29 de diciembre de 2012

Siete hombres de Praga (7). Franz Kafka, la soledad, el hastío y la desesperanza


El primer documento escrito conocido sobre la ciudad de Praga y las costumbres de los pueblos eslavos data de fines del siglo X. Se originó en el viaje que, entre los años 960 y 970 un comerciante judío natural de Tortosa, España, realizara a la región por orden del califa de Córdoba Al-Hakam (915-976), quien lo había enviado a entrevistarse con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Otto Liudolfinger (912-973) -Otón el Grande- para acordar el comercio de esclavos. Si bien del escrito original solo quedan algunos fragmentos, el historiador árabe Al-Bakri (1014-1094) lo reprodujo en su "Kitāb al-masālik wa-al-mamālik" (El libro de las carreteras y los reinos) en 1068. A esa época se remontan los primeros asentamientos judíos en Praga que, hacia 1096, cuando los despiadados ejércitos de la Primera Cruzada pasaron por Praga camino a Jerusalem, fueron diezmados. Años después, los judíos se concentraron en un barrio amurallado en la Staré Město (Ciudad Vieja) en los terrenos más modestos a orillas del río Moldava. Si bien en un principio no tuvieron los mismos derechos que los ciudadanos cristianos y eran obligados a usar un distintivo amarillo, a partir de 1292 accedieron a una administración autónoma. En los siglos siguientes el asentamiento de judíos se convirtió en un gueto con su propia representación, sistema judicial y autogestión, separado de la ciudad cristiana. El barrio judío de Praga alcanzó una gran prosperidad en el siglo XVI, en especial en tiempos del alcalde Miška Marek Meisel (1528-1601), quien mandó construir varias sinagogas e instaló la primera imprenta judía que existió al norte de los Alpes. Para ese entonces la comunidad judía de Praga se había duplicado. Inmigrantes judíos que fueron expulsados de Moravia, Alemania, Austria y España, fueron asentándose en el barrio dado que les fue permitido adquirir tierras cercanas al gueto y construir allí sus casas.
Luego de la Guerra de los Treinta Años la situación de los judíos empeoró notablemente y fueron expulsados de Praga por algunos años. Recién en 1781, cuando el rey Joseph von Habsburg-Lothringen (1741-1790) promulgó el famoso Toleranzpatent (Edicto de Tolerancia) que sentó las bases de la tolerancia religiosa, la situación de los judíos mejoró. En señal de agradecimiento los líderes comunitarios le pusieron al barrio el nombre de Josefov, un nombre que perdura hasta hoy. En esa época vivían en Praga más judíos que en cualquier otro lugar del mundo y constituían un cuarto de la población general de Praga. El gueto judío fue abolido en 1852 y los muros derribados. Quince años después, con la creación del Imperio Austrohúngaro, obtuvieron igualdad plena de derechos, lo que les permitió transmigrar a otros barrios de la ciudad. Así, los judíos más adinerados abandonaron sus casas del estrecho barrio quedando en el antiguo gueto sólo los más humildes. Esto significó el comienzo del declive del barrio judío, que se convirtió durante el siglo XIX en una barriada de casas semiderruidas, pequeños talleres, tabernas sucias, prostíbulos baratos e inmundos vertederos, y en el que la tasa de mortalidad era un 50% más elevada que en los otros distritos de la ciudad. Hacia 1896, las viejas y hacinadas casas del barrio judío fueron derribadas. Del laberinto de callejones polvorientos se salvaron sólo unos pocos edificios, los más importantes. Quedaron seis sinagogas, la Casa del Ayuntamiento y el antiguo cementerio que data de 1478. A principios del siglo XX se ampliaron las calles del ex barrio judío, se levantaron nuevos edificios y la ciudad se renovó. No obstante la memoria del añejo lugar extraviado quedó retratada en las obras de escritores como Gustav Meyrink (1868-1932) y Paul Leppin (1878-1945) que construyeron un insuperable monumento literario al viejo barrio. Luego surgieron otras grandes plumas de origen judío que escribieron su obra en checo como el ensayista František Langer (1888-1965) y su hermano el dramaturgo Jiří Langer (1894-1943). También, desde luego, los que lo hicieron en idioma alemán, entre ellos Franz Werfel (1890-1945), Max Brod (1884-1968), Jakob Wassermann (1873-1934) y, por supuesto, Franz Kafka.
Los Kafka eran oriundos de Wosek, un pequeño pueblo de la Bohemia meridional próximo a la ciudad de Strakonitz, que a mediados del si­glo XIX contaba con un centenar de habitantes. Uno de ellos, Jacob, carnicero que procedía de una muy humilde familia judía, en 1849 contrajo matrimonio con una ve­cina del lugar, Franziska Platowski, y de esta unión na­cieron seis hijos: cuatro varones y dos mujeres, que a la larga abandonarían todos la aldea dejando solo a su padre; éste, a su muerte era el último judío del pueblo. Uno de los hijos de Jacob fue Hermann, na­cido en 1852. Durante su niñez compartió la dura exis­tencia de la familia y asistió a la escuela judía del pueblo -último testimonio de una comunidad que antaño ha­bía sido floreciente- donde el joven, cuya lengua materna era el checo, aprendió alemán, la lengua oficial del Imperio Austrohúngaro. A los catorce años se hizo vendedor ambulante y consiguió ahorrar algún dinero, a los veinte dejó la aldea para hacer el servicio militar y más tarde se instaló en Praga, donde en 1882, cuando contrajo matrimonio, habitaba en el antiguo gueto. La joven que se casó con Hermann, Julie Lowy, nacida en 1856, pertenecía también a una familia judía, pero de posición social mucho más elevada; al igual que su mari­do había nacido en provincias, en Bad Podebrady, Bohemia del Sur, pero hacía ya tiempo que su padre, que era comerciante de telas, vivía en la capital. El primer hijo del matrimonio Kafka, Franz, nació el 3 de julio de 1883 en la casa situada en el número 5 de la calle U Radnice, en pleno centro comercial de Praga, situado entonces en el límite de los barrios que ha­bían habitado sus padres: el gueto que sería demolido unos años después y la zona residencial de la Staré Město. Después de Franz nacieron otros dos varones: Georg y Heinrich (que fallecieron a los quince y seis meses de edad respectivamente, antes de que Franz cumpliera los siete años) y, tras diversas mudanzas, en junio de 1889 la familia se instaló en un antiguo y amplio edificio adosado al Ayuntamiento. En esta casa nacieron las tres hermanas del escritor: Gabriele, Valerie y Ottilie, quienes durante la ocupación nazi serían deportadas y morirían en distintos campos de exterminio (en Chelmno, Elli y Valli; en Auschwitz, Ottla).
Por entonces la ciudad de Praga era un hervidero constante de conflictos entre la población mayoritariamente eslava y la minoría de origen germano, con especial incidencia en el aspecto lingüístico y el ordenamiento social. La antigua Bohemia  era gobernada desde Viena, y el alemán era la lengua oficial, la propia del ejército, de la burocracia, de la universidad, de la ciencia, con una ilustre tradi­ción literaria con la que no podía competir el checo, que en el siglo XVII había caído en una profunda decadencia. Cualquier tentativa de promoción social implicaba un acercamiento a la minoría alemana que acaparaba todo el prestigio y todo el poder. El padre de Kafka, que ayudado por su suegro había conseguido amasar una gran fortuna con sus negocios, decidió entonces darle a sus hijos una educación básicamente alemana. Y si bien en los primeros tiempos de su matrimonio mantuvo alguna vinculación con las tradiciones checas y alcanzó a formar parte del consejo de la sinagoga de la calle Heinrichsgasse, la primera sinagoga de Praga en la que se predicó en checo, pronto pasó a frecuentar otra sinagoga más germanizada y en dar muestras inequívocas de sus deseos de integrarse en la comunidad alemana sin que le afectase demasiado la oleada de violencia que asolaba Praga en los últimos lustros del siglo. Eran épocas del emergente nacionalismo checo, pero también del minoritario nacionalismo alemán, ambos inmersos en el papel modesto que representaba la nación checa dentro del Imperio Austrohúngaro. En medio de esta realidad tan compleja Kafka nunca terminó de encajar: su lengua era el alemán (aunque hablaba a la perfección el checo) pero, por otro lado, tampoco era bien acogido por parte de los alemanes debido a su condición de judío.
En ese escenario, Kafka cursó sus estudios primarios en la Deutsche Knabenschule, ubicada en la calle Masný trh a pocos pasos de su casa, y la secundaria en el riguroso Altstädter Deutsches Gymnasium, situado en el interior del palacio Golz-Kinský. La elección delata las crecientes aspiraciones sociales de su padre, ya que se trataba no sólo de un instituto de lengua alemana sino además de uno en los que la monarquía solía reclutar sus funcionarios. A todo esto, en su casa todo parece indicar que había muy poco ambiente familiar; su infancia transcurrió en­tre empleadas domésticas: la cocinera, la criada, la niñera, la institutriz francesa. Veía a sus padres casi exclusivamente a la hora de las comidas. Su padre, altivo, distante, algo despótico, pasaba el día en su tienda de la calle Altstadterring nº 16. Su madre, que ayudaba a llevar el negocio, tampoco disponía de tiempo para dedicarle, y su figura resulta algo borrosa. Ya adolescente, Kafka se hizo miembro de la Freie Schule, una institución anticlerical y ateísta, se unió al club de estudiantes Lese und Redehalle der Deutschen Studenten, que organizaba eventos literarios, y comenzó a asistir con frecuencia al Klub Mladych, una organización socialista libertaria. Cuando en 1902 ingresó en la Karl-Ferdinands Universität de Praga, su primera intención fue estudiar Letras o Química, lo que no fue visto con buenos ojos por su padre. Resignado, comenzó a cursar Derecho, una carrera por la que sentía una total indiferencia y que realizó sin ningún entusiasmo. Poco antes de recibirse tra­bajó durante un breve período en el despacho de un tío abogado, y el 18 de julio de 1906 reci­bió el título de Doctor en Jurisprudencia. Luego vendrían sus rutinarios y burocráticos empleos en las compañías de seguros Assicurazioni Generali (entre 1907 y 1908) y Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt (entre 1908 y 1922).
Mientras tanto, claro, Kafka escribía. "Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás -anotaba en su diario-; oigo cómo las consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un canto que parece el de los negros en las ferias. Mis dudas forman un círculo en torno a cada palabra, las veo antes que a la palabra, ¿pero qué? No veo en absoluto la palabra, la invento. En definitiva no sería la mayor desgracia, sólo que entonces tendría que inventar palabras capaces de soplar el olor de cadáver en una dirección que no nos espantara en seguida a mí y al lector". O en una carta a un amigo: "No puedo escribir, no he producido ni una sola línea que reconozca como mía. Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo. Las frases se me parten prácticamente. Anduve horas por las calles, y medité sobre lo que había conseguido escribir. No reconozco ningún valor en gran parte de mi obra". Y en otras entradas de su diario: "El hecho de que haya quitado y tachado tantas cosas, casi todo cuanto había escrito durante este año, también me obstaculiza bastante para escribir. Es toda una montaña, cinco veces más de lo que había escrito en total, y ya su propia masa atrae cuanto escribo, sacándomelo bajo la pluma. Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola palabra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esta palabra con todo nuestro ser. Continuamente me zumba en el oído una invocación: ¡Ojalá vinieras, juicio invisible!".
Kafka consideraba la literatura como su forma de existencia natural: "Sólo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa. Todo lo que no es literatura me hastía". Pero, debido al ostensible conflicto con su vida profesional y familiar, le resultaba también una forma de existencia imposible: "No sólo a causa de mis relaciones familiares, tampoco podría vivir de la literatura a causa de la lentitud con que se originan mis obras y de su carácter tan especial; además, mi salud y mi personalidad me impiden llevar una vida que, en el mejor de los casos, sería incierta. Por esta razón soy un funcionario en una compañía de seguros. Sin embargo, estas dos profesiones nunca podrán ser compatibles y permitirme una felicidad conjunta. La mayor felicidad en la primera supondría la mayor desgracia en la segunda". Kafka no le encontraba sentido a caminar a través de la furia, de la negación, del dolor y de la aceptación. Se encaminó entonces hacia la invención de situaciones intolerables y allí se quedó. Por su temperamento atormentado, su actitud desesperada, lo hizo cubriéndolas con un manto de pesimismo y de angustia, pero también con un insobornable realismo y una gran ironía, como una manera de afrontar una existencia que para él había perdido todo sentido racional e irracional. Así pues, para Kafka escribir resultó ser una manera de retardar la muerte, "garabateando" en el papel sus más íntimos sueños, temores, deseos y fantasías, pero no movido por el propósito de alcanzar alguna trascendencia, sino más bien animado por el anhelo de plasmar con sencillez una obra de arte perfecta. Pero, a Kafka lo sencillo le resultaba extraño, y lo extraño generalmente le resultaba incomprensible, inaceptable y doloroso. Tal vez por esta razón su obra mantiene plena vigencia y atrae tanto a exégetas como a bisoños. "La verdad interna de un relato no se deja determinar nunca -escribió-, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores".
Kafka sólo publicó en vida alrededor de cuarenta relatos breves y dejó inéditas tres novelas inacabadas y una gran cantidad de relatos, diarios, aforismos y cartas. El resto de la historia, de cómo todos esos manuscritos llegaron a ser publicados, es harto conocido. Cuando en agosto de 1917 se le manifestaron los primeros síntomas de una enfermedad pulmonar (a las pocas semanas se confirmó que era  tuberculosis, por entonces una patología que suscitaba más expectativas de muerte que de curación), Kafka tuvo que pedir licencia en el trabajo y trasladarse a vivir a una granja al norte de Praga en la que permanecería hasta agosto de 1923. El joven Kafka se convirtió rápidamente en el señor Kafka, un hombre que, estigmatizado por una insomne y cruel presciencia, entró en la etapa del sufrimiento fructífero: "No tengo derecho a quejarme de no haber entrado en la corriente de la vida, de no haberme escapado de Praga -escribió-. Sólo permití la intervención de lo insensato, el estudio del Derecho, la oficina; estas insensateces deben ser consideradas como los manejos de un hombre que echa de su puerta al mendigo necesitado y luego, a solas, juega al benefactor, pasándose limosnas de la mano derecha a la izquierda". Más adelante agregó en su diario: "Los terribles períodos de estos últimos tiempos, innumerables, casi ininterrumpidos. Pa­seos, noches, días; incapaz de nada, excepto sufrir. Cada día me resulta más doloroso escribir. Es com­prensible. Cada palabra, retorcida en manos de los espí­ritus -este retorcimiento de las manos es su ademán característico-, se convierte en una lanza dirigida hacia el que habla. Muy especialmente una observación como la anterior. Y así hasta el infinito. El único consuelo sería: sucede, quieras o no quieras". Y el concluyente: "Lo que tengo que hacer, únicamente lo puedo hacer solo. Lograr claridad sobre las últimas cosas".
El organismo de Kafka se tomó su tiempo, tenía sus propios deseos y nostalgias. Su cuerpo, arrastrando tristezas, seguía a su alma atormentada, la perseguía cojeando detrás de ella. Tras realizar un infructuoso tratamiento en Schelesen, en septiembre de 1923 se instaló en Berlín, pero en los últimos días del año sufrió una neumonía que lo obligó a regresar al hogar paterno en Praga en marzo de 1924. El 5 de abril fue internado en el sanatorio Wienerwald, cerca de Viena, y cinco días después fue derivado a la clínica de la Univerzity Karlovy en Praga. Allí se conoció el diagnóstico definitivo: laringitis tuberculosa. El día 19 del mismo mes ingresó en la que sería su estancia final: el sanatorio Kierling de Klosterneuburg, una pequeña ciudad al norte de Viena, en el que los médicos consideraron la situación de Kafka sin esperanzas. Murió en la mañana del 3 de junio de 1924, un mes antes de cumplir los cuarenta y un años. Su cuerpo, ya definitivamente enlazado a su alma, fue trasladado a Praga para ser enterrado en el cementerio judío de Strašnice. La ceremonia se llevó a cabo el 11 de junio. Un centenar de personas acompañaron el ataúd hasta la tumba, caminado bajo los sauces y cipreses. Entre ellos estaba el escritor checo Johannes Urzidil (1896-1970) quien, años más tarde recordaría: "Echamos tierra en la fosa. Recuerdo muy bien esa tierra. Era clara, con grumos, barro, tierra con guijarros y trozos de piedra desmenuzada, que resonaba al caer sobre la caja del ataúd. Luego los asistentes se dispersaron. Por último, desde el cielo que se había oscurecido, comenzó a llover".