19 de febrero de 2012

Pecados capitales (1). Un introito secular

Según el diccionario de la Real Academia Española, el pecado (del latín, peccatum) es una transgresión voluntaria de todo aquello que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido. Para referirse al pecado, los griegos utilizaban la palabra "hamartia" que Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) acuñó en su "Ars poetica", vocablo que se traduce usualmente como "error trágico", "defecto" o "fallo". Era, para los griegos, el error fatal en que incurría el "héroe trágico" que intentaba "hacer lo correcto" en una situación en la que esto simplemente no podía hacerse. Aludía de este modo a la idea de vivir al margen de lo esencial debido a una actitud errónea no consciente. Con anterioridad a los griegos, para los arameos el término pecado tenía el significado de "olvido", entendido como la omisión de algo que, estando presente, se dejaba de lado. El pecado implicaba para ellos no tener en cuenta a algo o a alguien a los que, por diversas razones, se los apartaba. En consecuencia, el pecado era visto como una apatía, una negligencia.
Primitivamente la Iglesia Católica tomó para sí la idea de pecado como un "olvido", en cuanto a que las personas se olvidan de Dios en sus acciones al actuar de manera individualista sin tomar en cuenta que El todo lo rige. El hombre no sería más que un instrumento de la divina voluntad, quedando librado a su propio albedrío seguir su voz o no, lo que originó la historia del pecado original -que lo llevó a la pérdida del paraíso original-, uno de los mitos fundacionales de la cultura occidental. Con el correr de los años, la tradición judeocristiana extendió la noción de pecado al definirlo como una falta contra la razón, la verdad y la conciencia recta, una falta al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes; en definitiva, como el alejamiento del hombre de la voluntad de Dios. De acuerdo a la Biblia, esta voluntad está representada por la ley, preceptos y estatutos dados por Dios al pueblo de Israel, y registrados en los libros sagrados.


Uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, el de los Proverbios, dice en su capítulo 6, versículos 16-19, que hay siete cosas que Yahvé aborrece y su alma abomina: los ojos altaneros, la lengua mentirosa, las manos que derraman sangre inocente, el corazón que trama iniquidad, los pies que corren presurosos al mal, el testigo falso que difunde calumnias y el que enciende rencores entre hermanos. Con el objetivo de instruir a sus prosélitos en la moralidad, la Iglesia Católica Romana desarrolló un catálogo de pecados de acuerdo a la manera en la que aparecían mencionados en aquellas primeras enseñanzas. Hacia el año 415, el sacerdote asceta de origen rumano Johannes Cassian (360-435), considerado uno de los Padres de la Iglesia, escribió sus veinticuatro "Collationes", en las que indicaba las mejores maneras para luchar contra el pecado, y su coetáneo Agustín de Hipona (354-430) decía en su "Contra Faustum manichaeum" que el pecado "hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Es una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna".
Fue el papa Gregorio I, el Magno (540-6o4), biznieto del papa Félix III y nieto del papa Félix IV, quien estableció en su "Moralia, sive expositio in Job", obra escrita hacia fines del siglo VI, un listado de lo que se conoce como los Siete Pecados Capitales. Aunque algo alejado de las siete cosas que, según la Biblia, el Señor aborrecía, cada uno de ellos era provocado por un demonio, era castigado con el Infierno y tenían su perfecto opuesto en una virtud cristiana. Estos pecados fueron llamados "capitales" porque generaban otros pecados, otros vicios, y son la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia.
El número de siete pecados capitales fue mantenido por la mayoría de los teólogos de la Edad Media, aunque con algunas pequeñas variaciones. Para Tomás de Aquino (1224-1274), en su "Summa theologiae", eran la vanagloria, la avaricia, la glotonería, la lujuria, la pereza, la envidia y la ira. Lo mismo opinaba el teólogo italiano Buenaventura da Fidanza (1218-1274) en "Breviloquium". Sin embargo, a comienzos del siglo XIV, los Siete Pecados Capitales tal como los enumeró Gregorio I ganaron popularidad como tema entre los artistas europeos de la época, lo cual ayudó a integrarlos en muchas áreas de la cultura. Uno de los aportes fundamentales en la instalación de esta temática estuvo dado por la "Divina Commedia", la obra maestra del poeta florentino Dante Alighieri (1265-1321).
El largo poema consta de tres partes: "Infierno", "Purgatorio" y "Paraíso". Probablemente fue iniciado después de 1307 y, en 1319, el "Infierno" y el "Purgatorio" ya habían sido publicados, mientras que el "Paraíso" apareció después de la muerte del poeta. La temática es el viaje imaginario realizado por Dante, entre el 7 y el 14 de abril de 1300, a tres reinos de la ultratumba. El poeta, a los treinticinco años, perdido en la selva del pecado, es ayudado a salirse de ella por Virgilio, símbolo de la sabiduría profana y cuya intervención ha sido solicitada a la Virgen por las figuras de Beatriz y Santa Lucía. Dante y su guía inician el viaje a los reinos del Infierno y el Purgatorio. Virgilio, como no es creyente, es relegado en el Limbo y no puede contemplar la beatitud del Paraíso, dejando para ello el lugar a Beatriz, representación de la ciencia divina. El Infierno es una amplia vorágine que se halla en el centro de la tierra donde habita Lucifer. En los diez círculos concéntricos en los que se divide, los pecadores están más abajo, más alejados de Dios, cuanto mayores han sido sus culpas, y son sometidos a un castigo que es proporcional a sus culpas. La montaña del Purgatorio, por su parte, se divide en siete peñas correspondientes a los siete pecados capitales; expiada la culpa, las almas alcanzan su cima: el paraíso terrestre. Este está formado por una sucesión concéntrica de nueve cielos y las almas se hallan todas en el décimo, el Paraíso, dispuestas en forma de cándida rosa alrededor de la Virgen. Dante proponía una virtud para cada uno de los pecados capitales. Para la lujuria, la castidad; para la gula, la templanza; para la avaricia, la generosidad; para la pereza, la diligencia; para la ira, la paciencia; para la envidia, la caridad; y para la soberbia, la humildad.


En 1589, el mismo año en que el célebre astrónomo y físico italiano Galileo Galilei (1564-1642) revolucionaba a la ciencia con sus descubrimientos astronómicos, el obispo y teólogo alemán Peter Binsfeld (1540-1603), uno de los más recalcitrantes cazadores de brujas de su época, publicaba "De confessionibus maleficorum et sagarum", un tratado que contenía la lista "autorizada" de los demonios y sus pecados asociados. Estos eran: Asmodeo (lujuria), Belcebú (gula), Mammon (avaricia), Belfegor (pereza), Amon (ira), Leviatán (envidia) y Lucifer (soberbia). Insólitamente, cuatro siglos más tarde, en 1971 -época en que se descubrían la estructura electrónica y geométrica de las moléculas, los mecanismos de acción de las hormonas, y se inventaba el primer generador de imágenes por resonancia magnética nuclear- dos fatuos escritores estadounidenses, Ernst y Johanna Lehner, publicaron "Picture book of devils, demons and witchcraft" (Libro ilustrado de diablos, demonios y brujería), libro en el que establecían un castigo determinado en el Infierno para cada pecado de acuerdo a su naturaleza. Así, aquel que haya caído en la avaricia, será "colocado en aceite hirviendo"; por la envidia, será "sumergido en agua helada"; la gula será castigada "forzando a comer ratas, sapos, lagartijas y serpientes vivas"; la ira con el "desmembramiento"; por la lujuria el pecador será "asfixiado en fuego y azufre"; los soberbios serán sometidos a "la rueda"; y quien caiga en la pereza se verá "arrojado a una fosa con serpientes".
Faltaba, todavía, que el papa Juan Pablo II (1920-2005), asegurara que el Purgatorio existe, pero que no es "un lugar" o "una prolongación de la situación terrenal", sino un estado del espíritu, algo así como "el camino hacia la plenitud a través de una purificación completa" después de la muerte. Agregó que, tanto el Paraíso como el Infierno no son lugares físicos: "el Paraíso existe pero no es ni una abstracción ni un lugar entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios", en tanto que "las imágenes utilizadas por la Biblia para presentarnos simbólicamente el Infierno deben ser interpretadas correctamente y, más que un lugar, es la situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios". Su sucesor, Benedicto XVI (1927), añadió que "el Purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno. Es el fuego que purifica las almas en el camino de la plena unión con Dios". Y añadió: "el Infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno para los que cierran su corazón al amor de Dios".
Dadas las miserias del actual mundo globalizado, aquellos viejos pecados recopilados por Gregorio I y reinterpretados por Dante Alighieri quedaron algo obsoletos. Se hizo necesario entonces, advertir los nuevos nombres del mal. Fue así que el 10 de marzo de 2008, el regente del Tribunal de la Penitenciaría Apostólica del Vaticano presentó una lista que fue divulgada por el periódico oficial de la Santa Sede, "L'Osservatore Romano". En ella se estableció la lista de los nuevos pecados capitales (también siete) llamados ahora pecados sociales: las manipulaciones genéticas, los experimentos con seres humanos (incluidos los embriones), la contaminación del medio ambiente, la promoción de la injusticia social, la provocación de la pobreza, el enriquecimiento hasta límites obscenos a expensas del bien común y la consumición de drogas. "Los pecados capitales tradicionales -dice el filósofo español Fernando Savater (1947)- están presentes en nuestra vida diaria, algunos devaluados y otros con ciertas transformaciones. Pero cuando los relacionamos con los tiempos que vivimos, nos encontramos con infinidad de caminos que llevan a otras tantas preguntas que hoy se hace el hombre y que tienen que ver con el sentido mismo de la vida y la trascendencia".


Es así que, si desde la perspectiva psicoanalítica se juzgase a las religiones de la misma manera que a los mitos, se advertiría que las conductas, los sentimientos y las sumisiones que el creyente sostiene con su deidad no son muy diferentes a los que otro individuo, ateo, racional y equilibrado, mantiene con su ideal del yo. De tal manera que la noción de pecado, con su correlato de culpa -tan cara a las religiones- no difiere del sentimiento que un neurótico común siente cuando no ha cumplido con el ideal. Desde una óptica materialista, en cambio, el físico alemán Albert Einstein (1879-1955) dijo en 1930: "Una persona cabalmente convencida de la validez universal de la ley de la causalidad no puede, ni siquiera por un instante, contemplar la idea de un ser que interfiere en el curso de los acontecimientos. Puede prescindir completamente de una religión basada en el miedo o igual, de cualquier religión social o moral. Le es imposible concebir un Dios que premia y castiga por la sencilla razón de que los actos del hombre obedecen a la necesidad, tanto externa como interna, de modo que a los ojos de Dios, tal criatura no puede ser responsable en mayor medida que lo puede ser un objeto inanimado por los movimientos que sufre. El comportamiento ético de un individuo debe fundamentarse, en efecto, en la compasión, la educación y los lazos y necesidades sociales. No se requiere de ningún fundamento religioso. Sería triste en realidad la condición humana si ésta tuviera que guardar la compostura mediante el miedo al castigo y la esperanza de un premio después de la muerte".