6 de octubre de 2012

Juan José Saer: "La buena literatura, en todo tiempo y lugar, es capaz de superar sus crisis a través de sus textos" (3)

El filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin (1892-1940) señalaba en "Das kunstwerk im zeitalter seiner technischen reproduzierbarkeit" (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica) que la "coordinación del alma, el ojo y la mano es el sustrato artesanal con que nos topamos cada vez que el arte de narrar está presente". Y se preguntaba si la relación del narrador con su material, la vida humana, no era de por sí una relación artesanal; es decir, si su tarea no consistía en elaborar las materias primas de la experiencia de una forma única. Por su parte, el poeta y ensayista francés Paul Valéry (1871-1945) decía en "Variétes" (Variedades): "A veces se me ocurre la idea de que el trabajo del artista es un trabajo de naturaleza arcaica". Podría decirse que los posicionamientos estéticos que Juan José Saer sienta en sus ensayos y la relación de los mismos con la poética que despliega en sus novelas, conservan tanto la figura del narrador-artesano que invocaba Benjamin como el gesto arcaizante del que hablaba Valéry. Incluso en plenos años de "posmodernismo", sus textos retomaron una y otra vez esas ideas tradicionales frente a la amenaza de la figura del novelista profesional que impulsa el mercado. Y curiosamente, si se quiere, en forma coherente con ese gusto por aquello que la época decreta como obsoleto u anacrónico, Saer fue un autor que escribió toda su obra a mano, en prolijos cuadernos, como antaño. "Narrar no consiste en copiar lo real, sino en inventarlo, en construir imágenes históricamente verosímiles de ese material privado de signo que, gracias a su transformación por medio de la construcción narrativa, podrá al fin -incorporado en una coherencia nueva- coloridamente, significar", escribió en "El concepto de ficción". Dice Silvina Friera (1974), periodista cultural argentina, que la escritura "impone una realidad y no a la inversa, porque la realidad, al ser esencialmente inestable, sólo puede ser apresada a través de la escritura". En Saer, agrega, "la descripción minuciosa de cada contingencia, la dilatación y la morosidad y la repetición de lo ya narrado acentúan más la insuficiencia que la ineficacia de las versiones previas, tornando incierto no sólo el estatuto de lo representado, sino la percepción de lo narrado". En uno de los artículos de "Escritos sobre literatura argentina", Beatriz Sarlo (1942) aclara que Saer no comunica sus ideas sobre el tiempo, la subjetividad, el recuerdo, sino que les da una forma de relato. "Pero sus diálogos transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que intuye verdaderamente serio. Son relatos de pensamiento, sin que sean los personajes quienes lo transmiten. El problema del tiempo y de lo real, Saer lo muestra en estado de ficción". La escritura del escritor santafecino fue un permanente trabajo de experimentación genérica. Cada temática desarrollada lo llevó a incorporar formas genéricas diversas, que fueron configurando un complejo y vasto universo ficcional. Agnieszka Flisek (1967), profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Varsovia, considera que uno de los principios del arte poético de Saer "es la negación o la reducción notable de la anécdota; en sus relatos, los hechos escasean y los personajes más que actuar observan y teorizan. Constituye el tema central de sus reflexiones la percepción y el recuerdo -depositario de percepciones del sujeto y casi nunca de hechos o de acciones- únicas instancias capaces de aprehender en la 'espesa selva de lo real' las realidades impenetrables que conforman la materia de la literatura: el tiempo, el espacio, los seres, las cosas". "Como el sueño para Freud -decía Saer-, la escritura se apoya con un pie en el pasado y con el otro en el presente. De ese modo, el 'germen' o, si se quiere, la 'inspiración', está exenta de voluntarismo. Por otra parte, el carácter no voluntario de la inspiración está ya inscrito en su etimología: es un soplo (entiéndase divino), que nos penetra y nos germina". A continuación, la tercera parte de los diálogos mantenidos por Saer con distintos medios de prensa.



Hablemos de la escritura…

He tratado de rescatar en algu­nos de mis libros esa impresión de la que le hablaba cuando íbamos a cazar con mi tío, que volvió a aparecer en mí después de mucho tiempo, que había olvidado. Uno se lanza a la aventura de la existen­cia, una aventura bastante monótona por otro lado, sobre todo en mi caso, que soy de lo más sedentario. Pero se olvida de todas esas cosas, y esas impresiones vuel­ven, y curiosamente, la escritura remueve todo eso. La escritura, cuando uno em­pieza a escribir, cuando uno quiere po­nerle un nombre a un personaje secundario, por ejemplo, el cual no había pensado que iba a aparecer en el libro y necesita un nombre, de pronto siempre viene un nombre de esa época. Cuando tiene que pintar una impresión, viene una impresión totalmente olvidada que reaparece y es una cosa muy impresio­nante. La escritura tiene esta cosa de sin­gular que está orgánicamente ligada al hombre, es decir, la escritura y el lengua­je. La escritura es una técnica para evo­car, pero el lenguaje que se evoca cuando se está creando literariamente es uno, es­tá ligado orgánicamente al hombre. La pintura, la música son instrumentos, son mediaciones exteriores si se quiere, son como prótesis. También la escritura lo es, pero la escritura evoca la lengua y la len­gua está profundamente ligada, entraña­blemente unida, indisolublemente unida a la interioridad humana. Entonces es el lenguaje el que conserva toda la expe­riencia vivida. Cuando empezamos a es­cribir se pone en movimiento el lenguaje, y por lo tanto se pone en movimiento también tocia la experiencia vivida.

¿Sus personajes Tomatis y Garay son de la época de cuando vivía en Santa Fe?

El nombre Tomatis es de esa épo­ca; el nombre Garay es de una época más tardía, porque Garay es un personaje que tiene una afiliación sociológica, vaga, porque no es tan marcada, pero que un lector argentino entiende inmediatamen­te. Es más precisa, y ese nombre Garay lo define como alguien de la ciudad. No ol­videmos que por ahí cerca por donde transcurren mis libros hay una ciudad fundada por Garay que se llama Santa Fe. Garay es un nombre de esa región, entonces no hay que explicarle nada al lector. Además, todos estos personajes se llaman o Garay López o López Garay. La gente me pregunta: "¿Pero Garay Ló­pez?". Sí, son de la misma familia. Pode­mos decir Anchorena, Bullrich...

¿Cómo compatibilizó su decisión de estudiar Derecho con la poesía?

Bueno, la decisión no duró mu­cho tiempo porque rendí algunas materias, pero fíjese, me quedó mucho de la Facultad de Derecho. Finalmente, mi hi­ja estudia derecho ahora. Siempre deci­mos que es genética la cuestión, pero naturalmente es una broma. Ahora que todo es genético... dicen que el suicidio es genético, que el que le gusten los ño­quis a uno es genético...

La culpa la tiene el abuelo…

Sí, siempre la culpa la tiene otro, siempre la culpa la tiene otro, y eso le permite a estos genetistas quitarle toda responsabilidad a la sociedad en la que vivimos. Si el suicidio es genético, nadie es responsable del suicidio de alguien, o la pobreza, pronto van a decir que la pobreza es genética, en fin, todo eso. Un disparate.

En su obra, algunos abogados suyos, algunos jueces suyos, han tenido vidas patéticas también, ¿no?

Es verdad, es verdad.

Vidas tremendas…

Sí, tremendas y, bueno, sí, es cier­to. Terribles, un juez de "Cicatrices", ¿no? y el abogado de "Cicatrices". Hay dos abo­gados en esa novela.

Tiene que ver con lo decíamos al principio: a través de la palabra la literatura va rescatando...

Se va rescatando un mundo perdido; esa aventura de Proust de que­rer recuperar su pasado puso en funcio­namiento un mecanismo a través de la memoria voluntaria y de la memoria involuntaria, que era la que él buscaba pa­ra que se produzcan esas grandes epifanías que hay en ese libro inmenso. Es eso, uno tiene la impresión de que en un determinado momento se abrieron unas compuertas en la cabeza de Proust, en la memoria, porque él empezó "En busca del tiempo perdido" como artículo. Después se le ocurrió que se podía hacer un cuento; después pensó hacer una no­vela corta; después terminó siendo una novela que no acababa nunca. Se siguió escribiendo sola después de la muerte del autor porque es una especie de máquina que sigue todo el tiempo en movimiento. Proust, que era un hombre enfermo y que había tenido una vida muy munda­na, escribía con una especie de furia. Se transformó en el mártir de su propia es­critura, de su propia obra, de su propio pasado, que lo arrastró a un trabajo de escritura hercúlea que era superior a su fuerza y que terminó matándolo.

Usted contaba la manera de relacionarse con Santa Fe, y yo hacía un paralelo imaginándolo a usted en París cuando uno de sus personajes decía que no lograba verse desde afuera como hubiese deseado. "Yo, en cambio, que había llegado del horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es de su exterioridad". ¿Cuál era la exterioridad que usted podía ver desde París?

¿A mí mismo? Bueno, de las pri­meras experiencias, mis primeras vueltas a la Argentina, cuando yo veía a la gen­te, la veía un poco diferente de como la había visto hasta ese momento; la veía exterior, la veía fuera de mí y, al mismo tiempo, yo me veía a mí mismo entre ellos y me veía diferente, me veía como yo los veía un poco a ellos... lo contrario hubiese sido inescrupuloso, indecente. Pretender que se estaba afuera y que se podía ver a los otros sin verse a sí mismo como formando parte de. Yo volví al ca­bo de tres años recién, después al cabo de ocho años, después al cabo de catorce años y, a partir de 1982, ya empecé a venir regularmente. Entonces ya me siento un poco fuera pe­ro, al mismo tiempo, adentro y allá tam­bién; en París es lo mismo: me siento un poco afuera y un poco adentro.

Pero supongo que en esta visión externa, por lo menos hasta el '82, se debe haber producido un quiebre con lo que pasó en la Argentina en 1976.

Los peores años de mi vida ocu­rrieron entre 1974 y 1980. Fue muy du­ro para mí, creo que estaba escribiendo "Nadie nada nunca". Me llevó cuatro años. Yo estaba trabajando en un aislamiento completo, total. Después salí a flote otra vez, yo lo atribuyo a la influencia de estar en el extranjero con mis vicisitudes personales y, al mismo tiempo, el senti­miento de que no tenía más país, no te­nía más lugar propio.

Usted identificó esa dictadura con invierno, con noche, con oscuridad. Sin embargo, me llamó la atención una declaración en una entrevista donde la periodista se acerca a una ventana y ob­serva el cielo tormentoso de París. Usted le dice: "ahora se pone lindo el tiempo, a mí me gusta cuando se pone negro".

Sí, es cierto. Me gustan mucho las tormentas, me gusta cuando el cielo se pone muy negro y va a estallar una tormenta, si estoy al abrigo naturalmen­te, no voy a correr riesgos inútiles. Yo sa­lía corriendo cuando veía venir una tormenta. Tenía un miedo terrible a los truenos, me asustaban mucho los ra­yos... en el campo también. Pero me gus­ta mucho el cielo cuando se pone muy negro y tengo como un sentimiento de li­beración, me siento muy distendido cuando vienen esas lluvias torrenciales.

Se me presenta curioso que se sienta distendido y esa novela, "Nadie nada nunca" marque eso mismo: lo negro, lo oscuro…

Pero ese es el cielo negro de in­vierno. No tiene nada que ver con la tor­menta, que puede ser en pleno verano o en plena primavera, en medio de un día de sol, de mucho calor, se desata una tor­menta que se va juntando. Hay unas tor­mentas fabulosas aquí, en el Río de la Plata. También Darwin habla de esas tormentas y da una explicación, dice que a él le parece que esas tormentas eléctricas tan fuertes se deben a una especie de re­lación entre la humedad del ambiente y el encuentro de agua dulce con agua sa­lada y eso produce una reacción físico-química que favorece la tormenta.