15 de enero de 2012

Paz Monserrat Revillo. Crónicas desenfocadas (4): Perturbaciones de la historia

El acto de viajar está por lo general asociado a la idea romántica de la aventura, el descubrimiento y la introspección en busca de uno mismo, pero siempre es a la vez externo e interno. La reflexión sobre el ámbito externo significa también pensar lo interior, cavilar sobre sí mismo. Algo así como el personaje de la novela "The razor's edge" (El filo de la navaja) de William Somerset Maugham, que emprende un viaje, simultáneamente exterior e interior, en el cual se expone a la aventura, a la mística y, finalmente, a la lucidez. Este doble reflejo -de lo exterior y de lo interior- es uno de los aspectos más sobresalientes de la crónica, un género que, a diferencia del periodismo, convierte a la información en algo más que lo que caducará al día siguiente.
En todos los recuerdos de viajes se reserva un lugar para lo exótico, aquello que no se puede vivir en tierra propia. En esos casos, el "yo" del escritor actúa con mayor intensidad sobre lo visitado, pasando de una mera descripción a una visión. Es la visión que experimentó Paz Monserrat Revillo y que la llevó a decir, al referirse a la génesis de sus "Perturbaciones de la historia", que "siempre me ha dado la impresión de que los lugares en los que en un tiempo vivieron personajes de una densidad especial o en los que ocurrieron acontecimientos históricos de gran intensidad, conservan de alguna manera huellas de esa energía y de esas presencias".
Visitar la Gran Sinagoga de la calle Dohány en Budapest, en cuyos alrededores, durante la Segunda Guerra Mundial, las tropas de ocupación nazis levantaron un gueto judío desde el que miles de personas fueron enviadas a los campos de exterminio mientras que otras tantas murieron de hambre; recorrer la casa donde vivió Freud en Viena y dejarse impresionar por los objetos de esa estancia, objetos como testigos de la vida cuando ésta ya no está; o fantasear con los acontecimientos que ocurrieron en el interior de Basílica de Santa María del Fiore, el Duomo de Florencia, que involucraron a Giuliano de Medici y su amante Simonetta Cattaneo, en los turbulentos años de la República Florentina previos al Renacimiento, "me otorga -dice la autora- la sensación de ser una 'cazafantasmas' inofensiva y sentimental, y mientras mi imaginación me lo permita no pienso renunciar a este placer estético".
Estos episodios oscuros de la historia, en la pluma de Paz Monserrat Revillo cobran vida como aquellas crónicas de viaje de Alfonsina Storni, quien creó sugestivas piezas que pueden estudiarse tanto como literatura de viaje como ejemplos de crónicas periodísticas. Es que los intereses constantes de la bióloga española, además de la literatura, son el origen, la esencia de las cosas... y las cosas mismas. Hay un viejo poema que decía, palabras más, palabras menos: "Viajar es bueno/ viaja el río/ viaja el mar/ el viento viaja...". Y Paz Monserrat Revillo tiene vocación de viento.

TRAZADO DE UNA CIRCUNFERENCIA

Hace dos mil años las historias iban de dioses. Luego de héroes, más tarde de reyes, y poco a poco se empezó a considerar digno poner en el escenario a personas más corrientes. En la actualidad cuanto más se parezca el personaje a tu vecino mejor. Lo curioso es que algunas de estas personas dignas de ser descritas en un apunte contemporáneo -por parecer vulgares- si se las mira de cerca tienen rasgos heroicos, generosidades regias y a veces en su presencia sentimos esa solemne reverencia que antes se reservaba sólo a los dioses. Como ocurre ante el anciano que vemos en el segundo piso del museo judío anejo a la Gran Sinagoga de Budapest, que aunque no lo parezca está trazando el último fragmento de la línea que cerrará y dará sentido a su vida.
Si conseguimos acercarnos lo suficiente al grupo de cinco turistas americanos que el viejecito lidera, nos daremos cuenta de que su inglés tiene un acento ilocalizable, la barba rala emana un aroma a antiguo, su traje negro tiene un brillo gastado y el kipá que cubre su cabeza le da una autoridad sagrada y melancólica. Su figura se recorta en negro sobre el fondo colorido de camisas, bermudas y sandalias del grupo de turistas, que escuchan atentos.


Se detiene ante cada una de las fotografías que cubren los murales y las explica como si en ello le fuera la vida. La fotografía cobra vida dibujada con todos los detalles que recrea el hombre ceremoniosamente. Historias que no caben en las palabras. Fotografías en blanco y negro que sobrecogen mostrando el asfixiante aislamiento al que fue sometido el gueto, pero también las represalias posteriores de los aliados. Mapas de la ciudad creciendo como una ameba que preceden a ruinas prematuras. Caras, gestos, paisajes devastados. Tristeza y desesperación condensadas en la pared y en la mirada de los que por ahí pasan.
Una pequeña luz alivia este doliente paisaje fotográfico: una serie de marcos con rostros inocuos y en actitud apacible desentonan en ese lugar como lo haría un esmoquin en un campo de batalla. Son las fotografías de los cónsules y diplomáticos de diferentes países que consiguieron salvar a muchos judíos antes de que el hambre y las enfermedades acabaran con casi toda la población judía de Budapest tras el asedio. Se acerca a una de las fotografías y pronuncia lentamente, como si rezara, el nombre del cónsul suizo. El que con sus artimañas diplomáticas consiguió sacar a tiempo del gueto a muchas familias con niños hacia Suiza y darles allí una oportunidad. Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que el acento es francés. Y de que uno de esos niños era él.


EL MALETIN

Sophie Freud, nieta de Sigmund Freud y psicoterapeuta ella también, dice en una entrevista que su abuelo era un hombre bueno y afectuoso pero que no sabía nada de sexualidad femenina. También opina que hay otros valores (como el apego, la autoestima o el poder) que pesan más que el sexo como motor del comportamiento. A pesar de su profesión, ella cree que es más curativa una conversación profunda y sincera con un amigo que muchas sesiones de psicoanálisis.
En el nº 19 de la calle Berggasse, en Viena, se encuentra la casa en la que Sigmund Freud vivió y visitó desde 1891 hasta 1938. Allí pasó infinitas horas escuchando a sus pacientes pensar recostados en un lánguido diván. A veces más de nueve al día. Se accede al piso por unas escaleras de madera que crujen como si la historia pesase demasiado sobre ellas. Al subirlas nos añadimos a todos los que acudieron al despacho del Doktor para tratar de arrojar algo de luz a sus oscuridades. Una ventana en un recodo de la escalera nos ofrece la visión de un modesto pero amplio patio de luces, la cara oculta de las fachadas: viejos trastos inservibles en los balcones, paredes tapizadas de musgo, y otras ventanas que se asoman al patio como ojos sin pestañas. El piso decepciona. Uno esperaría encontrar una densidad de energía equivalente a la que se percibe en las iglesias como consecuencia de la acumulación de plegarias y anhelos que se han concentrado en sus paredes. Pero nos parece un teatro sin decorado y con pretensiones didácticas. Espacios vacíos, llenos de turistas que observan con devoción paneles cubiertos con documentos, cartas y fotografías que muestran lo que había allí.
La familia Freud huyó a Inglaterra en cuanto oyeron las pisadas de las botas nazis acercándose a sus vidas. Lo planificaron en muy poco tiempo, pero suficiente como para organizar una mudanza completa. El piso quedó vacío y todos los objetos, libros y muebles fueron trasladados a su nueva vivienda del barrio londinense de Hampstead, donde Freud vivió apenas un año más, para encontrar la muerte estirado en uno de sus divanes. Recostado en una de esas "chaises longues" que tenía en el jardín de Inglaterra, se le puede ver en un documental en blanco y negro que se muestra en una de las salas vacías: vemos a un anciano entrañable cuidado por su solícita mujer, que le sonríe y le cubre con una manta de cuadros.


Justo antes de desmontar el piso de Viena, su yerno se dedicó a fotografiar las estancias del piso desde todos los ángulos, exhaustivamente. Los muebles, los objetos de decoración, las estatuillas de civilizaciones antiguas que coleccionaba (que él llamaba "mis amigos"), los cuadros, los libros… Estos documentos gráficos son los que se pueden ver hoy en el piso (juntamente con autógrafos, cartas y otros papeles) situados en las paredes del mismo espacio en el que estaba lo que muestran. Las fotografías reflejan -como un espejo que se repite a si mismo- lo que hubo en las habitaciones, produciendo una ligera sensación de vértigo.
Hay una habitación recuperada. El contenido de la sala de espera fue devuelto en 1971 a Berggasse 19 por Anna Freud, cuando se abrió la casa al público. Los cuadros originales, un sofá, tres sillas tapizadas y un aparador lleno de objetos muy antiguos. De alguna manera se percibe una cierta impostura en ese pretender no haberse movido de ahí, como si los propios muebles se sintieran intrusos y mostrasen su extrañeza en la forma de ocupar el espacio. Pero hay un lugar genuino en el que todo encaja y el tiempo se condensa: el recibidor. El pequeño recibidor (actualmente la puerta está tapiada y no se entra a través de él) permanece exactamente igual a como estaba cuando funcionaba el consultorio. Probablemente esto es así porque no hay en él nada de valor, pero sin quererlo nos enseña lo más auténtico, lo más valioso. En la puerta una modesta placa. En la pared un sombrero y una gorra deportiva cuelgan de un par de perchas. Un bastón y una cantimplora nos hablan de su afición por los paseos y las excursiones. En el suelo, un ajado maletín de piel nos confirma que la sencillez no está en absoluto reñida con la complejidad, y aún menos con la dignidad y el rigor.
Cuando abandonamos la casa -por otra puerta más grande que han habilitado para la entrada masiva de turistas- enseguida se nos olvida toda la información contenida en los documentos que hemos leído, pero no podemos dejar de pensar en las arrugas apacibles del maletín en el que ese hombre bondadoso transportaba toda su sabiduría y los sueños de sus pacientes. Y comprendemos porque sigue habiendo en ese piso legiones de seres perdidos, incapaces de encontrar la puerta de salida.


ABRIL

En abril de mil cuatrocientos setenta y cinco, pocos días después de que muriera de tuberculosis Simonetta Cattaneo, la que fuera amante de Giuliano de Medici, modelo ubicua de Botticelli e icono de belleza para todos los florentinos, moría asesinado Giuliano en la misa solemne de Pascua. Fue en el momento de la consagración. El cardenal arzobispo de Florencia elevó la hostia y los enemigos de la familia Medici no dudaron en asestar un tajo profundo en el cuello que parecía ofrecerles el joven Giuliano, arrodillado devotamente en su reclinatorio. Era el mes de abril. Con la muerte de Simonetta y de Giuliano se marchitó prematuramente la primavera del Renacimiento, y llegaron tiempos definitivamente más sombríos para Florencia.
Será en abril de este año de mil novecientos setenta que ahora estrenamos. El aire de Florencia estará preñado de una luz especial, que se nos revelará aún más diáfana al salir del oscuro interior del Duomo. Allí, en el interior de la catedral, conseguiré transportarme en el tiempo y revivir la trama de la conspiración de los Pacci contra Giuliano que ahora estoy leyendo en diferentes libros. Oiré el clamor de una multitud desconcertada ante la interrupción repentina de la eucaristía debido a unos movimientos bruscos en el coro, y veré a Lorenzo de Medici saltando sobre la barandilla del presbiterio y refugiándose en la sacristía, y a la gente gritando, y a los conspiradores huyendo… Y a Giuliano tendido en el suelo como un muñeco descosido. Y el olor a incienso y la luz tamizada de la iglesia será la de entonces, no la del próximo abril.
Fantasear sobre otras épocas a partir de los restos que quedan en el presente es uno de los mayores placeres de los que se pueda gozar, aunque probablemente no esté catalogado y no todo el mundo lo conozca. Estoy seguro de que todos los datos que ahora estoy asimilando fluirán entonces ordenadamente, cada uno enmarcado en el edificio o en el cuadro preciso.
Al salir de la iglesia Laura irá de mi mano. Dicen que somos una pareja que llama la atención, pero el viaje de novios a Florencia nos hará aún más vistosos, y espero que más sabios y más serenos. Estaremos iluminados por esa excesiva belleza que, dicen, tiene la ciudad. Yo le explicaré a Laura lo del "síndrome de Stendhal", y ella sonreirá, contribuyendo así a que se cumpla en mí el emborrachamiento de los sentidos que describió el escritor.


Y puestos a llevar al extremo lo de morir de belleza, al bajar las escaleras desde el Duomo a la plaza recibiré una bala extraviada en un fuego cruzado entre mafiosos. Laura se arrodillará a mi lado, me hablará, me dirá que no me vaya. Yo la oiré lejana. Haré un enorme esfuerzo para intentar incorporarme, pero no lo conseguiré.
Y la catedral verde se confundirá con los árboles de mi ciudad, y también con las fotos de los edificios aún no visitados. Intentaré mover los labios. Figuras desdibujadas se inclinarán alrededor. Y hablarán cosas que no comprenderé, y me entretendré, como si tuviera todo el tiempo, imaginando que hablan en un lenguaje secreto que he de descifrar. Y entre las siluetas de los turistas y de la policía, asomarán insistentes, en un segundo plano, otros perfiles conocidos pero antiguos: mis compañeros del colegio y mi madre contándome cuentos, la fuente del parque y mi primera novia, mi abuelo oliendo a tabaco de pipa y el periquito azul. Y les diré a todos que me voy. Y me iré.
Dejaré un bello cadáver, como Giuliano. Laura será Simonetta. Esta vez sobrevivirá a la tuberculosis y se convertirá en una viuda admirada. Luego se volverá a casar, pero siempre me recordará. Ella envejecerá, yo siempre seré joven. Nadie habrá conocido mis defectos, ni mis arrugas, ni mis manías de viejo, y cuando Laura tenga crisis en sus futuros matrimonios, siempre pensará que conmigo habría ido bien. Eramos tan bellos...
Hoy he conseguido volver a sentirlo con toda exactitud. En este abril en el que se cumplen treinta y cinco años de mi boda con Laura, la visión de la catedral de Florencia en un libro de historia de mi nieto, me ha devuelto intacta la sensación de euforia que tenía mientras preparaba nuestro viaje de novios. Cómo mi imaginación bullía enfebrecida buscando información, recopilando datos y anécdotas, imaginando paisajes, tejiendo imágenes reales de la ciudad con proyecciones imaginarias de lo que iba a pasar en ella. Incluso imaginé que no me importaría morir en medio de tanta belleza, qué cosas.
Recuerdo la emoción de Laura al ver por primera vez el exterior de la catedral, esa geografía de motivos geométricos que se repiten infinitamente, dando sin embargo, sensación de unidad. Su boca entreabierta al escuchar la historia de Giuliano y Simonetta, de su destino cruel como el mes de abril. Y su sonrisa al salir de la catedral, sonrisa que mantuvo hasta un instante antes de que le sorprendiera el súbito ataque de corazón que la dejó tan pálida y tan hermosa para siempre en mi recuerdo.

Paz Monserrat Revillo. Crónicas desenfocadas (3): Pinceladas

La palabra viaje tiene una aureola casi mágica: de inmediato estimula toda clase de ensueños, o despierta recuerdos que incitan a la narración. "En el hombre, al igual que en el pájaro -opinaba Marguerite Yourcenar- parece haber una necesidad de emigración, una vital necesidad de sentirse en otra parte". Hay momentos en que uno es aguijoneado por las ansias de degustar lo desconocido, de alzar la cabeza más allá del horizonte que le tocó en suerte. Moverse a través del mundo obliga a darse cuenta de lo estrecho que resulta lo cotidiano: existe un espacio donde las palabras, las costumbres, las creencias, presentan significados diferentes a los que uno conoce y está habituado. Es entonces cuando comunicarse con lo que está lejos (o cerca) pero es distinto, ese ir en busca de situaciones humanas reales, se convierte en una necesidad vital. Para eso existen los viajes.
"Los viajes me permeabilizan la mente -señala Paz Monserrat Revillo-, entro en una especie de estado de trance, como si emitiera otro tipo de ondas cerebrales, en el que soy perceptiva a cualquier estímulo de una manera mucho más 'creativa' que en la vida ordenada, aburrida y llena de responsabilidades que llevo el resto del tiempo". "Viajar y pasear -añade- es mi actividad favorita para escribir; no hace falta hacer yoga, ni terapia, ni siquiera comer o dormir bien, sólo cansar el cuerpo y dejar la mente porosa y ávida como una esponja. Y no hace falta ir muy lejos: puede servir un viaje en tren de cercanías o un paseo con mi galga. Entonces todo fluye y se entreteje: causas y consecuencias se confunden de forma muy divertida".
El viaje propone siempre lo maravilloso, a veces en forma exagerada, otras, bajo el diseño de una fotografía deformada por la sensibilidad de quien la ve. Harto conocidas son las crónicas de Ulrico Schmidl, maravillado en lo más profundo de la selva paraguaya; o las de Cristóbal Colón, eufórico a su llegada a la Isla de Martinica; o las de Marco Polo, asombrado ante la magnitud de los ríos chinos. Más alucinante fue la experiencia del novelista francés Stendhal quien, tras recorrer la iglesia de la Santa Croce en Florencia salió de allí virtualmente conmocionado. "Absorto en la contemplación de la belleza sublime -escribió luego-, sentí que la veía de cerca, casi la tocaba. Alcancé ese estado de emoción en el que las sensaciones deliciosas que procura el arte se asemejan a sentimientos apasionados. Al dejar la Santa Croce se aceleraron los latidos de mi corazón; sentí que perdía la vida y, al caminar, tuve miedo de desplomarme". Esa profunda alteración espiritual provocada por la contemplación excesiva de obras de arte llevó a la psiquiatría moderna a englobar, tipificar y bautizar a este trastorno psicológico como Síndrome de Stendhal.
El único remedio para este mal es el reposo y alejarse por un tiempo de las expresiones artísticas, algo que, afortunadamente, nuestra cronista no ha necesitado hacer para componer sus "Pinceladas", ya que no se vio afectada por la contemplación del célebre cuadro de Leonardo da Vinci "Leda col cigno" que se expone en la galería Uffizi de Florencia, ciudad cuyas callejuelas recorrió de noche, imaginando cómo sus habitantes echaban desde las ventanas las "aguas sucias" a la calle en la época del Renacimiento. De su viaje a la ciudad de Albi, en el sur de Francia, y su visita al Palacio de la Berbie -antigua sede episcopal y actual sede del Museo Toulouse-Lautrec-, son las "mini-impresiones" sobre cuatro obras inmortales del genial pintor francés: "Femme enfilant son bas", "Yvette Guilbert", "Sescau Photographe" y "Au lit", símbolos de ese universo decadente de cabarets y noches parisinas que Toulouse-Lautrec supo pintar como ninguno. Por último, el artículo referido a "Portrait d'Adele Bloch-Bauer I" de Gustav Klimt, es el único que no fue producto de un viaje sino que surgió de la lectura en los periódicos de la noticia que hablaba sobre una descendiente apergaminada y despechada que reclamó el cuadro expoliado por Hitler cuando la ocupación de Austria durante la Segunda Guerra Mundial, para luego venderlo por una millonada. Aquí, acaso sin saberlo, la autora emuló a José Martí, quien no siempre estuvo presente en el escenario de los hechos sobre los cuales escribió extraordinarias crónicas para periódicos hispanoamericanos de su época.

LAS FLORES DE LEDA

Con las flores que hay en la base se podría hacer un estudio completo de pintura, piensa Pilar, plantada ante la obra de Leonardo da Vinci. Es como otro cuadro dentro del cuadro, que probablemente pase desapercibido para el observador tras lo vistoso del tema mitológico, "Leda con el cisne", y por lo extraño que resulta ver a esos cuatro bebés con caras de adulto saliendo de los caparazones de cuatro huevos. Pilar observa de cerca el trabajo minucioso que hizo el maestro para resaltar los pétalos blancos de las flores silvestres, los frutos en cápsula y las campanillas situadas bajo los pies desnudos de Leda. Admira cómo la luz y la sombra se alternan sin aparente esfuerzo en el prado que sirve de soporte para el absurdo abrazo entre una mujer y un cisne. Pilar detiene un momento más la mirada en los detalles de las flores e inicia un recorrido ascendente con los ojos y con la actitud de su cuerpo. El escorzo de los pies, las piernas, redondeadas por el contraste de la luz, la sombra huidiza del pubis, el ala suave del cisne rodeando la cintura de la protagonista, los senos maduros, el pelo trenzado, y la sonrisa de Leda. Una sonrisa menos enigmática que la de la Mona Lisa, pero construida desde la misma profundidad. Mostrando, con la técnica del "sfumato", una emoción que resulta difícil de precisar. Algo a medio camino entre lo maternal y lo audaz.


Mientras Pilar se pregunta en qué ocuparía sus pensamientos la modelo cuando posaba para Leonardo, un grupo de turistas entra en la sala. Pilar se desplaza hacia la derecha y por un momento su mirada queda suspendida a través de una ventana de la Galería de los Uffizi. Al fondo, los tejados desenfocados de las casas de Florencia forman un paisaje casi irreal.
De una de las casas sale, como cada mañana, Cecilia. Intenta esquivar, levantándose la falda, los charcos hediondos que han dejado los vaciados nocturnos bajo las ventanas. Se dirige a la casa del pintor altiva y con una punzada de excitación en el estómago, que no ha disminuido a lo largo de los meses que lleva posando para el cuadro.
Hoy por fin podrá ver el resultado. No conoce el tema de la pintura. No sabe por qué ha tenido que posar en una postura tan forzada, abrazando lánguidamente el cuello de una gran ánfora, con un ramo de flores blancas en una mano, y mirando hacia el suelo. Hoy averiguará qué significado tiene lo que el maestro le decía constantemente: que pensara en el tacto de las plumas de un ángel, que sintiera en las plantas de sus pies desnudos el cosquilleo de flores silvestres y gotas de rocío, que imaginara al hijo que querría tener con su amado y que lo acunara con la mirada, que lo imaginara una y otra vez, multiplicándose a su alrededor sobre el suelo alfombrado. La voz profunda con que el pintor le decía estas cosas conseguía transportarla a un estado de ingravidez en el que desaparecía todo lo que sentía antes de que el maestro comenzara a hablarle: el pudor por estar desnuda, el frío que desprendían las gruesas paredes de la estancia, y todos sus cansancios y preocupaciones. Mientras la pintaba, el tiempo transcurría envolvente, vibrando en su interior como un diapasón.
Cecilia abre la puerta. Es recibida con la calidez que siempre le transmite el pintor. El sol se filtra en tenues fajos de luz a través de los portillones entreabiertos de las ventanas. Las motas de polvo bailan desacompasadas sobre esos rayos de claridad. Los pinceles y las pinturas están recogidos, la habitación más ordenada que habitualmente, y la gran tela enmarcada, que siempre había visto del revés, se muestra hoy orgullosa frente a sus ojos. Cecilia se aproxima a la pintura con los ojos brillantes y el pulso acelerado. Ante el asombro de Leonardo, no pregunta nada sobre el gran cisne que aparece a su lado, ni sobre los niños ovíparos, sino que, con ademanes lentos, se arrodilla delante del cuadro y acerca la cara a las pequeñas flores silvestres, los frutos en cápsula y las campanillas que rodean sus pálidos pies.


UN CUADRO DEL AGRADO DE HITLER

La sobrina de Adele Bloch-Bauer, María Altman, tiene los mismos ojos tristes que su tía en el retrato que en 1907 le pintó Gustav Klimt, en el que posa con ese vestido incongruente y dorado como una cúpula otomana. La heredera es en la actualidad una aristocrática anciana con la cara cincelada y los ojos vencidos.
María Altman consiguió, después de un largo litigio, recuperar el cuadro expoliado por los nazis a sus antepasados. Una vez lo tuvo en sus manos no se le ocurrió un gesto más noble que subastarlo por mas de 100 millones de dólares.


El nuevo propietario, un magnate neoyorquino dedicado a la industria de los cosméticos, quedó muy satisfecho con la transacción, y la octogenaria "muy emocionada", según confesó en la rueda de prensa posterior a la subasta.
A partir de entonces, la dorada Adele Bloch-Bauer posa en alguna importante pared rodeada de cosméticos, siempre joven, siempre triste y amarilla, mientras su sobrina acumula toda la humillación de sus antepasados en una caja fuerte, mostrando una avaricia casi a la altura de la que sintió Hitler al pretender erigir, con los cuadros robados, el museo más deslumbrante del mundo.


COMO PONERSE UNAS MEDIAS

En un burdel de París
Mientras esa mujer siga, frente a Monsieur Lautrec, deslizando la media negra en su interminable ascenso con la misma calma y precisión con la que se ajustaría una horquilla en su peinado, nuestra ignorancia sobre lo que es la intimidad seguirá intacta.

Yvette
Al pintor le entusiasmaban las bailarinas, el alcohol, el fulgor mortecino de los burdeles y la enigmática anatomía de los caballos. No tuvo más que dejar envejecer a Yvette Guilbert para encontrar el objeto más perfecto que la naturaleza le pudiera ofrecer a su obsesivo pincel.


Dans le lit
El punto de vista es difícil, como si la escena estuviera dibujada desde la perspectiva de un perro -quizás el de la chica- que quisiera subirse a la cama y avisarles del peligro. La colcha grita con sus pigmentos imposibles y la luz de la ventana acaba de romperse en mil pedazos, mientras los durmientes reposan totalmente ajenos a la pasión de esta pintura aparentemente tan desapasionada.

La mirada del otro
Jane Avril solo fue Jane Avril mientras vivió el hombre de piernas cortas que le sacó todo el brillo a su figura. El resto de su vida lo entregó a un hombre que la dejó sin dinero y sin identidad. Murió paupérrima en un asilo de ancianos llamándose Jeanne Boudon, como se llamaba antes de conocer a Toulouse.

14 de enero de 2012

Paz Monserrat Revillo. Crónicas desenfocadas (2): Apuntes naturalistas

Los científicos han subrayado, desde la más alta antigüedad, los rasgos distintivos que separan al hombre del resto de los animales, señalando que el hombre sabe lo que hace y por qué lo hace, marcando así la diferencia entre el instinto del animal y la inteligencia de los humanos. Indudablemente el lenguaje articulado constituye una de las claves que separan al hombre de los animales. Estos últimos expresan y comunican sus sensaciones por medios instintivos, pero no hablan, a diferencia de los seres dotados de conciencia. Descartes decía que no hay hombre que, por incapacitado que esté, no sea capaz de razonar y hacerse entender por sus semejantes. Mucho antes, en la antigua Grecia, Protágoras afirmaba que lo que separa al hombre de los animales no es solamente el lenguaje y el dominio de la técnica, sino su capacidad de convivir políticamente. Lo que no dijo el sofista griego es que el hombre parece carecer en grado sumo de la capacidad de convivir con el resto de los animales. Tampoco ha dicho nada acerca de su incapacidad para convivir entre sí mismos, aquello que Nietzsche llamaba "la peligrosidad de la convivencia entre imbéciles y mediocres". Tal vez porque, como pensaba Schopenhauer, "ni el hecho de enriquecerse ni el de adquirir honores y conocimientos pueden sacar al individuo del disgusto que le causa la falta de valor de su propia vida".
Una ligera clasificación permitiría distinguir los testimonios de viajeros (como crónicas) de las ficciones (que tanto pueden referirse a lugares reales como al entretejido de urdimbres fantásticas y a la creación de lugares imaginarios). En cualquier caso, los relatos de viajes apelan necesariamente a la inventiva, aun cuando el narrador se propone dejar constancia de su experiencia. Una sobrada muestra de equilibrio entre ingenio y erudición, entre la sabiduría de la errancia y la formación académica se da en los "Apuntes naturalistas", basados en hechos, escenas y situaciones reales. Es curioso cómo el conocimiento sobre los animales microscópicos, por ejemplo, separa a los hombres más que cualquier frontera física. Casi parece haber dos mundos: el que toca lo que ve y el que al tocar lo que ve sabe que toca un montón de otras cosas que, en verdad, no ve. Estas diferencias desnudan lo diferente y es un mérito de la biología el haberlas descubierto.
En sus "Apuntes naturalistas", Paz Monserrat Revillo pone de manifiesto su pasión por la naturaleza, ensimismándose en cosas tales como saber qué pasa dentro de una célula, intentando ver las cosas desde la perspectiva de un animal, maravillándose con la diversidad de lo vivo y reflexionando sobre el abismo del tiempo geológico. La autora reconoce que, el hacerlo, constituye "un ejercicio muy efectivo para salirme de mi misma y situarme en un lugar más aproximado al real dentro del esquema general de la vida, lo cual me quita ansiedad por las cuitas egocéntricas y la auto-importancia que solemos darnos los humanos". Ese sumergirse en los ritos exploratorios propios de un viaje -similares a los que, cuando niños, utilizábamos para la búsqueda de un tesoro escondido-, lleva a la autora a darse cuenta de que incluso en territorios familiares puede uno lograr experiencias sorprendentes, de esas que duelen y dejan marcas.

DE LO VULGAR Y LO EXOTICO

¿Alguien podría considerar a un funcionario de correos como un espécimen exótico? Probablemente la respuesta sería positiva si ese alguien fuera un zíngaro trotamundos o la trapecista de un circo ambulante, aunque no estoy muy segura de que estos personajes existan en la actualidad. ¿Puede un perro ser en algún caso un animal exótico? A nosotros no nos lo parece, pero seguramente para el último Dodo sí lo fue, y quizás la fascinación que le provocó ese exotismo fue su perdición.
Lo único que queda en la actualidad del Dodo es un esqueleto completo y unos pocos huesos repartidos por diferentes museos de Historia Natural del mundo. Estos restos, algunos dibujos que hicieron los navegantes que llegaron a la isla Mauricio antes de 1662, y las descripciones escritas en los diarios de los naturalistas que consiguieron verlo son las fuentes que han servido para hacer unas cuantas reconstrucciones en plastelina de cómo debía ser ese pájaro tan especial. Lewis Carroll lo "resucitó" en un entrañable personaje que le da consejos a Alicia de cómo secarse, y los hemos podido ver en la delirante "Ice Age", depeñándose en masa por un acantilado.


El Dodo era un pájaro de unos 20 kg., supuestamente torpe y calmoso, al que la selección natural no creyó oportuno dotarle de una habilidad tan común entre sus congéneres: volar. En la remota isla donde habitaba nadie le perseguía. El problema surgió a partir de 1638. La isla fue colonizada por primera vez por europeos. Las colonizaciones rara vez auguran nada bueno para la tranquilidad de los lugareños. Tampoco para los habitantes de esta isla del océano Indico. Los navegantes que iban llegando a la isla encontraron en ese ave, tan extravagante y que se mostraba tan confiada ante la presencia humana, motivo de diversión y un alimento fácil y abundante. Pero además de su insaciable apetito, los europeos llevaron consigo a sus mascotas y otros acompañantes: gatos, perros y ratas. Estas especies, voraces y con una enorme tasa reproductiva, irrumpieron en el ecosistema en el que había reinado el Dodo anteriormente, para apartarlo a codazos y situarse ellos en la cima de la pirámide trófica. Atacaron los nidos de estos cándidos pájaros y los exterminaron sin piedad.
En la biografía de la extinción existe un caso aún más espectacular: un paseriforme incapaz de volar, el chochín de la Isla de Stephen, en Nueva Zelanda, fue exterminado por Tibbles, el gato del farero que se instaló en la isla en 1895. La nueva especie se describió (a partir de muestras en formol de los pájaros que el gato le llevaba al farero) y se extinguió al mismo tiempo. Quizás los perros y los gatos que habitan ahora la Isla Mauricio y la Isla de Stephen, unos tristes carroñeros descendientes de aquellos predadores europeos, tengan la pesadilla recurrente de que persiguen a una paloma gigante y absurda, pero siempre justo en el momento en que están a punto de cazarla se despiertan.
Si a su aspecto de pájaro rarísimo se le añade el plus romántico de su extinción, el Dodo podría erigirse como el símbolo de lo exótico, por lejano en el espacio y ya inalcanzable en el tiempo. Pero no quiero ni pensar en lo exóticos que le debieron parecer a este pacífico animal el desembarco de un desfile de seres sin plumas y armados con colmillos, trabucos, sables, garras y bigotes, que destruyeron su confortable y exótico universo para instaurar otro grotesco, desequilibrado y vulgar.


EN EL MUSEO DE HISTORIA NATURAL

En una esquina de la última planta está el descomunal rinoceronte negro. El primer impulso que siento al ver semejante exageración es pensar que se trata de un monstruo de cartón-piedra diseñado para asustar a los niños. Ningún ser vivo debería ser tan grande y tan oscuro, me digo. Una vez he abarcado toda su presencia dando un pequeño rodeo y he comprobado al trasluz que tiene pelos sobre su piel cuarteada, vuelvo a situarme delante del cuerno y leo la placa. En ella se explica que perteneció a la Ménagerie de Louis XV y que tras su muerte fue objeto de numerosos estudios anatómicos destinados a desmentir las creencias míticas -como la que acabo de tener yo- de que los animales exóticos eran monstruos que no se podían incluir en la clasificación de los seres vivos ni pertenecían al orden de la naturaleza.
El museo de Historia Natural de París, situado en el Jardin des Plantes, es uno de esos lugares en los que se percibe, nada más entrar, que pertenece irremisiblemente a otro tiempo. Una ligera sensación de vértigo se apodera de ti cuando atraviesas la puerta y te trasportas a la época de las grandes expediciones naturalistas, de los jardines de aclimatación, de la teorías evolucionistas, del auge de la taxonomía y de la taxidermia. No es fácil recuperar el equilibrio al salir de una máquina del tiempo. A mí me ha costado varios años decidirme a volver para averiguar cual es la causa de la fascinación que me produjo la primera visita a este museo decadente y anacrónico.
Una secuela añadida es que, en cuanto entro, noto como mis piernas se vuelven más torpes y pesadas, como si llevase plantillas de plomo. Aunque también es posible que se deba a que he venido caminando por la orilla del Sena desde la Ile de la Cité. Bordeando el parque he podido entrever una parte del zoológico adyacente al edificio de las exposiciones. El impacto que supone la visión de tres avestruces encerradas en un pequeño recinto en el mismísimo centro de París ha sido un buen acicate para empezar a deshacerme de los esquemas racionales y prepararme para lo que me espera en el museo. He estado tentada de entrar a ver el Zoo, pero finalmente he decidido no hacerlo para evitarme la inexplicable tristeza que siempre me producen los zoológicos y los circos. Lo más interesante es que, por alguna extraña asociación de ideas, la banda sonora de una de las melodías de Nino Rota me acompaña mentalmente durante toda la visita a partir del momento en que veo el primer elefante disecado. Con el peso extra en los zapatos y la música de circo en mi cabeza entro en el museo decidida a encontrar esta vez alguna explicación a mi inquietud.


Lo primero que me llama la atención al entrar es el contraste entre la luminosa mañana de otoño que dejo a mis espaldas y la oscuridad del interior, entre el aspecto de pastel de nata que ofrece el edificio desde fuera y la estructura interna tapizada de vigas negras y madera de caoba. Las luces son escasas y están enfocadas hacia las vitrinas. Mis sentidos necesitan unos segundos para acostumbrarse a la penumbra. Cuando finalmente las pupilas se dilatan, se te viene encima el esqueleto de ballena que hay colgando entre la los dos primeros niveles. Si consigues recuperarte de la desmesura de sus vértebras, aparece algo que solo podrías imaginar en un desvarío o en una pesadilla: el gran desfile. Una alucinante procesión de elefantes, antílopes, cebras, búfalos, rinocerontes y jabalíes con sus crías, una "big parade" del orgullo herbívoro. Todos disecados. Todos caminando inmóviles hacia el final de la planta sin acabar de llegar nunca. Me acerco a los animales y los observo de cerca tratando de sacar alguna conclusión. Sólo soy capaz de ver los ojos de cristal, las lenguas hechas de algo parecido a la plastilina, algunos pelajes tienen calvas, otros necesitan un buen cepillado, la piel del elefante casi mineral… Me los imagino rellenos de papel de periódico o de porexpan, pero, ¿dónde están los agujeros por los que han sido vaciados? y ¿adonde van? ¿Qué se supone que hemos de sentir cuando nos situamos a su lado? Y lo más importante: ¿dónde están los depredadores, musculosos y esquivos? Las presas tienen los ojos tan brillantes que parecería que por fin se han librado de ellos o que ahora sean ellos los que mandan y los leones estén escondidos en alguna vitrina del segundo piso, como más tarde comprobaré.
Eso me lleva a recordar las clases de ecología con el Dr. Margalef, en las que para definir la diversidad de un ecosistema usábamos una fórmula matemática en la cual se introducían el número de especies distintas y las frecuencias relativas de cada una. Largos sumatorios que daban, en los ecosistemas naturales, un número máximo (en los más complejos como las selvas tropicales o los arrecifes de coral). Por encima de ese número la diversidad no se podía aumentar de manera sostenible, solamente a expensas de un gasto extra de energía como el que supone tener a los animales aislados (como en el zoo) o muertos (como en los museos de historia natural) ¿En que ecosistema hay tantas mariposas o tantos escarabajos como en los museos de zoología? ¿Qué pasaría si abriésemos las jaulas del zoológico?
¿Y si se "despertasen" de su letargo todos los caparazones embalsamados que hay en este museo, quién se comería a quien? ¿Cuántos depredadores se podrían sustentar con los herbívoros que hay? Puestos a soltar la imaginación como quien se suelta la melena, me imagino que algo así ocurre cada tarde al cerrarse las puertas -como ocurría en el cuento del soldadito de plomo con los juguetes- y cuando amanece al día siguiente los fantasmas de los animales que una vez existieron se retiran de su escenificación de la lucha por la vida y vuelven a colocar las cáscaras de piel, que tanto impresionan a los visitantes diurnos, en sus sitios.
Tal vez la legítima misión de cualquier museo de historia natural sea ordenar el aparente caos de la naturaleza. Este lo hace a la perfección. Tenemos paneles con el catálogo de las maneras de cubrirse: caparazón, pluma, pelo o escama… Otros con árboles genealógicos que se bifurcan en ramas y ofrecen frutos tan diversos como un paramecio, un helecho, un molusco, un lagarto o una vaca. Vitrinas con escarabajos y mariposas de colores imposibles atravesados por alfileres, algunas setas y líquenes deshidratados, esponjas y corales como grandes cuencos decorativos, gusanos en botes y anguilas barnizadas, pero sobre todo los ubicuos animales disecados. La gran paradoja de intentar simular la diversidad y la riqueza de la vida en el más grande cementerio de animales. Los únicos seres vivos que hay son unos pobres helechos que rellenan una vitrina y parecen pedir auxilio ante tanta luz artificial.
Y ya puesta a hacerme preguntas, ¿de dónde han salido todos estos animales? ¿Qué historias tendrán detrás? Cuando ya estoy casi resignada a tener que imaginarme sus procedencias me encuentro con Siam, un elefante disecado bajo el cual no hay una placa con el nombre de su especie sino un video en el que se le ve con vida, en el zoo. Se trata de un elefante indio nacido en 1945 que, según se explica, fue llevado a un circo después de haber trabajado como animal de carga en una explotación y finalmente vendido al zoológico de París. Estaba tan bien amaestrado que incluso trabajó para una película de cine. Lo mas cinematográfico del asunto es que murió el mismo día que lo hizo su cuidador, en 1997. Después de esto no sé si reconciliarme con el hecho de que esté allí o quedarme aún más estupefacta.
Al salir vuelvo a husmear lo que se puede ver desde los setos que rodean el zoológico. Apesta a cacas de antílope y puedo observar a un grupo de marsupiales del tamaño de un conejo dentro de una zona vallada. Mientras los miro, un gorrión se para fuera de la jaula. Me dirijo a la calle atravesando el Jardin des Plantes, grandes parterres dedicados al cultivo de especies vegetales autóctonas y exóticas. Enseguida tengo una revelación: allí es donde está la vida. Entre las campanillas, los castaños de indias y las plantas medicinales cultivadas con esmero por los alumnos de la escuela de jardinería. Las plantas, siempre las plantas, silenciosas y discretas. Antiguas y sabias. Cimbreándose ante la brisa templada, a disposición de las abejas, mariposas y gorriones que las fecundan y las sirven. Y a salvo de la amenaza de cualquier herbívoro, que en varios kilómetros a la redonda permanecen enjaulados o disecados. Ya sé para que sirven los museos de historia natural. Y los zoológicos. Me queda investigar sobre los circos.


AMORES RAROS

El famoso etólogo Konrad Lorenz crió, entre otros muchos animales de los que observaba su conducta, a una grajilla macho a la que le puso el nombre de Choc.
Choc seguía a su amo allá donde fuera, de pequeño creyendo que era su madre y de mayor pensando que era su pareja sexual. Estaba profundamente enamorado de Konrad. Siempre le fue fiel, a pesar de las bandadas de grajillas que sobrevolaban el cielo de la granja en primavera. Choc empleaba horas en tratar de convencer a Konrad para que se introdujera reptando en la pequeña cavidad que había elegido como nido, y aunque nunca consiguió llevarlo a su casa, le cebaba en el nido grande de Konrad, donde éste se dejaba dócilmente introducir los mejores gusanos en la boca.


Choc notaba que a Konrad le encantaba tenerle siempre cerca y disfrutaba al ver cómo su pareja lo contemplaba embelesado. La suya fue una historia de amor sólida y sin fisuras. La única cosa que nunca le quedó clara al pájaro, auque no le quitaba el sueño, fue saber si eran un matrimonio de humanos y él era el raro, o si por el contrario eran una pareja de grajillas y su amorcito era, además de preciosa, desproporcionadamente grande.

Paz Monserrat Revillo. Crónicas desenfocadas (1): Vagabundeos

Suele decirse que los viajes, en realidad, comienzan antes de partir. Al itinerario se lo sueña, se le da nombres, se lo arma con la imaginación. Borges, por ejemplo, casi ciego, no necesitó de sus ojos para descubrir el universo del Aleph en un oscuro sótano de Buenos Aires que lo transportó a través del espacio y del tiempo. García Márquez, por su parte, se mofó de la geografía para describir Macondo, logrando así la mejor imagen de los mundos olvidados. Y Cervantes dio vida al más testarudo de los caballeros, Don Quijote, un errante hidalgo que convirtió la árida planicie de Castilla en el lugar de todas las utopías y de todas las decepciones. Estos tres escritores, en algún sentido, definieron el acto de viajar: "Primero se abre la mente, después basta con intuir lo desconocido, y luego se echa a andar".
Viajar. "No pido otra cosa -dijo alguna vez Robert L. Stevenson- que el cielo sobre mi cabeza y el camino bajo mis pies", encumbrando a este acto a la categoría de primordial para la existencia. Es que al aire se lo respira aunque no se quiera, se lo incorpora mecánicamente, pero al viajar, se lo degusta, se saborean sus cualidades y las de esa nueva atmósfera que imponen los lugares visitados. Es sabido que todo viaje, incluso a los lugares más frecuentados y más conocidos, es una exploración. Tal vez por eso el naturalista alemán Alexander von Humboldt aconsejaba hacerlo "conservando siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del mundo".
Zygmunt Bauman ha realizado una curiosa clasificación del viajero según sus intenciones y su comportamiento durante sus desplazamientos: el peregrino, el vagabundo, el turista y el andariego. El peregrino es el que anda siempre a la búsqueda de algo que se encuentra en otro lugar; el vagabundo es un nómada que se traslada constantemente, impulsado por sus necesidades que le señalan el rumbo; el turista tiene un lugar al cual retornar después de sus empresas viajeras, y su trayecto lleva una intención; y el andariego es el que sale a descubrir escenas: los países y los paisajes son para él pinturas en las que se entremezclan el parecer con el ser y las describe así como las ve, como superficies o láminas de un libro.
Una singular amalgama entre estas cuatro categorías se ha dado en Paz Monserrat Revillo, bióloga y escritora de microrrelatos nacida en Tortosa, España, en 1962. Licenciada en Biología por la Universidad Central de Barcelona, posee además un Master en Educación Ambiental por la Universidad Nacional de Educación a Distancia y ha asistido a cursos de narrativa breve en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonés. Paz Monserrat Revillo es profesora de Biología de secundaria y bachillerato desde hace veinticinco años y forma parte del equipo de coordinación de las PAU (Pruebas de Acceso a la Universidad) de Biología de Cataluña, siendo coautora de los libros de texto "Biocontext 1", "Biocontext 2" y "Conceptes bàsics". Como escritora de ficciones ha participado en numerosos concursos literarios, siendo premiada en múltiples ocasiones. Varios de sus cuentos han sido publicados en ediciones colectivas mientras se encuentra en preparación la edición de su libro de microrrelatos "Biología no autorizada", en el que aúna su idoneidad científica con su vocación de escritora.
En su "Beleuchtung" (Iluminaciones), el filósofo alemán Walter Benjamín decía que "cuando alguien hace un viaje, tiene después algo que contar; puede hablar sobre lo que es desconocido para la mayoría: lo exótico, lo extraño. A esta 'tribu' (la de los viajeros) pertenece la mayoría de los creadores valiosos". Entre ellos, claro está, figura Paz Monserat Revillo, para quien el viajar es una vocación colateral a la vocación literaria. Prueba de ello son estas "Crónicas desenfocadas", cuya primera parte -"Vagabundeos"- se reproduce a continuación. En ella narra algunas impresiones recogidas en sendos viajes al Cuerno de Oro en Estambul (Turquía), al puerto de Cobh en la Bahía de Cork (Irlanda) y a la vieja -y a la vez tan nueva- ciudad de París (Francia).

EL CUERNO DE ORO

Nunca se puede estar seguro de cual es la verdadera función de una obra de ingeniería. Un ejemplo podría ser el puente Gálata, que cruza la entrada del Cuerno de Oro, en Estambul. Al piloto de un avión le puede parecer el peldaño de una escalera que une dos pedazos de tierra. Para los turistas es el puente más largo y transitado que jamás hayan cruzado; también una manera de asomarse al abismo de un mar que se bifurca. Para los trabajadores de la otra orilla -cualquiera que sea ésta- el camino de vuelta a casa. Las decenas de pescadores cetrinos e indolentes que, apoyados en la baranda, aguardan con paciencia la tensión de la caña, lo consideran un estado del alma. Para los camareros que trabajan en los barcos-restaurante anclados en la orilla es una sombra sobre las aguas tornasoladas recién llegadas del Bósforo.


Si queremos profundizar en el asunto, tendremos que tomar una perspectiva más atrevida, entrar en un medio más denso. Hay que sumergirse en esas aguas de plomo y tratar de imaginar el puente desde abajo, visto con los ojos gelatinosos de un pez. El agua se desliza por entre las hendiduras de las escamas y provoca ligeras turbulencias a contracorriente que impulsan y sostienen. A contraluz de los arcos iris de aceite se recorta una línea de pequeños espejos metálicos que seducen y atraen como imanes. La trayectoria se desvía hacia la luz y se dirige hacia esos garfios metálicos de los que penden trozos de carne que serpentea. En el efímero instante en el que el arpón atraviesa el paladar, justo antes de que el estallido del aire golpee las branquias -y el pez se convierta en pescado- es cuando se descubre que el puente Gálata no es más que la entrada a una trampa mortal.
Como ocurre muchas veces, el conocimiento llega un segundo después de la necesidad. Y aparte de que ya no sirve, no se puede transmitir.


SIN MALETAS

Visitando una exposición en Queenstown, el puerto de Cobh, me quedé clavada ante una de las fotografías que ilustraban la historia de esta ciudad que ha sido testigo de tantas migraciones y desarraigos. Se trata de una pequeña ciudad irlandesa orientada al mar, un amasijo de calles que descienden empinadas desde la catedral hacia el puerto. Actualmente las antiguas casitas de pescadores se han pintado de colores marineros para los turistas y las antiguas tabernas son pintorescos restaurantes que se codean con las tiendas de "souvenirs". Situado en el sur de la isla, fue un puerto estratégico y muy importante durante mucho tiempo. De allí salieron los miles de irlandeses que, huyendo del hambre, embarcaron hacia América y Australia. Da fe de ello la estatua que hay en una plaza cercana al puerto. Representa la figura de una joven, Annie Moore, que viajando desde ese puerto irlandés fue la primera persona registrada entre los inmigrantes que llegaron a la isla de Ellis Island, en Nueva York. También fue el puerto que despidió al Titanic y frente al cual se hundió el Lusitania.
La fotografía ante la que me quedé plantada más tiempo del habitual -que después pude recuperar en un libro- muestra en diferentes tonos de marrón y sepia a un grupo de supervivientes del Lusitania, el transatlántico que fue torpedeado por un submarino en 1915 frente al puerto de Cobh. El hundimiento del transatlántico ocurrió ante la mirada atónita de los habitantes de ese concurrido puerto de mar. En la exposición se lee que la población dio una respuesta rápida y contundente: salieron en cientos de improvisados botes salvavidas y consiguieron rescatar a mas de 700 pasajeros de los casi 2.000 que viajaban de Nueva York a Liverpool, una ruta que se había mantenido de forma regular a pesar del peligro que suponía la Gran Guerra. Aunque la fotografía no destaca ni por su nitidez ni por el dramatismo de lo que muestra (un simple grupo de personas esperando en una estación), algo me retuvo en estado de trance ante ella, seguramente mucho más tiempo del permitido por el flujo de turistas que seguían el itinerario de la exposición a ritmo ligero y superficial, a los que -al final me di cuenta- molestaba mi parada absurda y entregada a esa foto, como molesta una piedra en el zapato o un accidente ajeno en la carretera que enlentece el ritmo de los coches de la autopista.


Un torpe codazo sin disculpa me hizo salir de mi ensimismamiento. En ese momento todavía no era consciente de qué era lo que me fascinaba de la fotografía. En ella se ve a un extenso  grupo de personas de pie en el hall de la estación de ferrocarriles de Cobh. Con bastante probabilidad son americanos. Han sido salvados del hundimiento del Lusitania unos días antes. Van bien vestidos, con sombreros y abrigos seguramente prestados por sus inesperados anfitriones irlandeses que, tras la tragedia, les han acogido en sus hogares, les han alimentado y se han compadecido de ellos desde su confort y su generosidad. Aunque los semblantes son serios, nada en la fotografía hace pensar en algo parecido a un zarpazo implacable del destino. Algunos de ellos miran a la cámara, pero la inclinación de la luz, casi vertical, hace que esas miradas parezcan vacías y sin expresión, profundas cuencas huecas que les dan un aire de espectros que por un mero azar aún conservan la carne pero cuyo espíritu se diluye ya a través del tiempo en el momento de hacer la fotografía.
Pero, lo que creo que es la clave para entender mi encantamiento ante la fotografía es que nadie lleva equipaje. Esperan el tren pero no llevan maletas. Una ligera inquietud en las manos. Dos mujeres las juntan sobre la cinturilla de su chaqueta, un hombre sujeta un periódico, otro las introduce en los bolsillos de su pantalón… La orfandad de objetos se añade como un gran peso a la pérdida de los familiares y conocidos que viajaban con ellos y a la extrañeza de estar varados en un pueblo irlandés cuando deberían estar disfrutando de su viaje de placer. Están mucho más cansados y más perdidos que si cargasen a sus espaldas un baúl con sus pertenencias. No tienen nada, empiezan de nuevo, se sienten desnudos a pesar de los abrigos y los sombreros.
Me pregunto porque me conmueve tanto la imagen de personas que apenas tienen objetos a los que aferrarse, y enseguida se agolpan en mi mente escenas venidas del pasado: unas jóvenes gitanas sucias y libres bailando en la Plaza del Rastro de Tortosa, los feriantes que regentaban los puestos de caballitos que cada primavera llegaban a mi ciudad cuando era niña, a los que yo espiaba tras las cortinas de sus caravanas destartaladas imaginando una vida estimulante y llena de peligros, el olor penetrante y agrio de la habitación donde vivía la familia de la chica que nos limpiaba en casa, los colchones llenos de manchas que se apilaban en un rincón para que a la noche durmieran todos sus sobrinos enjutos y oscuros como ratones, o la súplica en la mirada de los niños que nos observan desde las fotografías de los campos de refugiados. Me recreo en estas imágenes e inmediatamente las asocio con otras aparentemente contrarias pero que me inspiran lo mismo: las imágenes de objetos sin dueño. Objetos melancólicos y orgullosos tantas veces vistos en exposiciones, museos y anticuarios. Las joyas que confiscaron en los campos de concentración, los zapatos que salen disparados en un accidente y quedan desamparados para siempre, las colecciones de maletas y de relojes que se acumulan en Ellis Island, las fotografías y las postales que se muestran impúdicas en los encantes, los veladores que acumulan polvo -como si les creciera una costra de tristeza- en las esquinas oscuras de los anticuarios. Objetos que ya no encuentran sentido a su existencia, que sobreviven a sus dueños con un asombro mudo y obstinado, casi desafiante, y que quedan tan desvalidos como las personas que se tienen que despojar a la fuerza de esos objetos en cualquier migración, desarraigo, exilio o venta.


¿Qué tipo de estrecha relación es la que se establece entre los objetos y sus dueños? ¿Qué nos hace sentir más inermes que perder un paraguas o dejarnos una chaqueta en el asiento de un tren? ¿Será que los objetos que usamos se incorporan definitivamente a nuestra alma y cuando los abandonamos penan nuestro desamor para siempre, como si fueran fantasmas? Quizás los objetos antiguos son los auténticos fantasmas de las personas que los poseyeron, y por eso nos sentimos tan inexplicablemente tristes cuando nos acercamos a las librerías de viejo o a los museos de historia.


EN PARIS

En París, cuando las máquinas expendedoras de billletes no tienen cambio te dicen -en su adorable español con acento francés- que están "desoladas".
Al otro lado del río, como ocurre en casi todas las capitales europeas, se encuentra el barrio de los anticuarios y las galerías de arte, en el cual se puede saborear por fin la auténtica atmósfera, indolente y orgullosa, de la ciudad. Hay que llegar a ese barrio como sea. De esta manera te convences a ti mismo de que has conseguido escaparte por un momento de la gran estafa del circuito turístico que te succiona hacia su centro como un tornado.
Al desplazarse desde el cerebro hacia mi boca, el francés que estudié en el instituto se tropieza con el inglés que aprendí en la universidad y con las trazas de italiano que he ido absorbiendo por ósmosis de las canciones de amor. Cuando intento hacerme entender en París acabo diciendo cosas como: "Excuse-moi, je voudrais une... comment s'apelle? une spoon" o "c'est tout, please the bill. Merci". Los franceses, por su parte, cuando se enteran de mi nacionalidad se despiden con un efusivo "arrivederci", actualizando así una torre de babel internacional de camareros y turistas que compartimos una inquietante facilidad para la promiscuidad de las lenguas.


Si Pissarro levantara la cabeza apenas podría reconocer la Rue de Saint Honoré que pintó en su cuadro. Los carruajes de caballos han sido sustituidos por autobuses turísticos de dos pisos con colores estridentes. Los bajos de los soportales ya no alojan pequeños comercios artesanales, en la actualidad vomitan su avalancha de camisetas, pañuelos y posavasos con fotografías del Moulin Rouge y de la Tour Eiffel. No más colores pastel, ahora domina el negro y el gris metálico. Ya no hay perfiles sugeridos por pinceladas aparentemente descuidadas, hoy todo está perfectamente definido. Nada de siluetas o atmósferas, sólo objetos y contaminación. Se necesita mucha imaginación para volver a entrar en la Rue de Saint Honoré que Pizarro pintó.

13 de enero de 2012

Entremeses literarios (CXLVI)

LOS TRENES DE LOS MUERTOS
Sara Gallardo
Argentina (1931-1988)

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que repara las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber. El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo. Rengo. Pero sobre todo ausente. Se entregó a encender pequeñas fogatas. Las alimentaba de día, de noche. A veces levantaba los brazos dando un grito. Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causaba la compasión de los vecinos. A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos. Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose. Vio conocidos. Vecinos. En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden. Se superponían, se sucedían, se cambiaban. Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo. El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado. Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.


UNA NOCHE DE INVIERNO
Mark Strand
Canadá (1934)

Fui a una fiesta de estrellas de Hollywood que deambulaban por ahí, citaban sus memorias y bebían. La más linda de todas se sacó el vestido, se hincó de rodillas y dijo que sólo su marido había vislumbrado la tenebrosa flor de sus partes pudendas, y que él era un principe. Una línea de luz cabalgó por la curva de sus pechos hasta los deslumbrantes eslabones de su collar y luego se estrelló. Afuera, en el jardín, los Plateros cantaban "Twilight Time": "Caen las celestiales sombras de la noche...". Esto era un sueño. Después, fui a la ventana y me puse a observar a un enorme toro rosa en un campo nevado. La luna le bañaba el lomo con su luz, y el vapor de su aliento creció hasta envolverlo en una nube de plata. Cuando alzó la cabeza, soltó un mugido que estalló y retumbó como si fuese un trueno en los cuartos de abajo. También eso era un sueño.


LA MELANCOLIA DE LOS GIGANTES
Angel Olgoso
España (1961)

Sin compasión, hunde la hoja de su arma en el centro de mi cuerpo indefenso. No hubo provocación alguna por mi parte. Una ira ciega alimenta cada tajo, cada incisión arbitraria y salvaje de la carne. Los míos dijeron que no opusiera resistencia, que ello involucraría a los demás en nuevos peligros. El, mientras tanto, profundiza la herida. Qué puedo hacer yo ante quien contraría de este modo la ley natural sino sentir una vaga tristeza y esperar aquí, bajo el camino de estrellas, la bárbara amputación final, el momento en que me desplome sin más quejidos que los de mis frondosas ramas al golpear agonizando contra el suelo.


SUEÑO EQUIVOCADO
Mempo Giardinelli
Argentina (1947)

Dos amigos discuten, en una interminable noche de vino y diletancia, sobre la concepción del Tiempo en Wells, hasta que a las cuatro de la mañana se duermen, exhaustos, borrachos, sin haber llegado a conclusiones ni acuerdos. A las ocho y media, uno se levanta y despierta al otro, quien se asusta y lo injuria, para decirle que ya tiene la solución, porque Wells se le apareció en su sueño y se lo reveló. Entonces el otro lo mira, contrariado, y replica que no puede ser porque él también estaba soñando con Wells y que no pudo estar en los dos sueños. Cambian impresiones y resulta que los dos soñaron lo mismo, y a la vez. Pero uno dice que Wells se hallaba en la Biblioteca Nacional, y el otro afirma que no, que lo soñó en una casa de la calle Maipú. Entonces se dan cuenta de que en realidad ninguno soñó con Wells, sino con Borges.


EL ARBITRISTA
Fernando Díaz Plaja
España (1918)

Los criticó Cervantes, Quevedo, Cadalso, Jovellanos... Son los españoles que creen tener la solución inmediata a los más difíciles y peliagudos problemas. Lo que a sesudos ingenieros y a filósofos insignes les cuesta esfuerzos sobrehumanos de cálculos y lucubraciones lo resuelven ellos en un periquete. Así en el ejemplo citado por Cadalso "si hace falta agua en el Sur y sobra en el Norte se construye un canal en forma de cruz de San Andrés a lo largo y ancho de la península y todo arreglado". Son los arbitristas que hoy siguen existiendo en todas las clases sociales. La mayoría de ellos empiezan su razonamiento (llamémosle así) con estas palabras:
- Eso, si a mí me dejaran, lo arreglaba en cuatro días.
Con ese plazo tajante tiene que ser también la solución propuesta y en general lo es. Puede ser ésta: "¿Al atracador? Al atracador se le coge y se le pega cuatro tiros. ¿A que no vuelve a atracar a nadie?". Uno acepta que, desde luego, con ese procedimiento la posibilidad futura no existiría pero, ¿no cree usted que no se debe matar así como así?
- ¿Por qué no? ¿No lo hacen ellos?
El arbitrista también arreglaría el problema del paro en dos minutos. Bastaría con obligar a todos los empresarios a contratar cada uno a diez obreros más y se terminaba el desempleo en España.
- Sí claro -insinúo- pero a lo mejor si los empresarios no lo hacen es porque no pueden.
- Pues se les obliga. Y el que no quiera, a la cárcel. ¡Vería como los contratarían en el acto!
El arbitrista se enfrenta valientemente con problemas de todas clases, además de los sociales y económicos, los de política internacional. "¿Gibraltar? Yo resolvía esta papeleta en dos minutos. Mandaba a la Legión y en dos horas el Peñón era nuestro. ¡Y que se atreviesen a reconquistarlo después!". Igualmente en esa pequeña guerra que es el fútbol.
- Lo que le pasa al entrenador es que no tiene agallas. Yo arreglaba los problemas del equipo en dos patadas. Al que no juegue entregándose y dando el pecho, suspendido del equipo y sin cobrar un mes. ¡Cómo iban a jugar!
Para el arbitrista no hay nunca obstáculos físicos o morales, intelectuales o económicos. Lo único que hace falta es coraje e imaginación. Aplicando ambas cualidades a cualquier asunto el problema deja de ser problema. Cuando el arbitrista es de derechas la amenaza de la extrema izquierda la salva fácilmente: "Yo, es que si me dejaran sólo unos días el gobierno, cogía a todos los comunistas del país, les metía en un barco y ¡hala! a Rusia, así sabrían lo que es bueno". Esos pocos días de autoridad también los pide el arbitrista de izquierdas si oye hablar de la posibilidad de un golpe militar: "Yo eso lo solucionaba enseguida. Cerraba todos los cuarteles y cada uno a su casa. Para lo que nos sirven...". Lo del cierre resulta muy atractivo para los arbitristas. Es lo primero que harían en caso de problemas sanitarios con los alimentos: "todos los restaurantes cerrados"; con los escándalos en las discotecas "clausuradas todas las discotecas". También tienen preferencia por los castigos públicos e infamantes. Por eso a todos los vagos que encontrasen queriendo vivir de la sociedad "los pondría a barrer las calles de la ciudad; sí señor. Así servirían para algo al menos". En fin que tienen soluciones para todo. Están tan seguros de sí mismos al pronunciar sus palabras como "sésamo" ante situaciones difíciles y complicadísimas que el auditor no sabe si reírse o admirarles. En estos tiempos de vacilación, cuando la sociedad en general y el ser humano en particular no saben como afrontar la ardua situación del mundo, estos hombres bajan a la palestra y trazan una raya en el suelo, una raya precisa, clara, concreta, en fin, definitiva.
- Pero, ¿usted cree?
- ¡Pues naturalmente, hombre! Es el huevo de Colón. ¿Usted ha oído hablar del huevo de Colón?
- Sí, claro.
- Pues eso. ¡Vamos, que me pusieran sólo una semana al frente!
Su mirada irradia firmeza, su voz, seguridad. Y uno se queda avergonzado de seguir dudando...


UNO Y EL UNIVERSO
Sandra Bianchi
Argentina (1970)

Una misma pregunta en busca eterna de su mítica respuesta. Por eso la muchacha comenzó a escribir poemas y pintar cuadros, luego a cursar posgrados y más adelante a viajar a destinos exóticos con un signo de interrogación en la palma de la mano. Convencida de que todos venimos al mundo para interrogarlo, imaginaba que algunos -los "bon vivants" que gozan del vino y de los rayos del sol sin más- encuentran tempranamente una respuesta sencilla mientras otros seguirán su impenitente derrotero. Por eso la muchacha tuvo también que estudiar idiomas, para indagar en inglés, alemán y portugués, sin olvidar dedicarse a la fotografía, por aquello de robarle el alma a la cosa y desnudar el enigma. Pero pasaron años, casi una vida, cuando dentro de su propio sueño en el que leía un libro de cierto autor argentino muy renombrado, se dio cuenta de que por fin llegaba el momento de la esperada revelación. Y fue ahí cuando pudo escuchar bien clarito que el escritor con su voz de viejecito le decía: "Nena, dejá que todo fluya, dejale algo al universo". Entonces del asombro se le cayó el libro al suelo y del hueco de la mano se le escapó esa pregunta que hasta el día de hoy sigue flotando en el aire.


EL AMO
Ernesto de Blasis
Chile (1959)

Tengo ampollas en las patas, apenas camino, me lleva una fuerza, mi cuerpo desgastado, mis articulaciones crujen, mis músculos agarrotados. Yo lo sigo, también le cuesta caminar, y se mueve como por contorsiones. Le ha crecido una pequeña joroba. Camina con la vista hacia el suelo, como tratando de encontrar algo y aprovechando de evadir la mirada directa de las personas; busca colillas de cigarrillos. Suele llevar un lustrín que cuelga del brazo como una mujer su cartera. Son pocos los que piden su servicio, normalmente estropea el trabajo ensuciando las calcetas y los pantalones de los clientes, por eso le dicen Juan sin brillo. Ultimamente prefiere pedir dinero por nada a cambio. A veces ni siquiera regresamos a casa, nos quedamos en el centro o en el terminal de buses, él dormita unos minutos en alguna banca. La jornada parte temprano, antes que salga el sol ya está pidiendo. Se dirige al banco en la mañana y deja unos pesos. Cuando el sol está pegando fuerte va nuevamente al banco y retira dinero. A veces entra a un negocio para comer algo. Yo lo espero afuera. Mi cuerpo se refleja en los vidrios; no soy igual a los demás; parezco un ser enajenado, poseído, atormentado por una desgracia. El es medio rubio, de barba, con ojos verdes. Se acerca a las chicas y les dice: "Tengo platita en el banco", ellas le responden, "Y para qué", "Para hacer el amor"; las muchachas ríen. Le dicen el burro, y no por las orejas. Me huele que yo voy a morir primero. Me matarán los fríos sin techo, o los calores sin sombra, la falta de pan... Fuera del lustrín lo único que me queda es este perro peludo que se caga de calor tras de mí en verano, y en invierno gime de frío. Mi fiel amigo, si supiera el desgraciado la calaña de su amo. Si supiera qué hice con los míos. A mis padres... y a mi abuela...; sería una desgracia para él.


INMINENCIA
Rosalba Campra
Argentina (1954)

En la tersa mañana de octubre desciende el enemigo desde todas las montañas del horizonte.
Relumbran al sol las armaduras de miles de guerreros que en silencio van acercándose a la ciudad que los espera. Demasiadas codicias ha despertado con sus torres de espejos donde los magos convocan la paz, la belleza y la abundancia. Pero uno de los magos ha sido condenado a muerte porque le ha hecho trampa al rey en el juego y los otros, solidarios, se han encerrado en sus cuartos. El rey mira los ejércitos resplandecientes ya al pie de las murallas y con el corazón desgarrado piensa cuánto hubiera sido mejor para su pueblo tener un rey menos terco.


MENTIROSA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Observa como la fila se hace cada vez más corta. Dentro de nada le tocará a ella. Mete el dedo justo donde se está descosiendo el dobladillo del uniforme. El hilo se tensa sobre su dedo y al final cede a la presión. Esta vez solamente tiene una pelea con su hermano y una desobediencia a su mamá. Tonterías. Necesita urgentemente algo más. Se da la vuelta y, sin que venga a cuento, le dice a su amiga que le han comprado un perro blanco. Ya le toca. Se acerca algo más tranquila al haber podido añadir una mentira a la raquítica lista de pecados que tiene esta semana. Se arrodilla ante la celosía color caoba, suspirando por hacerse mayor para aprender a pecar de verdad y así poder impresionar a ese cura tan guapo que han traído las monjas para que practiquen los rituales de la primera comunión.


JOVENES DE NOCHE
Pedro Orgambide
Argentina (1929-2003)

No parecen los mismos. Pero ellos saben que los reconozco. Todas las noches los encuentro por las calles de la ciudad. Se hacen los distraídos, pero saben que los observo, que anoto cada uno de sus actos: a una de las chicas (la del pelo rojo y amarillo) la ví correr detrás de unos muchachones a los que provocó con sus obscenidades; a otra la encontré drogada, tirada en ese callejón. En cuanto a esos dos, sé que se disfrazan, que se visten de mujer y cantan como locas a un costado de la ruta. Los más bullangueros van a las discotecas en sus motocicletas resplandecientes. Durante horas se agitan al compás de la música. Terminan extenuados, con las caras despintadas. Otra vez en la calle, buscan pretextos para pelear, esgrimen sus cadenas y puños de hierro y se golpean con los rezagados de la fiesta. Me ven pasar, saben que los observo. Pero ni ellos ni yo decimos una palabra. En cambio, ya bien entrado el día, cuando salgo de mi departamento, los vuelvo a encontrar e intercambiamos saludos, frases de cortesía, como corresponde a gente de bien, de cierta edad. No parecen los mismos. Pero ellos saben que los reconozco. Al saludar a las ancianas, a los viejos que salen al pasillo con sus muletas y sillas de ruedas, ellos y yo sabemos que nos volveremos a encontrar esa misma noche.