30 de mayo de 2012

La noción de raza a través de la historia (12). 1894: Gustave Le Bon

Hacia fines del siglo XIX, en ciertos ámbitos de la medicina comienza a gestarse la "teoría de la degeneración", una teoría que presentaba una imagen pesimista de la civilización moderna y sacudía profundamente la confianza del liberalismo europeo. Varios biólogos y antropólogos consideraron que los avances económicos y sociales parecían conspirar contra el progreso humano en vez de favorecerlo. A esta degeneración se la definía como el desvío morboso respecto de un tipo original, sosteniéndose que -como había dicho Gobineau- "cuando un organismo se debilita bajo toda suerte de influencias nocivas, sus sucesores no semejan el tipo saludable y normal sino que forman una nueva subespecie", que con creciente frecuencia lega sus peculiaridades a su prole. Así, el pensamiento racista se fue estructurando poco a poco en doctrinas que preconizaban la eugenesia, es decir, la aplicación de las leyes biológicas de la herencia para el perfeccionamiento de la especie humana; esto es, intervenir en los rasgos hereditarios para lograr el nacimiento de personas más sanas y con mayor inteligencia. En otras palabras, sustituir la selección natural darwiniana por una selección artificial.
Uno de sus promotores fue el médico francés Gustave Le Bon (1841-1931), quien estudió medicina en la Universidad de París pero no pudo superar la prueba de la lectura de la tesis doctoral. Se dedicó primero a la problemática de la higiene y ejerció como médico militar durante la guerra franco-prusiana. Luego emprendió numerosos viajes por Europa, Africa y Asia, experiencia que volcó en "L'homme et les sociétés. Leurs origines et leur histoire" (El hombre y las sociedades. Sus orígenes y su historia) antes de orientarse hacia el campo de la sociología y la antropología en general y al de la psicología en particular. Inicialmente realizó investigaciones fisiológicas sobre el tamaño del cráneo y del cerebro, estableciendo que en la sociedad de su época, el cerebro de los hombres tendía a ser más grande -indicio de una creciente capacidad intelectual- mientras que el de las mujeres se encogía. Consagró luego su atención a la conducta en la sociedad industrial, sobre todo la de las multitudes, el fenómeno de las masas y el comportamiento de los individuos cuando se mueven en fenómenos colectivos. El resultado fue "Psychologie des foules" (Psicología de las masas), un libro que de alguna manera encierra ciertos embriones ideológicos del fascismo y el nacionalsocialismo: "A su manera atávica, la multitud busca un líder, vale decir, una figura poderosa que encauce sus energías irracionales hacia fines constructivos". Según Le Bon, el líder natural de la multitud, irradiaba el mismo aura que distinguía al reyezuelo o médico brujo de una tribu primitiva.
Para Le Bon, la interacción entre individuo y masa producía una conducta masiva retrógrada. Cuando los individuos se encontraban reunidos en la calle o en un mitin político, se activaba un retroceso masivo a un estado primitivo: "Por el mero hecho de formar parte de una multitud organizada, un hombre desciende varios peldaños en la escalera de la civilización. Si bien por sí mismo puede ser un individuo cultivado, en una multitud, es un bárbaro y se vuelve capaz de los actos brutales e irracionales que caracterizan un disturbio callejero. Los instintos de ferocidad destructora propios de las muchedumbres, y que se plasman en sus actos criminales, no son sino residuos de edades primitivas que duermen en el fondo de cada uno de nosotros". "Entre los caracteres especiales de las muchedumbres -escribió- hay muchos que se observan igualmente en los seres que pertenecen a formas inferiores de evolución, tales como la mujer, el salvaje y el niño. Las muchedumbres son femeninas, a veces; pero las más femeninas de todas, son las muchedumbres latinas". En un contexto histórico donde imperaba una masiva vida urbana moderna y dominaba la política democrática, se creaban muchas oportunidades para esta clase de conducta "retrógrada", razón por la que, para Le Bon, enormes peligros se cernían sobre la sociedad industrial europea: "El advenimiento de las masas al poder marca una de las últimas etapas de la civilización occidental. Ahora su civilización carece de estabilidad. El populacho es soberano y crece la marea de barbarie".
Le Bon empleaba con frecuencia el término "raza": "raza anglosajona", "raza mongólica", "raza negra" y hasta "raza francesa". También "raza latina", lo que llevó al eminente neurólogo y antropólogo francés Paul Broca (1824-1880) a decir: "La raza latina no existe por la misma razón por la que tampoco existe un diccionario braquicéfalo". Desde una postura de simple observador cínico, concedía importancia a las religiones como los verdaderos ejes de las culturas. Opinaba que todo ser poseía un alma invisible -el alma de las razas- que se expresaba en su vida personal, en las artes y en las instituciones, y consideraba que el verdadero progreso era siempre y en última instancia fruto de la obra de las minorías operantes y las elites intelectuales. Por sus frecuentes alusiones al inconsciente, para algunos historiadores la obra de Le Bon fue precursora de "Studien über hysterie" (Estudios sobre la histeria) de Sigmund Freud (1856-1939), e inclusive le asignan ser el precedente de "Der untergang des Abendlandes" (La decadencia de Occidente) de Oswald Spengler (1880-1936) por la idea de que todas las civilizaciones tenían la propiedad de pasar por determinados estadios, cumpliendo ciclos sorprendentemente semejantes.
Además de sus obras "Psychologie des foules" (Psicología de las masas), "L'evolution de la matière" (La evolución de la materia), "Psychologie politique" (Psicología política) y "Bases scientifiques d'une philosophie de l'histoire" Bases científicas de una filosofía de la historia", Le Bon publicó el  ensayo "Lois psychologiques de l'évolution des peuples (Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos). En esta obra desarrolló la tesis que la Historia es, en una medida sustancial, el producto del carácter racial o nacional de un pueblo, siendo la fuerza motriz de la evolución social más la emoción que la razón. En ella postuló también la evolución inalterable de los grupos raciales y la preeminencia de los rasgos físicos y psicológicos sobre las influencias sociales e institucionales, sosteniendo que los "extraños alteran el alma de los pueblos".

Cuando se examinan, en un libro de historia natural, las bases de la clasificación de las especies, se comprueba en seguida que los caracteres irreductibles y, por consiguiente fundamentales, que permiten determinar cada especie son muy poco numerosos. Su enumeración cabe siempre en algunas líneas. Es que el naturalista, en efecto, no se ocupa sino de los caracteres invariables, sin tener en cuenta los caracteres transitorios. Estos caracteres fundamentales arrastran fatalmente, por lo demás, toda una serie de otros caracteres. Lo mismo sucede con los caracteres psicológicos de las razas. Si observamos los detalles, comprobamos divergencias numerosísimas y sutiles de un pueblo a otro, de un individuo a otro; pero si sólo nos interesan los caracteres fundamentales, reconocemos que para cada pueblo esos caracteres son poco numerosos. Y no es sino con ejemplos -pronto suministraremos algunos- como se puede mostrar claramente la influencia de ese pequeño número de caracteres fundamentales en la vida de los pueblos.
No pudiendo ser expuestas las bases de una clasificación psicológica de las razas sino estudiando en sus detalles la psicología de diversos pueblos, tarea que exigiría ella sola muchos volúmenes, nos limitaremos a indicarlas en sus líneas generales. Si sólo se consideran sus caracteres psicológicos generales, las razas humanas pueden dividirse en cuatro grupos: 1º, las razas primitivas; 2º, las razas inferiores; 3º, las razas medias; 4º, las razas superiores.
Las razas primitivas son aquellas en las cuales no se halla ningún rastro de cultura, y que han permanecido en ese período vecino de la animalidad atravesado por nuestros antepasados de la edad de la piedra labrada; tales son hoy los fueguinos y los australianos.
Por encima de las razas primitivas se encuentran las razas inferiores, representadas sobre todo por los negros. Estas son capaces de rudimentos de civilización, pero sólo de rudimentos. No han podido jamás rebasar formas de civilización completamente bárbaras, aun cuando el azar les ha hecho heredar, como en Santo Domingo, civilizaciones superiores.
Clasificaremos en las razas medias a los chinos, los mongoles y los pueblos semitas. Con los asirios, los mongoles, los chinos y los árabes han creado tipos de civilizaciones elevadas que sólo los pueblos europeos han podido sobrepujar.
Entre las razas superiores, hay que mencionar sobre todo a los pueblos indoeuropeos. Lo mismo en la antigüedad -en la época de los griegos y los romanos- que en los tiempos modernos, son los únicos que han sido capaces de grandes invenciones en las artes, las ciencias y la industria. Sólo a ellos es debido el nivel elevado que la civilización alcanza hoy. El vapor y la electricidad han salido de sus manos. Las menos desarrolladas de esas razas superiores, los indios especialmente, se han elevado en las artes, las letras y la filosofía a un nivel que los mongoles, los chinos y los semitas no han podido alcanzar jamás.
Entre las cuatro grandes divisiones que acabamos de enumerar, ninguna confusión es posible: el abismo mental que las separa es evidente. Sólo cuando se quiere subdividir esos grupos comienzan las dificultades. Un inglés, un español, un ruso, forman parte de la división de los pueblos superiores, pero sabemos perfectamente, sin embargo, que las diferencias entre ellos son muy grandes.

28 de mayo de 2012

La noción de raza a través de la historia (11). 1887: Ernest Renan

Huérfano de padre desde muy pequeño, su madre lo destinó al sacerdocio. Fue así que, hasta 1845, recibió una rígida educación católica en los seminarios de St. Nicholas du Chardonnet, Issy-les-Moulineaux y St. Sulpice. Sin embargo, Ernest Renan (1823-1892) perdió la fe en el transcurso de su exégesis de las Sagradas Escrituras, "esa metafísica abstracta que tiene la pretensión de ser una ciencia aparte de las otras ciencias y de resolver por sí misma los altos problemas de la humanidad". Dejó entonces el seminario y abandonó la religión católica para estudiar lenguas orientales en la Académie des Inscriptions et Belles Lettres de París. Entre 1861 y 1863 fue profesor de Lenguas Semíticas en el Collége de France, del que fue expulsado tras la publicación de "La vie de Jésus" (La vida de Jesús) -primer volumen de la "Histoire des origines du christianisme" (Historia de los orígenes del cristianismo)-, una obra en siete volúmenes en la que ofreció una lectura del Nuevo Testamento expurgada de toda referencia a lo sobrenatural y una visión de rechazo a la divinidad de Jesús y la singularidad de la religión cristiana.
Ya en 1948, en su ensayo "L'avenir de la science" (El porvenir de la ciencia) -que recién se publicaría en 1890-, Renan exponía que la religión podía perfectamente ser reemplazada por la ciencia. Consideraba que sólo la ciencia podía resolver los problemas humanos en tanto mantuviese su escepticismo y la dialéctica comparativa, llegando a la conclusión de que "la ciencia positiva" era "la única fuente de verdad". Aunque este "espíritu positivo" lo aplicó luego a sus estudios históricos, tenía sus raíces en los estudios de ciencia natural a los que Renan se inclinó en algunos momentos de su vida por considerarlos fundamentales: "la química por un lado, la astronomía por el otro, y sobre todo la fisiología general, nos permiten poseer verdaderamente el secreto del ser, del mundo, de Dios, o como quiera llamársele". La inclinación de Renan hacia lo positivo lo alejó del espiritualismo y lo acercó al idealismo. "Romántico en protesta contra el romanticismo, atraído por la filosofía del devenir, Renan -dice José Ferrater Mora (1912-1991) en su 'Diccionario de Filosofía', unió a una convicción positivista en el método e inclusive en los fundamentos, cierto idealismo utópico que se manifestó, en primer lugar, en su fe en la ciencia como sustituto de la religión, y, en segundo término, en la idea de un progreso de la Humanidad por medio de la asimilación del contenido moral de la religión y particularmente de la religión cristiana, sin necesidad de admitir su estructura dogmática".
La crítica de los orígenes del cristianismo -crítica que tendía en su aspecto meramente científico a considerar dicha religión como un elemento de la historia, sometido a las mismas leyes y condiciones de todo proceso histórico- condujo a Renan a una plena afirmación de su valor espiritual, con independencia de su verdad o falsedad. Pero, por otro lado, explica Ferrater Mora, "el positivismo en el método histórico no significaba para Renan un dogma; justamente la aplicación consecuente de un método positivista demuestra, a su entender, que la historia no es el producto de una serie de determinaciones constantes sino más bien el producto de la libre actuación de los individuos superiores en un medio dado y la consiguiente modificación de éste. Esta influencia es, por lo demás, indispensable si se pretende que el progreso de la humanidad sea incesante; los individuos superiores deben inclusive, cuando es necesario, dominar por la fuerza a las masas, imponerles las formas espirituales cuyo contenido es dado por el progreso de la ciencia y por las verdades morales de la religión".
La noción de raza es oscura y resbaladiza, una abstracción difícil de concretar. Igual que la lengua, procede de troncos comunes y las combinaciones y mezclas son muchas. Darwin sostenía que cada clasificador tenía su propia clasificación de raza. En "Qu'est-ce qu'une Nation?" (¿Qué es una Nación?), una conferencia que dictó en la Sorbonne de París el 11 de Marzo de 1882, Renan manifestaba que "tanto la consideración exclusiva de la lengua como la atención excesiva concedida a la raza tiene sus peligros e inconvenientes. Cuando se cae en la exageración respecto de ellas, uno se encierra en una cultura determinada, reputada por nacional; uno se limita, se enclaustra. Se abandona el aire libre que se respira en el vasto campo de la humanidad para encerrarse en los conventículos de los compatriotas. Nada peor para el espíritu, nada más perjudicial para la civilización. No debe abandonarse el principio fundamental de que el hombre es un ser racional y moral antes de ser encerrado en tal o cual lengua, antes de ser un miembro de esta o aquella raza, un adherente de tal o cual cultura. Antes que la cultura francesa, la cultura alemana, la cultura italiana, está la cultura humana".
Entre las principales obras de carácter filosófico escritas por Renan pueden mencionarse "Questions contemporaines" (Cuestiones contemporáneas), "Essais de morale et de critique" (Ensayos de moral y de crítica), "Examen de conscience philosophique" (Examen de conciencia filosófico), "Dialogues et fragments philosophiques" (Diálogos y fragmentos filosóficos), "Drames philosophiques" (Dramas filosóficos) y "Discours et conférences" (Discursos y conferencias), obra esta última publicada en 1887 en la que analizó detenidamente el tema de la raza.

En la época de la Revolución Francesa se creía que las instituciones de pequeñas ciudades independientes, tales como Esparta y Roma, podían aplicarse a nuestras grandes naciones de treinta a cuarenta millones de almas. En nuestros días, se comete un error más grave: se confunde la raza con la nación, y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes. La consideración etnográfica no ha estado presente para nada en la constitución de las naciones modernas. Francia es céltica, ibérica, germánica. Alemania es germánica, céltica, eslava. Italia es el país más complicado en materia de etnografía: galos, etruscos, pelasgos, griegos, sin hablar de otros muchos elementos, se cruzan allí en una mezcla indescifrable. Las Islas Británicas, en su conjunto, ofrecen una mezcla de sangre céltica y germana cuyas proporciones son muy difíciles de establecer.
La verdad es que no hay una raza pura, y que hacer reposar la política sobre el análisis etnográfico es asentarla sobre una quimera. Los más nobles países -Inglaterra, Francia, Italia- son aquellos donde la sangre está más mezclada. ¿Representa Alemania respecto de esto una excepción? ¿Es un país germánico puro? ¡Qué ilusión! Todo el sur ha sido galo. Todo el este, a partir del Elba, es eslavo. Y las partes que pretenden ser realmente puras, ¿lo son en efecto? Tocamos aquí uno de los problemas sobre los cuales importa más hacerse ideas claras y evitar equívocos.
Las discusiones sobre las razas son interminables porque los historiadores filólogos y los antropólogos fisiólogos han tomado la palabra raza en dos sentidos enteramente diferentes. Para los antropólogos la raza tiene el mismo sentido que en zoología; indica una descendencia real, un parentesco por la sangre. Ahora bien, el estudio de las lenguas y de la historia no conduce a las mismas divisiones que la fisiología.
Los términos braquicéfalo y dolicocéfalo no tienen cabida ni en historia ni en filología. En el grupo humano que creó las lenguas y la disciplina arias había ya braquicéfalos y dolicocéfalos. Lo mismo puede decirse del grupo primitivo que creó las lenguas y las instituciones llamadas semíticas. En otros términos: los orígenes zoológicos de la humanidad son enormemente anteriores a los orígenes de la cultura, de la civilización y del lenguaje. Los grupos ario primitivo, semita primitivo y turanio primitivo no tenían ninguna unidad fisiológica. Estas agrupaciones son hechos históricos que tuvieron lugar en cierta época, posiblemente hace quince o veinte mil años, mientras que el origen zoológico de la humanidad se pierde en tinieblas incalculables.
La raza, tal como la entendemos los historiadores, es, por consiguiente, algo que se hace y se deshace. El estudio de la raza es capital para el sabio que se ocupa de la historia de la humanidad. No tiene aplicación en política. La conciencia instintiva que ha presidido la confección del mapa de Europa no ha tenido en cuenta para nada la raza, y las primeras naciones de Europa son de sangre esencialmente mezclada.
El hecho de la raza, capital en su origen, va, por lo tanto, perdiendo cada día más su importancia. La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como en los roedores o en los felinos, y no hay derecho a ir por el mundo manoseando el cráneo de las gentes y a tomarlas luego por el cuello diciendo: "¡Tú eres de mi sangre, tú eres de los nuestros!". Fuera de los caracteres antropológicos existen la razón, la justicia, lo verdadero y lo bello, que son lo mismo para todo el mundo.

27 de mayo de 2012

Entremeses literarios (CLIII)

LO QUE EL AGUA ME HA DADO
Frida Kahlo
México (1907-1954)

Voy de una ventana a otra, nada se mueve. Me sumerjo entonces en la bañera. El agua está caliente. Sí, soy yo, es mi cuerpo, son mis manos, mi pubis todavía con restos de jabón. Soy yo. Me hundo más y más. Comprendo. A fuerza de tanto soñar, me inventé. En todo caso, esto pasó hace mucho. Comienzo a sentir frío, pero no puedo moverme. Miro como desde afuera de mí mi cuerpo flotar en la bañera y tengo un instante la impresión, la certeza casi, de que hace ya mucho que estoy muerta.


LOS TESTIGOS
Pedro Juan Gutiérrez
Cuba (1950)

Un rato antes de las seis de la mañana todavía es de noche cerrada. Están encendidas las luces rojizas del Malecón, que otorgan un aspecto desolado al paisaje. El mar invernal rompe contra el muro, atomiza salitre hacia la ciudad silenciosa. Me asomo a la ventana y mi vista va directamente hacia un hombre que está parado sobre el muro del Malecón, en medio de esa furia de agua y viento. Se lanza sobre las olas y no lo veo más. Pienso: acabo de ver a un suicida destrozarse el cráneo contra los arrecifes. Y vuelvo a la cocina. Preparo café y voy a despertar a los niños. Queda el tiempo justo para salir a la parada del ómnibus. Vuelvo a la ventana muchas veces, pero no se ve nada. Me estoy preocupando demasiado. Yo no lo empujé sobre los arrecifes, pero al menos puedo bajar los ocho pisos del edificio y tratar de rescatarlo, avisar a la policía. En vez de actuar busco justificaciones: quizás sea un borracho; uno debe respetar las decisiones de los demás; está ahí pescando y no es un suicida. Ya no puedo más. Bajo corriendo las escaleras. El ascensor de nuevo está descompuesto. Cuando llego al muro han pasado quince minutos desde que el hombre se lanzó al mar. El agua del rompiente y el aire están congelados, y casi me noquean. Allí no hay nadie. Una ola enorme y furiosa me golpea, resbalo y casi caigo de bruces en aquel abismo de tormenta. Durante un rato busco algún rastro entre la semipenumbra del amanecer. No hay nadie. Regreso empapado y estornudando. Ya más tranquilo, o simplemente menos ansioso. Entonces veo que en muchas ventanas de los edificios hay gente asomada, con aire de desconfianza, observando.


LA CLEPSIDRA
Javier Puche
España (1974)

Perseguido por tres libélulas gigantes, el cíclope alcanzó el centro del laberinto, donde había una clepsidra. Tan sediento estaba que sumergió irreflexivamente su cabeza en las aguas de aquel reloj milenario. Y bebió sin mesura ni placer. Al apurar la última gota, el tiempo se detuvo para siempre.


FABULA DEL AMOR PURO
Sergio Olguín
Argentina (1967)

Al principio pensó que ella era japonesa. Por el nombre, Timoko, y porque en su avatar tenía un dibujo de manga. Pero no, había nacido en Islandia y vivía en Copenhague. Después, cuando se hicieron amigos, descubrió que tenía los ojos rasgados y practicaba el budismo, así que no se había equivocado tanto cuando la imaginó en un departamento minúsculo del centro de Tokio. Se habían conocido en un foro donde se colgaban subtítulos de series y películas. Timoko traducía al danés y él, al castellano. En realidad, en un subforo de dudas de palabras en inglés. El conocía bien el slang, así que se la pasaba explicando términos a sus colegas. Se hicieron amigos. Se enviaban mensajes por Facebook, por el foro, por mails y por Skype. Cada vez con más frecuencia. Un día se conectaron a la webcam y estuvieron hablando hasta que amaneció en Copenhague. Otro se desnudaron y tuvieron sexo, cada uno en su habitación. Se acostumbraron a dejar la webcam prendida aunque no charlaran. Sólo para verse. A veces él desayunaba junto a ella, que a esa hora almorzaba. O pasaban toda la tarde en silencio traduciendo. El sacaba la vista del Subtitle Workshop y la veía a Timoko con sus anteojos puestos, la espalda encorvada, concentrada en una línea de diálogo. Cuando él salía, se conectaba con su iphone, y le hacía un plano panorámico del bar en el que estaba para que ella lo viera. Cada tanto, ella lo llevaba a una plaza de Copenhague donde los cerezos se deshojan en otoño. Iban a cumpleaños y a casamientos juntos. Los amigos de él la conocían, y los de ella, a él. Dos años más tarde, Timoko viajó por trabajo a Río de Janeiro. El se tomó un avión y se encontraron. Estuvieron una semana juntos y fue como estar con alguien que se conoce desde siempre. Incluso la piel, los olores, la presión de un cuerpo sobre otro eran como si ya los hubieran vivido esos años. Al regreso, cada uno siguió con su rutina. Timoko reemplazó su avatar manga por una foto de ellos dos en Río. El cambió el wallpaper y puso una foto de ella en la playa, mirando el amanecer. Pensaban casarse algún día.


ROMANZA SIN PALABRAS
Luis de Oteyza
España (1883-1961)

Arquipa, ilustre cortesana, "aulétrida" -flautista en griego- de especialidad, tuvo una frase que ha pasado a la Historia por lo enigmática acaso, pues yo, si he de decir la verdad, no la entiendo bien. Fue que, ante la referida señora, el orador Demades disertaba sobre los encantos de la elocuencia narrando los goces que la palabra proporciona cuando convence con lo justo, cuando seduce con lo bello, cuando entusiasma con lo heroico, etcétera, etcétera.
- La lengua humana -terminó diciendo Demades-, cuando habla, produce todo género de deleites.
A lo que Arquipa replicó sentenciosa:
- La lengua, sin decir nada, hace gozar más que nunca.
Tal es la célebre frase de la "aulétrida" ilustre. ¿Qué significa?... No sé. Eso de que sin decir nada haga gozar la lengua, no me lo explico. Aunque, acaso, Arquipa quisiera referirse, como flautista que era, a los goces que con la lengua producía modulando una romanza sin palabras. Digo yo.


B
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Benito el burro buzna y rebuzna. Brama en la borrasca buscando besar a la bella burrita borrada por un brujo con brutas bendiciones brahmánicas. Benito la busca bajando la barranca, la busca por el bosque brindándole bombones y bananas, la busca basándose en bramidos bravos y en bruscos berridos. Bulversante. Benito será burro mas no bruto ni belicoso, sus berrinches son bienintencionados. La bella burrita en el bajío lo barrunta y bebe brindando por su bienaventura. En el Bar Baro el brujo bárbaro blasfema entre broncas, borracho de birra y brandy barato, la buzarda biliosa, bloqueado en su bufante brujería cuando Benito, bramando como bullterrier, como bólido le birla su burrita con un beso blando, brutal, babeante, bilateral, batiente, billonario.


ESPEJO
Harold Kremer
Colombia (1955)

Cuando usted sale de su casa obsesionado con la idea de comprarse un espejo, se puede decir que ha dado por vez primera un gran paso en su vida. Pero si a más de dicha decisión descubre que no desea un espejo cualquiera sino uno especial que se adapte a su temperamento, a su carácter y a su figura, se podría decir que usted sabe lo que quiere de la vida. Y si después de recorrer toda la ciudad, de pronto se descubre en un viejo barrio judío discutiendo el precio de un insignificante y carcomido espejo, usted pensará que la vida y el destino han sido pródigos al brindarle esa oportunidad. Y si al llegar a su casa con el espejo se va directamente al baño, lo cuelga, lo cuadra y luego se mira durante un largo instante en él, tratando de encontrar su imagen que no aparece por ningún lado, usted tendrá que aceptar la realidad de su muerte.


ALAS
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Es interesante destacar que al principio devoran cada día el equivalente humano a cien quilos de lechuga, y no paran de crecer. Más tarde se repliegan ensimismadas y todos sus tejidos se disuelven en un caldo marrón del que surge finalmente la prodigiosa criatura, que ya no crece más. Incansable, el entomólogo repite la información a los escolares que desfilan cada día ante las vitrinas de la exposición. Les habla de la imposibilidad de usar adjetivos para describir el color exacto de un ala de mariposa: el brillo metálico de las asiáticas y los tonos terrosos de las africanas escapan a las posibilidades de la escala cromática. Sí, acaso, se podría aludir a la arena para describir a las nocturnas y a la aguamarina para acercarse al color de algunas diurnas. El mayor espectáculo de transformismo ofrecido por la naturaleza consiste en que unas orugas cimbreantes y voraces se transformen en la belleza más efímera y generosa. Los niños le siguen, ensartados al hilo fibroso de sus palabras, confiados y ciegos como las orugas de la procesionaria. Vitrina tras vitrina ilustra las peripecias que le llevaron a capturar cada ejemplar, señala antenas plumosas, describe artilugios de captura y métodos para la cría. Advierte del grave peligro de ahogamiento que supone la rotura de un ala. Fotografías del naturalista, en diferentes edades y selvas, observan el desfile de pequeños curiosos, mientras que sus mariposas atravesadas por el alfiler sacrificial permanecen delicadas e impasibles en sus paneles, siempre idénticas a si mismas. En todo momento enhebra un discurso didáctico y erudito. Pero cuando llega a los paneles de las gigantescas mariposas del Brasil y recuerda a aquella especie que era capaz de batir las alas de la misma manera que las aves, un extraño escalofrío le recorre el espinazo. Puede ver con nitidez a aquellos formidables ejemplares desplomarse como una bofetada sobre los sorprendidos cazadores. Una lluvia trémula, memorable. Solamente entonces, durante un instante, desaparece de su propio discurso y vuela hacia la selva agitando sus pestañas irisadas y vibrátiles como alas de mariposa.


ESCRITURAS
David Lagmanovich
Argentina (1927-2010)

La línea levantó la cabeza y me mordió la mano con que la escribía. Comprendí que mi obsesión con el microrrelato era excesiva y me puse a escribir un cuento de extensión convencional. Un párrafo se enroscó y saltó hacia mí, hiriéndome en el calcañar con su cola ponzoñosa. Entonces me instalé en el territorio más conocido de la novela. Algunos capítulos suscitan mi desconfianza. Vivo inquieto, maquinando estrategias para proteger la yugular.


DE LA SABIDURIA DE DIOS
Esther Díaz Llanillo
Cuba (1934)

Dios tenía una biblioteca maravillosa: en ella estaba contenida toda la sabiduría de Dios. Allí estaban también los libros escritos por Dios que sólo El sabía, y las leyes, creencias e historia de los hombres, su arte y su ciencia, así como el perfectible conocimiento humano sobre Dios. En estantes transparentes de acrílico divino flotaban en el espacio, indistintamente, papiros, cintas magnéticas, hojas de palmeras, pergaminos, disquetes, libros impresos, cuerdas anudadas, pieles de animales, casetes, manuscritos, piedras grabadas, discos compactos, en fin, cuantos medios habían sido y serían utilizados para preservar el saber. Ese enorme reguero no le afectaba a Dios, ni alteraba su serenidad absoluta, porque El, con su perfecta mente organizada, sabía dónde estaba cada cosa. Algunas veces dejaba de pensar y se refugiaba en su música celeste, en sus silentes salas de concierto con sonoridades sólo captables por su oído, o bien caminaba de un lado para otro por sus vastos recintos con el retumbar constante de sus pasos. Al fin, cansado de tanta soledad, invitó a un ser humano para poder mostrarle su inusitada biblioteca. Era un hombre común. Miró los estantes transparentes y no pudo entender el enigma de sus mensajes. Paseó por los amplios salones y sintió cansancio y aburrimiento. En fin, no encontró algo interesante que hacer, construir o inventar más que al incomprensible Dios, así que optó por marcharse. Entonces Dios decidió hacerse hombre entre los hombres, entenderlos y tener compañía. Una mañana bajó a la tierra y los conoció, habló con ellos y experimentó el amor y la felicidad, sintió hambre y dolor, supo de sus rencillas y horrores, comprendió que las cosas no eran tan perfectas como las había pensado y quiso retornar. Deambuló por las calles cada día, cada año, sin encontrar el camino de regreso a su valiosa biblioteca, hasta que enfermó y murió. Entonces dios volvió a ser Dios y en su infinita sabiduría eliminó a los hombres que alteraban la perfección de sus ideas; y se quedó eternamente tranquilo, inconmensurablemente sabio, disfrutando de su maravillosa biblioteca.

26 de mayo de 2012

La noción de raza a través de la historia (10). 1867: Pierre Joseph Proudhon

Algunos estudiosos lo sitúan entre los socialistas utópicos, aceptando la definición marxista-engelsiana de que socialista utópico es aquel que desea el socialismo, que sueña una sociedad socialista, pero que no conoce las leyes que rigen la marcha de la sociedad hacia el socialismo, los ritmos y los tiempos de la marcha, las transformaciones sociales previas necesarias. Otros, en cambio, acentúan su carácter anarquista, su radical oposición a cualquier gobierno, su rechazo de las instituciones políticas. En todo caso, el teórico político y filósofo francés Pierre Joseph Proudhon (1809-1865) es considerado por todos como una mente lúcida, capaz de las frases profundas que definen una situación y constituyen una sentencia. Su pensamiento ha sido objeto de las más variadas y más disparatadas interpretaciones. Vilipendiado por los marxistas como pequeño burgués, bien visto por la derecha francesa como teórico de la autoridad familiar, reconocido por los socialistas liberales como su precursor, considerado como padre tutelar e intelectual por el sindicalismo revolucionario, redescubierto por el socialismo consiliario como iniciador de la autogestión obrera, en fin, criticado, discutido y respetado como uno de los fundadores del pensamiento anarquista.
Para el catedrático de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona José Manuel Bermudo (1943), en "el origen de esta variedad interpretativa está el pensamiento del propio Proudhon, siempre contradictorio, disperso, llevado más por arranques e intuiciones que por esquemas". La matriz de esta característica contradictoria viene dada por el empleo absolutamente original del método dialéctico: contrariamente a Marx y Hegel, que definen la realidad mediante la tríada conformada por una tesis y una antítesis que se resuelven siempre en una síntesis superior, Proudhon afirmaba que las oposiciones y las antinomias son la estructura misma de lo "social" y que el problema no consistía en resolverlo en una síntesis para llegar a la "realidad", sino en encontrar o construir un equilibrio funcional capaz de hacer convivir aquellas tendencias de por sí contradictorias. Para Proudhon, las oposiciones entre orden establecido y progreso, entre propiedad privada y propiedad colectiva, entre socialización e individualismo, forman parte de la trama de la vida social. Los contenidos específicos de su doctrina, privilegiando a veces distintos aspectos de la multiplicidad socioeconómica, pueden definir a Proudhon como un teórico tanto de una como de otra tendencia, haciendo prácticamente imposible una lectura anarquista de su pensamiento, el que, además, ha sufrido una continua evolución que, en según qué épocas, se decantó más hacia un cierto reformismo que hacia el anarquismo.
Lo concreto es que el autor de "Qu'est-ce que la propriété?" (¿Qué es la propiedad?) quiso hacer del pensamiento filosófico una norma para todos los actos humanos, dirigidos principalmente a una reorganización de la sociedad según principios de justicia. Igualmente alejado del individualismo atomista y del socialismo estatal, Proudhon concibió la justicia como una armonía universal, un principio general no sólo de los actos y pensamientos humanos, sino inclusive de las propias relaciones físicas. En nombre de la justicia es inadmisible todo dominio de un grupo humano sobre otro y por eso debían sustituirse las formas imperantes de la relación económica y moral, que tienden a la destrucción del equilibrio esencial de la sociedad humana, por nuevas formas apoyadas en el mutualismo entendido como una cooperación libre de las asociaciones y, por consiguiente, con la completa supresión del poder coercitivo del Estado. De esta manera quedaría abolida no solamente la coacción estatal sino el absolutismo del individuo, que conduce necesariamente a la arbitrariedad y a la injusticia. El anarquismo es, para Proudhon una doctrina social basada en la libertad del hombre, en el pacto o libre acuerdo de éste con sus semejantes y en la organización de una sociedad en la que no deben existir clases ni intereses privados ni leyes coercitivas de ninguna especie. "El hombre, movido por sus dos instintos paralelos, el egoísmo y el altruismo, que con él nacen y en él viven, sin imposiciones ni educaciones destinadas a dominarlo y a malearlo, sabrá, por egoísmo, ponerse de acuerdo con los demás hombres, para facilitar su trabajo, su defensa y el medio en que debe desenvolverse, y, por altruismo, sabrá aportar su apoyo solidario a los más débiles y desvalidos".
A diferencia de otros autores del socialismo utópico, Proudhon era firme partidario del igualitarismo en la sociedad y proponía la asociación mutualista como la posible solución de los problemas sociales. Un mutualismo en el que los miembros asociados se garantizasen recíprocamente "servicio por servicio, crédito por crédito, retribución por retribución, seguridad por seguridad, valor por valor, información por información, buena fe por buena fe, verdad por verdad, propiedad por propiedad, libertad por libertad". La libertad para Proudhon se funde con la solidaridad, y ésta se traduce en la esfera política en forma de un Estado como federación de grupos a su vez confederados a escala internacional. Pensaba Proudhon que de esta forma se podrían socializar los medios de producción sin recurrir al Estado y no existiría beneficio de capitalistas ni banqueros, por lo que, de nuevo la autoridad estatal no tendría sentido. Mutualismo y federalismo entrañarían a la larga la caída del capital y del Estado.
Proudhon, para quien la justicia era una facultad que podía desarrollarse y ese desarrollo era lo que constituía la educación de la raza humana, publicó en vida varias obras trascendentales, entre ellas "Philosophie de la misère" (Filosofía de la miseria), "De la création de l'ordre dans l'humanité" (De la creacion del orden en la humanidad) y "La justice poursuivie par l'Eglise" (De la justicia en la Revolución y en la Iglesia). Póstumamente aparecieron otras no menos importantes como "De la capacité politique des classes ouvrières" (De la capacidad política de la clase obrera), "Amour et mariage" (Amor y matrimonio) y "France et Rhin" (Francia y el Rin). En esta última realizó una curiosa clasificación de las razas según sus hábitos alimentarios.

La especie humana, como todas las razas vivientes, se conserva por medio de la generación. La fisiología da una primera razón acerca de esta ley. El individuo, desde que ve la luz, comienza a gastarse y a envejecer; la nutrición y el reposo no lo renueva por completo; la misma vida lo echa a perder, y pronto ha de ser reemplazado. Ese reemplazo tiene lugar por medio de la generación; he aquí lo que cree descubrir la primera ojeada sobre el movimiento de las existencias. Ese motivo enteramente fisiológico no sólo es el único. Diré más, es el principal. Aparte de la evolución vital está la sociedad, fin supremo de la creación. Yo no pregunto, pues, si la renovación de los individuos por la generación es sencillamente una condición impuesta a la humanidad por la disolución inevitable del organismo, lo cual subordinaría el reino del espíritu al de la materia y repugnaría a nuestras ideas de libertad y progreso; o si lo que ocurre es más bien que la sociedad, necesitando para desenvolverse rejuvenecerse sin cesar en cada uno de sus miembros, como el animal se renueva por medio de la alimentación, la generación, más que una necesidad del organismo, resulta una necesidad de la constitución social.
Entre los pueblos se pueden distinguir los voraces y los sobrios; las grandes mandíbulas y las pequeñas; los comedores de carne y los comedores de legumbres. Los pueblos meridionales son pueblos sobrios; el griego es muy sobrio, el árabe más aún; el italiano, el español, los galos del Mediodía son muy sobrios. El judío antiguo fue también sobrio: la ceremonia del cordero pascual lo indica suficientemente. El judío comía carne una vez al año, en las fiestas, después algunas veces, en las grandes ocasiones, cuando se ofrecía un sacrificio. La idea de ofrecer a Dios un buey asado, un carnero, un macho cabrío, supone que la carne era cosa preciosa, que el judío no podía permitirse todos los días. Los indios no comían carne; tampoco los pitagóricos. Los judíos se abstenían de la carne de puerco, de anguila y de multitud de otros animales.
Los antiguos arios, sectarios de Zoroastro, eran muy sobrios. Se distinguían aún entre los antiguos los galoptófagos, los ictiófagos, los lotófagos, etc. El trigo es un descubrimiento de las razas sobrias: ni los caníbales, ni los ingleses, ni los flamencos, hubiesen instituido el culto de Ceres y Triptolemo. Estas razas prefieren consumir su grano en bebida mejor que en pan. Por eso es de notar que el griego, el italiano, el español, el francés del Mediodía, lo mismo que el indio, se distinguen por una fisonomía menos animal, la retracción de la mandíbula, la pequeñez de la boca, lo saliente de la frente y de la nariz, mientras que sucede lo contrario entre los alemanes, etc., como entre los caníbales. Sin embargo, hay que notar aquí que algunos pueblos que consumen poca carne, tales como los secuaneses, tienen la mandíbula fuerte; es que su régimen vegetal, tal como lo suministra su país, se componía de granos duros, cuyo aplastamiento exigía cierta potencia. Así sucede también con el árabe, que vive de un puñado de granos.
Antes de juzgar a una nación en sus actos políticos, sociales, industriales, hay que reconocerla en sus disposiciones naturales. Porque todo tiene su principio en la naturaleza misma. Las razas voraces, bajo pena de permanecer bárbaras, o aún de perecer, han debido trabajar mucho más que las otras y, por consiguiente, organizar mejor que todas las otras la explotación humana. Los ingleses son grandes trabajadores, y grandes explotadores; son también los más grandes comedores del globo. Lo que devora un inglés bastaría a una familia griega de seis personas. De ahí necesariamente toda una serie de diferencias en el carácter, las costumbres, el talento, las manifestaciones. De ahí el maltusianismo. El comedor es más positivista, más sensualista, más materialista, más utilitario. En Inglaterra es donde han nacido las teorías de Malthus y de Bentham.
El frugal será más idealista, más artista; tendrá más necesidad de vanidad, de espíritu, de alma; en Grecia, en Italia, es donde han nacido los grandes artistas; de allí es de donde vienen las teorías espiritualistas. El comedor es más feroz, el frugal más sociable. La libertad política será a veces más débil en el último, en razón misma de su tendencia a la unión; pero la libertad social estará siempre incomparablemente más desarrollada en él que en las razas comedoras. Hasta bajo los reyes absolutos y los emperadores ha habido en Francia un espíritu de tolerancia, de independencia de opinión y de acción, que no existe en Inglaterra. Son las razas del Mediodía las que han impuesto sus ideas (cristianismo, derecho romano, política italiana) a las del Norte, que, en recompensa, se preparan para explotarlas y devorarlas.
Si la raza sobria se contenta con poco, vive en imaginación tanto como en carne y hueso, estará menos dispuesta a salir de su casa, será menos viajera, menos emigrante, menos colonizadora; a menos, sin embargo, como los antiguos griegos y romanos, de realizar sus empresas en gran asociación y por enjambres, lo que no es propio de los alemanes, de los normandos ni de los ingleses, aunque se puedan citar las grandes migraciones de los pueblos del Norte en los siglos XV y XVI. Las razas frugívoras serán las primeras civilizadas. Las carniceras no se civilizarán sino mucho tiempo después. Las primeras inventaron las ciencias, las artes, los oficios, la pequeña industria; las segundas, para las que la necesidad de comer constituye una ley de explotación humana, organizaron la gran industria. Estas son más burguesas, aquéllas más democráticas. En todos los países, ¿qué animal más comedor, más consumidor que el burgués?

25 de mayo de 2012

La noción de raza a través de la historia (9). 1864: Herbert Spencer

En 1855, cuatro años antes de que Darwin formulase su teoría de la selección natural, el naturalista y filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903) comenzó a publicar sus "Principles of Psychology" (Principios de Psicología), obra en la que concibió la idea de una interpretación general de la realidad en base al principio de la evolución. Esta idea tomó cuerpo en un programa que, a partir de 1860, realizó casi íntegramente en los siguientes treinta años de su vida con singular tenacidad. El conjunto de la doctrina fue llamado por su autor "A system of synthetic philosophy" (Sistema de filosofía sintética), que abarcó, además, otros cuatro volúmenes: "First principles"
(Primeros principios), "Principles of Biology" (Principios de Biología), "Principles of Sociology" (Principios de Sociología) y "Principles of Ethics" (Principios de Etica). La filosofía debe tener por misión, según Spencer, el conocimiento de la evo­lución en todos los aspectos de la realidad dada, que de ninguna manera es igual a la realidad absoluta. Lo dado, explica José Ferrater Mora (1912-1991) en su "Diccionario de Filosofía", es la "sucesión de los fenómenos, la evolución universal como manifestación de un Ser inconcebi­ble, de un absoluto último que Spencer designa alternativamente con los nombres de Incognoscible o Fuer­za. En este reconocimiento de un Absoluto, pero a la vez en esta limi­tación de la ciencia a lo relativo, que es lo único positivo, radica la posibilidad de una conciliación entre la religión y la ciencia. La evolución es la ley universal que rige todos los fenómenos en tanto que manifesta­ciones de lo Incognoscible".
No es sólo una ley de la Naturaleza, sino tam­bién una ley del espíritu, pues éste no es más que la parte interna de la misma realidad y justamente aquella parte cuya evolución consis­te en adaptarse a lo externo, en ser formado por él. Para Spencer "lo Incognoscible no es -continúa Ferrater Mora-, por consiguiente, una realidad material o una realidad espiritual; es algo de lo cual no pue­de enunciarse nada más que su inconcebibilidad y el hecho de ser el fondo último de la realidad universal. Limitada a esta tarea, la ciencia -como conocimiento parcial de la evolución- y la filosofía -como conoci­miento total y sintético de la misma- deben ser enteramente positivas; lo que la ciencia y la filosofía pretenden es sólo el examen de una realidad no trascendente, pero de una realidad sometida a una ley universal que proporciona los primeros principios del saber científico". Esta ley es la evolución, definida como "la integra­ción de la materia y la disipación concomitante del movimiento por la cual la materia pasa de un estado de homogeneidad indeterminada e incoherente a un estado de heterogeneidad determinada y coherente". El supuesto implícito de la evolución es, por consiguiente, la conservación de la materia y la conservación de la energía. Sólo porque la fuerza y la energía se conservan puede el as­pecto interno, esto es, el espíritu, entrar dentro de la órbita de la cien­cia y ser regido por la evolución.
En la biología, específicamente, la evolución se manifiesta en el proceso de adaptación de lo interno a lo exter­no, en la progresiva diferenciación de los seres vivos que conduce de la homogeneidad a la heterogeneidad. Para Ferrater Mora, con esta concepción "se enlaza la integra­ción del darwinismo como doctrina biológica en el sistema spenceriano: la supervivencia del más apto es un ejemplo de la mencionada adaptación, en el curso de la cual aparecen formas vivas cada vez más complejas y perfectas. En la evolución no hay ningún punto final; todo equilibrio es sólo el punto de partida de una nueva desintegración y por eso el universo entero se halla sometido a un ritmo constante y eter­no, a un perpetuo cambio, a la diso­lución de todo supuesto finalismo en un simple movimiento de compensa­ción y equilibrio". Aunque considerada por sus defensores como el único método científico, la teoría de la evolución recibió múltiples críticas. El filósofo idealista alemán Wilhelm Windelband (1848-1915), por ejemplo, en su "Lehrbuch der geschichte der Philosophie" (Historia general de la Filosofía) juzgaba que el evolucionismo científico-natural de que echa mano la teoría de la evolución mediante la selección natural "puede, a decir verdad, explicar el fenómeno de la variación, pero no la idea de progreso: no puede jus­tificarse que el resultado de la evolución sea un estadio siempre más ele­vado, es decir, más valioso".
La obra de Spencer, no obstante, constituye el cuadro más complejo de la cultura positivista de tendencia evolucionista. Su obra filosófica fue, en efecto, una imponente enciclopedia de las ciencias bioló­gicas y sociales construida desde la óptica de la "ley universal de la evolución". Fue Spencer quien po­pularizó el término "evolución" e introdujo expresiones como "supervivencia del más apto", que después adoptaría Darwin, quien consideraba a Spencer "el más grande de los filósofos vivos en Inglaterra". Aunque suele llamarse incorrectamente "dar­vinismo social" a las teorías socio-culturales de Spencer, lo cierto es que, independientemente e incluso antes de conocer la obra de Darwin, Spencer ya concebía la sociedad como un orga­nismo viviente que está sometido a los mismos mecanismos que cualquier ser vivo, así como al principio de la "supervivencia del más apto". Al igual que la naturaleza asegura la supervivencia de las razas más adaptadas sometiéndolas a una dura lucha por la existencia, así también la so­ciedad debía, según Spencer, constreñir a sus miembros a desarrollar la fe en sí mismos, la industriosidad, etc., sometiéndoles a la dura com­petición económica. De este modo se aceleraría la elevación del hombre de su originario estado sal­vaje a la sociedad perfecta, que, eliminadas las razas inferiores, estaría constituida por hombres superiores capaces de vivir sin gobierno.En cualquier caso, el progreso era, según Spencer, inevitable, y veía la sociedad británica de su tiempo como el grado más alto de desarrollo alcanzado hasta entonces. Sus tesis en este sentido son una explícita defen­sa del "liberalismo económico", así como un ata­que al socialismo y al comunismo.

Las razas humanas tienden a diferenciarse y a integrarse lo mismo que se diferencian y se integran los demás seres vivientes. Entre las fuerzas que operan y conservan las segregaciones humanas, podemos nombrar en primer lugar las fuerzas exteriores llamadas físicas. El clima y el alimento que son más o menos favorables a un pueblo indígena, son más o menos perjudiciales a un pueblo de constitución diferente, llegado de una región remota del globo. Las razas del Norte no pueden perpetuarse en las regiones tropicales; si no perecen en la primera generación, sucumben a la segunda, y, como en la India, no pueden conservar sus establecimientos sino de una manera artificial por una inmigración y una emigración incesantes. Quiere decir esto que las fuerzas exteriores obran igualmente sobre los habitantes de determinada localidad, tienden a eliminar a todos los que no son de cierto tipo, y por ese medio a conservar la integración de los que son de ese tipo. Si, en otra parte, entre las naciones de Europa, vemos una especie de mezcla permanente debida a otras causas, notamos, sin embargo, que une razas que no pertenecen a tipos muy diferentes y que están acostumbradas a condiciones poco diferentes. Las otras fuerzas que concurren a producir las segregaciones étnicas son las fuerzas mentales reveladas en las afinidades que atraen a los hombres hacia los que se les asemejan.
De ordinario, los emigrantes tienen el deseo de volver a su país; y si su deseo no se realiza, es únicamente porque son retenidos por lazos muy fuertes. Los individuos de una sociedad obligados a residir en otra, forman en ella por lo común colonias, pequeñas sociedades. Las razas que han sido divididas artificialmente tienen una fuerte tendencia a unirse de nuevo. Ahora bien, aunque las segregaciones que resultan de las afinidades naturales de los hombres de una misma familia no parezcan poder explicarse por el principio general antes expuesto, son, sin embargo, buenos ejemplos de él. Cuando hemos hablado de la dirección del movimiento, hemos visto que los actos que los hombres realizan para la satisfacción de sus necesidades eran siempre movimientos en el sentido de la menor resistencia. Los sentimientos que caracterizan a un miembro de una raza son tales que no pueden encontrar su satisfacción completa sino en otros miembros de la misma raza. Esa satisfacción proviene en parte de la simpatía que aproxima a los que tienen sentimientos semejantes, pero sobre todo de las condiciones sociales correlativas que se desarrollan en dondequiera reinan esos sentimientos. Así pues, cuando un ciudadano de una nación es, como vemos, atraído hacia otros de su nación, es porque ciertas fuerzas, que llamamos deseos, le impujan en la dirección de más débil resistencia. Como los movimientos humanos, lo mismo que todos los demás movimientos, están determinados por la distribución de las fuerzas, es indispensable que las segregaciones de razas, que no son el resultado de las fuerzas exteriores, sean producidas por las fuerzas que las unidades de esas razas ejercitan unas sobre otras.
La naturaleza, en su infinita complejidad, está accediendo siempre a nuevos desarrollos. Cada resultado sucesivo se conviene en el progenitor de una influencia adicional, destinada en cierto grado a modificar rodos los resultados futuros. Cuando volvemos las hojas de la historia primitiva de la Tierra, encontramos el mismo cambio que no cesa, que perpetuamente recomienza. Lo vemos por igual en lo orgánico y en lo inorgánico, en las descomposiciones y recombinaciones de la materia y en las formas en constante variación de la vida animal y vegetal. Con una atmósfera cambiante y una temperatura decreciente, la tierra y el mar perpetuamente producen nuevas razas de insectos, plantas y animales. Todas las cosas cambian. Sería verdaderamente extraño que en medio de esta mutación universal sólo el hombre fuera constante, inmutable. Mas no lo es. También él obedece a la ley de la infinita variación. Sus circunstancias están cambiando constantemente y él está constantemente adaptándose a ellas.

23 de mayo de 2012

La noción de raza a través de la historia (8). 1853: Joseph Arthur de Gobineau

La faena de la filosofía de la historia en el siglo XIX excedió la fijación material del proceso histórico basada en factores económicos para plantearse también el interrogante acerca de los portadores y sujetos peculiares de la historia: la vida del hombre individual en su honda raigambre natural fue examinada a la luz de su penetración mutua por fuerzas tanto espirituales como naturales. Partiendo de una concepción empírica de la historia, se desarrollaron nuevas caracterizaciones y nuevos estudios sobre cuestiones como pueblo y raza en relación a su significación ontológica para la historia, sea ésta política o cultural. Quien sentó el precedente de considerar el tema de la raza como factor y portadora de la vida histórica fue el diplomático y escritor francés Joseph Arthur de Gobineau (1816-1882), un aristócrata autor de novelas, obras teatrales, libros de viajes y de poesías, y ensayos sobre religión, filosofía e historia. Su obra más conocida es el "Essai sur l'inégalité des races humaines" (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas) publicada en cuatro tomos entre 1853 y 1855, por la que se convirtió en el primer teórico de la tesis sobre la supremacía de las razas arias.
En este voluminoso ensayo estudió el problema de la decadencia de las civilizaciones. Esta decadencia no era debida, a su entender, a las causas que usualmente se citan: la corrupción, la irreligión o la lujuria. Tampoco era debida a la acción de los gobernantes. Un pueblo degenerado o decadente, dice Gobineau, es aquel que ya no posee el mismo valor intrínseco que antes, es decir, "el que no posee ya la misma sangre en sus venas" a causa de haber sido afectada su sangre por "continuas adulteraciones". Esto supone que hay diferencias de valor entre razas humanas y que, por consiguiente, una raza puede "contaminar" a la otra. El biologismo que se desprende de esta noción de Gobineau no fue negado por su autor. Todo lo contrario; él mismo comparó un pueblo con un cuerpo humano e hizo consistir el valor primordial de éste en su "vitalidad". De ahí que Gobineau se ocupase especialmente de señalar cuáles eran las condiciones que debía cumplir un pueblo para mante­nerse inmune a la degeneración. Pero como estas condiciones dependían esencialmente, a su entender, de la pureza de la raza, resultó que la raza primero y su pureza después, serían para él el fundamento de cual­quier filosofía de la historia.
Según razona el filósofo y ensayista catalán José Ferrater Mora (1912-1991) en su grandioso "Diccionario de Filosofía", la exaltación de la raza germánica debe ser comprendida a la luz de esta idea, pues la raza germánica es, afirma Gobineau, la más alta variedad del tipo blanco, superior a las demás variedades y, por supuesto, incomparable con los tipos amarillo y negroide (para Gobineau, el ínfimo tipo). En último término, decir "raza" es decir "raza germánica", en el mismo sentido en que se dice de alguien que es "un hombre de raza". "Pero el término 'raza' -dice Ferrater Mora- se puede aplicar también, a los efectos de la medición de valor, a los diversos tipos. En la raza radican, según Gobineau, todos los valores (o disvalores), no sólo físicos sino también espirituales. Reducir la multiplicidad racial a la idea de un humanismo es, a su entender, una degeneración de la historia y el principio de la decadencia para todas las razas superiores. La desigualdad de las razas es, por consiguiente, una desigualdad física y espiritual; su mutua relación no es una función de su diferencia sino de su necesaria subordinación. Por eso es preciso conservar pura la raza y en particular la raza germánica como natural dominadora de las restantes, pues su mezcla significaría necesariamente su desaparición". La filosofía de la historia de Gobineau se reduce de este modo a un naturalismo idealista, en el cual el primer término es representado por la interpretación de la historia a base de un factor real natural, y el segundo por la determinación de una finalidad.

Encuentro solamente tres razas bien caracterizadas: la blanca, la negra y la amarilla. Si me sirvo de denominaciones tomadas del color de la piel, no es porque juzgue la expresión justa y acertada, pues las tres categorías de que hablo no tienen precisamente por rasgo distintivo el color de la carne, cada vez más múltiple en sus matices: se añaden a él hechos de conformación más importantes aún. Pero, a menos de inventar yo mismo nombres nuevos, a lo que no me creo con derecho, es preciso que me resuelva a elegir, en la terminología en uso, designaciones no absolutamente buenas, pero menos defectuosas que las demás, y prefiero decididamente las que empleo aquí, que despues de advertencia previa son bastante inofensivas, a todos esos apelativos sacados de la geografía o de la historia que tanta confusión han arrojado sobre un terreno ya bastante embrollado por sí mismo. Así, advierto, de una vez para siempre, que entiendo por blancos a los hombres que se designan también con el nombre de raza caucásica, semítica, jafética. Llamo negros a las chamitas, y amarillos a la rama altaica, mongólica, finesa, tártara. Tales son los tres elementos puros y primitivos de la humanidad. No hay más razones para admitir las veintiocho variedades de Blumenbach que las siete de Prichard: uno y otro clasifican en sus series híbridos notorios.
Cada uno de los tres tipos originales, en lo que les es particular, jamás presentó probablemente una unidad perfecta. Las grandes causas cosmogónicas no habían solamente creado en la especie variedades definidas; en los puntos en que su efecto se había producido, habían determinado también, en el seno de cada una de las tres variedades principales, la aparición de varios géneros que poseían, además de los caracteres generales de su rama, rasgos distintivos particulares. No hubo necesidad de cruzamientos étnicos para causar esas modificaciones especiales: preexistían a todas las mezclas. Vanamente se trataría hoy de comprobarlas en la aglomeración mestiza que constituye lo que se llama la raza blanca. Esa imposibilidad debe existir también en cuanto a la amarilla. Tal vez el tipo melanio se ha conservado puro en algún lugar; por lo menos, ha permanecido ciertamente más original, y demuestra así, por lo visto mismo, lo que podemos admitir para las otras dos categorías humanas, no según el testimonio de nuestros sentidos, sino según las inducciones suministradas por la historia. Los negros han seguido ofreciendo diferentes variedades originales, tales como el tipo prognato de cabellera lanosa, el del negro indio del Kauman y del Dekkan, el del pelagiano de la Polinesia. Muy ciertamente se han formado variedades entre esos géneros por medio de mezclas, y es de ahí que se derivan, tanto para los negros como para los blancos y los amarillos, los que se pueden llamar tipos terciarios.
Los hombres de la raza amarilla son generalmente pequeños; en algunas de sus tribus, incluso, no rebasan las proporciones reducidas de los enanos. La estructura de sus miembros, la potencia de sus músculos, están lejos de igualar lo que se ve en los blancos. Las formas del cuerpo son rechonchas, achaparradas, sin belleza ni gracia, con algo de grotesco y muchas veces de horrible. En la fisonomía, la naturaleza ha economizado el dibujo y las líneas. Su liberalidad se ha limitado a lo esencial: una nariz, una boca, pequeños ojos son lanzados en caras anchas y aplastadas, y parecen trazados con una negligencia y un desdén completamente rudimentarios. Los cabellos son raros en la mayor parte de las tribus. Se ven, sin embargo, y como reacción, excesivamente abundantes en algunas y descendiendo hasta la espalda; en todas son negros, ásperos, tiesos y toscos como crines. He ahí el aspecto físico de los hombres de la raza amarilla. En cuanto a sus cualidades intelectuales, no son menos particulares, y están en oposición tan cierta con las aptitudes de la especie negra, que habiendo dado a ésta el título de femenina, aplico a la otra el de varonil, por excelencia. Una falta absoluta de imaginación, una tendencia única a la satisfacción de las necesidades naturales, mucha tenacidad y perseverancia aplicadas a ideas vulgares o ridículas, cierto instinto de la libertad individual manifestado, en el mayor número de las tribus, por el apego a la vida nómada y, en los pueblos más civilizados, por el respeto a la vida doméstica; poca o ninguna actividad, ninguna curiosidad de espíritu, ninguno de esos gustos apasionados por el adorno tan notables en los negros: he ahí los rasgos principales que todas las ramas de la familia.
Se ha realzado un hecho muy digno de nota, del cual se aspira a servirse hoy como de un criterio seguro para reconocer el grado de pureza étnica de una población. Es el parecido de los rostros, de las formas, de la constitución y, por tanto, de los gestos y del aspecto. Cuanto más una nación estuviera exenta de mezcla, más todos sus miembros tendrían en común esas similitudes que enumero. Cuanto más, al contrario, se hubiera cruzado, más diferencias se encontrarían en la fisonomía, la talla, el porte, la apariencia, en fin, de los individuos. El hecho es indiscutible, y el partido que se puede sacar de él es precioso; pero no es enteramente como se imagina. Asisto con interés, aunque con mediana simpatía, lo confieso, al gran movimiento a que los instintos utilitarios se entregan en América. No desconozco el poder que despliegan; pero, bien contado todo, ¿qué resulta, de ellos, desconocido? Y aún, ¿qué ofrecen seriamente original? ¿Pasará allí algo que en el fondo sea extraño a las concepciones europeas? ¿Existe allá un motivo determinante al cual se puede ligar la esperanza de futuros triunfos para una humanidad joven que estaría aún por nacer? Pésese maduramente el pro y el contra, y no se dudará de la inanidad de semejantes esperanzas. Los Estados Unidos de América no son el primer Estado comercial que haya habido en el mundo. Los que le han precedido no han producido nada que se pareciera a una regeneración de la raza de que eran originarios.
Cartago ha lanzado un resplandor que será difícilmente igualado por Nueva York. Cartago era rica, grande en todas especies. La costa septentrional de Africa en su completo desenvolvimiento, y una parte de la región interior, estaba en su mano. Había sido más favorecida a su nacimiento que la colonia de los puritanos de Inglaterra, porque los que la habían fundado eran los retoños de las familias más puras del Chancán. Todo lo que Tiro y Sidón perdieron, Cartago lo heredó. Y, sin embargo, Cartago no ha añadido el valor de un gramo a la civilización semítica, ni impedido su decadencia por un día. Constantinopla fue a su vez una creación que parecía deber eclipsar en esplendor el presente, el pasado, y transformar el porvenir. Gozando de la más bella situación que existe sobre la tierra, rodeada de las provincias más fértiles y más populosas del imperio de Constantinopla, parecía exenta, como se quiere imaginar en cuanto a los Estados Unidos, de todos los impedimentos que la edad madura de un país se lamenta de haber recibido de su infancia. Poblada de letrados, colmada de obras maestras de todos géneros, familiarizada con todos los procedimientos de la industria, poseedora de manufacturas inmensas y dueña de un comercio sin límites con Europa, con Asia, con Africa, ¿qué rival tuvo jamás Constantinopla? ¿Para cuál rincón del mundo el cielo y los hombres podrían jamás hacer lo que fue hecho para esa majestuosa metrópoli? ¿Y a qué precio pagó tantos cuidados? No hizo nada, no creó nada: ninguno de los males que los siglos habían acumulado sobre el universo romano supo curarlos; ni una idea reparadora salió de su población. Nada indica que los Estados Unidos de América, más vulgarmente poblados que esta noble ciudad, y sobre todo que Cartago, deban mostrarse más hábiles.
Toda la experiencia del pasado se ha reunido para probar que la amalgama de principios étnicos agotados no podría suministrar una combinación remozada. Es ya mucho prever, mucho conceder, suponer en la República del Nuevo Mundo una cohesión bastante extensa para que la conquista de los países que la rodean le sea posible. Apenas ese gran éxito, que le daría un derecho cierto a compararse con la Roma semítica, es aún probable; pero basta que lo sea para que deba tenerse en cuenta. En cuanto a la renovación de la sociedad humana, en cuanto a la creación de una civilización superior o al menos diferente, lo cual, a juicio de las masas interesadas, viene a ser siempre lo mismo, son fenómenos que no son producidos sino por la presencia de una raza relativamente pura y joven. Esta condición no existe en América. Todo el trabajo de ese país se limita a exagerar ciertos aspectos de la cultura europea (y no siempre los más bellos), a copiar lo mejor que puede el resto, a ignorar más de una cosa. Ese pueblo, que se llama joven, es el viejo pueblo de Europa, menos contenido por leyes más complacientes, no más inspirado. En el largo y triste viaje que lanza a los emigrantes a su nueva patria, el aire del Océano no los transforma. Tales como habían partido, tales llegan. El simple traslado de un punto a otro no regenera a las razas sino a medias agotadas.