado a él. En Europa los primeros libros fueron pergaminos escritos a mano, los mismos que los religiosos adornaban con preciosos caracteres. Después de 1440 el libro se convirtió en un auténtico difusor de ideas gracias a la imprenta de tipos móviles inventada por el orfebre alemán Johannes Gutenberg (1398-1468), lo que transformaría la civilización occidental al posibilitar al aprendizaje organizado colectivamente. Cuatrocientos años después, el médico ruso Ludwik Lejzer Zamenhof (1859-1917) dio forma al más ambi­cioso proyecto de escritura universal: el esperanto, un alfabeto compuesto de veintiocho letras, de las cuales cinco son vocales, una semivocal y veintidós consonantes.
Como señaló el semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) en “Le degré zéro de l'écriture” (El grado cero de la escritura), ésta ha significado una revolución en el lenguaje y en el psiquismo y, con ello, en la misma evolución humana, ya que es una "segunda memoria" para el ser humano además de la biológica ubicada en el cerebro. Antes de la escritura sólo existía la tradición oral. La lengua oral, constituida por una "sustancia fónica", tiene en tal sustancia un soporte efímero y requiere que el emisor y el receptor coincidan en el tiempo (y antes de la invención de las telecomunicaciones, también era necesaria la coincidencia en el lugar). En cambio con la lengua escrita siempre es posible establecer una comunicación con mensajes diferidos, la praxis escritural hace que el mensaje pueda ser realizado en ausencia del receptor y conservado a través del tiempo.

5 de octubre de 2013

Periodismo de autor (VIII). Tomás Eloy Martínez: "Periodismo y narración. Desafíos para el siglo XXI"

El narrador y periodista Tomás Eloy Martínez (1934-2010) nació en Tucumán, Argentina, ciudad en cuya universidad se graduaría como licenciado en Literatura Española y Latinoamericana. Radicado en Buenos Aires, ejerció como crítico de cine para el diario "La Nación" entre 1957 y 1961 y fue jefe de redacción del semanario "Primera Plana" hasta 1969. Entre este año y 1970 fue corresponsal de la editorial Abril en Europa, con sede en París. Allí obtendría una maestría en Literatura en la Universidad de París VII. Posteriormente fue director del semanario "Panorama" y dirigió el suplemento cultural del diario "La Opinión" hasta 1975, año en que tuvo que partir al exilio en Caracas, Venezuela, debido a las amenazas de la Triple A. En Venezuela continuó su labor periodística en el diario "El Nacional" y fundó "El Diario de Caracas", del que fue director de Redacción y, en 1991, participó en la creación del diario "Siglo 21" de Guadalajara, México, que se editó hasta diciembre de 1998. De regreso en Buenos Aires, colaboró en la revista "El Porteño" y en el diario "Página/12". Luego sería columnista permanente de los diarios "La Nación" de Argentina, "El País" de España y "The New York Times" de Estados Unidos.
Fecundo novelista ("La mano del amo", "El vuelo de la reina", "El cantor de tango", entre otras), sus obras más conocidas transitaron la veta intermedia entre ficción e historia tal como sucedió en "La novela de Perón" y "Santa Evita", las que lograron una enorme difusión internacional. También fue guionista cinematográfico y ensayista, género en el que sobresalen "Estructuras del cine argentino", "Ficciones verdaderas" y "Lugar común la muerte". Sus crónicas periodísticas las volcó en "La pasión según Trelew", "Las memorias del General. Una crónica sobre los años '70 en Argentina", "El sueño argentino" y "La otra realidad".
"Para mí -declaró Tomás Eloy Martínez-, el periodismo ha sido un buen modo de ganarme el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero sea cual fuese el salario yo he procurado dar lo mejor de mí, porque lo que siempre me pareció es que estaba en juego mi persona, mi ser, mi naturaleza humana, y no lo que recibiese a cambio. Eso es lo que me ha dado el oficio. Ser periodista, escribió Gabriel García Márquez, es el mejor oficio del mundo pues el periodista, al decir de Carpentier, es un cronista de su tiempo. El ejercicio del periodismo supone llevar a cuestas la lección del Principito y descifrar lo que es invisible a los ojos".


A continuación se reproducen algunos fragmentos de la conferencia que pronunció el 26 octubre de 1997 ante la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) que se llevó a cabo en la ciudad de Guadalajara, México. El texto íntegro de dicha conferencia fue publicado originalmente bajo el título "Periodismo y narración. Desafíos para el siglo XXI" por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena ese mismo año. En el suplemento cultural del diario "La Nación", el texto actualizado, reestructurado y titulado "El periodismo vuelve a contar historias" apareció el 21 de noviembre de 2001. Allí, Martínez esbozó varias de las características propias de la redacción en los diarios en los tiempos que corren y planteó algunas ideas de interés en el marco de la vieja y compleja relación del periodismo y la ficción.

PERIODISMO Y NARRACIÓN. DESAFÍOS PARA EL SIGLO XXI

Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto en la televisión ese mismo día o han leído en más de una página de Internet. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace algunos siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que ésa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo.
Eso no significa que haya menos información: hay más. Sucede que la información no viene digerida para un lector cuya inteligencia se subestima, como en los periódicos convencionales, sino que se establece un diálogo con la inteligencia del lector, se admite de antemano que ha visto la televisión, ha leído acaso algunos sitios de Internet y, sobre todo, que tiene una manera personal de ver el mundo, una opinión sobre lo que pasa. La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. Lo que buscan las narraciones a las que estoy aludiendo es que el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo.
Cada vez son menos los diarios que siguen dando noticias obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o, en inglés, las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo principio estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace más de un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora o a las noticias urgentes. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y éstos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.
De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquélla en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: ésos son los verbos capitales de una profesión en la que toda palabra es un riesgo. A la vez, no se trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, pueden hacer pedazos la confianza que se ha ido creando en el lector durante años. No todos los redactores saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un periodista verdadero debe preguntarse si se puede hacer y, luego, si conviene o no hacerlo.
Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en la que el redactor se finge novelista y lo hace mal. Los diarios del siglo XXI prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también, sobre todo, un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición de cada día, contadas por cronistas que también sean eficaces narradores. La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención -me parece- a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes, pero tienen -habría que averiguar por qué- menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.


Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca". Un relato, según White, siempre se puede traducir "sin menoscabo esencial", a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, "gnâ" , conocimiento.
El periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del "Decamerón" de Boccaccio que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa "Nicholas Nickleby" de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.
No es por azar que, en América Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueran alguna vez periodistas: Vallejo, Huidobro, Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el redactor indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.


Las semillas de lo que hoy se entiende en el mundo entero por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en "The Sun", el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor lenguaje posible, "una fotografía diaria de las cosas del mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuándo un gato en las escaleras de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie.
Cada vez que las sociedades han cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. En el gran periodismo se pueden siempre descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consciente. Pero el periodista, a la vez, no es policía ni censor ni fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los hechos. Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores. Un buen artículo no siempre es una rama de la literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen diario no debería estar lleno de grandes relatos bien escritos, porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, una crónica, una sola crónica, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendremos por qué echarles la culpa a la televisión o a Internet de los eventuales fracasos, sino a nuestra propia falta de fe en la inteligencia de los lectores.
A comienzos de los años '60 solía decirse que en América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de narradores como Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: ésa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y ésa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre. Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad o la tontería del Poder imponen la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Esa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en los chupaderos de Buenos Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.