31 de diciembre de 2011

Entremeses literarios (CXLIV)

LA PERDIDA DE LOS ESTRIBOS
Blas Sewald
Argentina (1954)

Despertarse así, en realidad, no es del todo grato, pero uno se despierta una sola vez y listo, no hay otra posibilidad, así que hay que tomárselo con calma, sin quejarse. La habitación está en penumbras. Es tarde, o temprano, según cómo se lo mire y para qué se lo mire. Cuesta desperezarse. Si estuviera María tal vez fuese diferente. Ella hubiera venido mascullando algunas palabras en alemán, un vago saludo, una lisonja afectuosa, y le hubiese hecho cosquillas en la planta de los pies; esos pies que, sea cual sea el clima, haga frío o haga calor, siempre están desnudos. Pero está solo. Entonces cuesta despertarse e introducirse en la atmósfera de la tarde por los propios medios. Cuesta, realmente cuesta y mucho. Se levanta de la cama y corre un poco la persiana de la ventana que da a la calle. Hace frío. El espectáculo de afuera es gris, demasiado gris para lo que él esperaba encontrar, pero sabe que aunque quisiera encontrarse con una espléndida tarde de sol, nada podrá hacer para cambiar la realidad; esa realidad reflejada en un cielo poblado por espesas nubes que descargan una lluvia copiosa que magulla las hojas de los árboles. Así que tampoco hay quejas; ni siquiera una débil protesta. Esto no quiere decir que haya resignación, no, nada de eso; es simplemente sumisión al destino. Fatalismo, como le dicen por ahí. Si hasta se lo toma con una moderada alegría. Mientras lo piensa, se lo dice a sí mismo en voz baja y no puede evitar dudar ni sonreír con cierta malicia. Alegría... Enciende el tocadiscos. Siempre a mano ese bicho lleno de cables y perillas, de transistores y potenciómetros. Es indispensable para él estar conectado a ese aparato como un infartado a una unidad coronaria móvil, para lograr pervivir. Además, sabe que le queda muy poco tiempo: hace dos días tuvo los primeros síntomas, un terrible dolor en el oído izquierdo que lo hizo revolcarse en la cama, llorando y gimiendo como un chiquillo. Estuvo toda la tarde así, hasta que, alcohol de por medio (el que se bebe no el de aplicación medicinal), pudo dormirse. Cuando despertó, cerca de la medianoche, se encontró sin dolor en su oído, pero también supo que desde ese momento jamás volvería a escuchar los sonidos que viniesen desde babor. Y por eso no hay que hacerse mala sangre, no, de ninguna manera; más valdría la pena hacerse mala sangre por las cosas que les suceden a las personas que quiere, que han sido secuestradas, que han desaparecido, que seguramente serán torturadas. Eso es mucho más molesto y enfadoso que quedarse sordo de un oído. Además, todo eso era previsible: las torturas y también su sordera. Ya se lo había dicho el médico ese que usaba una especie de vincha con un espejo circular agujereado en el medio, por donde se vislumbraba el ojo inquisidor del tipo de blanco guardapolvo y suaves modales que a él lo aterrorizaba. De esto había pasado ya mucho tiempo, cuando tenía apenas doce años. El especialista tenía un título tan largo y tan difícil de pronunciar que se pasó toda la revisación tratando de pronunciarlo, para distraerse y alejar los temores, aunque fuese por un rato, no más. Otonido... otogirolán... otorinolingó... otorinolaringocólogo... otorinolaringólogo, pensaba, mientras éste le decía "el asunto es bastante delicado, habrá que cuidarlos mucho", y su madre, un poco más atrás, en una esquina del consultorio, hacía un recuento pormenorizado de los largos baños de su hijo en el tanque australiano que usaban como piscina en el campo de los abuelos, allá, en plena llanura pampeana; un tanque con el agua putrefacta por la descomposición de las hojas de los tamariscos que el viento depositaba allí, y el orín de los sapos que chapoteaban naturalmente en su supeficie. También mencionó las incursiones en el lago de agua salada, adonde iba a buscar enormes terrones de sal del tamaño de un meteorito espacial que luego se usaban para desparasitar a las ovejas, y en donde se sumergía y salía blanco como la sal, precisamente, para quedarse al rato con el cuerpo más duro que Edith cuando huía de Sodoma y se le dio por curiosear. Y él, con la travesura dibujada en la cara, no le dio demasiada importancia a todo aquello; sólo se inquietó un poco cuando lo hicieron salir del consultorio y adentro se quedó su madre para hablar con el médico del título ininteligible. No fue necesario ser demasiado perspicaz para advertir la cara de preocupación que tenía ella cuando salieron de la policlínica. Su madre habló con tono monocorde: "muy simple, todo muy simple -le mintió- es sólo una pequeña perforación, un minúsculo punto en la membrana de los tímpanos". "Ya va a pasar -siguió- vas a tener que usar unos taponcitos de goma cada vez que te metas en el agua y nada más", concluyó. Sí, sí. Nada más. Ya pasaron otros doce años y muchas cosas quedaron a un lado, entre ellas los taponcitos de goma y el convencer a los profesores de la escuela para que lo dejaran sentarse en el primer pupitre a pesar de su gran estatura. Sus compañeros le decían Beethoven, dando muestras de su gran originalidad para los apodos, y él no se enojaba, jamás lo hizo con nadie; al contrario, siempre fue manso como un cordero. Eso sí, cada vez escuchaba menos; en secreto, es cierto, pero cada vez menos. Hasta que, hace un par de días, se apagó para siempre uno de sus oídos y el otro anda por ahí también, chillando y zumbando continuamente. Por eso encendió el tocadiscos, porque es poco el tiempo que le queda y hay que aprovecharlo hasta el último instante. Y ahora, puede ver a través de la ventana como llueve afuera, e inclusive alcanza a percibir algo así como el sonido de un trueno y no entiende bien que es lo que pasa; ahora, que se ha quedado completamente solo, con sus cigarrillos y las obras completas de Nietzsche leídas hasta el cansancio. Ve a la gente que corre agitada, cruzando las calles, mientras casi instintivamente coloca un vinilo en la bandeja de su tocadiscos. Tendrá que poner el control del volumen por lo menos en el nivel 8 -que es mucho, recuerda-, pero es la única manera de escuchar algo. La habitación sigue en penumbras y es más lindo así, ya que la música que a él le gusta va a inundarla y le va a dar luz. Efectivamente. Ya no duda en sentirse feliz y alegre: corriendo un poco una tapa en el mueble de la biblioteca, aparece una botella de ginebra, transparente, brillante, apetecible, y entonces no hace falta nada más. Y ahora, puede ver a través de la ventana como llueve afuera, e inclusive alcanza a percibir algo así como el sonido de un trueno y entiende muy bien que es lo que pasa; ahora, que se ha quedado completamente solo, con las gotas de lluvia en el vidrio de la ventana y ese nuevo disco de los Rolling Stones que le gusta tanto escuchado hasta el cansancio. Ahora, justo ahora que ya empieza a sentir los dolores en su oído derecho.


EFECTOS ADVERSOS
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

A sus setenta años creía que ya nunca más experimentaría los perturbadores síntomas de un enamoramiento: nerviosismo, palpitaciones, vértigo, sudoración en las manos, trastornos del sueño... Solo tuvo que aumentar, por equivocación, la dosis de su antiinflamatorio.


ANTES DE EXPRESAR UNA OPINION POLITICA
David Huerta
México (1949)

Mira este lado negro en la cara de tus interlocutores, su comisura de bandidos o de sacerdotes, y luego mide la distancia que te separa del ojo del huracán: ahí esta la política, en esta fórmula absurda, no menos absurda que el poder. El huracán es la naturaleza y tus interlocutores son la sociedad (digamos) y en esta medición y esa mirada se resuelve tu posible opinar, tu abismo de vulgaridad, tu sublime liberación anárquica, tu tratadismo popperiano o marxista, tu metáfora justa al recoger la tradición y conseguir meter la mano invisible del mercado en las aguas heladas del cálculo egoísta, todo en orden y bien estructurado para el altar instantáneo de la conversación, de la cháchara libresca, con citas en alemán, economía clásica, sociología y martinis helados, bajo la tarde que se deshace.


LECTURAS
Márgara Averbach
Argentina (1957)

Lo conocí en las librerías de viejos. Ahora, lo evito pero no fue así siempre: al principio, me gustaba mirarlo desde el otro lado de las grandes mesas mientras él levantaba los libros uno por uno y los tocaba con dedos largos, cuidadosos. A veces, sonreía, sí. Pero no compraba nada. Ni siquiera leía los títulos. Y yo no entendía del todo. Supongo que era por eso que lo buscaba. No me gusta no entender. Y entonces, una tarde, eligió un policial que yo había vendido la semana anterior. Uno de mis libros. Lo tocó con dedos largos, cuidadosos. No sonrió. Un segundo después, me estaba mirando. Fue como en la luz de un relámpago. Me sentí enorme, transparente. Oí dentro de mí, las tardes ahogadas sobre el sillón naranja; las noches en camas demasiado grandes; las mañanas de rabia en oficinas que odio. Retrocedí un paso, apoyé lo que tenía sobre la mesa y me fui. Tuve que esforzarme para no correr. Que quede claro: no me lo quitó todo. Todavía me animo a comprar libros usados. Sé protegerme: miro despacio las siluetas inclinadas antes de entrar. Ah, y no vendo nunca. Cuando me canso de una historia, la dejo en un colectivo, la regalo, me la olvido en un bar. No pienso arriesgarme.


SUEÑO DEL VIOLINISTA
Ramón Gómez de la Serna
España (1888-1963)

Siempre había sido el sueño del gran violinista tocar debajo del agua para que se oyese arriba, creando los nenúfares musicales. En el jardín abandonado y silente y sobre las aguas verdes, como una sombra en el agua, se oyeron unos compases de algo muy melancólico que se podía haber llamado "La alegría de morir", y después de un último "glu glu" salió flotante el violín como un barco de los niños que comenzó a bogar desorientado.


SOLO
Rolando Revagliatti
Argentina (1945)

Desde que me quedé solo decreció mi optimismo (riego malvones a la madrugada; volveré al lecho hasta que, aburrido, me dejaré caer y lograré así reaccionar, sobreponerme y encarar el día, si no laborable para mí, que eso nunca, al menos...). Los que ya no están, con cariño y resignación, me instaban a la diurna vigilia. ¿Han contemplado a pájaros muriendo?... Yo los he contemplado. Corbatitas, jilgueros, chingolos, despidiéndose a través de sonidos broncos y aislados, o de un piar chillón y sostenido. Ya no me afeito ni me peino, no recito églogas en el salón principal ni ensayo formas de saludo frente al gran espejo del vestíbulo. No hay artilugio ni práctica conspicua que pudiera adquirir o conservar. Duermo ahora con los pies envueltos en una bufanda y bebo el té amargo, sin limón ni cognac. Claro está, no espero ser visitado ni socorrido, aun en circunstancias extremas. Desde que me quedé solo soy, a simple vista, un hombre infeliz.


KRISTIAN
Jan Beltrán
Estonia (1970)

A Kristian le parecía que el encanto de Lisboa y su grandeza, que había quedado enterrada en las tinieblas del pasado, salían a la luz durante las cálidas noches de verano. Estas noches se llenaban de un calor sofocante pero placentero, que irradiaba de la calzada y de las murallas construidas de piedras colocadas sin apenas espacio entre ellas, abriendo los poros de piel en sudor. En esta cálida oscuridad hubo sexualidad y pasión. Parecía como si el aire hubiera sido tejido con las gotas evaporadas del Atlántico en una delicada manta de encaje que cubría toda la ciudad. Aquellas noches contenían voces y crujidos que daban una impresión de misterio como si las almas de los difuntos hubieran invadido la ciudad para echarse a descansar a orillas del río Tajo. Esta calma e inquietud, a la vez mística y paradójica, cubría toda Lisboa, naciendo en la falda de Alfama, desplegándose sobre Baixa- Chiado y el Barrio Alto, llegando a Rossio y a la plaza de Restauradores. Un sueño eterno, cálido y tierno o, quizás, un vacío dulce en el que no es preciso pensar, ni existir, ni sentir, se movía lentamente por la Avenida de Libertad, se dispersaba por las estrechas calles de la ciudad, pasando por encima de las colinas, introduciéndose en las grietas de las paredes y en los huecos de las puertas, metiéndose en las camas y en las almas de los lisboetas. A la luz del día, Lisboa parecía otra. Era como un museo de tiempos paralizados, un conjunto de muchas leyendas, dioses, leyes y actitudes. Había malestar de los árabes contra los cristianos, cotilleos de disidentes y caprichos del autócrata Salazar que había sido un gran amante del silencio. En esta ciudad reinaba una energía, un paso de tiempo extraño y misterioso, desconocido hasta ahora para Kristian, que disipó todas las prisas y frenó el paso. El progreso era tabú, irresponsabilidad, sin embargo, una virtud. Lisboa hubiera perdido este encanto si el mayor traficante de esclavos no hubiera sufrido un tremendo terremoto y un colapso demoledor, si el conservadurismo hubiera sido vencido por el liberalismo. También los judíos, que fueron perseguidos por la inquisición hace siglos y que encontraron en Lisboa un refugio en su huida de la Segunda Guerra Mundial, habían dejado su huella en este lugar. Esta extraña ciudad, a la que el paso del tiempo había acostumbrado a la grandiosidad y al poder olvidándose de hacer hueco para la miniaturización y debilidad, se había convertido, sin reconocerlo jamás, en un bastión de nihilismo, liberalismo e hipocresía. Allí se habían congregado lo absurdo, la falsa moralidad y la pereza, que teñían al resto del mundo de blanco y negro. A Kristian le gustó toda esa alteración, neurosis e introversión en el alma de esta ciudad, que olía a betún, café y cannabis. Llevaba en sí la libertad. Una libertad tan grande como la mentira, pero más creíble que la verdad, que se elevaba al cielo junto con el humo que expulsaban los puestos de castañeros callejeros.


LAS NALGAS
Ricardo Castillo
México (1954)

El hombre también tiene el trasero dividido en dos, pero es indudable que las nalgas de una mujer son incomparablemente mejores que las de un hombre, tienen más vida, más alegría, son pura imaginación: son más importantes que el sol y Dios juntos, son un artículo de primera necesidad que no afecta la inflación, un pastel de cumpleaños en tu cumpleaños, una bendición de la naturaleza, el origen de la poesía y del escándalo.


LA CEREMONIA
Carlos Garramuño
Argentina (1932)

Estaban sepultando al soldado. A aquel que con atrevimiento corrió a campo traviesa entre el silbido de las balas de las ametralladoras y las explosiones de los obuses que levantaban mortales hongos de humo, tierra y esquirlas. Enterraban al simple soldado, uno entre tantos, el que cayera abatido al pie de la trinchera enemiga a la vista de varios compañeros que testificaron su arrojo y recomendaron después homenajear su osadía con una medalla. El cortejo avanzó con parsimonia majestuosa entre los setos de tuya que bordeaban el sendero hacia el hoyo en el que sería depositada la caja con el cuerpo del valiente. Un momento de inusual recogimiento, una pausa sostenida por la emoción de los que asistían al acto. El camposanto estaba regado de toscas cruces blancas. Dejaron la caja en el suelo a la vera de la tumba recién abierta. El capitán, a quien una granada había volado el brazo derecho en los primeros escarceos de la guerra, se adelantó unos pasos y dijo algunas palabras sentidas. El que hacía las veces de capellán, por su parte, rezó un responso. Se echaba de menos el solo del clarín, pero es que ya no quedaban músicos. El cadáver fue descendido a la tumba y el hoyo rellenado con los terrones de tierra que cada uno de los presentes, con solemnidad, fue arrojando sobre la caja mortuoria. El momento más emotivo de la ceremonia arrancó algunas lágrimas. Cuatro soldados que se encontraban hincados en tierra con sus fusiles apuntando al cielo fueron alineados y dispararon una salva. El héroe lo merecía y mucho más.
El abuelo Cicerón entró al cobertizo donde los tres nietos jugaban, los retó porque no habían respondido al insistente llamado a la cena e, irascible, pateó la burda alameda de hojas de tuya, las crucecitas de escarbadientes y los soldaditos de plomo rodaron por el polvo, esta vez sin ninguna gloria.


RECETA PARA UNA LOCURA
William Ernest Fleming
España (1982)

Receta para una locura, al menos así lo decía ella: envolvemos en un conjunto negro y rojo de sujetador, medias, liguero, braga y tacones de aguja... un cuerpo nacarado, taimado con polvos para aromatizar y embellecer puntos tales como el pecho o las mejillas. Sobre una capa de rosácea superficie mejillar, colocamos puntos de estrategia cual lunares, todo rematado en unos labios coloreados de un tono carmesí semejantes a manzanas maduras. Atusamos el pelo tan rojo, como los mismos rayos del sol, con rizos y voladuras, para dar poder a la cascada de cabello y delimitamos unas enormes pestañas, con un negro oscuro, como el charol de los tacones. Maceramos todo durante unos minutos y comprobamos los efectos en un boquiabierto y estúpido detective.

29 de diciembre de 2011

Néstor García Canclini: "La globalización funciona como una interdependencia conflictiva y para la que estamos poco preparados "

El antropólogo argentino Néstor García Canclini (1939) es profesor distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana e investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores, ambos en México. Doctorado en Filosofía por las universidades de La Plata -su ciudad natal- y París, ha sido profesor visitante en las universidades de Nueva York, Stanford, Barcelona, París, San Pablo y Buenos Aires. Algunos de sus libros son: "Culturas híbridas"; "Las culturas populares en el capitalismo"; "Latinoamericanos buscando lugar en este siglo" y "Lectores, espectadores e internautas". García Canclini, quien está radicado en el Distrito Federal desde hace más de tres décadas, ha coordinado "Extranjeros en la tecnología y en la cultura", un volumen que contiene textos de investigadores de diversas disciplinas que abordan la resignificación de la condición de extranjero en un mundo donde la globalización no es necesariamente sinónimo de fronteras más abiertas y hospitalarias. El libro, que reúne trabajos de once autores de distintos países, incluye las distinciones teóricas de Alejandro Grimson; la circulación internacional de las artes visuales, según Andrea Giunta y Gerardo Mosquera; las experiencias de artistas "emigrados" como Pat Badani y Mariana Castillo Deball; el subtitulado de las películas según Arlindo Machado; y la propuesta utópica de Hervé Fischer de un "hiperhumanismo", entre otras disquisiciones alrededor de la metáfora de la extranjería y su impacto en el arte, la cultura y el uso cotidiano de la tecnología. "Migración, exilio y fronteras -sostiene García Canclini- son temas centrales en el arte, la literatura y las ciencias sociales, como consecuencia de los millones de desplazamientos ocasionados por motivos socioeconómicos y políticos. En los últimos años aparecen otras separaciones entre nativos y migrantes, nuevas formas de extranjería, no referidas sólo a separaciones geográficas. Se habla de la migración de lo analógico a lo digital: los jóvenes son nativos (digitales) en oposición a los inmigrantes (letrados) que deben aprender un nuevo lenguaje. También hay extranjeros nativos, como los disidentes o exiliados internos, o los migrantes que regresan a su sociedad natal y se sienten extraños. Los cambios tecnológicos y culturales generan formas de discriminación o exclusión aún dentro de la propia sociedad". "Las migraciones y extranjerías -agrega el antropólogo argentino- son campos propicios para revisar cómo representamos y comunicamos las experiencias, pues implican un modo radical de experimentar la incertidumbre y el pasaje de una manera de nombrar y decir a otra: esta discontinuidad es mayor si al ir a otro país cambia la lengua, pero ocurre también al pasar a otra sociedad que habla el mismo idioma con modulaciones distintas. O en el mismo país cuando en las transferencias simbólicas experimentamos abandonos y recreaciones del sentido. Los modos oblicuos de nombrar en las metáforas dan ingreso a esa trama escondida de significados, a otra densidad de la experiencia. El extranjero vive entre hechos que tienen otros nombres y nombres que perdieron sus hechos". García Canclini, quien es considerado uno de los pensadores latinoamericanos más influyentes, analizó los efectos de las nuevas tecnologías en la vida privada, el arte, la política y, en el caso de los que no logran incorporarlas, como una forma metafórica de ser extranjero, en la entrevista que le concedió a Bruno Massare para el nº 304 de la revista "Ñ" del 25 de julio de 2009.


Usted contrapone la suposición acerca de que el incremento de las comunicaciones mejorará los intercambios entre las naciones al hecho de que cada vez más las fronteras se "exasperan" y se deteriora la convivencia entre muchos países. ¿Puede advertirse este doble movimiento en el reciente brote de gripe en México en relación a la velocidad a la que circuló la información y a la reacción de otros países hacia México?

Fue una situación que demostró la fragilidad de los intercambios globales. Y también puso en evidencia en México y en otros países el desmantelamiento de los servicios públicos, como también pudo verse en la Argentina con el dengue. Entonces, en medio de estas situaciones de emergencia sanitaria se recurre a atrincheramientos ficticios. Mientras que la Organización Mundial de la Salud dice que no se soluciona nada cortando fronteras o suspendiendo vuelos, esto efectivamente se hace. En general, percibimos que la globalización no funciona como un proceso de reafirmación de las relaciones internacionales, sino más bien como una interdependencia conflictiva y para la que estamos poco preparados.

La globalización, de la mano de fenómenos como Internet, ¿instaló un imaginario de ciudadanía supranacional? ¿Actúa la Red, en tanto medio masivo de comunicación, como un homogeneizador de culturas?

La tendencia homogeneizadora claramente existe. Antes era una función que ejercían los Estados nacionales: homogeneizar culturalmente sus territorios, desconociendo diferencias étnicas o regionales. Ahora ocurre también a escala internacional. Aunque es algo más característico de otros medios masivos como la televisión. Porque en Internet hay una oferta muy diversa de bienes culturales. Creo que los imaginarios supranacionales no van en la línea de crear una suerte de ciudadanía supranacional, sino de estandarizar en pocos formatos modelos de consumo, algo que sin dudas han instalado las grandes marcas.

Usted habla de "localización múltiple" para referirse a la forma de hipercomunicación que se da actualmente a través de diversos medios como el correo electrónico, el teléfono, el celular e inclusive las redes sociales. ¿Estamos ante una redefinición de la división entre el ámbito público y privado de cada persona?

Sí, y creo que es uno de los procesos más dinámicos y transformadores de la actualidad. Es fascinante intentar prever qué consecuencias va a tener esta forma de comunicarnos. Y surgen nuevos conceptos: se habla de intimidad y extimidad, en el caso de esta última como la tendencia a externalizar la intimidad, fenómeno que va desde los "reality shows" hasta YouTube o redes sociales como Facebook. Sin duda responden a motivaciones muy variadas: uno percibe deseos de formar nuevas comunidades por descontento con las tradicionales, exhibicionismo, voyeurismo y búsqueda de emociones fugaces. Pero también genera efectos muy interesantes, como formas de comunicación muy fluidas.

¿Cómo evalúa el uso que los gobiernos y los políticos comienzan a hacer de Internet y de tecnologías como las redes sociales?

Algunos políticos tienen muy en claro la importancia de estos medios. La campaña de Obama demostró que él mismo y sus asesores tenían una familiarización con el lenguaje de la Red y que supieron usarlo con provecho. Habrá que ver si seguirán apoyándose en estas tecnologías como forma de consulta o de participación ciudadana, o si sólo fue un recurso electoral. Pero es una excepción, porque en general no hay un uso creativo acorde a las posibilidades de los nuevos dispositivos y lenguajes. Y esto tiene que ver con el envejecimiento de la clase política. Pero este desaprovechamiento también se da en la educación y se pudo ver claramente en México cuando se suspendieron las clases. ¿Por qué no había un plan de emergencia para epidemias o sismos con programas de educación remota, de modo que el maestro pudiera comunicarse digitalmente con sus alumnos, explicarles los acontecimientos, relacionarlos con los contenidos y encargarles tareas en la casa? Es evidente la desconexión que hay entre la educación y las nuevas posibilidades comunicacionales.

¿Cómo impacta en la producción artística la multiplicidad de soportes y la convergencia en ellos de contenidos que antes solían presentarse por separado, como textos, imágenes y videos?

Basta con ir a cualquier feria o bienal de arte en el mundo para ver cómo se mezclan los soportes, los recursos comunicacionales y cómo se está produciendo una desjerarquización de las clasificaciones de los géneros artísticos. No desaparecen la escultura o la pintura, pero cambia la vieja jerarquía entre lo escrito y lo visual, porque lo electrónico nos trae todo junto en la pantalla y el papel dejó de ser el único soporte de lectura.

En "Extranjeros en la tecnología y en la cultura", usted habla de modos metafóricos de ser extranjero y cita el caso de los extranjeros digitales: aquellos que no dominan las nuevas tecnologías. ¿En qué medida es una extranjería determinada por el mercado?

Los viejos condicionantes de la desigualdad sociocultural siguen operando: son los desniveles económicos y educativos. Pero, sin perder importancia, se redimensionan con nuevos hábitos y formas de sociabilidad que genera la tecnología. Muchos jóvenes saben usar computadoras aunque no las tengan. Un alumno de cuarto o quinto grado de primaria, de clase popular, puede ser capaz de acceder a formas muy sofisticadas de acceso a Internet, a diferencia de quienes son extranjeros digitales por una razón generacional.

En su crítica al sobredimensionamiento del nomadismo como ícono posmoderno de la globalización, cita estudios que señalan que sólo viaja el 3% de la población mundial. ¿Por qué cree que se extendió esta idea de que todo el mundo está en movimiento?

Fue un fenómeno de las décadas de los '80 y '90 y estuvo ligado al auge del posmodernismo. En "Extranjeros en la cultura...", tratamos de analizar cuántos viajan, adónde, para qué y no confundir en un mismo paquete a turistas, migrantes documentados, indocumentados, jóvenes que van a hacer posgrados y artistas, y también analizar lo que llamamos los viajes virtuales y las extranjerías metafóricas. Es decir, estas formas de sentirse o de hacer sentir extranjeros a algunos en la propia ciudad. Porque no se eliminan las fronteras, sino que se multiplican, son móviles y permeables pero a veces también más agresivas. Entonces, tenemos que volver a preguntarnos qué significa ser extranjero. Es preciso analizar cómo funcionan las extranjerías situacionales, que a veces tienen que ver no sólo con aquel que está lejos o del otro lado de la frontera, sino también con aquel que está cerca, que es "otro" porque desafía nuestros modos de percepción y significación.

¿Qué queda del sueño latinoamericanista? En uno de sus textos dice que lo latinoamericano es más una tarea que una identidad o una esencia. ¿Hay un proceso de descomposición en América Latina?

Es interesante observar los enormes contingentes latinoamericanos que viven fuera de sus países. En algunos, como México, Ecuador o Uruguay, el 15 o 20% de su gente vive fuera de América Latina. La noción de latinoamericanidad se desdibuja. No es que se fueron y ya no cuentan; mantienen relaciones fluidas con los que quedaron. Están las remesas, como vínculo económico, pero también podemos hablar de remesas culturales: vínculo y transmisión de información. En cuanto a la utopía latinoamericanista, actualmente hay pocas condiciones para gestas heroicas. Predomina la inestabilidad, la descomposición social interna, la pérdida de prestigio de los partidos políticos y otras formas de desintegración que corroen las viejas formas de integración o crean otras nuevas y perversas, como sucede con el narcotráfico. Y luego están los arreglos ocultos de los gobiernos, que sabotean los discursos y documentos integradores y se atrincheran en supuestos intereses nacionales.

Usted nació y estudió en la Argentina, pero pasó buena parte de su vida en México. ¿En qué medida se siente extranjero en uno o en ambos países?

Estoy por cumplir treintitrés años en México. Tengo las dos nacionalidades y logro sentirme cómodo con la doble pertenencia. Desde el '83 voy a la Argentina una o dos veces por año. Hago trabajos allí, interactúo con mucha gente y tengo excelentes amigos. Uno sufre pérdidas, pero también se enriquece la mirada. Probablemente a mí nunca se me hubiera ocurrido la noción de "culturas híbridas" si me hubiera quedado en la Argentina. Fue el resultado del desgarramiento, del intento por juntar culturas como las varias argentinas y las varias mexicanas. Quizás estas dificultades están en el origen de que haya coordinado este libro sobre extranjerías.

Augusto Monterroso y los "pájaros" de Hispanoamérica

El escritor guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003) fue un gran narrador y ensayista que incluyó en su obra la parodia, el absurdo, la fábula, la caricatura y el humor negro. Maestro de la brevedad, con su prosa concisa, accesible, sencilla y a la vez pletórica de referencias cultas, abordó temáticas complejas sentando los cimientos de un universo inquietante. Traducida a varios idiomas, su obra incluye títulos como "El concierto y el eclipse", "Uno de cada tres", "El centenario", "Obras completas y otros cuentos", "La oveja negra y demás fábulas", "Movimiento perpetuo", "Animales y hombres", "Lo demás es silencio", "Las ilusiones perdidas", "Esa fauna", "La vaca", "La palabra mágica", "La letra e. Fragmentos de un diario" y "Literatura y vida". Uno de sus últimos libros fue "Pájaros de Hispanoamérica", un volumen en el que recogió treinta y siete textos que plasman otros tantos retratos (incluido el suyo propio) de treinta y seis escritores latinoamericanos contemporáneos. Los escritores fueron convertidos en pájaros por obra y gracia de la metáfora que Monterroso confesó haber extraído del texto precolombino Popol Vuh -el libro sagrado de los indios quichés- que dice: "Y sus hermanos mayores se admiraban de ver tantos pájaros". A propósito de la recolección de textos biográficos, el autor señaló en el prólogo: "Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo. Lo que aquí presento no son retratos; ni siquiera bocetos o apuntes, sino tan sólo el trazo de ciertas huellas que algunos pájaros que me interesan han dejado en la tierra, en la arena y en el aire, y que yo he recogido y tratado de preservar". Los artículos periodísticos en los que Monterroso comenta la huella que diversos autores, hispanoamericanos como él, han dejado en su persona al tratarlos o en su obra al leerlos, son textos de extensión reducida cuyo contenido oscila entre la crítica, la evocación y la memoria autobiográfica, escritos con un enfoque cordial, amistoso y admirativo. Cuatro de esos textos son los que les dedicó al mexicano Juan Rulfo (1918-1986), al peruano Manuel Scorza  (1928-1983), y a los argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986) y Julio Cortázar (1914-1984).


JUAN RULFO, FANTASMOLOGO

Comida con Juan Rulfo en casa de Vicente y Alba Rojo. Preocupaciones de Juan, problemas que lo agobian a estas alturas en que debería tener todo resuelto. Acostumbrado a tratar con fantasmas, los seres de la vida real son para él menos manejables que los que tan admirablemente ha puesto en su lugar en la ficción, y a través de la ficción en la mente de tantos lectores suyos en el mundo, que por su parte han hecho de él una fantasía, un ser inasible y lejano de un México igualmente remoto. Pero la realidad es más dura; en ella las puertas no se atraviesan a voluntad sin abrirlas y, cuando se abren, los problemas están allí, irrespetuosos, indiferentes a la fama y el prestigio literarios. ¿Cómo es Juan Rulfo?, me preguntan a veces los lectores suyos lejanos, y yo trato de describirlo como el ser humano más natural que he conocido siempre; pero ellos se empeñan en no creerlo y entonces prefiero hablar de su obra o contar alguna anécdota a fin de calmarlos, ya que no puedo convencerlos. En abril de 1980 María Esther Ibarra me hizo las siguientes preguntas para un semanario mexicano: "¿Qué revela la obra de Juan Rulfo y cómo debe ubicarse, un cuarto de siglo después de su creación? ¿Qué influencias han ejercido 'El llano en llamas' y 'Pedro Páramo' en la producción de los escritores de habla española?". Mi respuesta: "No creo que en cuanto a mí pueda hablarse de influencia de libro a libro. Es obvio que lo que Rulfo escribe es muy diferente de lo que yo hago. Pero sí puede hablarse de influencia en muchos otros órdenes o, tal vez mejor, de coincidencias con respecto a la apreciación de la literatura, del oficio. La mesura de Rulfo, que debería ser una influencia general, la falta de prisa de sus primeros años y su reacia negativa posterior a publicar libros que no considera a su propia altura, son un gesto heroico de quien, en un mundo ávido de sus obras, se respeta a sí mismo y respeta, y quizá teme, a los demás. Hasta donde pude, traté de recibir su influencia y de imitarlo en esto. Pero la carne es débil". Rulfo es un caso único. Se puede detectar una escuela o una corriente kafkiana o borgiana; pero no la rulfiana, porque no tiene imitadores buenos. Supongo que éstos no han comprendido muy bien en dónde reside el valor de su maestro. ¿Cómo imitar algo tan sutil y evasivo sin caer en la burda repetición del lenguaje o las situaciones que presentan "El llano en llamas" o "Pedro Páramo"? Los imitadores no constituyen necesariamente una escuela. Pero volviendo al propio Rulfo, una de sus grandes hazañas consiste en haber demostrado hace veinticinco años que en México aún se podía escribir sobre los campesinos. Entonces se pensaba con razón que éste era un tema demasiado exprimido y, al mismo tiempo, que el objetivo del escritor debía ser la ciudad, la gente de la ciudad y sus problemas. O Joyce o nada. O Kafka o nada. O Borges o nada. Cuando todos estábamos efectivamente a punto de olvidar que la literatura no se hace con asfalto o con terrones sino con seres humanos, Rulfo resistió la tentación del rascacielos y se puso tercamente (tercamente es la palabra, me consta) a escribir sobre fantasmas del campo. En ese tiempo se creyó equivocadamente que Rulfo era realista cuando en realidad era fantástico. En un momento dado Rulfo y Kafka se estrechaban la mano sin que nosotros, perdidos en otros laberintos, nos diéramos cuenta. Ni nosotros ni nuestra buena crítica, que creía que lo fantástico se hallaba únicamente en las vueltas de tuerca de Henry James. Pero los fantasmas de Juan Rulfo están vivos siendo fantasmas y, algo más asombroso aún, sus hombres están vivos siendo hombres. ¿Cómo puede haber escuelas rulfianas a la altura de Rulfo?

MANUEL SCORZA, NOVELISTA

El 15 de noviembre pasado me encontré con Manuel Scorza. B. y yo fuimos a verlo a su departamento, 15, rue Larrey, en París. Comenzamos a hablar, como siempre, de México, de amigos comunes, para desembocar, como siempre, en la literatura. Noté que Scorza había adquirido una nueva manía. Cada poco tiempo sacaba una especie de libretita y un lápiz y anotaba cualquier broma que le decíamos, cualquier ocurrencia, mientras declaraba: "Lo pondré en mi próxima novela", y guardaba su papelito para volver a sacarlo cinco minutos después. Entonces yo le recordé que Joyce practicaba también esa costumbre y que hubo una época en que en las reuniones ya nadie quería decir nada delante de él porque todos sabían que sus frases (generalmente de lo que se hace una conversación entre escritores, sólo que la mayoría las deja escapar, o las desperdicia sin preocuparse, o cuando mucho espera a llegar a su casa para anotarlas) irían a dar a sus novelas. Pero Manuel dijo: "A mí no me importa, y eso también lo voy a anotar". Y así seguimos un buen rato hasta que en un momento dado se levanta y dice riéndose: "¿Saben una cosa? Por fin ya aprendí a escribir, ya no me interesan los adjetivos ni las comas ni nada de ese tipo; ya descubrí el humor, ya hago lo que quiero sin preocuparme neuróticamente por la forma o la perfección o esas vanidades. ¿Les leo las primeras páginas de mi nueva novela?". Cuando le dijimos que sí, la trajo y comenzó a leer. Mientras lee yo alcanzo a ver las páginas escritas a máquina y según él ya en limpio, en las que observo tachaduras en una línea y en otra, y cambios producto quizá de la relectura preocupada de esa misma mañana, o del último insomnio. Scorza que comenzó leyendo con cierto brío y distintamente, va perdiendo poco a poco el aplomo y acaba por decir mejor hasta ahí, que nos está aburriendo, pero que más adelante la obra mejora, que en todo caso le falta todavía mucha investigación que hacer en la Bibliothèque Nationale porque hay cosas que tienen que estar bien documentadas. Qué fastidio, dice, ahora que ya aprendí a escribir. Y prefiere contarnos los problemas que tuvo para cobrar sus derechos de autor a no sé qué editorial, y cómo casi lo logró cuando hace algunos años, durante un congreso de escritores en una capital sudamericana, ante las cámaras de televisión y un auditorio nacional el Presidente de la República dijo señalándolo: "Es un honor para nosotros tener aquí al gran novelista peruano Manuel Scorza. ¿Qué mensaje nos trae, señor Scorza?". "Señor Presidente yo no traigo ningún mensaje, traigo una factura". Fue cuando saqué mi libreta, anoté su dicho, y nos reímos.

JORGE LUIS BORGES, CABALISTA

Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka encontré su prólogo a "La metamorfosis" y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de los prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Wolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial. Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos vuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español. Acostumbrados como estamos a cierto tipo de literatura, a determinadas maneras de conducir un relato, de resolver un poema, no es extraño que los modos de Borges nos sorprendan y que desde el primer momento lo aceptemos o no. Su principal recurso literario es precisamente eso: la sorpresa. A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder. Sin embrago, la lectura de conjunto nos demuestra que lo único que podía suceder era lo que Borges, dueño de un rigor lógico implacable, se propuso desde el principio. Así el relato policial en que el detective es atrapado sin piedad (víctima de su propia inteligencia, de su propia trama sutil), y muerto por el desdeñoso criminal; así en la supuesta revisión de la obra del gnóstico Nils Runeberg, en la que se concluye, con tranquila certidumbre, que Dios, para ser verdaderamente hombre, no encarnó en un ser superior entre los hombres, como Cristo, o como Alejandro o Pitágoras, sino en la más abyecta y por lo tanto más humana envoltura de Judas. Y por último, el gran problema: la tentación de imitarlo era casi irresistible; imitarlo, inútil. Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrell; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y demasiado evidente. El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas: 1. Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica); 2. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen rato para ver qué hace (benéfica); 3. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica); 4. Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica); 5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica); 6. Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica); 7. Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica); 8. Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica); 9. Creer en el infinito y la eternidad (maléfica); 10. Dejar de escribir (benéfica).

JULIO CORTAZAR, PALINDROMISTA

Recuerdo el alboroto que en los años sesenta armó su novela "Rayuela", cuando las jóvenes inquietas de ese tiempo se identificaron con el principal personaje femenino, la desconcertante Maga, y comenzaron a imitarla y a bañarse lo menos posible y a no doblar por la parte de abajo los tubos de dentífrico, como símbolo de rebeldía y liberación; y luego los cuentos de Julio, que eran espléndidos y que existían desde antes pero que gracias a "Rayuela" alcanzaron un público mucho mayor, y más tarde sus vueltas al día en ochenta mundos y, como si esto fuera poco, sus cronopios y sus famas; y uno observaba cómo, fascinados por las cosas que se veían en estos seres de una mitología que suponían al alcance de sus mentes, los políticos y hasta los economistas querían parecer cronopios y no solemnes, y lo único que lograban era parecer ridículos. De todo esto, y de sus hallazgos de estilo y del entusiasmo que despertó entre los escritores jóvenes, quienes a su vez se fueron con la finta y empezaron a escribir cuentos con mucho jazz y fiestas con mariguana y a creer que todo consistía en soltar las comas por aquí y por allá, sin advertir que detrás de la soltura y la aparente facilidad de la escritura de Cortázar había años de búsqueda y ejercicio literario, hasta llegar al hallazgo de esas apostasías julianas que provisionalmente llamaré contemporáneas mejor que modernas; y sus encuentros de algo con que creó un modo y una moda Cortázar, con su inevitable caudal de imitadores. Los años han pasado y bastante de la moda también, pero lo real cortazariano permanece como una de las grandes contribuciones a la modernidad, ahora sí, la modernidad, de nuestra literatura. La modernidad, ese espejismo de dos caras que sólo se hace realidad cuando ha quedado atrás y siendo antiguo permanece. Leo el "Cuaderno de bitácora de Rayuela" de Ana María Barrenechea, en el que se reproduce el manuscrito del plan original de "Rayuela". Es consolador y estimulante ver en la parte facsimilar del manuscrito los avances y retrocesos, las vacilaciones ante los temas, la caracterización de las personas, los adjetivos corregidos o suprimidos, los diagramas, las "rayuelas" con sus números y lo supuestos pies de un jugador imaginario dibujados por el autor, los planos de edificios que después serán descritos, todo ese proceso que hace sufrir (según vayan las cosas) o gozar (según vayan las cosas) a los cuentistas, los novelistas o los poetas. Julio Cortázar. Un autor auténticamente moderno en esta publicación de sus manuscritos en la que se puede ver algo (nunca puede verse todo) de su forma de encarar eso que algunos llaman creación y que tal vez no sea sino un simple ordenamiento, su respeto, o su irrespeto, qué diablos, por la palabra escrita; o su humildad, finalmente, ante la inmensidad de un sí o de un no que a nadie le importa pero que al artista le importa; de un párrafo que se conserva o que se suprime, las enormes minucias que diría Chesterton y que el lector, ese último beneficiario o perdedor invisible, apenas sospecha.

22 de diciembre de 2011

Antonio Tabucchi. El revés de la realidad y el principio del azar en la obra de Julio Cortázar

"Il gioco del rovescio e altri racconti" (El juego del revés y otros cuentos), "I volatili del Beato Angelico" (Los volátiles del Beato Angélico), "L'angelo nero" (El ángel negro), "Un baule pieno di gente" (Un baúl lleno de gente), "Sogni di sogni" (Sueños de sueños), "Gli ultimi tre giorni di Fernando Pessoa" (Los tres últimos días de Fernando Pessoa), "Si sta facendo sempre più tardi" (Se está haciendo cada vez más tarde), "L'oca al passo" (La oca al paso), "La gastrite di Platone" (La gastritis de Platón) y "Il tempo invecchia in fretta" (El tiempo envejece deprisa) son otros de los tantos títulos que enriquecen la obra de Tabucchi. Un recorrido por su obra narrativa abre a la mirada de los lectores un espacioso territorio de dispar relieve que se extiende a lo largo de sus cuentos, relatos, novelas y ensayos. En muchos de ellos, es evidente la vecindad con el realismo mágico del llamado "boom" de la literatura latinoamericana que impactó en Italia a partir, sobre todo, de "Cien años de soledad". La poética de Tabucchi entrelaza los frágiles límites entre realidad e imaginación, entre ensoñación y memoria, y, en muchos de sus relatos, da una vuelta de tuerca a la metáfora borgeana de la memoria ajena, imaginando los sueños de otros, sin renunciar por ello a interrogarse sobre las cuestiones más acuciantes de nuestra actualidad: el creciente racismo y el estado deplorable y la marginación que sufren los exiliados en Europa, el totalitarismo que implica la fusión del poder político con el poder económico, o los peligrosos deslizamientos desde la información periodística hacia la mera propaganda. En esa tensión entre la realidad y la imaginación, en esa apertura de grietas fantásticas en lo cotidiano tan ostensible en su narrativa, se advierte la influencia de Julio Cortázar (1914-1984), un escritor a quien Tabucchi dice deberle mucho. "Fue un escritor que empecé a leer cuando era muy joven. Me interesó su penetración aguda en la realidad. Siempre iba más allá, como si su mirada fuera un poco más allá del espejo. Era un escritor con muchas inquietudes. Le preocupaba la sociedad, la vida, el mundo, la política. Era muy receptivo. Miró la pluralidad del mundo a través de su riqueza de temas, opiniones. Me gustaba mucho el hecho de que fuera un sudamericano que vivía fuera de su país, en una relación curiosa con su tierra de origen. Un amor profundo por América Latina, más una mezcla entre América Latina, Europa y Occidente se vislumbra en su obra. Capturó la cultura del mundo. Coincido con él en su gusto por el jazz; también por el boxeo, un deporte que le parecía un poco el símbolo de la vida. Como en la vida, hay que pelear constantemente. Su simpatía era para los perdedores. No le importaban los ganadores. Tenía una gran generosidad en su mirada". Admite Tabucchi que entre las constantes de sus libros se halla la idea del laberinto, una obsesión compartida con Borges y también con Cortázar. "Pero mi idea del laberinto no está ligada tanto a lo espacial, como a la existencia. Las personas que encontramos en nuestras vidas nos marcan y son algo así como cruces de caminos. A partir de esos encuentros se abren senderos distintos que se multiplican de un modo perturbador. Es inquietante pensar que, por otra parte, cada uno de nosotros es para los demás un cruce de caminos. De modo que las posibilidades de encuentros, de desencuentros, las distintas orientaciones posibles, se vuelven infinitas. Es como si ninguna historia pudiera terminarse, porque, de verdad, todo permanece abierto, en la literatura y en la vida". En el nº 429 de la revista "Ñ" del 17 de diciembre de 2011, Tabucchi escribió lo siguiente sobre el autor de "Rayuela".

CORTAZAR Y LA VIA LACTEA

En las primeras páginas de "La fascinación de las palabras", un extraordinario libro-entrevista con su amigo Omar Prego (una entrevista que duró dos años, de 1982 a 1984, año de su muerte), Julio Cortázar hace una afirmación asombrosa. Omar lo interroga sobre el sentido de la escritura (es la típica pregunta estilo "¿Por qué escribís?") y Cortázar evoca su infancia confesando que de niño (esto, dice, le sucedía hacia los siete años) había vivido una especie de "diferenciación" entre las palabras y los objetos que éstas designan: "Entré en una etapa que habría podido ser peligrosa y desembocado en la locura: quiero decir, que para mí las palabras empezaron a ser más importantes que las cosas mismas". Omar le pregunta si no era una suerte de sustitución de la realidad. Y Cortázar: "La fascinación que me producía una palabra (...) Yo estiraba el dedo y escribía las palabras, las veía armarse en el aire, palabras que eran, muchas de ellas, palabras fetiches, palabras mágicas (...) Y en ese momento en que empecé a jugar con las palabras (...). Cuando descubrí los palíndromos (yo no sabía que existieran pero en un libro encontré el primero, el clásico, ese que dice: "Dábale arroz a la zorra el abad" que es una frase muy larga) cuando la escribí en el papel o en el aire me di cuenta de que decía la misma cosa, me sentí instalado en una situación de relación mágica con el lenguaje". Este niño que corrió el riesgo de la locura y que había entrado en una relación mágica con el lenguaje conoció una diferenciación lógico-lingüística que lo llevó a un mundo meta-empírico, un mundo donde el significante se había separado del significado yéndose por su lado o adquiriendo una vida misteriosa que se desarrollaba en otra dimensión lingüística, como si el pequeño Julio hubiera llegado al conocimiento de una lengua auroral e inefable. Como si pensase en minoico o por jeroglíficos.
De la diferenciación semántica a la distancia ontológica, de un significante autónomo y paralelo a un universo de significados igualmente autónomos y paralelos, el pasaje parece ineluctable. Y Omar Prego lo capta de inmediato: "En tus cuentos siempre se produce un deslizamiento, a veces casi imperceptible, que nos lleva a otra realidad, se dobla una esquina peligrosa y se ingresa a un mundo otro". Y Cortázar responde de manera incomparable, evitando explicar su literatura y limitándose a la evocación de la infancia. "Se daría como una consecuencia fatal de esta toma de posición frente a la realidad que yo advertí en mí desde muy pequeño y que además asumí contrariamente al caso de otros niños. Yo recuerdo a compañeros de mi edad que en un principio eran capaces de participar un poco en esa visión diferente que yo tenía. Cuando éramos muy amigos yo me atrevía a hablarles en confianza, a trasmitirles, un poco, esas reacciones mías ante las cosas y ante el idioma, ante las palabras. Pero muy pronto advertí que a medida que pasaban los meses -el tiempo va rápido en la infancia-, a lo sumo un año, ellos finalmente habían optado quedarse de este lado".
Hay una palabra fuertemente ambigua sobre la cual debemos entendernos para hablar de Cortázar: lo fantástico. Por convención, Cortázar pertenece a la "literatura fantástica", definición que significa todo y nada y que nace sólo de la necesidad de poner orden en algo que orden no tiene, la literatura, clasificándola por géneros, especie y familias como se hace en el reino natural. La clasificación de Linneo es fundamental para la botánica pero en literatura resulta insensata: puede aceptarse su criterio por la comodidad de la comprensión inmediata ("literatura de viajes", "literatura policial", "literatura rosa", "literatura de horror", etcétera) pero a nadie se le ocurriría incluir a "Anna Karenina" en la "literatura rosa", "La línea de sombra" en la "literatura de viajes" o "El pozo y el péndulo" en la "literatura de horror". Por otra parte, si quisiéramos incluir la obra de Cortázar en la llamada "literatura fantástica", la presunta biblioteca de lo "fantástico" resultaría infinita, empezando por la noche de los tiempos con "La epopeya de Gilgamesh", "La odisea", "El asno de oro", hasta Orwell y Kafka.
Hace unos años, Tzvetan Todorov publicó un ensayo brillante sobre la "literatura fantástica" lleno de clasificaciones y subdivisiones especiosas. Nadie niega la buena utilidad del manual universitario, pero es un trabajo totalmente insuficiente cuando del problema del orden clasificatorio y nomenclador, el verdadero problema, como sucede en Cortázar y los grandes escritores de su nivel, pasa al orden puramente filosófico: ¿la realidad en la que vivimos es de verdad real o es solamente la cara visible de una realidad "otra"? La pregunta se relaciona con todos los escritores que se plantearon el interrogante, desde Pirandello y Pessoa, hasta Borges, obviamente hasta Kafka, y más arriba, hasta Shakespeare, Calderón y Cervantes. Quienes eventualmente pueden arrojar algunas luces sobre lo que por convención definimos "literatura fantástica" son los filósofos que investigaron la literatura. Roger Caillois, por ejemplo en "Au coeur du fantastique" (En el corazón de lo fantástico, 1965), define lo fantástico como "un escándalo, un desgarramiento, una irrupción insólita, casi insoportable en el mundo real" o una definición todavía más cortante, como "una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo inadmisible en el interior de la inalterable legalidad cotidiana".
Y en referencia a ciertos textos pirandellianos donde el límite entre real y fantástico es fragilísimo y superable con una desviación lógica, Remo Bodei habla de un sentimiento palíndromo que nos recuerda las afirmaciones de Cortázar: no sólo la realidad es reversible, sino también el sueño, para acomodarse una al otro, ambos en su "revés": "Los protagonistas de 'Rimedio: la geografia' (Remedio: la geografia) y de otra novela breve, 'La carriola' (La carretilla), no se reconocen en su vida y ven la realidad como un sueño invertido; dudan, efectivamente, de lo que es empírica y lógicamente más cierto y consideran en cambio verdadero el ensueño de los deseos insatisfechos", dice Bodei. "Contando un viaje en tren, la voz narradora de "La carretilla" expresa con precisión el vago sentimiento del atractivo imprevisto de una vida no vivida, la nostalgia punzante por todas las posibilidades no realizadas".


Si para el personaje pirandelliano la vida no vivida que por un instante sustituye la vida real del protagonista y la expulsa es el "fantasma" (en el sentido etimológico del griego antiguo del término), la aparición extranatural de una vida que nunca se condensó o transustanció en lo real y permaneció en la dimensión de lo posible, la literatura de Cortázar indaga análogamente "más allá" de lo real, en el misterio de las cosas, como en busca de su esencia, en una suerte de caverna de Platón al revés: no son los objetos que gracias a la luz proyectan sobre las paredes de la cueva sombras ilusorias que nosotros creemos reales, son las sombras, los "fantasmas", las esencias de las cosas las que proyectan sobre la pantalla del mundo todo lo que nos rodea y que llamamos real.
Vuelvo a la "confesión" de Cortázar sobre el extraño fenómeno que le ocurrió en la infancia: las palabras que se "diferencian" de las cosas que designan para formar una realidad independiente y autónoma que difiere de la realidad visible. Y pienso en cuántos personajes infantiles pueblan sus cuentos. O personajes adultos que ponen en práctica la misma estrategia, una suerte de "brujería" que les permite fijar la mirada en la realidad del "hecho" y abrir allí fisuras abismales. En esas palabras que vagan en el aire formando una realidad totalmente suya, hay algo de Plotino, obviamente, y también ciertas alusiones a la metafísica de Spinoza, como un enjambre de pensamientos que de entidad colectiva se convierte en entidad individual y se condensa en una criatura. En Cortázar, una criatura que se llama "una historia para contar". Y siempre a propósito de la infancia, de cierta manera de superar los confines de lo real; me viene a la mente Françoise Dolto y su expresión de "genio propio del niño", algo que para el niño es un juego pero más que un juego: un desdoblamiento, una inversión, un modo inconsciente de eludir el obstáculo que tenemos delante de los ojos para mirarlo desde la otra parte.
A Cortázar le gustaban los juegos combinatorios, el cálculo de probabilidades, las infinitas posibilidades de la matemática. Pero su universo narrativo no se limita al juego del Oulipo (Taller de Literatura Potencial) o a los mecanismos de composición de las gramáticas narrativas estructuralistas. Lo que le interesa es la magia que está por debajo de las combinaciones; no los números, sino el álgebra misteriosa de la Cábala. Algunos de sus cuentos son una zambullida vertiginosa en las matemáticas que hacen pensar en Pico, en Gerolamo Cardano o en las hipótesis de la física moderna, en la posibilidad de otra realidad paralela a la realidad que vivimos y de la que ésta es un doble que difiere de aquella por un "casi nada", una insignificancia que además es el revés de la realidad tangible, quizás especular respecto de ésta pero capaz de engullirnos como un abismo. Por lo tanto, no el azar que deriva de arrojar los dados como querría Mallarmé, sino el principio del azar, como si hubiera una estructura previa insondable inherente a todo lo que es, en cada elección, en cada gesto que hacemos cada día. No es el destino el que guía los cuentos de Cortázar, es un predestino, un algo superior que lo precede y que determina el destino mismo.


En este inquietante anillo de Moebius se desarrolla toda su literatura, ya sea la narrativa "mayor", la novelesca o incluso estructurada en el cuento, ya sea aquella aparentemente menos estructurada, volcada al "intermezzo", al "capriccio" (pienso en "La vuelta al día en ochenta mundos"), a la rareza ("Historias de cronopios y de famas"), al acorde tocado en sordina en la noche, como las pocas notas de un enamorado escondido en el jardín que desaparece apenas se enciende la ventana de la amada (los textos sobre los admirados Keats y Lezama Lima). Y entonces empezamos a sospechar que esa "insignificancia", ese intervalo entre lo que somos y lo que quizá seamos, ese intervalo infinitesimal en el aparente fluir sin solución de continuidad de nuestra vida, justamente eso es nuestra verdadera vida. "La verdadera vida está en otra parte", escribió Rimbaud, pero esa "otra parte" está junto a nosotros, a un milímetro de donde nos encontramos, pero paralelo a nuestra mirada. O está detrás. Y lo que es paralelo a nuestra mirada o está detrás de nosotros no es visible: para percibirlo hace falta una mirada oblicua o "los ojos en la nuca", como Cortázar. No sé si él es un microscopio o un binocular girado al revés: en general las dos cosas juntas, en el mismo cuento, en la misma página, y por eso crea un "asombro" inédito, un híper-perturbante: lo que era infinitamente pequeño adquiere dimensiones inusitadas, lo que estorbaba nuestro espacio con su mole se aleja a una distancia estelar.
Esperaba con impaciencia los "Papeles inesperados" en el planetario de Cortázar que el editor Einaudi ha dado a conocer prácticamente en su totalidad al lector italiano. Son como la cola del cometa que vuelve más cometa a la estrella o la Vía Láctea que irrumpe de improviso en el cielo nocturno volviéndolo más luminoso. Pequeño es nuestro tiempo y angosto nuestro espacio, pero es infinito el universo que atraviesa la Vía Láctea y el universo infinito somos nosotros, nos dice Cortázar, nuestra capacidad de imaginar el infinito.

21 de diciembre de 2011

Antonio Tabucchi. Las operaciones narrativas de Jorge L. Borges

Antonio Tabucchi se ha impuesto como el mejor escritor italiano de su generación y goza de un amplio prestigio internacional: un escritor -según la crítica literaria- "situado a la cabeza de la literatura europea" que ejerce "una fascinación sin par". Es autor entre otras obras de
"Piazza d'Italia" (Plaza de Italia), "Donna di Porto Pim e altre storie" (Dama de Porto Pim y otras historias), "Notturno indiano" (Nocturno hindú), "Piccoli equivoci senza importanza" (Pequeños equívocos sin importancia), "Il filo dell'orizzonte" (La línea del horizonte), "La gastrite di Platone" (La gastritis de Platón), "Gli ultimi tre giorni di Fernando Pessoa" (Los tres últimos días de Fernando Pessoa), "Tristano muore" (Tristano muere) e "Il tempo invecchia in fretta" (El tiempo envejece deprisa). Tabucchi siente una indisimulada admiración por Borges y ha reconocido frecuentemente las influencias que el autor de 
"Hombre de la esquina rosada" ejerció sobre su propia escritura. "Borges ha devuelto a la literatura su función de ficción -declaró-, liberándola de los pesados cometidos que le eran ajenos y que habían terminado por empobrecerla". Los exégetas de la obra borgeana insisten en afirmar que en su formación fue preponderante su conocimiento de la cultura anglosajona. Sin embargo, al revisar detenidamente su obra, puede apreciarse que Borges es también deudor de la cultura de origen italiano. Este proceso también se dio a la inversa: es notable la frecuencia con que muchos escritores italianos lo citan y se remiten a él, hasta el punto de transformarlo en un clásico. Italo Calvino (1923-1985), por ejemplo, dijo que "con Borges nació una literatura como extracción de la raíz cuadrada y al mismo tiempo una 'literatura potencial', para usar una expresión que se desarrollará más tarde en Francia", y reconoció en 1986 que "Borges ha influenciado la creación literaria italiana, el gusto y la idea misma de literatura: muchos de los que han escrito en los últimos veinte años, a partir de los mismos integrantes de su generación, han sido marcados profundamente por él". Por su parte, Leonardo Sciascia (1921-1989) lo definió como "el máximo teólogo de nuestro tiempo. Un teólogo ateo, es decir el signo más alto de la contradicción en la que vivimos. Son tres los escritores que han atravesado nuestro siglo, dando su nombre a nuestras inquietudes, ofuscaciones, aprensiones, aunque nos han permitido vivirlas con una ansiedad y una desesperación templadas, gracias a la catarsis o mesura de contemplación, propia de las revelaciones del arte. Esos tres escritores se llaman Pirandello, Kafka y Borges". Claudio Magris (1939) también escribió sobre Borges varias afirmaciones laudatorias: "Borges es el gran poeta de la melancolía del papel, consciente de la aridez oculta en la vanguardia de las palabras; no es el escritor de la mentira y el artificio, tan idolatrado por los mediocres literatos italianos que han difundido un culto trastornador". Alberto Moravia (1907-1990), que lo entrevistó en 1981, reconoció que "la América Latina empieza, con Borges, a influir sobre la cultura europea" y pronosticó que "los escritores que lo imiten están destinados al fracaso ya que no consiguen ser tan auténticamente alejandrinos y sincretistas como él". Umberto Eco (1932) en cambio, es ambivalente respecto de Borges, a quien considera un intelectual reaccionario junto a Dante, Spinoza, Nietzsche y Joyce. Sin embargo, son inocultables las repercusiones borgeanas en su novela "Il nome della rosa" (El nombre de la rosa) e, inclusive, en el posterior ensayo "Postille al Nome della rosa" (Apostillas al Nombre de la rosa), utiliza la problemática de Pierre Menard y de los laberintos. Borges, que solía practicar el humor con acidez, en ocasión de celebrar el que sería su último cumpleaños en 1985, al ser felicitado por una lectora agradecida le dijo: "No se preocupe por saludarme señora, no existo. No, no existo. Soy un fantasma". Diez meses después, tras la muerte de Borges en Ginebra, Suiza, Tabucchi escribió un artículo para el diario "La Répubblica" aparecido el 15 de junio de 1986. Titulado "Ma forse non esisteva" (Y quizás no existió), en él Tabucchi retoma a Sciascia (que había afirmado que la insistencia de Borges en el olvido, la inexistencia, el deseo de ser olvidado, el no querer ser ya Borges, de alguna manera no podía sino generar la noticia de que Borges no existe) y hace referencia a la disparatada noticia publicada en una revista argentina (luego levantada por medios internacionales) que aseguraba que Borges había sido creado por un grupo de escritores -Marechal, Bioy Casares y Mujica Lainez- quienes, para dar vida a su personaje, habían tomado a su servicio a un actor llamado, para algunos, Aquiles Scatamacchia, para otros, Aníbal D'Angelo Rodríguez. Esta impostura, descubierta por la Real Academia de las Ciencias de Suecia encargada de la concesión del Nobel, era la que había impedido que el falso Borges fuese premiado.

Y QUIZAS NO EXISTIO

Hace un tiempo, una revista francesa publicó una insólita noticia: que Jorge Luis Borges no existía. Su figura, divulgada con ese nombre, habría sido solo el invento de un grupito de intelectuales argentinos (entre ellos, naturalmente Bioy Casares) que simplemente habían publicado una obra colectiva detrás de la creación de un personaje ficticio. Y que la persona conocida como Borges, aquel viejo ciego con bastón y sonrisa árida, era un actor italiano de tercer orden (la revista mencionaba incluso el nombre, pero no lo recuerdo) contratado años antes para hacer una broma, y que había quedado cautivo dentro del personaje resignándose finalmente a ser Borges "de verdad". La noticia era tan borgeana que de por sí resultaba divertida; pese a que enseguida pensé que detrás de esa travesura no podía estar otro que el mismo Borges. Por lo demás, se trata de un discurso que se remonta a mucho tiempo atrás, cuando el "caso" Borges estalló en Europa. Quien lo hizo estallar fue, como es sabido, Roger Caillois, gran explorador de la literatura, quien finalmente había descubierto a un escritor exótico que, sin ser realmente exótico, podía proponer al lector francés algo muy distinto de los temas asfixiantes y provincianos en los que parecía haber caído por esos años la literatura francesa. El éxito decretado por Francia decretó inmediatamente el éxito europeo y Borges, con la ironía que siempre supo utilizar respecto de sí mismo, declaró ser "un invento de Caillois". El llamado "boom" de la literatura sudamericana hizo el resto: el mercado cultural confeccionó a Borges, insertó su narrativa en ese fantástico que fue adosado a la literatura latinoamericana como un emblema y Borges se encontró, probablemente a su pesar, representando el estilo de todo un continente.
Pero más allá de estas consideraciones, lo que quiero decir es sobre todo que el rechazo de la identidad personal por parte de Borges (ser Nadie) no es solo una irónica postura existencial sino justamente el motivo central de su narrativa, el núcleo a partir del cual parecen autogenerarse todos los grandes motivos que la caracterizan: el tiempo circular (por ejemplo, el cuento "El Aleph"), la indefectibilidad de la memoria ("Funes el memorioso"), el laberinto ("El inmortal"), el espejo ("La secta del Fénix"), el mundo como libro ("La biblioteca de Babel"), la imposibilidad de la delimitación entre el bien y el mal ("Tres versiones de Judas", "Tema del traidor y del héroe") y todas las demás metáforas de lo real que él inventó para ilustrar su representación del mundo o, para decirlo con "su" Schopenhauer, el mundo como voluntad de representación. En el cuento "La forma de la espada", Borges afirma por boca de su personaje a John Vincent Moon la siguiente convicción: "Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tenga razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon".


¿Jorge Luis Borges era ateo? Me inclino a creer que no (o, si se puede decir, no totalmente). Quizá más que Schopenhauer, a quien citan frecuentemente sus escritos, en su obra hay una gran alma spinoziana, una especie de ectoplasma colectivo que recoge a todo el género humano. Y que acoge, en literatura, a toda la literatura (o su "esencia"), más allá del orden diacrónico; un orden que puede posponer a Homero respecto de Leopardi o Proust.
La gran lección de ese Maestro, que siempre rechazó irónicamente "ser", deriva quizás esencialmente de esto: que también la literatura, como el género humano, es una idea colectiva, una especie de alma de la cual participan todos los que han escrito. Utilizar a Borges, plagiarlo -aun paródica o irónicamente-, es un derecho que él nos concede. Porque creo que Borges "es" justamente eso: una fe soberana en la literatura y al mismo tiempo, paradojalmente, su radical negación: una solemne lección de escepticismo. Tal vez por eso Borges tuvo detractores encarnizados tanto en la derecha como en la izquierda: porque dio a entender claramente, a través de sus metáforas literarias, su no adhesión a ninguna fe que no se basara ante todo en su escepticismo.
¿A qué adhirió realmente Borges? Me lo he preguntado a menudo más allá de sus circunstanciales elecciones políticas, muchas veces francamente irritantes. Borges adhirió solamente a su inteligencia. Aparte de esta, no veo, en profundidad, ninguna otra adhesión. Con frecuencia he pensado que era un ilustrado que vivió fuera del Siglo de las Luces y que ya conocía el Novecento, algo así como un ilustrado "para atrás". Me doy cuenta de que lo que digo puede parecer confuso y tal vez lo sea. Pero en la percepción que Borges tiene del mundo hay un sello, una nota que, en mi opinión, tiene justamente este significado: intentar la racionalización de la Babel de lo real sin la fe en la idea de progreso. Ubicarlo ideológicamente, pese a ciertas adhesiones de su vida, me parece por lo tanto estéril y quizá prematuro. Lo hará algún día la posteridad, si el mundo todavía puede disponer de semejantes valoraciones. Decir de él que es un escritor importante significa, sin duda, proclamar una obviedad y, críticamente, carece de valor. No obstante, su importancia no puede ser negada ni siquiera por quienes lo denigran (y no son pocos); y esto, desde el punto de vista crítico, significa algo. Su gusto por la invención y la paradoja, su capacidad para cuestionar lo que parecía definitivamente aceptado, su saber burlarse de las normas estéticas y morales son demostraciones de una agilidad intelectual indiscutible.


Una consideración aparte merece además su capacidad para indagar la zona de sombra de lo real, para transmitirnos la idea de que lo evidente, lo obvio -en otras palabras, lo efectivo- poseen lados oscuros e insospechados que pueden alterar lo efectivo, darlo vuelta, además de ponerlo en jaque. Este tipo de sutil operación, Borges la realizó sobre todo en sus cuentos llamados realistas (definición aceptada por él mismo), y entre los cuales me gusta citar por lo menos "Emma Zunz" (de "El aleph"), "Hombre de la esquina rosada" (de "Historia universal de la infamia") y "El Evangelio según Marcos" (de "El informe de Brodie"). Los cuentos realistas de Borges, muchos de los cuales salieron en la revista "Sur" de Buenos Aires, que él tomó en parte de hechos de la crónica (creo que es importante subrayar la atención que Borges dedicó a la crónica), para mi gusto personal son lo mejor que nos ha dado su narrativa: justamente porque, con el procedimiento de un extraño detective, transmitió, casi como un contagio, la duda sobre lo que es "verdadero", la desconfianza de la evidencia, la idea de la sustancia equívoca de la vida. Tomemos por ejemplo el cuento "Emma Zunz". Borges cuenta la historia (efectivamente ocurrida en Buenos Aires) de una chica judía de origen alemán que para vengar la muerte del padre se hace violar por un marinero desconocido para poder asesinar al hombre que había arruinado a su familia y darle a la policía una justificación válida. El cuento termina con estas palabras: "La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Igualmente verdadero era el ultraje que había padecido. Solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios".
Al indagar la paradoja de la vida y aplicarla a la literatura, creo que, esencialmente, Borges quiso significar que el escritor es, ante todo, un personaje en sí mismo. Si queremos creer en su paradoja y aceptar jugar su juego, tal vez nos esté permitido decir que Jorge Luis Borges, personaje de alguien que se llamaba como él, en cuanto tal no existió nunca. Es probable que su vida sea un libro.