30 de noviembre de 2012

Exabruptos, confidencias y revelaciones (XXVIII)


GIOVANNI MASTAI FERRETTI
Papa Pío IX de la Iglesia Católica (1864)

"El darwinismo, un sistema que es repugnante a la historia, a la tradición de toda la gente, a la ciencia exacta, a los hechos observados, y aún a la razón misma, parecería no necesitar refutación. Pero la corrupción de esta época, las maquinaciones de los perversos, el peligro de los simples, demandan que tales juegos, por muy completamente absurdos que sean, deban (ya que toman prestada la máscara de la ciencia) ser refutadas por la ciencia verdadera".


JOSE INGENIEROS
Filósofo y sociólogo ítalo-argentino (1906)

"Los hombres de raza de color no deberán ser política y jurídicamente nuestros iguales; son ineptos para el ejercicio de la capacidad civil y no deberían considerarse personas en el concepto jurídico. Cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico; a lo sumo se las podría proteger para que se extingan agradablemente, facilitando la adaptación provisional de los que por excepción puedan hacerlo. Juzgando severamente, es fuerza confesar que la esclavitud -como función protectiva y como organización del trabajo- debió mantenerse en beneficio de estos desgraciados, de la misma manera que el derecho civil establece la tutela para todos los incapaces y con la misma generosidad con que asila en colonias a los alienados y se protege a los animales. Su esclavitud sería la sanción política y legal de una realidad puramente biológica".


EDWARD A. PACE
Sacerdote y monseñor católico estadounidense (1911)

"Si, por lo tanto, la Iglesia Católica también reclama el derecho a la intolerancia dogmática con respecto a sus enseñanzas, es injusto reprocharle el que ejercite este derecho. La Iglesia contempla la intolerancia dogmática no sólo como su derecho, sino como un deber sagrado. Según Romanos 8, 11 las autoridades seculares tienen el derecho de castigar, especialmente los crímenes graves, con la muerte; consecuentemente, los herejes pueden no sólo ser excomulgados, sino también condenados justamente a muerte".


LUDWIG MÜLLER
Obispo alemán de la Iglesia Evangélica Cristiana (1933)

"En la raza, la Nación y las características nacionales vemos puntos de orden para nuestra vida. Ese orden fue establecido por el mismo Dios y por tanto es un deber mantenerlos. Por ese motivo cualquier mezcla de raza debe ser rechazada. La creencia en Cristo no destruye la raza, sino que la profundiza y santifica. Para un alemán, la Iglesia es la comunidad de los creyentes que están obligados a luchar por una Alemania cristiana. El Estado de Adolfo Hitler apela a la Iglesia: la Iglesia debe responder a la llamada. Hitler es el redentor de la historia de los alemanes, la ventana a través de la cual la luz se proyecta sobre la historia del cristianismo. Hitler y los nazis son un regalo de Dios".


L. RON HUBBARD
Teniente del ejército de Estados Unidos, fundador de la Iglesia de la Cienciología (1954)

"Descubrí que un ser humano no es su cuerpo, y demostré que mediante el procesamiento de la Cienciología, un individuo puede lograr certeza de su identidad diferente de la de su cuerpo. La religión, no la ciencia, ha llevado adelante esta búsqueda, esta guerra, a lo largo de los milenios. La ciencia no ha hecho más que devorar al hombre con una ideología que niega el alma: un síntoma del fracaso de la ciencia en esa búsqueda. No se puede traicionar ahora a los hombres de Dios que durante esos milenios del pasado intentaron sacar al hombre de la oscuridad. La Cienciología es el tema de saber cómo saber. Nos ha enseñado que el hombre es su propia alma inmortal. Y no nos deja otra alternativa que anunciar al mundo, no importa cómo lo reciba, que la física nuclear y la religión se han dado las manos solidariamente, y que nosotros, en la Cienciología, realizamos esos milagros que el hombre, a lo largo de toda su búsqueda, ha esperado que ocurrieran. El individuo podrá odiar a Dios o desdeñar a los sacerdotes. No puede ignorar, empero, la prueba evidente de que él es su propia alma. Así pues, hemos resuelto nuestro enigma y encontrado la solución sencilla".


DWIGHT YORK
Músico estadounidense, fundador del movimiento Ciencia de Nuwaubianismo (1967)

"Los caucasoides no han sido elegidos para liderar el mundo. Les faltan auténticas emociones en su creación. Nunca tuvimos la sensación de que fueran pacíficos. Fueron criados para ser asesinos, con bajas tasas de reproducción y una vida corta. Los que llamas negroides iban a vivir 1.000 años y los otros humanos 120 años. Pero los caucasoides sólo 60 años. Fueron creados solamente para luchar contra otras razas invasoras, para proteger a la raza dios de los negroides. Pero se volvieron maniáticos, perdieron el control cuando se los dejó de controlar. No tenían que probar la sangre. Lo hicieron, y su auténtica naturaleza surgió. Debido a que sus niveles reproductivos estaban recortados, sus órganos sexuales fueron hechos los más pequeños de tal forma que la hembra de su raza querrá reproducirse con negroides para autoextinguirse a sí mismos al cabo de 6.000 años. Costó 600 años crearlos, parte humanos y parte bestias".


BEN KLASSEN
Legislador estadounidense, fundador de la Iglesia Mundial del Creador (1981)

"La esencia de nuestro programa es lealtad racial, proveyendo siempre por el mejor interés de nuestra propia gente: la raza blanca. Es nuestra posición inalterable e irrenunciable el dejar de subsidiar, alimentar, ayudar, auxiliar y fomentar la escoria parasitaria del mundo que está devorando nuestra productividad aprovechándose de nuestra prodigalidad. Así como los inferiores indígenas americanos no fueron capaces de competir con el colono blanco, los demás no podrán tampoco. Es sólo debido al control judío y al pervertido sentido de confundida lealtad que la raza blanca está reduciéndose numéricamente, alimentando y expandiendo a las demás razas al punto de poner en peligro su propia existencia. Es estúpido, idiota y suicida el reducir el número de los nuestros y ayudar a aumentar el de nuestros enemigos. Nosotros, los de la Iglesia del Creador pretendemos revertir ese proceso".


RICHARD HERRSTEIN
Doctor en Psicología estadounidense (1994)

"Los afroamericanos son intelectualmente inferiores debido a su herencia genética. Un negro tiene siete veces más posibilidades de morir asesinado que un blanco. Una mujer negra tiene cinco veces más posibilidades de ser madre soltera que una mujer blanca. El 27% de los blancos está en condiciones de obtener un título universitario, frente al 11% de los negros. Uno de cada catorce blancos vive bajo el umbral de la pobreza; la proporción es de uno de cada cuatro entre la población negra. Es pues imposible mejorar su condición, ni por medio de la educación ni por el entrenamiento. En un futuro previsible, los problemas de la baja capacidad cognitiva no se resolverán con la intervención de ayudas sociales".


JOHN D. MORRIS
Doctor en Ingeniería Geológica estadounidense, fundador del cristiano Instituto para la Investigación de la Creación (1997)

"Desafortunadamente, Dios no nos da todos los detalles. Todo lo que podemos hacer es comenzar con lo que sabemos y hacer inferencias razonables. Puedo pensar en varias posibilidades que son bíblicamente aceptables. ¿Es posible que ese ser altamente inteligente Lucifer haya realizado experimentos de cría o ingeniería genética tanto en hombres como en animales, en su intento de remedar al verdadero Creador/Dios y usurpar Su autoridad? Quizá incluso las antiguas leyendas de híbridos de varias bestias y de medio hombres y medio bestias tengan alguna base real".


JAMES WATSON
Biólogo estadounidense, premio Nobel de Medicina (2007)

"Los africanos son menos inteligentes que los occidentales. En unos pocos años se conocerán las bases genéticas de la inteligencia y se comprobará que la raza negra tiene menos genes capaces de generar alta inteligencia. A pesar del deseo natural de que todos los humanos sean iguales, lo cierto es que los negros no lo son. Las relaciones sociales de Occidente hacia el continente africano se basan en la creencia de que su inteligencia es la misma que la nuestra cuando en realidad todas las pruebas señalan lo contrario. Toda la gente que ha tenido que emplear negros sabe que la igualdad de razas no es verdad".

26 de noviembre de 2012

Jhumpa Lahiri: "No creo que necesitemos los libros para enseñarnos a ser felices. Nos dirigimos a ellos para entender la parte más difícil de la vida"

En una de las anotaciones de sus "Pages de journal" (Páginas de diario), el escritor francés André Gide (1869-1951) decía que "algunos seres pasan por la vida sin experimentar jamás un sentimiento verdaderamente auténtico; ni saben lo que es una cosa así. Se imaginan amar, odiar, padecer, y hasta su propia muerte es un plagio". No es este el caso de los personajes de Jhumpa Lahiri (1967), todo lo contrario. Ellos, inmigrantes indios en la Costa Este de Estados Unidosmuestran en todo momento de forma natural las relaciones humanas, apasionadas y tensas, afectuosas y tirantes, cargadas de sentimientos enfrentados, de pasiones y de odios, de rencores y de afectos. Las vicisitudes de estos personajes, que aparecen una y otra vez en sus narraciones oscilando entre los valores culturales de su patria y los de su hogar adoptado, son transmitidas con una convicción y credibilidad conmovedoras por la autora, cuya mirada trasciende ese choque cultural para construir historias sobre la condición humana y las relaciones familiares. Lahiri nació en Londres, hija de inmigrantes bengalíes, y se mudó con su familia a Kingston, Rhode Island cuando tenía tres años. Realizó sus estudios en la South Kingstown High School y luego ingresó en el Barnard College, donde, en 1989, se licenció en Literatura Inglesa. Más tarde obtuvo maestrías en Escritura Creativa y en Literatura Comparada, y se doctoró en Estudios del Renacimiento en la Boston UniversityEn 1999 recibió el premio Pulitzer por su primer libro, "Interpreter of maladies" (Intérprete de emociones), una colección de relatos sobre parejas hindúes, sus sentimientos y costumbres al emigrar lejos de su país de origen. Cuatro años después publicó una novela, "The namesake" (El buen nombre), que relata la historia de una familia india desde que emigra a Estados Unidos hasta que sus hijos crecen ya convertidos en ciudadanos del nuevo mundo. Su último libro es "Unaccustomed earth" (Tierra desacostumbrada), en donde reúne ocho cuentos, aunque los tres últimos conforman entre sí una pequeña novela. Publicado en 2008, recién dos años más tarde fue traducido al castellano. Cuando viajó a España para su presentación, Lahiri fue entrevistada por Guillermo Altares para la edición del 13 de marzo de 2010 del diario "El País".


¿Por qué sus historias de amor son siempre tan tristes?

Son más interesantes. Como escritora, no me interesan las historias de amor felices. Creo que es algo en lo que se fijan muchos otros escritores que también han reflexionado sobre ello, sobre todas las formas en que las cosas pueden ir mal, sobre todas las formas en que algo puede fracasar, en que podemos sufrir una decepción. Es algo a lo que se ha enfrentado siempre la literatura: no creo que necesitemos los libros para enseñarnos a ser felices. Nos dirigimos a ellos para entender la parte más difícil de la vida.

"Su vida no era feliz pero tampoco infeliz", dice de uno de sus personajes femeninos para definir su matrimonio. Muchas de sus mujeres viven en esa especie de limbo, en esa resignación que empieza con las bodas arregladas. ¿Sigue habiendo tantos matrimonios de ese tipo en la comunidad india de Estados Unidos?

No creo que mis cuentos reflejen nada más allá de la propia literatura. Supongo que estoy interesada en narrar diferentes formas de matrimonio y la idea de felicidad frente a la infelicidad, algo románticamente inspirado frente a algo más tradicional, un acto social, como son los matrimonios arreglados. Es algo que me ha interesado porque toda mi vida he visto ese tipo de matrimonios y veo que ambos pueden ser felices o infelices.

Al leer sus cuentos uno tiene la impresión de que siempre cuenta la misma historia, pero que es siempre diferente. ¿Está usted de acuerdo?

Sí, creo que estoy de acuerdo. Escribo siempre sobre un cierto mundo, un cierto tipo de personajes. No creo que escriba siempre la misma historia, porque hay diferentes pulsiones y luchas en cada una de ellas. A veces es la familia, otras veces son asuntos personales. Es algo que les ocurre a muchos escritores, a muchos pintores, que reflejan una y otra vez la misma montaña, el mismo río, el mismo jardín, la misma catedral y la dibujan constantemente. Es verdad que observo siempre el mismo tipo de situaciones y personajes pero siempre encuentro cosas nuevas. Si dejase de encontrar esa mirada renovada, seguramente cambiaría de temas. Pero puede ser infinito.

¿Qué parte de sus historias está basada en hechos reales y qué parte es inventada?

Realmente, nada de lo que cuento ha ocurrido de verdad, aparte de unos detalles de un relato de mi primer libro que describen la llegada de mi padre a Estados Unidos. Tal vez haya pequeñas cosas que hayan ocurrido y que he reconstruido de forma diferente. Las historias de este libro son completamente inventadas, no se apoyan en una realidad concreta.

Todas sus historias gravitan en torno a tres temas: familia, amor e identidad. ¿Está usted de acuerdo?

Sí, creo que es justo. Familia, amor, identidad, tal vez pertenecer a un lugar son temas esenciales para mí. Me siento agradecida por haber encontrado algo sobre lo que escribir, que haya cosas que me interesen, que me parezcan un desafío. Eso es lo principal. Creo que analizar las relaciones humanas es algo que la literatura puede hacer de una forma que otras artes no pueden conseguir con la misma intimidad. La pintura, la música, la danza nos pueden llevar a otros lugares, consiguen abrir nuestros ojos de una manera concreta, pero la literatura tiene la ventaja de que logra entrar en la mente de personajes imaginarios, y relacionarnos con otros, y el lector comparte esos estados de ánimo. Entrar en la vida de esa gente es un viaje extraordinario, más que el cine, porque realmente accedes a la conciencia de los personajes, al misterio de las vidas, cómo nos vemos, cómo nos ven los demás.

Sus libros giran una y otra vez en torno a las migraciones y la identidad. ¿Cree que estos temas son los que definen el siglo XX?

No creo que definan sólo el siglo XX. Definen a la humanidad. Lo que más me interesó de los etruscos es que vienen de otros lugares. Toda la historia de Estados Unidos es una historia de migraciones. En el siglo XX se convirtió en algo más radical, más común. Porque es mucho más fácil moverse, subirse a un avión, ir a otro lugar. La noción de familia se ha diluido en muchas partes del mundo. Las circunstancias históricas y políticas han aumentado la necesidad de que la gente se mueva. Más que nunca hemos migrado a otros lugares. Y eso me interesa mucho: la noción de gente, de identidad, de sus casas, de dónde vienen y adónde creen que pertenecen, su realidad.

¿Por eso muchos de sus personajes luchan una y otra vez con su identidad, se debaten entre su identidad personal y su identidad colectiva?

Sí, es cierto. Creo que es algo que nos ocurre a todos, en mayor o menor medida. Tal vez es más agudo en una persona como yo: no he nacido con una idea obvia de pertenencia a un lugar. Es una cosa básica. Creo que es muy importante tener un sentido de dónde pertenecemos y algunos de mis personajes han nacido con esa carencia y tratan de rellenarla.

También su literatura está marcada por la presencia de la familia. ¿Sigue siendo muy importante en la sociedad india?

La noción de familia es mucho más estrecha en la sociedad india que en Estados Unidos: no creces y te vas a los dieciocho años y vuelves una o dos veces al año. Ayer volvía de Washington y nevaba, y mi madre me llamó para ver si había llegado bien. Tengo cuarenta y dos años, pero para ella tengo la misma edad que mis hijos. La ansiedad, el amor, la preocupación... Según iban creciendo mis amigos, sus familias desaparecían de sus vidas. Mi marido, que es guatemalteco, tiene la misma relación con sus padres que yo. No he tenido que explicárselo a él, ni él ha tenido que explicármelo a mí, aunque venimos de mundos muy diferentes. Creo que aquí es muy desconcertante. Y los padres inmigrantes dejan atrás su extensa familia y cuando llegan aquí, en la otra parte del mundo, sus hijos son toda su familia.

La comida también es muy importante como signo de identidad para sus personajes.

Es muy importante, mucho más para los padres que para los hijos. Los padres siempre están buscando la comida que consideran normal y buena, los hijos están menos atados a esas tradiciones. La comida forma parte de todo eso de lo que hablamos, es la forma obvia que reúne a la familia, es lo que la define. Es divertido para mí porque Estados Unidos parece haber descubierto por fin la importancia de la comida y es algo que en mi familia siempre ha sido obvio. En el mundo del que vengo, no hay muchos afectos abiertos, no hay abrazos, ni besos, pero la comida es una de esas cosas que sigue siendo una expresión de amor y conexión entre los miembros de una familia.

A veces en sus libros, la familia es una bendición y en otros es casi una condena. ¿Cree usted que sus personajes se mueven siempre entre esos dos conceptos?

Creo que es las dos cosas, una bendición y una condena. Algunos de los personajes son muy radicales en su alejamiento de la familia, pero es una excepción. La mayoría se sienten limitados por su familia, sobre todo los de segunda generación, porque para ellos crecer es alejarse de algunas de las cosas que representan. Creo que en "El buen nombre" es donde estudié esto más a fondo, al narrar cómo Gogol pasa de tener una relación muy estrecha con su familia a tratar de buscar un lugar sin sus padres. Creo que es algo que todos tenemos que hacer como personas. La familia es una bendición, pero luego como adulto tienes que reinventar lo que significan todas esas cosas. La familia es algo muy dinámico, que cambia constantemente. Nunca es obvio lo que ocurre, incluso en una familia nuclear.

¿No cree que su libro, sobre todo las tres historias finales, representa una reflexión sobre el destino?

En cierta medida, supongo, no estaba pensando a fondo en ello cuando lo escribí. Son cosas abstractas y difíciles de verbalizar, incluso cuando estoy pensando en ellas de manera inconsciente. Pero en ese caso, no tenía la intención de escribir sobre eso. Para mí era importante hablar de personajes que no pueden huir de sí mismos. Pensaba en desarrollar la historia de unos personajes desde su infancia y en cómo el personaje de él, Kaushik, se convierte en una persona que no quiere raíces, ni una familia, mientras que Hema busca una vida más segura, si algo puede considerarse seguro en la vida, una cierta estabilidad.

¿Por qué eligió Volterra y los paisajes etruscos para desarrollar esta relación?

Sabía que una parte de la historia transcurriría en Roma y pensé que debían irse a algún lado el fin de semana. Y, dado que sólo había ido una vez a la Toscana, pregunté a una amiga que va muy a menudo, le dije que tenía esa pareja, y me dio una serie de sugerencias y al final me dijo: "Si quieres un lugar que sea un poco más remoto y con no tantos turistas y muy tranquilo en invierno, elige Volterra". Una vez que empecé a leer sobre esta ciudad llegué a D.H. Lawrence y sus "Atardeceres etruscos" y eso me lanzó a descubrir el mundo etrusco e hice que Hema estuviese interesada en esa cultura. Pero, cuanto más pienso en ello, más me gusta esa parte del libro, muchas de sus creencias, de que el viaje sea una metáfora de la vida, las urnas funerarias, todo me pareció apasionante. Porque en el fondo mis historias están llenas de viajes de un lado a otro, de India a Estados Unidos. Me pareció muy interesante esa síntesis entre el viaje de la vida y el viaje hacia la muerte y me di cuenta de que la historia que relataba en el fondo hablaba de ello.

En sus libros siempre es muy importante lo que sus personajes no dicen o no se atreven a decirse. ¿Cree que ése es un factor importante en la vida, la falta de comunicación?

He escrito de esto durante largo tiempo: es la verdad, incluso en las relaciones más íntimas, matrimonio o amor, nunca se dice todo. Todos tenemos una vida interior, una vida privada. No es posible decir siempre lo que sientes o lo que piensas. Para mí, las cosas que no se dicen entre personas muy cercanas son muy interesantes y mucho más como narradora. Porque allí es donde los personajes descubren cosas.

Uno de sus personajes dice en un momento dado: "Pertenecen a ese lugar como yo nunca perteneceré a ninguno". ¿Cree que es algo que define muchos de sus relatos?

Algunos de mis personajes sí están marcados por ese sentimiento, por esa necesidad de pertenecer a un lugar que puedan llamar su casa. Para ellos la vida está tan fracturada que no pueden llamar hogar a ningún lugar, y es una diferencia enorme entre una ciudad pequeña y remota y cercana y antigua en la que seguramente crecieron con la experiencia que se puede tener en una ciudad de Estados Unidos, que es un país tan joven. Acabo de volver de ver a mi hermana, en el sur de Estados Unidos, en Alabama, donde nunca había estado. Y sentí que tienen más sentido de pertenencia a una población, desde por lo menos cien años, y era interesante compararlo incluso con el lugar donde crecí, Rhode Island, que es muy provinciano, pero a la vez había apellidos de todos los países en mi clase: irlandeses, polacos, judíos, italianos, franceses, indios... Nunca sentí que hubiese una población específica. La primera vez que fui a Italia recuerdo que me chocó esa sensación de continuidad, me pareció a la vez extraña y atrayente.

¿Siente que su familia es realmente muy significativa de lo que representa el siglo XX?

Sí, el mundo es así, aunque haya gente a la que le da miedo, porque ven como una amenaza que se diluye su sentido de pertenencia, de compromiso con un lugar.

Por muy dura que sea la vida en el país al que llega, la gente sigue emigrando y emigrando, y no hablo de gente que huye de la pobreza o de la guerra, sino de clase media. ¿Por qué?

Aunque sea muy difícil, hay algo de honor, de ambición, de sentimiento, de orgullo y prestigio para la familia que se queda detrás, es un símbolo. No creo que sea una elección fácil y es muy duro. Por eso les cuesta tanto hacerse a la vida en Estados Unidos, muchas veces se preguntan si tomaron la decisión adecuada, qué hacen allí, si es un lugar para educar a la familia. Y es algo que veo en amigos de mi edad, que han hecho lo que hicieron mis padres, amigos de España, de Sudáfrica, que tomaron la misma elección que mi familia, no fueron obligados a emigrar por una hambruna, una guerra o una persecución. Y tienen muchas dudas.

25 de noviembre de 2012

¿Qué es hoy la cultura? (5) Beatriz Sarlo

En 1930, Sigmund Freud (1856-1939) advertía tajantemente en "Das unbehagen in der kultur" (El malestar en la cultura) que el hombre ha pagado por el progreso el elevado precio de sacrificar la vida instintiva y reprimir la espontaneidad. Para Freud, el enfrentamiento entre la cultura y la naturaleza trae aparejada una conflictiva represión dados los preceptos morales a los que los individuos se ven sujetos por vivir en sociedad. La cultura sin represión "es una imposibilidad utópica", la cultura "no es sinónimo de perfección". Cuando veinte años más tarde el antropólogo norteamericano Leslie White (1900-1975) expresaba en "The science of cultura" (La ciencia de la cultura) que "la cultura es un sistema de diseños para la vida que tienden a ser compartidos por todos los miembros de un grupo" y garantizaba la libre circulación en espacio y tiempo del material cultural, no estaba más que definiendo un modelo ideal, ya que, si bien la distribución de los fenómenos culturales parece estar libre de obstáculos, la realidad indica que su circulación se encuentra altamente restringida y, en función de los intereses económicos dominantes, también dirigida.
Desde un punto de vista sociológico, para la académica y crítica cultural argentina Beatriz Sarlo (1942), la experiencia de una cultura común, de un conocimiento enciclopédico, fue algo que quizá existió alguna vez en ciertos círculos o una aspiración de utopistas, pero el cisma entre la cultura científica y la humanista, y el abismo que se abrió entre las vanguardias artísticas y el público terminó con esas ilusiones. Un polémico y esquemático ensayo del británico Charles P. Snow (1905-1980), señaló, en 1959, el cisma entre dos culturas: la científica y la literaria. Grandes intelectuales de la época, entre ellos Frank R. Leavis (1895-1978) y Lionel Trilling (1905-1975), intervinieron en un debate que puede leerse como capítulo de historia de las ideas. "Ya no se habla en esos términos -dice Sarlo-, porque el ideal, propio de fines del siglo XVIII, del "hombre de letras" contemporáneo a todas las complejidades de su tiempo pertenece más que nunca al pasado que no puede revisitarse pese a la nostalgia por un campo cultural unificado que, por otra parte, sienten más quienes menos padecen la fragmentación de los saberes".


Salteo el capítulo políticamente correcto y académicamente acertado: todos tenemos una cultura, todos somos cultos. El relativismo es la norma más difundida en Occidente. Todas las culturas son la cultura. Sin embargo, el canto de cisne de la (otra) cultura viene escuchándose desde hace más de un siglo, a medida que podían comprar diarios y libros precisamente quienes, hasta ese momento, habían permanecido lejos del mundo de lo impreso. Cuanto más se extendía el público, más experimentaban los intelectuales la idea de una decadencia. La hegemonía cultural del mercado y de la televisión fortaleció esta mirada nostálgica hacia un pasado que, por otra parte, no existió durante demasiado tiempo ni en demasiados lugares. Crisis de una cultura común. Este fue el tema, por ejemplo, de los culturalistas ingleses. Partían de la base de que una cultura común había existido alguna vez. Probablemente sólo haya sido la lengua en que se comunicaron sectores de capas medias y medias altas: una lengua de elite social, pero no solo de origen aristocrático. Esa cultura común fue un horizonte que se pensó alternativamente en el pasado (conservadores o nostálgicos) o en el futuro (socialistas, milenaristas, utopistas).
La "Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers" (cuya redacción comenzó a mediados del siglo XVIII) tuvo un programa al que, casi precisamente en el momento en que se publicaba, comenzaba a sonarle su hora. Surgió como monumento de un ideal que la misma ciencia expuesta por los enciclopedistas comenzaría muy velozmente a carcomer. Los lenguajes específicos de cada disciplina irían volviéndose opacos para los que no formaran parte del grupo de expertos. Hubo grandes divulgadores, hubo disciplinas, como la astronomía o la botánica, que continuaron siendo "populares", pero los caminos estaban destinados a separarse. La totalidad del saber humanístico, científico y técnico ya no iba a encerrarse en la cabeza de una misma persona. La ciencia, precisamente porque se había terminado de constituir como ciencia (y ya no conservaba hilos visibles e invisibles que la unieran, como en el siglo XVII, con la alquimia o con la astrología), se separaba de las humanidades de un modo que nada podía evitar. Y además, se bifurcaba en ciencia y tecnología. La Enciclopedia es la prueba de que los conocimientos debían organizarse para que fueran accesibles a quienes no los poseían. Con su fascinación por la técnica moderna, Diderot hubiera saludado a Wikipedia, el lugar donde está todo lo que no se conoce, que, bajo la organización alfabética, es para muchos no el árbol de la ciencia, sino el Aleph de un universo caótico. La "Enciclopedia" existió porque existía todavía el ideal de un punto de vista que pudiera dominar todo el paisaje, aunque sus fichas fueran escritas por hombres diferentes.
Hoy, existen las ciencias y, en sus orillas, la buena o mala divulgación y un metacerebro cultural en internet: redactor de páginas web o hacker. El mapa del conocimiento total parece una fantasía de la ciencia ficción, donde se mueven los superhombres arcaicos o los maestros Jedi de la "Guerra de las Galaxias", que son sabios en el uso de la Fuerza universal, la conocen y se conocen. Sin embargo, el pensamiento científico tiene la fuerza de un imaginario y, por eso, sigue generando metáforas. Ahora las imágenes nos llegan de la física teórica con el "Big Bang", de la genética o de la tecnología informática; en la década del cincuenta, fue la astrofísica; en la década de 1920, los experimentos médicos con injertos de glándulas animales que, con inevitable mala suerte para los pacientes, se realizaron incluso en Buenos Aires, y las exploraciones psiquiátricas con el hipnotismo. Las metáforas que ofrecen las palabras de la ciencia más avanzada tienen una reverberación que indicaría, ilusoriamente, que todos hablamos la misma lengua. Vivimos con la idea de que podríamos llegar a entendernos si usamos las mismas palabras. Pero las palabras no son las mismas, quiero decir: pueden sonar iguales, pero funcionan de modo diferente. Se usan metáforas e imágenes precisamente porque las palabras diferentes son arrancadas de un lugar y llevadas a otro. A veces nos ilusionamos creyendo que esas palabras son lo mismo de uno y otro lado, pero no es así: siempre una científica inglesa se encarga de despertarnos de esa fantasía.
El cisma se ha profundizado en lo que concierne a la cultura artística. En un proceso que comienza con el siglo XX, las vanguardias se separaron del público y no solo del público de masas sino del llamado "culto". El ejemplo más radical posiblemente sea la música contemporánea, que solo es escuchada por minorías en las que se reconocen, casi personalmente, los músicos, intérpretes, compositores, y un pequeño club de seguidores conscientes de su carácter excepcional. La dificultad intelectual y el placer juegan papeles tan indispensables como equivalentes. La música contemporánea es el punto más alto de la línea que separa culturas. En realidad, toda la música que se escucha, salvo en los programas especializados y en sus reductos, es música del pasado, como si la literatura que hoy se leyera fuera exclusivamente Quevedo, Rousseau, Schiller, Victor Hugo, Leopardi y Dickens. La música que se escribe hoy no es escuchada por los mismos públicos que leen la literatura que hoy se escribe. Por otra parte, algo sucede con la música: para los públicos no especializados es más sencillo escuchar una sinfonía de Mozart que leer un soneto de Góngora. Por otra parte, la forma en que se mira arte y la forma en que se escucha música son radicalmente diferentes: el compromiso de silencio y de permanencia es ineliminable del protocolo de la audición. El museo hace posible usos más distendidos, más distraídos o, incluso, presencias paradójicamente ausentes. En el auditorio se pide el silencio de un templo; el museo actual invita a la circulación de un parque temático.
Finalmente, desde el "pop art", la iconografía del mundo y la iconografía del arte se han cruzado, tanto como se han cruzado los rasgos formales y técnicos de la representación. Eso hace todo mucho más sencillo, una vez que los museos han persuadido a su público respecto del valor estético de una caja de jabón Brillo si fue elegida, entre mil iguales, por Andy Warhol. Es el triunfo póstumo de Duchamp: todo objeto que se expone debe ser observado como arte; todo cuerpo que se mueve es una performance y todo lo que se ve en proyección es video-arte. Duchamp, cuando expuso su célebre mingitorio, no buscaba ciertamente proporcionarles a los museos ni a los "marchands" tales argumentos pedagógicos. Gracias a esta persuasión, las artes visuales no han sufrido el cisma de públicos que caracteriza a la música. El mercado de arte y las mallas firmes que lo unen con el museo y con la crítica reciben su recompensa por haber impedido la fractura que se produjo en la música y también en el cine.
En efecto. Para poner un ejemplo que no afecte sensibilidades locales: hace unos meses, "Le Monde" publicó una nota donde se celebraba que el llamado cine de calidad (es decir, el cine comercial pero de buena factura y temas serios) había disputado a los "majors" (es decir, a Hollywood y sus sucursales globalizadas) la mitad del público francés. Era, por cierto, el éxito de la llamada "excepción francesa" que, en el campo del cine y la televisión, permitió políticas culturales industriales muy activas. Al mismo tiempo se anotaba el fracaso del cine de arte (films de Philippe Garrell, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard, entre otros grandes). Los lectores, que en la página web del diario francés escribían sus comentarios, decían cosas tales como: "Ni un film en blanco y negro más" (se referían a "Los amantes regulares" de Garrell que, por suerte, se proyectó en la Sala Lugones de Buenos Aires este verano) o "Metan todos los Godard en el placard", o "Ni un euro para Rivette". Las cuarenta mil personas que vieron los films execrados por quienes no los habían visto no escribieron nada. El cisma, nuevamente, está allí. En los últimos cincuenta años, solo algunos cineastas de ambos mundos pudieron ser amados por el público general y por el especializado: Fellini es el ejemplo que más me convence.
Sucede algo parecido, pero de menor intensidad, con zonas enteras de la literatura. G.W. Sebald fue probablemente el último gran autor surgido en lengua alemana: habría que mirar sus cifras de venta y su centimetraje. Patrick Süskind ha vendido de una sola novela, "El perfume", más que Thomas Bernhard. En internet, Jonathan Franze obtiene casi el doble de "hits" que Thomas Pynchon. Si se trata de participar en una conversación, vamos a ser más oportunos si leemos a Franze o a Ian McEwan antes que a Pynchon. Sin embargo, la literatura de Sebald, de Bernhard o de Pynchon no enfrenta la hostilidad que asedia al cine de arte, ni la disciplinada soledad de la música contemporánea. Juan José Saer no fue leído durante los veinte primeros años en que publicó sus novelas (novelas tan perfectas como esa primera, "Cicatrices", de 1969), pero en los años noventa ya no era invisible y murió en el 2005 cuando su difícil literatura circulaba mucho más allá de aquellos primeros grupos de convencidos. Había obtenido un público que no se superponía exactamente con sus primeros lectores. Lo mismo sucedió con los objetivistas franceses a quienes Barthes defendió en los años sesenta como causa estética. Podría preguntarse qué es necesario saber para leer cierto tipo de literatura contemporánea. La pregunta vale para todas las formas estéticas. La imprecisa respuesta es: bastante.
Modernidad es ciudad, mercado, tecnología y moda. En el "Manifiesto futurista" de 1909, Marinetti lanzó un desafío: "un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia". Cuando los automóviles les ganan la batalla a las esculturas griegas, no sólo ha emergido el continente heterogéneo de las vanguardias (y se acerca el cisma), sino que se anuncia el cambio del vocabulario del arte. Marinetti creyó ser el profeta de una época (anarquista, violenta, guerrera, nacionalista, veloz), pero en realidad era la época la que hablaba en su Manifiesto. La fascinación por la moda no es, por supuesto, algo que nos sucede, de pronto, en las últimas décadas. Pensar que la literatura descubrió la moda en una novela de Bretton Ellis es sufrir amnesia respecto del dandismo y pasar por alto "La Fanfarlo" de Baudelaire, un teórico de lo moderno y de lo transitorio: "Nadie tiene derecho a despreciar ni a prescindir del elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes". Walter Benjamin, en su obra inconclusa e inagotable sobre los pasajes de París, escribió: "El interés quemante de la moda consiste, para el filósofo, en sus extraordinarias anticipaciones. Ciertamente, la sensibilidad del futuro propia del artista supera ampliamente la de la gran dama. Sin embargo, la moda, a causa del olfato incomparable de la comunidad femenina para aquello que se prepara en el futuro, está en contacto más constante y preciso con las cosas por venir. Toda estación trasmite en sus últimas creaciones una señal secreta de las cosas futuras". Esto en la década de 1930. En una de sus fichas Benjamin copia un aforismo de Maxime Du Camp (amigo de Flaubert, otro experto en modas): "La moda es la búsqueda siempre vana, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal superior". Victoria Ocampo, una fanática del estilo, que fue lo que hoy se llama "trend-setter" de la moda, entendería la frase perfectamente: lo probaba con sus tricotas Chanel, no sólo porque las usaba sino porque escribía sobre ellas con inteligencia.
Cuando fue posible una comparación entre una Bugatti y una estatua griega comenzó un ciclo que tuvo, como se vio, dos grandes movimientos: ampliación y fractura del público. Y todavía no he mencionado la televisión, creadora del consumo de masas contemporáneo. Es el cambio más radical y al mismo tiempo más sencillo de pensar en términos sociológicos. Ya se han escrito bibliotecas y el caudal no cesa porque se abrieron disciplinas académicas dedicadas al asunto, responsables del crecimiento demográfico récord en las carreras de comunicación, de cine y de diseño. En términos estéticos, desde mediados del siglo XX nada de lo que pasa en los medios (incluso sus productos más ínfimos o execrables) queda fuera del campo donde las artes eligen sus materias y, como en un mercado o en un gabinete de curiosidades, se trata simplemente de mirar. No hay, casi, la posibilidad de escandalizar a nadie con ninguna mezcla. Sobre internet también se ha escrito mucho, en un tono generalmente optimista, envidiable unanimidad que la televisión no suscitó. Pero, a fin de dar verosimilitud a la futura república igualitaria de navegantes, lo que más importa es que el acceso sea universal. Sin embargo subsisten interrogantes. Una institución que durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX creyó tener la solución a la pregunta sobre la transmisión de la herencia cultural ya no la tiene. En efecto, a la escuela sus estudiantes le reconocen pocas capacidades para averiguarlo y casi ninguna autoridad para establecerlo. Completando el círculo, la escuela sugiere que habría que preguntárselo a los estudiantes mismos; ellos quizás puedan buscarlo en internet y la televisión.

24 de noviembre de 2012

¿Qué es hoy la cultura? (4) Miguel Brascó / Jorge Halperín / Oscar Terán

En 1918, el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel (1858-1918) escribió en "Der konflikt der modernen kultur" (El conflicto de la cultura moderna) que los hombres "experimentan innumerables tragedias en la profunda oposición que existe entre la vida subjetiva que es incesante (pero temporalmente finita) y sus contenidos (que una vez creados, son inamovibles pero válidos al margen del tiempo). En medio de este dualismo habita la idea de cultura". Por su parte, Raymond Williams (1921-1988), novelista, dramaturgo y académico galés, pionero en los estudios culturales británicos, decía en "Culture and society" (Cultura y sociedad), un ensayo publicado en 1958, que existen dos sentidos de cultura según el uso dado por los grupos sociales dominantes. Uno de ellos, el de "los comensales de los salones de té en Oxford y Cambridge", considera que la cultura equivale a dominar la literatura, la música, el arte, y debe ser conservada de la embestida de la gente ordinaria. El otro, el de "los buitres de la cultura", desprecia esa alta cultura y, como mercaderes de las industrias culturales, consideran que esas masas ignorantes deben ser educadas, por lo que pretenden imponer su propia cultura de acuerdo, claro, a sus intereses económicos. "Mientras que antaño -añade Williams- cultura significaba un estado o hábito de la mente, o la masa de actividades intelectuales y morales, ahora también significa todo un modo de vida. Esta transformación, como cada uno de los significados originales y las relaciones entre ellos, no es accidental sino general y profundamente significativa". Algo más de medio siglo después, los "buitres" parecen haber logrado su objetivo, y tal vez esa sea la mayor de las tragedias de las que hablaba Simmel. Hoy ya no se trata de determinar cuál cultura es más legítima, si la alta cultura o la popular. Si hay algo que se puede afirmar es que la cultura hoy lo atraviesa todo a través de la explotación comercial. En 1982, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), organizó una conferencia mundial sobre políticas culturales en la ciudad de México. Como corolario de la misma emitió una declaración en la que afirmaba: "La cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden". Pero, ¿es esto realmente así? ¿O será que la cultura debe interpretarse a partir del sistema de producción que la sostiene? Porque si la cultura y la producción están definitivamente vinculadas, es indudable que la educación y el acceso a ciertos bienes culturales estarán sólo al alcance de las clases dominantes, las que impondrán sus propias instituciones educativas, literarias y sociales para reproducir su ideología, valores y moralidad. Retomando una de las frases del ensayo de Williams: "Cultura. No sé cuantas veces he deseado no haber oído nunca la maldita palabra".
En busca del significado de la cultura hoy, argumentan con respuestas de todo tenor tres personalidades argentinas relacionadas con la cultura: Miguel Brascó (1926), escritor, periodista, poeta, dibujante, humorista y enólogo; Jorge Halperín (1948), periodista y productor periodístico, autor de "La entrevista periodística", "El progresismo argentino, historia y actualidad" y "Pensar el mundo", entre otros libros; y Oscar Terán (1938-2008), filósofo y docente universitario, autor de "Ideas en el siglo. Intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano", "De utopías, catástrofes y esperanzas" e "Historia de las ideas en la Argentina", por citar sólo algunos de sus numerosos ensayos.


Contrariamente a la inercia de ser "lunfa" o rústico emisor zafio de provechitos en la sobremesa, ser culto nunca fue una actitud fácil; demanda sostenido esfuerzo y el poner mucha atención, pero, no a la larga sino a la corta, siempre es gratificante. Esa tarea exige:
1. Sin necesariamente conocer a fondo su obra, por lo menos no quedarse en ayunas cuando alguien menciona a Wittgenstein; mantener trato cotidiano con los libros en su conjunto, tanto en el ámbito extranjero desde el romano Catulo hasta Anthony Burgess y Julian Barnes, pasando por Rabelais, Gus Flaubert y Faulkner; y en el local de los argentinos, desde Sarmiento y José Hernández hasta Borges, Mario Trejo y quienes vienen después.
2. Escuchar música regularmente, y con gusto, desde los Grandes como Juan Sebastian Bach, Beethoven, Brahms, Ravel o Shostakovich, hasta Erik Satie, Scriabin, Steve Reich, Gershwin, Bill Evans, Piazzolla o Ariel Ramírez.
3. Distinguir a primer golpe de vista cualquier obra de Fernando Fader de otra pintada por Carlos Alonso; y no necesariamente excitarse frente a un "action painting" de Jackson Pollock pero sí con El Greco, Van Gogh, Picasso, Paul Klee o Pat Andrea.
4. Estar en "speaking terms" con el idioma inglés, el francés y eso que hablan y escriben tan bien los norteamericanos. También, ya que estamos, con el castellano.
5. No dejarse atrapar por Coelho, Benedetti, los "best-sillies" y los artistas que son buenos porque dan bien en las fotos o usaron el marketing del "radical chic".
6. Saber aunque sea de oído qué son los quantos, las estrellas enanas, los jeroglíficos de Tutankamón, dónde quedaba la república gay de Weimar y dónde ahora el enclave de Marruecos, quién es el arquitecto Pei, cuál es el procedimiento para entrar en la web, y por qué es famoso Carlomagno.
7. Adiestrarse para manejar en forma amena el arte de la conversación; enterarse de lo que distingue una bebida fermentada de otra destilada, de en cuál restaurante de Buenos Aires se come un hígado a la inglesa de culinarias impecables; aprender a preferir, entre otros platos, a la brandade de morue, las ostras de San Blas, el coulibiac de Francis Mallmann, los sesos en suave bechamel y el pescado crudo; no con cerveza o Coca Cola sino con vino y los codos fuera de la mesa.
8. Vestirse con criterio propio y no por los imperativos coyunturales de la moda. Y, en líneas generales, no elegir nunca la vulgaridad sino las actitudes inteligentes y las conductas de buen tono. Hágame caso: intente de cualquier manera actuar y conducirse de manera culta.

Ser culto hoy, en principio, es un prejuicio. Si pienso en la imagen más difundida, un tipo culto es alguien que tiene una considerable información en ciertas disciplinas humanísticas, a saber: literatura, ensayo, filosofía, artes, historia y, menos, sociología, política, antropología. Y dije: "información" y no "formación", que puede o no estar. A nadie se le ocurriría pensar que un constitucionalista es un hombre culto si no es bastante docto en algunas de aquellas otras disciplinas. Mucho menos verían como culto a alguien docto en ciencias duras, a pesar de la complejidad de sus saberes. Ser culto, insisto, es un prejuicio, porque vivimos una época de saberes fragmentados y quien sabe de artes plásticas suele ser un burro en materia de política, y el experto en teatro no sabe nada de sociología, y así. Pero siempre la condición de culto le es atribuida por ser alguien que merodea los territorios que hablan del hombre, su naturaleza y su relación con el mundo, en lugar de hablar de los productos de la ciencia y la tecnología.
Más allá de las imágenes y estereotipos, siempre es un valor ser culto. En los ambientes populares, un personaje culto de la "alta cultura" es visto con admiración, distancia y perplejidad. Pero, un culto del fútbol, un tipo que conoce mucho la historia del fútbol y se expresa con relativa fluidez, es un referente para los demás. Su condición de culto lo coloca a la altura de los viejos ancianos de la tribu y le ofrece la posibilidad de terminar discusiones sancionando quién tiene razón y de instalar modos de pensar. Pero es un valor genuino ser culto en tanto provee de herramientas para conocer las distintas experiencias de interrogarse acerca del hombre.
Joseph Campbell era un culto, un erudito y un intelectual, aunque probablemente no supiera de ingeniería de procesos o de genética. Era un conocedor erudito de las diversas creencias, un lector profundo de filosofía y un hombre que había integrado sus extraordinarias experiencias de vida en un cuerpo coherente de ideas. Y por eso era también un sabio. John Berger es un erudito en las artes plásticas, un profundo conocedor de la literatura, amén de un excelente narrador, un lector de filosofía y, también él, un hombre que ha integrado sus conocimientos y su rica y original experiencia de vida en un cuerpo coherente de ideas. Y podríamos ubicar igualmente a Georges Steiner. Aunque dudo que los dos últimos sepan mucho de sociología o de física cuántica. Así como me pregunto cuánto saben acerca de literatura nuestros últimos secretarios de cultura.

En principio, ser culto hoy es lo mismo de siempre: haberse cultivado mediante el desarrollo de ciertas prácticas y saberes. Pero sobre esta afirmación, que es sin duda redundante (por eso mismo es posible ponerse rápidamente de acuerdo), las diferencias surgen en el momento en que se trata de enumerar o definir cuáles son los hábitos, los gustos y los saberes "cultos".
Puesto que existen al menos dos culturas: la letrada, de élite o como se la quiera llamar, y la cultura popular (dejemos de lado la de masas), no caben dudas de que ambas son igualmente legítimas, aunque es evidente que promueven distintos regímenes de saberes, de gustos, etc., aun cuando depende del grado de democracia social imperante en una sociedad para que estos estratos estén más o menos comunicados o contaminados. Basta escuchar las letras de los tangos de Manzi, entre otros, para detectar que por allí pasó una poética proveniente de la cultura "culta". Y ya que vivimos en un país donde aún perduran los ecos igualitaristas, puede observarse que conocer de fútbol suele ser un timbre entre intelectuales no necesariamente populistas, y la mención de Freud no está sólo en labios del sector que habita la cultura letrada.
¿Es un valor ser culto? Esta pregunta deja de ser pertinente con la respuesta anterior, dado que aquélla supone que se puede no ser culto, esto es, estar afuera de toda cultura, lo cual es evidentemente imposible. Pero si tomamos por culto a aquella persona que tiene un mayor nivel de reflexividad y sistematicidad sobre sus saberes respectivos, creo que en nuestra sociedad se trata de un valor claramente positivo. Ahora, si usted quiere decir que "culto" es quien ha internalizado saberes de la cultura letrada, creo que aún así la valoración es predominantemente positiva, aun cuando en el seno de una cultura populista como la argentina dicha valoración se halle constantemente amenazada (o incluso impugnada por los saberes que emanan de "la universidad de la vida").
Pienso que lo que se entiende por ser culto implica una cierta posición de diletantismo que puede tornarse cuasi señorial, esto es, de un pulimiento amplio opuesto a la erudición (que quedaría del lado de ese saber especializado que para Hegel era patrimonio de los que llamaba "animales espirituales"). La figura del intelectual tiene un mayor rigor conceptual, si por ello entendemos al intelectual moderno (que puede ser otro pleonasmo), esto es, aquel que legitima su práctica a partir de esa misma práctica intelectual (no se "autoriza" ni en el capital económico, ni en la religión, ni en la política, ni en el linaje...). Y desde esa práctica específicamente intelectual interviene en la escena pública.

23 de noviembre de 2012

¿Qué es hoy la cultura? (3) Andrew Graham Yooll / Gigliola Zecchin

Para Alberto Kornblihtt (1954), biólogo molecular argentino, "no existe un humano que no sea culto. Hay científicos que solo leen literatura científica y saben mucho de eso, pero yo creo que eso no es bueno, porque restringe la capacidad de imaginar y crear libremente. Al mismo tiempo, hay que reconocer que todos somos cultos en algunas cosas y no en otras. A mí me gustan el cine, la literatura y la música clásica, pero soy un inculto en fútbol y mitos indígenas. En cuanto al arte, más allá de los gustos de cada uno, creo que tiene que producir una emoción. Tener apertura para las distintas formas de cultura es también ser culto". En ese orden de ideas, muchos sostienen que la cultura ya no cabe en sus orígenes lingüísticos ligados al cultivo del árbol del conocimiento, sino que culto es un individuo informado. Estar al tanto de lo que ocurre, vía televisión o cualquier otra herramienta viva, es la cultura. "Reconocer al instante una marca con prestigio, eso es parte de la cultura. Dominar los chismes del 'star system' y las módicas 'celebrities locales', eso también es cultura. Pero -dice la periodista argentina Alejandra Folgarait (1960)- saber pensar es otra cosa". En estos tiempos, la cultura ya no es patrimonio individual sino social. No está únicamente en manos de artistas y literatos, sino también en los que están al tanto de las tendencias en diseño de ropa o muebles, en los que buscan fósiles de dinosaurios de millones de años de antigüedad o en los nuevos cocineros que dibujan nimiedades sobre enormes platos. "¿La forma acaso le ganó al contenido? -se pregunta Folgarait-. ¿Es más culto quien sabe reconocer un traje de Armani por la calle que quien leyó el Quijote? ¿O existen simultáneamente varias culturas que reflejan la fragmentación de la sociedad argentina, el individualismo consumista, la liviandad del ser tras la licuación de las ideologías políticas que dominó el fin del siglo XX?". Hoy, la legitimación cultural "viene más por el acceso a la tecnología, especialmente la banda ancha para las clases medias, que por los libros, el cine, la pintura, la música -dice la socióloga argentina Ana Wortman (1961)-. La tecnología, en todo caso, permite un acceso a la cultura universal. La pregunta que hay que hacerse hoy es cómo procesar toda la cantidad de información que circula, cómo tomar distancia para pensar y fomentar la imaginación".
Sobre estos interrogantes, opinan en esta nota el periodista, historiador y escritor argentino Andrew Graham Yooll (1944) y la conductora de ciclos de radio y televisión, editora y escritora ítalo-argentina Gigliola Zecchin (1942). Entre las obras más destacadas del primero pueden mencionarse "Pequeñas guerras británicas en América Latina", "La colonia olvidada. Tres siglos de ingleses en la Argentina" y "Memoria del miedo (Retrato de un exilio)". De la segunda, autora principalmente de literatura infantil, sobresalen entre muchos otros títulos, "Mona Lisa y el paraguas de colores", "La leyenda del hornero", "La leyenda del Yaguareté" y "El arte para los niños".


Para las tías que tuvieron que ver con mi crianza, ser culto se empalmaba con tener buenas maneras en la mesa, que era lo que permitía juzgar un nivel de sabiduría. Una persona culta sabía comportarse en un círculo social elegante, sabía decir "por favor" y "gracias", y sabía seleccionar los tenedores y cuchillos que flanqueaban el plato de menor a mayor. La gente que levantaba el meñique como una varita cuando alzaba una taza o que usaba escarbadientes, o cuyo aliento hedía a ajo o a mandarina debía ser expulsada de la sociedad. Ser culto era vestir bien, conducirse con corrección, para algún día ser invitado a tomar el té en la Embajada (la británica, se entiende, porque no existía otra para mis tías). Ser culto requería vestir traje en días de semana, nunca los sábados y domingos, trabajar en un banco o en una importante empresa comercial. Los individuos que no habían alcanzado una posición económica y social digna de respeto no eran cultos. Otra regla de la cultura imponía no tocar jamás los temas de sexo, religión y política en una conversación, si bien la lectura en cualquiera de esos campos podía ser abundante y aceptable como herramienta de conocimiento.
Hace medio siglo y más, estas reglas eran respetadas y hacían a la descripción de la persona culta. Ahora, en muchos círculos urbanos la persona culta es medida por su capacidad de adquisición y acumulación de elementos y experiencias que han sido clasificadas comercialmente como culturales (visitas a museos, cursos de historia del arte, obtención de entradas para el recital de despedida de Joan Manuel Serrat, concurrir a la cancha de River una vez por año, poseer una computadora de "escuintillones" de megas, y recordar que en algún momento del verano anterior se había comenzado la lectura de un libro que estaba recomendado como importante por los críticos del suplemento Radar Libros de "Página/12"). El hombre culto hoy es consumidor de revistas de modas que aconsejan como lograr orgasmos múltiples, conoce algunos rudimentos del sexo tántrico, considera que "hay que" vivir en Palermo Hollywood o lugar parecido, debe poder mechar un monólogo (que el interlocutor no escucha por estar absorto en su propio pensamiento) con palabras en inglés que tienen su equivalente en castellano pero no se usan, debe tener un celular que almacena todas las películas de Alfred Hitchcock o por lo menos una serie porno, un equipo de sonido que puede ser programado para llamar al perro, y saber quién se deja ver en la calle durante las "Gallery Nights". A esta altura de la situación social de la república es difícil saber si los requisitos que nos imponemos nos permiten ser cultos en términos menos materiales.
Quizás estemos olvidando que ser culto significa tener cierto nivel de cultura que puede variar según la modalidad social o generacional, que se ha logrado un nivel de instrucción que en sí permite acceder a un conocimiento más amplio, que refleja una medida de curiosidad por lo que se desarrolla a nuestro alrededor. Ser culto impone la consideración benévola y el conocimiento amplio más allá de lo que el mercado dice que es culto, aceptar que las modas que cambian corren los límites de creencias y prácticas, y el saber bien de cualquier cosa, o algo de todas las cosas, por vía de la lectura y el estudio es lo que nos hace mejores porque permite compartir lo que hemos aprendido para llegar a tener una cultura.
Quizás, más que nada, ser culto es ser tolerante de las diferencias que nos separan de otras culturas y de otras formas de medir niveles de educación. Por ejemplo, un sabio de la comunidad Mapuche es hombre culto y noble para su gente aunque no sepa tararear algo de Mozart. Ser culto es tener la virtud de la diversidad en nuestra relación con nuestros semejantes y con todo lo que es saber, como sociedad o como individuos. Aún tenemos que decidir entre nosotros si el no poder citar un pasaje de Shakespeare o silbar una nota de Shostakovich nos elimina de ser miembros de la raza humana.
Por ahora, ser "culto" en nuestra sociedad es como declararse "liberal", que parece un estado anticuado, reaccionario, una sofisticación afeminada, políticamente incorrecta, socialmente inaceptable, consideraciones que excluyen el diálogo. A pesar de esto, si queremos mantener cierto nivel de cultura, y de respeto hacia ella, es aconsejable movilizarse en torno a su difusión en sus variantes y formas, desde la familiaridad con los personajes de una ópera de Verdi hasta saber apreciar la historia de la más rudimentaria artesanía. En tiempos recientes lo culto ha perdido jerarquía aún más. El escepticismo en lo culto eleva el debate, la terquedad hipócrita lo desprecia.


En los '70 Edgardo A. Vigo presentó una obra, "Curso acelerado para adquirir nivel de latinoamericano culto", con fotos, madera, latas y papel. Irónicamente proponía la ingesta de varias latas, cada una con un contenido diferente: "english", "geography", "spanish", "geometry", "latin", "biology", "german", "chemistry"... ¿Qué latas tendríamos que estar consumiendo hoy para ser cultos?
Ironías aparte, en la jerga de la izquierda se prefiere ubicar a los cultos del otro lado del vallado. Es más común que se hable de un intelectual de izquierda. Y de una persona culta en el discurso de la derecha. Para todos hay, sin embargo, un nuevo espécimen: el hombre informado. "Información es poder...". Y todos queremos poder.
Por oposición yo pienso que podemos inaugurar una idea, la de cultura emocional. Pensar en la emoción (la intuición, la experiencia, la propia identidad) como un filtro necesario para metabolizar la información, ponerla en el contexto de nuestros intereses más profundos y genuinos. La emoción como una procesadora (cuya fuente energética debería ser la razón) para convertir la información en capacidad de reflexión y creación.
¿Es un valor ser culto? ¿Valor para quién? Para ciertos ámbitos, puede ser imprudente: es que un hombre culto se supone más responsable, es decir menos apto para los negocios y la política. El hombre culto desarrolla saberes que le permiten medir la consecuencia de sus actos... Para un político y un hombre de negocios esto puede ser fatal.
Para quien goza con la comprensión de la realidad y produce a su vez cultura, es una manera de encarar la vida. Que no debemos idealizar, pero que incluye el privilegio de moverse en un mundo expandido, más rico e intenso. Que nada tiene que ver con la propiedad, ni siquiera con la propiedad intelectual...
¿Hay diferencias entre ser culto, ser un erudito y ser un intelectual? Ser culto es una concepción amplia sobre el mundo del conocimiento, tiene que ver con la calidad de la formación académica o cultural, sin excluir a los autodidactas. Importan los saberes, pero más, desde mi punto de vista, la capacidad de relacionar los nuevos conocimientos, leer los signos de los cambios. Y darle significado a las nuevas expresiones de la cultura.
Ser erudito es contar con un saber profundo en un tipo de conocimiento (Pequeño Larousse Ilustrado). En tiempos de Lope de Vega era un hombre instruido en varias ciencias, artes y otras materias. Popularmente se hablaba del "erudito a la violeta", el que tenía una relación superficial con las ciencias y con las artes. Pienso que los eruditos, que los hay (como resabio de una cultura enciclopédica), tienen que enfrentarse a las nuevas fuentes de la información.
Es probable que hoy acudamos más fácilmente a un sitio en internet que a un erudito.
El término "intelectual" se opone a afectivo, voluntad, sentimiento, emoción. La inteligencia emocional que tanto me interesa se opone al perfil del intelectual, que "puede manejar las distancias", que tiene "ideas, juicio y razonamiento".