16 de noviembre de 2011

Stefan Zweig. La creación artística y sus misterios (2)

Durante el período de entreguerras del siglo pasado, los libros de Stefan Zweig se vendían por miles en todo el mundo y llegó a ser el autor más traducido de su época, a tal punto que inclusive se lo editó en sistema Braille. Acérrimo defensor de la "gran amistad del espíritu que desconoce las fronteras", Zweig pensaba que el belicismo "anestesiaba la conciencia del mundo, acostumbrándolo a la inhumanidad, a la injusticia y a la brutalidad como nunca lo había estado". "Lo más notable en mi vida personal -recordaría más adelante, hacia el final de su vida- fue que en aquellos años llegó a mi casa un huésped que se instaló en ella con benevolencia, un huésped al que nunca había esperado: el éxito". En su autobiografía "Die welt von gestern" (El mundo de ayer) publicada póstumamente, intentó una explicación sobre la resonancia y la notoriedad de sus obras: "El inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última linea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles que les quitan tensión y les restan dinamismo". De su dilatada obra destacan las novelas "Die liebe der Erika Ewald" (El amor de Erika Ewald), "Der Amokläufer" (Amok), "Ungeduld des herzens" (La impaciencia del corazón), "Vierundzwanzig stunden aus dem leben einer frau" (Veinticuatro horas en la vida de una mujer),  "Brennendes geheimnis" (Ardiente secreto) "Die schachnovelle" (Novela de ajedrez); las obras teatrales "Das haus am meer" (La casa al borde del mar) y "Das lamm des armen" (La oveja del pobre), y numerosas biografías, entre ellas las de Joseph Fouché, Erasmo de Rotterdam, María Estuardo, Sigmund Freud, Américo Vespucio y Honoré de Balzac. Zweig fue también fue un notable ensayista, realizando estudios sobre Dickens, Dostoievski, Hölderlin, Kleist, Mesmer, Rolland y Nietzsche, en los que analizó los aspectos culturales, políticos y sociológicos que rodeaban a estas personalidades desde un punto de vista psicológico, herencia inocultable de su paso por el "Almanach der Psychoanalyse" (Almanaque de psicoanálisis), la revista que el editor Adolf Storfer (1888-1944) y el psicoanalista Otto Rank (1884-1939) publicaban en Viena en los años '20. El martes 29 de octubre de 1940, tres mil personas se agolparon a las puertas del teatro en el que Zweig iba a brindar su conferencia sobre el arte del Arte: "El misterio de la creación". Sólo la mitad de aquella muchedumbre pudo acceder a la sala, el resto tuvo que ser invitado por la policía a que se retirase a sus casas. Al día siguiente, Zweig le escribía a Friederike Maria Burger (1882-1971), su primera mujer: "Querida F.: Ayer tuvo lugar la primera conferencia en español, cuajada de múltiples dificultades, claro está que de un cariz en extremo halagador para mí. El público se comportó de modo fantástico… muy apretujado, no se oía ni un carraspeo, ni el más leve sonido. Luego me encerraron en un cuarto de lectura para protegerme de la multitud. Tuve aquella sensación, sentida tantas veces antaño, de ser un tenor de fama. La gente aquí ha sido de una gentileza conmovedora: los barberos, por ejemplo, no me quieren cobrar, los camareros no me aceptan las propinas, todos me reconocen por la calle gracias a las incontables fotografías que me han sido hechas". El éxito fue tal que diversos fragmentos de la conferencia fueron transcriptos en la prensa, transmitidos por la radio y hasta proyectados en todos los cines de Buenos Aires. Lo que sigue es la segunda y última parte de aquella célebre conferencia.

Compartirán seguramente mi parecer cuando digo que para nuestra investigación sobre la génesis de la obra de arte, el propio artista que la ha creado resulta un testigo harto inseguro. Nos vemos por lo mismo ante la necesidad de volver sobre nuestros métodos detectivescos. Pues bien, ¿qué hace la policía en el caso en que un malhechor se niega a informar sobre su acción? Prosigue independientemente la búsqueda de más material, y lo hace en el propio lugar en que se cometió el crimen. Trata de reconstruir el hecho y sus fases, basándose en huellas que el autor acaso ha dejado en el lugar del crimen: impresiones digitales, objetos olvidados. Hagamos nosotros otro tanto. Pero, ¿cómo podemos hallar huellas en el lugar donde se realiza la creación artística? ¿No es ése un proceso invisible, no tiene por escenario un lugar inaccesible, el cerebro del artista? ¿No indica ya la mera palabra "inspiración", bien a las claras que el proceso de la creación artística es algo inmaterial? A ello quisiera contestar esto: no confundamos la inspiración artística con la creación, la obra artística. Vivimos en un mundo material, y sólo somos capaces de comprender lo que se ofrece visiblemente a nuestros sentidos. Para nosotros, una flor no es flor todavía mientras permanece encerrada en su capullo y mientras su germen yace aún bajo tierra, sino que lo es sólo cuando se despliega visiblemente en forma y color. De igual modo, solamente logramos comprender una melodía cuando llega a ser audible, pero no así cuando nace en el cerebro de su creador; sólo comprendemos el pensamiento de un filósofo cuando ha sido pronunciado y una estatua cuando está formada. Toda creación debe materializarse, debe convertirse en materia, para que la comprendamos. Hasta la poesía más preciosa ha de quedar escrita primero en lápiz o tinta y sobre papel; un cuadro ha de quedar pintado sobre tela o madera; una estatua, modelada en mármol o bronce. Para resultarnos terrenalmente comprensible, la inspiración de un artista tiene que tomar formas materiales.
Aquí encuentro, por fin, la oportunidad para conducirles un poco más cerca del proceso de la creación artística, pues es precisamente ese instante breve de la transición, cuando la idea artística pasa a la realización artística, el que a veces podemos observar. Aquí se nos abre una rendija estrecha para el estudio del artista, y así como las impresiones digitales del criminal ofrecen a la policía cierta posibilidad para reconstruir el crimen, así hallamos la posibilidad de descubrir algo del secreto del artista mediante las huellas que deja al realizar su tarea. Esas huellas que el artista deja en el lugar de su acción son sus trabajos previos; los primeros esquemas que el pintor hace de sus cuadros, los manuscritos y borradores del poeta y del músico. Estas son las únicas huellas visibles, el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de regreso en ese laberinto misterioso. Y por fortuna encontramos tales documentos precisamente de nuestros artistas más grandes. Poseemos los esquemas de Miguel Angel, Rembrandt, el Greco y Velázquez para sus grandes cuadros. Poseemos los manuscritos de Beethoven y Mozart y Bach, y otros de Calderón y Montaigne. Podemos observar, pues, hasta cierto grado cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas. Gracias a esos testimonios podemos volver a situarnos en las horas de la génesis artística y acercarnos humildemente al profundo arcano de las creaciones de artistas y pensadores.
Investiguémoslo ahora. Concurramos a un museo o una biblioteca, a uno de esos lugares donde se conserva el material tan valioso de esquemas y manuscritos; hagámonos mostrar borradores de Mozart, Beethoven y Bach, croquis de grandes pintores, originales de dramas y poesías, y veamos si el aspecto de esos manuscritos no nos revela acaso una ley común en el secreto del artista. Investiguemos el modo de crear del músico, antes de considerar el del escritor o del pintor. Contemplemos en primer término unos cuantos manuscritos de Mozart para ver cómo el genio tal vez más grande de la música creaba sus obras. Veamos primero el manuscrito de una sonata famosa en su forma perfecta y luego, para comprender mejor el proceso de su formación, preguntemos si existe acaso un borrador anterior de esa obra de la mano de Mozart. Con sorpresa nos enteramos de que no hay tales borradores primeros de Mozart. Todos los manuscritos que de él poseemos están escritos con la misma mano fácil, ligera, graciosa, en un solo trazo, de modo que casi cobramos la impresión de que le habían sido dictados. En efecto, los contemporáneos nos informan que Mozart nunca había trabajado en el sentido del esfuerzo y de la dedicación. No le hacía falta buscar la melodía, la melodía venía a él; no tenía necesidad de pensar y construir, los pasajes se unían unos a otros casi automáticamente, como en un juego. La creación musical era para ese genio algo tan carente de esfuerzo, algo tan poco absorbente, que al mismo tiempo que jugaba al billar con los amigos era capaz de trabajar interiormente; y cuando luego salía del café, le bastaba llegar hasta su habitación para poder anotar con su pluma rápida el movimiento de una sonata completamente acabado. Con Schubert ocurría otro tanto. Schubert podía estar sentado con unos amigos en una habitación, hojear un libro y encontrar en el mismo una poesía, levantarse de pronto, dirigirse a una pieza contigua y volver al cabo de diez o quince minutos o sea al cabo exactamente del tiempo que se necesita para llenar cuatro o cinco hojas con notas. Se sentaba entonces al piano y tocaba para los amigos la canción que acababa de componer, uno de aquellos lieder que aún hoy, después de cien años, se cantan en todos los países. Así trabajaba Mozart, así creaba Bach, así también Rossini, quien era capaz de terminar una ópera en quince días.
De acuerdo con estos ejemplos, el gran artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación. El genio de la inspiración dicta y el artista no es en verdad más que el escribiente, el instrumento. No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar. Pero no nos precipitemos, comprometiéndonos con una fórmula tan seductora según la cual el artista siempre sería nada más que el ejecutante de una orden superior. Echemos primero un vistazo sobre los manuscritos de Beethoven. ¡Qué contraste tan sorprendente nos ofrecen! En esos manuscritos desordenados, casi ilegibles -¡cada uno de ellos, un campo de batalla!- ya no encontramos ni un adarme de la facilidad divina que Mozart tenía para producir. Vemos que Beethoven no era un hombre que obedecía a su genio sino que luchaba por él, encarnizadamente, como Jacob con el ángel, hasta que le concediera lo último y supremo. Mientras en el caso de Mozart nunca vemos trabajos preparatorios y apenas uno que otro apunte y noticia, cada sinfonía de Beethoven exigía gruesos tomos de trabajos preliminares, que a veces abarcaban años enteros. En sus libros de trabajo pueden comprobarse con claridad las distintas etapas de sus proyectos, su trayectoria hacia la perfección. He aquí, primero, sus anotaciones de bolsillo, que siempre llevaba consigo en sus amplios faldones y en los que de vez en cuando trazaba unas cuantas notas con un gran lápiz grueso -un lápiz como, por lo demás, sólo suelen usar los carpinteros-. Les siguen otras notas que no tienen relación alguna con las anteriores; en esos libros de trabajo de Beethoven todo forma un caos tremendo; es como si un titán hubiera tirado bloques montañosos, impulsado por la ira. Y en efecto, Beethoven sólo lanzaba sus ideas tal como acudían a él, sin ordenarlas, sin hacer la tentativa de construirlas en seguida arquitectónicamente, como Mozart, Bach o Haydn. En él era mucho más lento el proceso de la composición, mucho más dificultoso, diría: menos divino, pero mucho más humano. Los contemporáneos nos han dado noticias claras sobre su modo de trabajar. Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis; los campesinos que de lejos le veían, lo tomaban por loco y lo esquivaban con cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes. Luego de haber llegado a su casa, se sentaba a su mesa y trabajaba y componía poco a poco esas ideas musicales aisladas. En tal estado surgía otra forma del manuscrito, hojas de un tamaño mayor, generalmente escritas ya con tinta y en que se presenta la melodía con sus primeras variaciones. Pero está lejos aún de haber encontrado la forma precisa. Borra líneas enteras, a veces hasta páginas completas, con rasgos salvajes, de modo que la tinta salpica ensuciando toda la hoja, y empieza de nuevo. Más sigue sin quedar satisfecho. Vuelve a cambiar y a enmendar; a veces arranca en medio de la escritura a media página, y es como si se viera al compositor fanático dedicado a su tarea, suspirando, blasfemando, golpeando con el pie, porque la idea que se le presenta sigue y sigue negándose a hallar y tomar la forma ideal soñada. Así pasan días y días, a veces semanas y semanas. Sólo después de infinidad de trabajos preliminares de esa especie redacta el primer manuscrito de una sonata, y luego el segundo, con modificaciones. Pero aún no está conforme: introduce cambio tras cambio aun en la obra grabada, y bien sabemos que después de la primera obertura de su ópera "Fidelio" escribió una segunda, y después de la segunda, todavía la tercera, insatisfecho aún y siempre ansioso de un grado superior de perfección. Estos ejemplos demuestran cuán enormemente distinto puede ser el acto de la creación artística en dos genios de igual rango cual Mozart y Beethoven, y qué perfectamente distinto es el estado en que esos dos hombres se hallaban durante el rapto creador. Mientras que en el caso de Mozart tenemos la sensación de que el proceso creador es un estado bienaventurado, un cernirse y hallarse lejos del mundo, Beethoven debe de haber sufrido todos los dolores terrenales de un alumbramiento. Mozart juega con su arte como el viento con las hojas; Beethoven lucha con la música como Hércules con la hidra de las cien cabezas; y la obra de uno y otro produce la misma perfección, la obra de ambos nos brinda la misma dicha inefable.
Contemplemos ahora en las letras el mismo contraste de la producción que acabo de tratar de señalar en sus extremos máximos dentro de la esfera musical. Recordemos cómo nacieron dos de los más famosos poemas de la literatura universal: una poesía europea, "La Marseillaise" (La Marsellesa) de Rouget de L'Isle, y otra norteamericana, "The raven" (El cuervo) de Edgar Poe. El autor de "La Marsellesa" no fue en rigor de verdad ni poeta ni compositor. Fue oficial técnico del ejército francés y prestaba servicio en Estrasburgo. Cierto día llegó la noticia de que Francia había declarado la guerra a los reyes europeos en nombre de la libertad. Al instante, toda la ciudad cayó en una embriaguez de entusiasmo. Por la tarde de ese mismo día, el alcalde ofreció a los oficiales del ejército un banquete. Y como por azar supo que Rouget de L'Isle poseía talento bastante para componer versos fáciles y fáciles de comprender, le propuso que compusiera a la ligera una marcha-canción para las tropas que debían dirigirse al frente. Rouget de L'Isle, el oficial insignificante, prometió hacer lo mejor posible. El banquete duró hasta muy pasada la medianoche, y sólo entonces Rouget de L'Isle volvió a su aposento. Había hecho mucho honor al vino y participado diligentemente en las conversaciones. Muchas palabras de los discursos guerreros revoloteaban todavía dentro de su cabeza, frases aisladas. Apenas hubo llegado a su casa se sentó y bosquejó unas cuantas estrofas, a pesar de que nunca había sido un poeta cabal. Luego sacó su violín del armario y ensayó una melodía para acompañar aquellas palabras, a pesar de que nunca había sido un compositor de verdad. A las dos horas, todo estaba listo. Rouget de L'Isle se acostó a dormir. A la mañana siguiente llevó a su amigo, el alcalde, la canción creada que, sin modificación alguna, sigue siendo al cabo de siglo y medio, el himno de Francia. Sin saberlo, y sin proponérselo, un hombre perfectamente mediocre había creado, en virtud de una inspiración única, una de las poesías y una de las melodías inmortales del mundo. O, para ser más exactos, no fue él precisamente quien producía ese milagro, sino que lo fue el genio de la hora, pues, a partir de aquel instante, nunca más logró un poema de verdad ni melodía real alguna. Fue una inspiración única, que había elegido por órgano a un hombre cualquiera por perfecta casualidad.
Y ahora el ejemplo contrario: Edgar Poe, un verdadero poeta nato y genial, refiere que creó la más famosa de sus poesías, "El cuervo", sin inspiración alguna y que, al contrario, la compuso palabra por palabra, "con la precisión y consecuencia de un problema matemático". Dice que cada efecto era cuidadosamente meditado, y que nada había sido dejado a cargo del azar; mientras en el caso de Rouget de L'Isle se formó un poema de una plumada, como al vuelo, en esta otra poesía no menos hermosa, todo está montado y compuesto, trozo a trozo, como en una máquina complicada, palabra por palabra, vocal por vocal, consonante por consonante, todo a fuerza de trabajo, fatigoso, frío, lógico. Y, milagrosamente, el resultado es el mismo, pese a la diferencia de los dos métodos: un poema perfecto. Detengámonos por un instante en este punto. Acabamos de hacer nuestra primera comprobación. Hemos observado que todo acto de creación artística requiere una condición previa, que es la concentración. Además, hemos comprobado que debe existir uno u otro de dos elementos contrarios, o lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano. Pero ahora debo hacer una confesión: para hacerme comprender más fácilmente pequé de exagerado y representé los dos casos, el de la alada inspiración pura y el del consciente trabajo penoso, de un modo más extremo del que en verdad les corresponde. En realidad, los dos estados suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. No basta que el artista esté inspirado para que produzca. Debe, además, trabajar y trabajar para llevar esa inspiración a la forma perfecta. La fórmula verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador. Cada artista posee la idea presente como un sueño, y ¿quién podría decir de dónde proceden las ideas? ¿Quién podría decir de qué profundidades de la naturaleza humana o de qué altura del cielo proceden esos rayos divinos que de repente resplandecen en el artista? Pero sólo resplandecen por instantes con ese brillo maravilloso. Luego se apagan y entonces comienza para el artista la tarea de reproducir esa visión interior, única. Procura entonces hacer visible para todos los tiempos a la humanidad lo que él mismo vislumbró en un instante de iluminación. El pintor tratará de fijar en la materia basta de la tela el cuadro que ha visto con los ojos del espíritu. El músico tratará de retener con el número limitado de los instrumentos terrenales la sucesión de sonidos que le sonaba como en sueños. Siempre es el mismo proceso: un sueño se convierte en fenómeno duradero, una idea toma forma, lo inconsciente de un solo hombre genial llega a la conciencia de la humanidad entera. Pero no hay regla ni ley para esa misteriosa transformación química en cada artista aislado, ninguno obra igual que el otro, y tal como ninguna hora de amor se parece sobre la tierra a otra hora de amor, si bien siempre se trata de amor, así ninguna obra de creación se parece exactamente a la otra, a pesar de que siempre se trata de producir.
Por eso tal vez no estaba muy acertado el título de mi disertación, "El misterio de la creación artística", y quizá habría dicho mejor: "los mil misterios de la creación artística", pues cada artista agrega al gran arcano de la creación uno nuevo: su misterio propio, personal. Si quisiera hacer la tentativa de describir, aunque sólo fuera con los rasgos más fugaces, esas diversidades maravillosas de la creación entre los distintos artistas, me haría falta retenerles aquí por horas enteras. ¡Qué de contrastes sorprendentes, qué de diferencias hallaríamos en la técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintos artistas! Veamos un solo ejemplo de esa diversidad. Estoy convencido de que muchos se habrán preguntado: "¿Cuánto tiempo necesita en realidad uno de los grandes dramaturgos para completar uno de sus dramas? ¿Un mes, un año, cinco años, diez años? ¿Cuánto tiempo necesitaron Holbein, o Leonardo, o Goya, o el Greco, para pintar sus cuadros más célebres?". A ello sólo puedo contestar que en el arte no existe una medida común, que cada artista se toma su tiempo propio. Para dar un solo ejemplo en cuanto al drama: Lope de Vega era capaz de escribir un drama en tres días, un acto por día, sin detener la pluma. Goethe, el gran autor alemán, empezó su drama "Faust" (Fausto) cuando tenía dieciocho años y estampó los últimos versos a la edad de ochenta y dos. Como puede verse: tres días en un caso y más de veinte mil en el otro.
Otro tanto ocurre con la pintura. En los últimos años de su vida, Van Gogh pintaba tres y a veces hasta cuatro cuadros por día. Aún no se había secado el color de uno y ya quedaba terminado el próximo. Y tal vez habría pintado cinco o diez más si la luz del día hubiera durado más tiempo. Leonardo, en cambio, dedicaba a un solo cuadro, su "Monna Lisa" (Mona Lisa), dos o tres años, una sola hora o dos por día, y algunos días ninguna, porque deseaba reflexionar primero sobre cada detalle, cada matiz. Holbein y Durero trazaban bosquejos al lápiz y medían la tela con el compás antes de colocar el primer trazo de color, y necesitaban meses enteros para concluir un cuadro, que no por ello era menos perfecto que uno de Goya o de Frans Hals, quienes en pocas horas retenían de modo inolvidable la imagen de un ser humano. Lo mismo en la música. El enorme "Der Messias" (El Mesías) de Händel estuvo bosquejado, compuesto, instrumentado y perfectamente acabado en el término de dieciséis días, mientras que Wagner trabajaba años y años en una ópera; un maestro de la prosa como Flaubert martillaba y limaba a veces durante horas enteras una sola frase, mientras que Balzac escribe en un solo día cuarenta páginas con tal rapidez que tiene que abreviar las palabras mientras escribe e inventar una especie de taquigrafía. Cada uno tiene su propio método, su propia rapidez, sus propias dificultades, su propia facilidad. Y no hay ley del tiempo para el artista: él mismo se crea su tiempo. Y otra pregunta que surge también con alguna frecuencia: ¿Es el artista capaz de crear regular y constantemente, o le hace falta una peculiar disposición inspirada, un estado de ánimo especial? ¿Es lo creador un estado permanente en el poeta, un estado que le acompaña a través de la vida como su sombra, o no es más que un estado esporádico que surge y desaparece cual una especie de fiebre espiritual, una especie de inflamación del alma? Y nuevamente sólo puedo contestar: sí y no. En muchos artistas, lo creador es un estado permanente. Hay artistas que son absolutamente incapaces de escribir siquiera una sola línea cuando no se sienten llamados interiormente. El genio creador les sobrecoge como una tempestad sagrada y sin él son áridos como campo sin lluvia. Hasta un músico como Richard Wagner sufría semejantes épocas de vacío absoluto; durante cinco años en la mitad de su vida, cuando ya había producido "Tannhäuser" y "Lohengrin", se sintió de repente incapaz de escribir un solo compás de música. Hubo de esperar cinco años, y se creía para siempre perdido. Había desesperado ya de poder jamás volver a comenzar cuando de pronto reapareció la inspiración. Le llegó de la noche a la mañana. Había marchado sin sueño y sin tregua de un lugar a otro, había elaborado el proyecto de su gran tetralogía, ya tenía las palabras, pero no se atrevía a comenzar la música. Cierta noche había llegado a La Spezia y estaba tendido sobre su cama, despierto, cuando a través de la ventana abierta oyó el murmullo rítmico del mar, y de repente percibió con el oído interior el motivo del Rin que fluye, el motivo que más tarde apareció en "Das Rheingold" (El oro del Rin). En el término de un segundo quedó roto el encanto. Hizo las valijas, emprendió el viaje a su casa y empezó a escribir, producir y producir, sin detenerse. Le había sobrevenido el milagro de la inspiración y no dejó la obra antes de haberle dado cima. Pero ese milagro del estado de ánimo creador que Wagner hubo de esperar por espacio de cinco años, se produce en otros músicos día por día y no les hace falta esperarlo. Están siempre dispuestos. Tal vez resulte molesto pensar o recordar que Bach entregaba sus cantatas para el oficio divino dominical semana tras semana, exactamente con la puntualidad misma con que el pastor de la misma iglesia escribía sus sermones dominicales. Haydn, Rossini, Mozart y muchos otros de los grandes músicos producían a pedido, y tal como un zapatero entrega en un día exactamente fijado un par de zapatos que le ha sido encargado, así ellos entregaban a un príncipe o a un editor en día determinado y a precio convenido de antemano, una sonata o una danza o una ópera.
Pero esa regularidad, esa pedantería burguesa, esa exactitud profesional, no deben infundir dudas con respecto al genio. Aun la paciencia puede ser genial, aun la minuciosidad y el método pueden crear lo extraordinario. Por eso repito: el método no es nada, la perfección lo es todo y resulta insensato disputar sobre cuál de aquéllos sería el mejor. Todo camino que conduce a la perfección es acertado, y cada artista no debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio. Debe ser creador y maestro de su propio arcano. Para nosotros resulta, desde luego, ventaja enorme el conocer ese camino y acechar ese secreto, pues de cada hombre sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo. No basta que en un barco, en el ferrocarril, junto a la mesa, se haya encontrado a un maestro y se haya hablado con él. Para saber cómo es, hay que haberle visto enseñando a sus alumnos. De igual modo que sólo tengo nociones acabadas de un arquitecto cuando he visto sus construcciones y hasta de un zapatero sólo cuando he visto sus zapatos, ¡cuánto más reza todo esto para el artista que funde lo mejor, lo más esencial de su yo, en su obra! Un cuadro de Rembrandt resulta para cada uno de nosotros cien veces más impresionante si antes hemos visto los dibujos y los croquis, los esbozos correspondientes, cuando comprendemos por qué ha rechazado esto y colocado aquella figura en el medio y oscurecido aquella otra. En tal caso no sólo estamos frente a la obra concluida, sino que participamos también del secreto de su creación, compartimos algo de las horas, de los pensamientos y visiones de los grandes muertos, y en vez de solo gozar, participamos también de la dicha y del tormento de ese genio.
Ahora se podría objetar tal vez: ¿No es en el fondo atrevido procurar introducirse en el taller cerrado del artista? ¿No sería preferible destrozar todos sus ensayos y mostrarnos sólo la obra terminada? ¿No sería mejor que nos olvidáramos de que esas obras inmortales han sido producidas por hombres mortales y con métodos humanos, no sería mejor admirar esos cuadros, esos libros, esa música, como meteoros que se precipitan desde el cielo ignoto? ¿No deberíamos mejor olvidar que esos escritores, pintores y músicos han sido hombres, hombres con defectos humanos, pequeñas vanidades, debilidades de burgués, mezquindades, y nos situáramos mejor ante sus obras, como ante un paisaje maravilloso, sin preguntarnos como se formó? ¿No echamos a perder acaso un goce extremo y supremo cuando recordamos una y otra vez que esas obras no fueron donadas a sus creadores por Dios, sino que nacieron de su propia voluntad, de su trabajo, y que vinieron al mundo a veces en medio de la más amarga desesperación? No pienso así, pues estoy convencido de que ningún deleite artístico puede ser perfecto mientras sólo sea pasivo. Nunca comprenderemos una obra con sólo mirarla. Donde no preguntamos, nada aprendemos, y donde no buscamos, no encontramos nada. Ninguna obra de arte se manifiesta a primera vista en toda su grandeza y profundidad. No sólo quieren ser admiradas, sino también comprendidas. Cada obra de arte quiere ser conquistada, como una mujer, antes de ser amada; más aún, llego hasta decir que no tenemos ningún derecho moral a contemplar cómoda y tranquilamente la acción sacrosanta y más apasionada de otro hombre. Donde el artista estaba agitado y ha dado de sí lo mejor para hacernos accesible su visión, ahí nosotros también debemos brindar lo mejor para comprenderle. Cuanto más nos esforzamos por penetrar en su misterio personal, tanto más nos acercamos al arcano de su arte. Y cuando seguimos, aunque sea a un solo artista, humildemente, a través de todas las etapas de sus obras, ese esfuerzo nos enseña más, con respecto al carácter del arte, que cien libros y mil conferencias. Pero sobre todo, no debemos temer que al procurar introducirnos en el misterio más íntimo de la creación artística se pierda por ello nuestro respeto por ese misterio.
La belleza de las estrellas no ha sufrido mengua porque nuestros sabios hayan procurado calcular las leyes de acuerdo con las cuales aquéllas se mueven, ni la majestad del firmamento ha perdido nada de su grandeza porque procuraran medir la velocidad de los rayos con que su argentino brillo llega hasta nuestros ojos. Al contrario, esas investigaciones nos han hecho aparecer más maravillosos todavía los milagros del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Lo mismo reza para el firmamento espiritual. Cuanto más nos esforzamos por profundizar en los misterios del arte y del espíritu, tanto más los admiramos por su inconmensurabilidad. No tengo yo noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: el arte.