16 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (5). Rosas, entre la restauración y la investigación

¿Qué es lo que Darwin no puso en su “Diario?”, se pregunta Aníbal Ford en "Una partida de bandoleros", penúltima parte de “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”. Me remito a Saldías, quien, en su “Historia de la Confederación Argentina” afirma: "Atraí­dos por la fama de la expedición al desierto y por las exploraciones científicas que se practicaban sobre el río Colorado, el río Negro, etc. (Darwin y Fitz Roy) se dirigieron a Patagones”. Más adelan­te dice Saldías: “Al despedirse de Rosas (Darwin) le declaró, según un testigo ocular, que la penosísima campaña en que estaban empe­ñados era una de las empresas más trascendentales que podía aco­meter un gobierno civilizado". ¿Inventos de Saldías? Por cierto que no: el mismo Saldías trae a colación el “Annuaire historique universal” de Lesur referente al 1833, donde se destacan los aportes científicos de la expedición de Rosas. Sin embargo, nuestra historiografía oficial soslayó estos aportes como soslayó los objetivos comerciales y militares de la ex­pedición inglesa. Dos casos de ocultamiento de significado pero con signo inverso (la ciencia es la de los de afuera pareciera ser la premisa que los articula) que bien ejemplifican las formas probritánicas y desvalorizadoras de lo nacional con que muchas veces son procesa­dos los hechos históricos dentro de nuestra cultura.
Porque realmen­te -entiende Ford- la expedición de Rosas tiene un lugar destacado en la historia del conocimiento geográfico, científico y económico de nuestro territorio como bien lo han señalado diversos historiadores como es el caso de Saldías, Corvalán Mendilaharsu, Stieben, Jauretche, Mar­tínez Sierra y Fernández Arlaud. Y me remito a la síntesis que de esa campaña hace Domingo Pronsato: “Rosas había llevado consigo dieciséis hombres de ciencia... Irán ingenie­ros, astrónomos, hidrógrafos, meteorólogos, médicos, agrónomos, vete­rinarios y economistas. Así, el coronel ingeniero Feliciano Chiclana (h), el astrónomo italiano Nicolás Descalzi, el teniente coronel agrimensor Ildefonso de Arenales, los hidrógrafos Juan B. Thorne y Guillermo Bathurst, el doctor González, el coronel Juan Antonio Carretón, autor del ‘Diario de Marcha’ de la expedición. Ellos realizaron el relevamiento com­pleto, topográfico e hidrográfico del Río Negro hasta Confluencia y del Colorado hasta el codo Chiclana. Efectuaron observaciones astronó­micas y climatológicas que sirvieron para el primer estudio de una colonización patagónica que inició después don Pedro Luro, español contra­tado por Rosas. De esta expedición surge aconsejada por Rosas la cría del merino lanar como la especie más apropiada por suelo y clima para poblar las tierras patagónicas”.
Durante toda la campaña -prosigue Ford- y bajo la vigilancia estricta de Rosas, cuya formación geográfica fue estudiada por Stieben, hubo, como bien lo demuestra Fernández Arlaud, un "interés especial de obser­var, recoger y anotar cuanto pudiera servir para un mejor conoci­miento del sur, tanto en el aspecto topográfico como el geológico, hidrográfico, zoo o fitogeográfico". Afirmación que puede con­notarse con una anécdota, no por cierto de interés secundario, na­rrada por el astrónomo italiano Nicolás Descalzi y que ejemplifica bien hasta dónde la ciencia participaba de la vida cotidiana de la expedición. Anota Descalzi en su “Diario” de campaña: “Hoy di parte a S.E. el general Rosas del eclipse que a la noche iba a su­ceder... Él se fue al campamento de los indios amigos; como era de noche los sorprendió con su presencia; él los sosegó y les dijo que les iba a avi­sar que lueguito se iba a tapar la luna para que no se asustasen y no tu­vieran malos sueños y les explicó lo que es el eclipse”. Sin embargo el espectador argentino que vio por TV la versión del viaje del Beagle y que, por supuesto, no tiene a mano esta información tuvo que quedarse con esa versión pobre y limitada de la cam­paña de Rosas que le dio la BBC y también el canal argentino que no enmarcó críticamente ni esa versión ni el testimonio de Darwin, ignorancias en torno a la cultura nacional que campean en los me­dios.
Ford utiliza aquí los testimonios recogidos en “Historia de la Confederación Argentina” de Adolfo Saldías (1849-1914), historiador revisionista que para la elaboración de esta obra utilizó los archivos que Rosas llevara consigo a su exilio en Inglaterra. Saldías se basó, para el caso concreto de la Expedición al Desierto, en lo dicho por el editor francés Charles Louis Lesur (1770-1849) en la edición correspondiente a 1833 de su “Annuaire historique universal” (Anuario de historia universal), un volumen que publicó entre 1818 y1861 en el que resumía los acontecimientos del año precedente. La cita sobre los científicos que Rosas llevó en su expedición está tomada de “Patagonia, proa del mundo”, un libro del ingeniero e historiador argentino Domingo Pronsato (1881-1971). Enrique Stieben (1893-1958), por su parte, maestro entrerriano radicado en La Pampa, fue un destacado integrante del Instituto Juan Manuel de Rosas creado en los años ’50. Allí, junto a otros historiadores revisionistas, se dedicó al estudio de la historia, la geografía, la geología, la botánica y la etnología, tanto pampeana como patagónica. Una de sus mayores obras es “Toponimia araucana de la República”. La cita utilizada por Ford pertenece al artículo "Conocimientos geográficos de Rosas previos a la campaña del Co­lorado", publicada en la revista del instituto en el que trabajaba en diciembre de 1963. Por otro lado, el agrimensor italiano Nicolás Descalzi (1801-1857) fue designado por Rosas ingeniero, hidrógrafo y astrónomo del ejército del ala izquierda del cuerpo expedicionario al desierto. Con la goleta Encarnación y la ballenera Manuelita estudió el Río Negro y lo exploró hasta Choele Choel. En 1839, Rosas lo distinguió con los despachos de Sargento Mayor de caballería.
En el capítulo final de “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”, Aníbal Ford centra su atención en Darwin. Escribe: Recorrida así esta zona de significación del viaje del Beagle, vale re­instalarnos en el conjunto mayor de relaciones que se establece en­tre ese hecho histórico de trascendencia universal y nosotros, por­que sería tan objetable soslayar lo que hemos ido señalando como limitarnos a ello para evaluar un viaje que se insertó en nuestra his­toria desde muchos ángulos. Sin desconocer el extraordinario apor­te técnico de Fitz Roy al conocimiento de nuestras costas, me voy a limitar en este caso a Darwin. Pienso, por ejemplo, en el Darwin que, con un solo acompañan­te, cruza a caballo las peligrosas estepas y pampas de 1833, de Pa­tagones a Buenos Aires para seguir luego hasta Coronda; aquel que le escribe a su hermana: "me he convertido en un verdadero gaucho; sorbo mi mate y fumo mi cigarro y luego me acuesto y duermo confortablemente con los cielos como dosel...". Es decir, en el Dar­win que no se arredra ante ningún peligro; víctima, posiblemente, del mal de Chagas; al Darwin que se funde con las gentes, que capta como pocos las tremendas soledades y espacios de la Pampa o la Patagonia, modelo de explorador cuyo “Diario” será una de las herramientas fundamentales para los "geógrafos militantes" -el tér­mino es de Daus- de la década de 1870 que, como Moyano, Lista, Fontana, Moreno, Zeballos, revelaron palmo a palmo nuestros terri­torios olvidados.
Pienso en el Darwin que se inserta en la historia de nuestra ciencia por su aporte al conocimiento geográfico, geológico, zoológico y sobre todo paleontológico; en el que fue generando en nuestro suelo gérmenes básicos de su teoría y no sólo a partir del hallazgo del yacimiento de fósiles de Punta Alta, sino a través de muchas otras instancias, como bien lo señalara Emiliano Mac Donagh en uno de los mejores trabajos realizados en nuestro país sobre el apor­te científico de Darwin; pienso, también no sólo en el Darwin que da sino en el que recibe, especialmente de ese extraordinario sa­bio argentino que fuera Francisco Javier Muñiz, quien le suministra datos básicos para su teoría a través de sus informes sobre la vaca ñata (ñata oxen) especie vacuna degenerada que prácticamente de­saparece con la sequía de 1831 a raíz de su incapacidad para ramo­near pastos y raíces debido a la estructura de su boca. Bastaría transcribir para confirmar esto las reflexiones que realiza Darwin en la segunda edición de su “Diario” y cuando todavía no ha­bía llegado a formular su teoría después de transcribir parte del in­forme de Muñiz. Ahí dice, con respecto a la vaca nata: "¿No es un ejemplo sorprendente de las raras indicaciones que pueden propor­cionarnos las ordinarias costumbres de la vida acerca de las causas que determinan la rareza o extinción de las especies, cuando esas causas no se originan más que a largos intervalos?".
La hipótesis de que la enfermedad que postrara a Darwin por el resto de sus días fue el mal de Chagas, el cual habría contraído a raíz de un ataque de vinchucas en Lujan de Cuyo, fue esbozada en 1959 por el médico bielorruso naturalizado inglés Saul Adler (1895-1966) en su obra "Darwin's illness” (La enfermedad de Darwin). La obra que se menciona de Emiliano Mac Donagh (1896-1961), doctor en Ciencias Naturales argentino, es "Para una historia de la zoología argentina. Nuevos datos sobre Charles Darwin en su viaje argentino”, aparecida en 1957. En cuanto a Francisco Javier Muñiz (1795-1871), médico y paleontólogo argentino, el propio Darwin le agradecería en una carta la información proporcionada por éste sobre la vaca ñata.
Pienso también -continúa Ford- en las lecturas argentinas de Darwin. Es como, por ejemplo, Darwin generó, a partir de una mala traducción de su texto sobre el Río Santa Cruz, la leyenda de la Patagonia como "tie­rra maldita", fundamento utilizado por muchos para no defenderla y desvalorizarla. Pero al margen de estos desvíos, la presencia en la Argentina del joven Darwin, su “Diario”, convergerían con las lecturas del otro Darwin, aquel que provoca la "explosión darwiniana" de la década del ochenta, ejemplificada de manera espectacular e insólita por el homenaje que se le rinde pocos días después de su muerte en el Teatro Nacional el 19 de mayo de 1882, organizado por el Círculo Médico Argentino. Narraría “La Nación” al día siguien­te: “Anoche a las siete y media dos bandas de música, la de Artillería y la de la Provincia de Buenos Aires, se hallaban delante del Teatro Nacional y una multitud compacta llenaba la calle. La entrada y los pasillos del her­moso teatro estaban ocupados por numerosos concurrentes y los palcos empezaban a serlo por familias. A las ocho la sala estaba llena, viéndose palcos en que había hasta doce personas, tal y tan grande era la cantidad de concurrentes que había acudido”. Las tres mil personas se reunieron entonces -tal vez la “reunión” intelectual más importante de la época de toda América Latina- para oír al viejo Sarmiento y al joven Holmberg, orgullosos paladines del progreso y del transformismo en una Buenos Aires que también todavía era, y no sólo por atraso, la gran aldea tradicional y católica.
Pero aquí ya nos estamos refiriendo -culmina Aníbal Ford-, y éste es otro tema, al Darwin de las polémicas fundamentales y básicas de la formación de la Argentina moderna y no sólo al del enfrentamiento laico-católico sino también a aquel que, a pesar suyo, se prolonga en el "darwinismo social", ideología que habría de pesar negativamente en la interpretación política de las matrices sociales nacionales. A un Darwin que se vuelve a reunir, por cierto, con aquel del viaje del almirantazgo inglés que señalamos al principio, con aquel Darwin que sostuvo una conversación con Rosas de dos horas sin que éste le sonriera una sola vez.


El hierático Juan Manuel de Rosas había, con su expedición al río Colorado, asegurado el control de las tierras conquistadas durante el decenio anterior, al menos hasta la isla de Choele Choel, en el río Negro. La campaña fue tanto una operación militar como una maniobra política, y en ambos casos le reportó un éxito. En 1926, el novelista y poeta argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927) diría que "el malón indio fue destruido por el malón criollo". Rosas, el “restaurador de las leyes”, el grandioso hacendado, el opulento terrateniente, gobernaría la provincia de Buenos Aires por segunda vez, entre 1835 y 1852, mientras el antiguo territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata era asolado por una larga  guerra civil, la primera en la que estuvieron simultáneamente implicadas casi todas las provincias argentinas. Sus enemigos políticos fueron estigmatizados bajo el doble mote de "salvajes unitarios" y "traidores a la Patria", debiendo muchos de ellos emigrar hacia otros países. Para Rosas, "emigrado" era sinónimo de criminal, de traidor, de conspirador. Sin embargo, tras su derrota en la batalla de Caseros, él mismo tuvo que emigrar y buscó el amparo del Imperio Británico. Acondicionó diecinueve cajones repletos de documentos y, junto a su familia y algunos allegados, se embarcó en una nave británica que estaba anclada en el Río de la Plata custodiando los intereses de Su Majestad. Se exiló en Southampton, donde sus amistades fueron británicas y sus peones ingleses, en la Burgess Farm, durante veinticinco años.