23 de octubre de 2011

Sobre la novela (22). Patricia Highsmith y la amoral intriga psicológica

A lo largo de algo más de cuatro décadas Patricia Highsmith (1921-1995) elaboró una obra narrativa que, desde el principio, rebasó por completo los límites de la novela policial -en cualquiera de sus variantes- para arrellanarse en zonas aledañas a Dostoyevski, Poe, Conrad o Handke. Nacida en Texas, Estados Unidos, a los seis años de edad se trasladó con su familia a Nueva York y estudió literatura inglesa, latín y griego en el Barnad College. Desde muy joven empezó a escribir profesionalmente en una casa editorial haciendo sinopsis de cómics, actividad que compaginó con su afición por la pintura y la escultura. Tras escribir una primera novela que nunca fue publicada, en 1945 aparecieron sus primeros cuentos en la revista "Harper's Bazaar" y, cinco años más tarde, se editó "Strangers on a train" (Extraños en un tren), novela que fue llevada al cine por Alfred Hitchcock (1899-1980) al año siguiente y la impulsó a la fama. A partir de allí publicaría algo más de veinte novelas y una decena de libros de relatos habitados por individuos complejos y tortuosos, escritos con su inconfundible estilo parco, económico e insidioso, que, tras su lectura, dejan al lector con una sensación sofocante y agobiada. Un hecho literario muy significativo en su carrera, al margen de su gran capacidad para la creación de intrigas, la concepción psicológica de sus argumentos y la exploración del sentimiento de culpabilidad, fue la creación del personaje Tom Ripley, protagonista principal de la novela "The talented Mr. Ripley" (El talentoso señor Ripley) que Highsmith publicó en 1955 y que tuvo varias secuelas a lo largo de los años: "Ripley under ground" (La máscara de Ripley), "Ripley's game" (El juego de Ripley), "The boy who followed Ripley" (Tras los pasos de Ripley) y "Ripley under water" (Ripley en peligro). Fueron estas novelas, con su antihéroe cínico, amoral y ambiguo, las más cercanas a una policial clásica, aunque con el distintivo sello existencial acuñado por Highsmith. En el resto de su obra lo que menos importa es el crimen en sí, casi siempre presente pero desactivado de toda carga sensacionalista, en donde lo cautivador es la descripción minuciosa de los mecanismos que llevan a él como una maquinaria implacable y que inducen al lector, perturbadoramente, a identificarse con el psicópata o el asesino de turno y a instalarse en un plano moral donde el castigo o el perdón han dejado de tener sentido. El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos, además de sus ideas políticas, no fueron bien recibidos en su país natal, de modo que, en 1963, se radicó definitivamente en Europa, viviendo en Inglaterra y Francia, para pasar sus últimos años en la más completa soledad, encerrada en sí misma y con la única compañía de su gato, en una casa aislada en Locarno, Suiza, cerca de la frontera con Italia. Según sus biógrafos, su obra no es más que el fiel reflejo de su espíritu atormentado, contradictorio, difícil y hasta a veces perverso, producto de su conflictiva infancia. No obstante ello, llegó a ser la novelista más leída del mundo. Modesta, detallista, indómita y, por sobre todo, honesta, Graham Greene (1904-1991) la definió como "la poetisa de la aprensión, esa sensación que ataca los nervios dulce pero irremisiblemente". Otras de sus grandes novelas son "The blunderer" (El cuchillo), "The tremor of forgery" (El temblor de la falsificación), "Edith's diary" (El diario de Edith), "A dog's ransom" (Rescate por un perro), "Those who walk away" (El juego del escondite), "A game for the living" (Un juego para los vivos), "The glass cell" (La celda de cristal), "The cry of the owl" (El grito de la lechuza), "People who knock on the door" (Gente que llama a la puerta), "The two faces of January" (Las dos caras de enero) y la póstuma "Small G. A summer idyll" (Pequeña G. Un idilio de verano). Su único libro de ensayos -"Plotting and writing suspense fiction" (Suspenso) lo escribió en 1966. En él, Highsmith desentraña el proceso de creación de una novela de intriga apoyándose en comentarios sobre sus propias experiencias, aunque va más allá y recala también en el oficio de la escritura en general. Partes de ese ensayo, principalmente su capítulo final, son las que se reproducen a continuación.

ALGUNOS APUNTES SOBRE EL SUSPENSO EN GENERAL

Cada narración que conste de un principio, nudo y desenlace tiene suspenso; una narración de suspenso, no obstante, lo tendrá en mayor medida. Empleo la palabra suspenso en el sentido en que lo utiliza la industria del libro, es decir, narraciones en las que existan amenazas de violencia física y peligro o el peligro y la acción sin más. Otra característica de las narraciones de suspenso es que brinda un entretenimiento de carácter animado y generalmente superficial. En un relato superficial nadie espera pensamientos profundos o largos tramos desprovistos de acción. El escritor parte de acontecimientos cotidianos que pueden disparar una narración. El arte consiste en captar la atención el lector contándole algo divertido o algo a lo que valga la pena dedicarle unos cuantos minutos u horas. Pero el encanto del género de suspenso radica en que el escritor puede escribir pensamientos profundos y tramos sin violencia si así lo desea, porque el marco es el de un relato esencialmente entretenido. Existe un amplio abanico dentro del género de suspenso, pero la mera necesidad (que siento) de subrayar esto es absurda y desafortunada. La etiqueta de suspenso con la que están tan encantados en los Estados Unidos y los libreros y los críticos norteamericanos es sólo un límite para la imaginación de los escritores jóvenes, como cualquier categoría, como cualquier ley arbitraria. Es limitante donde no debería haber ningún límite. Los jóvenes escritores deberían estar haciendo algo nuevo, no por el simple hecho de que resulte nuevo, sino porque sus imaginaciones son libres y están lozanas. Los criminales, los psicópatas y los malhechores son trapos viejos, excepto que uno escriba sobre ellos de un modo nuevo.
Mi novela "El juego del escondite" fue etiquetada en Estados Unidos como una novela de suspenso, aunque no había ningún asesinato, ningún gran crimen, y poca acción violenta. Trata sobre la gente que rodea al presunto asesino y sus actitudes hacia él. El protagonista sufre de ansiedad, aunque esquiva el destino que teme. Estaba interesada en qué clase de juicios emitiría el círculo de amigos del protagonista sobre los dos hombres, ya que en un momento tanto el héroe como su suegro son sospechosos de haber matado a otras personas. Para ejemplificar lo que digo acerca de las categorías, debo citar mi primer libro, "Extraños en un tren", que era solamente "una novela" cuando la escribí y sin embargo, cuando fue publicada, fue etiquetada de "novela de suspenso". Desde entonces, lo que fuera que escribiera fue colocado en la categoría de "suspenso", lo que significa tener a las novelas propias predestinadas, al menos al principio de mi carrera de escritora, a no más que reseñas de tres pulgadas en los periódicos, apretujadas entre buenas y mediocres novelas que obtienen el mismo escueto tratamiento (por novelas mediocres me refiero a aquellas de apresurados escritorzuelos).


Cuando estaba en la universidad escribiendo cuentos breves, la mitad de ellos pertenecían a lo que ahora se conoce como suspenso y la otra mitad no, pero nadie utilizaba el término en la revista universitaria, y cuando una de estas historias se vendió a "Harper's Bazaar" nadie la llamó un cuento de suspenso. De mis cuentos, cuya mayoría no llegaba a venderse, solo la mitad pueden ser llamados historias de suspenso en cualquier acepción del término. Aquellos que logro vender no son necesariamente cuentos de "suspenso". Otra excepción es "Diario de Edith", publicado en Estados Unidos, Inglaterra y en países europeos en 1977 y 1978, considerada una novela común y corriente y, según los críticos, mi mejor novela hasta la fecha. La historia no podía ser más ordinaria: una pareja de clase media con un hijo de diez años se muda de Nueva York a un pequeño pueblo en Pennsylvania, con la mirada puesta en un estilo de vida más feliz. El marido abandona a su mujer por su joven secretaria cuando el hijo ya tiene unos veinte. El hijo es un fracaso, y su madre está varada con él en la casa. Tal vez son las variaciones en los personajes, y lo inesperado, que hacen de este libro algo mejor de lo que promete la sinopsis.
En Francia, Inglaterra y Alemania no estoy catalogada como una escritora de suspenso, sino simplemente como una novelista, con un prestigio mayor, reseñas más extensas y ventas más grandes, en proporción, de lo que se da en Estados Unidos. En Inglaterra me reseñan críticos y escritores conocidos, y la etiqueta "thriller" o "novela de suspenso" con frecuencia no se usa. En Francia, no es inusual encontrarse con una página entera en una revista o media página en un periódico. Una vez, un editor me dijo que la novela de suspenso o misterio promedio tiene un piso y un techo para las ventas; que una cierta cantidad de cada libro será comprada, no importa lo mediocre que sea. Y estas cifras de ventas no son muy estimulantes. Algunos lectores ni soñarían con comprar una novela de misterio o suspenso, en tapa dura o blanda, no importa lo buena que sea, porque no les gusta "esa clase de libro". Pero más y más de esas novelas encabezan las listas de "best-sellers", y se quedan allí durante semanas, y a veces durante meses. Novelas de suspenso de Ken Follett, John le Carré, Helen MacInnes, Robert Ludlum y varios otros se encuentran allí con frecuencia.
En general, es cierto que críticos y reseñistas en los Estados Unidos consideran a la novela de misterio como superficial e inferior a la novela común, que se considera automáticamente más seria, importante y valiosa porque es una novela a secas y porque se presume que su autor tiene un propósito serio al escribirla. El escritor de suspenso puede mejorar el nivel y la reputación de la novela de suspenso sembrando en sus libros las cualidades que siempre han hecho que las novelas fueran buenas: perspicacia, carácter y una apertura de nuevos horizontes para la imaginación del lector. Si, por ejemplo, un escritor de suspenso va a escribir sobre asesinos y víctimas, sobre gente en la vorágine de un horrible torbellino de acontecimientos, debería hacer más que describir la brutalidad y la sangre derramada. Debería intentar arrojar algo de luz en las mentes de los personajes; debería estar interesado en la justicia o en la falta de ella en el mundo, en el bien y el mal, y en la cobardía y el coraje humanos, pero no sólo como fuerzas que hacen avanzar su trama en una dirección u otra. En una palabra, sus personajes inventados deben parecer reales.


A menudo sucede que un escritor tiene un tema o un esquema que utiliza en sus novelas una y otra vez. Debería ser consciente de esto, no de un modo restrictivo, pero para aprovecharlo bien y repetirlo solo con deliberación. Algunos escritores recurren al esquema de una búsqueda: la búsqueda de un padre que uno nunca conoció, de un cántaro de oro que hay al pie de un arco iris. Otros pueden recurrir al tema de la "niña en problemas", que es lo que les dispara la trama, y sin la cual no estarían cómodos escribiendo. Otro tema bastante utilizado es el del amor o del matrimonio condenado. El tema que he utilizado una y otra vez en mis novelas es el de la relación entre dos hombres, en general bastante distintos en carácter, a veces con un obvio contraste entre el bien y el mal, a veces simplemente amigos muy desparejos. Debí haberme dado cuenta de esto hacia la mitad de "Extraños en un tren", pero fue un amigo, un periodista, el que me lo señaló cuando tenía veintiséis años y apenas había comenzado su escritura; un amigo que había visto mi primer intento a los veintidós en un libro que nunca terminé. Este trataba de un chico rico, malcriado, y un chico pobre que quería ser pintor. En el libro tenían cerca de quince años. Como si eso no fuera suficiente, había otros dos personajes menores, un chico fuerte, atlético que iba poco al colegio (y en esas ocasiones sólo para revolucionar el colegio con el cadáver hinchado de un perro ahogado que había hallado a orillas de East River) y un chico diminuto, inteligente, que soltaba risitas muy seguido y lo adoraba y lo acompañaba a todas partes. El tema de los dos hombres también aparece en "El cuchillo", "El talentoso señor Ripley", "Un juego para los vivos" y "Las dos caras de enero", y asoma su cabeza apenas en "La celda de cristal". "Tras los pasos de Ripley" también trata de una relación entre varones, aunque en ese caso es entre un chico mucho más joven que Ripley, que se siente más paternal que antagonista. De modo que en siete de mis once novelas, entre ellas las que el público considera mis "mejores" libros, ha surgido este tema. Los temas no pueden buscarse o forzarse; aparecen. Excepto que uno esté en peligro de repetirse, deberían aprovecharse al máximo, porque un escritor escribirá mejor utilizando aquello que por una extraña razón le es innato.
Por ejemplo, el libro realmente tedioso que he escrito fue mi quinta novela, "Un juego para los vivos", en la que el asesino (de una niña hallada muerta en el primer capítulo) es apenas presentado al principio de la historia. No debería sospecharse de él. Otro hombre, al que conocemos mejor, confiesa, aunque no le creen del todo su confesión. La mayor parte del tiempo el verdadero asesino permanece fuera de cuadro, con lo cual "Un juego para los vivos" de algún modo se convirtió en una novela de "misterio a resolver", definitivamente no mi lado fuerte. Estaba intentando hacer algo distinto a lo que venía haciendo, pero esto me llevó a dejar afuera ciertos elementos que son vitales parta mí: la sorpresa, la velocidad de la acción, el poner a prueba la credulidad del lector y, sobre todo, cierta intimidad con el mismísimo asesino. No soy una inventora de rompecabezas, tampoco me gustan los secretos. Luego de reescribir el libro cuatro veces en un espeluznante año de trabajo, el resultado fue mediocre. Siempre les digo a los editores extranjeros, y a editores que están considerando una reimpresión: "Este es mi peor libro, piénselo dos veces antes de comprarlo". Sin embargo, creo que cualquier historia puede ser narrada adecuadamente, utilizando algunos de los puntos fuertes del escritor, pero antes el escritor debe ser consciente de cuáles son esos puntos. Desobedecí mis leyes naturales con este libro tedioso.


He dicho poco acerca de los libros de suspenso de otros, principalmente porque casi no los leo, de modo que no estoy calificada para afirmar si ciertos libros de suspenso son buenos o muy buenos y por qué. Los que más me gustan son los de Graham Greene, sobre todo porque son inteligentes y su escritura es muy virtuosa. Es también un moralista, aun en sus divertimentos, y estoy interesada en la moralidad, siempre y cuando no se vuelva un sermón. No hay duda de que un sondeo de todo el terreno de "lo mejor" de la escritura de suspenso, lo que sea que eso signifique, puede beneficiar profesionalmente a un escritor de suspenso, pero no me atrevería ni a embarcarme en semejante cosa. Después de todo, no me tomo seriamente como escritora de suspenso dentro de una categoría, y no estoy interesada en cómo otro escritor enfrentó con éxito cierta cuestión, porque no puedo mantener su ejemplo en mi cabeza cuando estoy sentada frente a mi máquina y mi propio problema. Leí las novelas de Graham Greene por placer, pero nunca se me ocurriría imitarlo o buscar en él un guía, excepto que quisiera tener su talento para "la palabra justa", un don que también puede ser admirado en Flaubert. Y dada esta pereza por estudiar mi propio territorio, es fácil racionalizar y justificarme repitiéndome a mí misma que creo que corro el riesgo de copiar si leo libros de suspenso ajenos. No creo realmente en esto. Al copiar no existe ningún entusiasmo, y sin entusiasmo uno no puede escribir un libro decente. Es en la historia que reside un valor perdurable.
Mi cuarto libro de Ripley, "Tras los pasos de Ripley", tuvo reseñas positivas y negativas. Los críticos a los que les gusta parecen adorarlo. Otros críticos lo encuentran demasiado colmado de detalles, por ende tedioso, demasiado lento para el ritmo de un "thriller". Es la historia de un niño que ha cometido parricidio y que busca a Ripley con el fin de confesarse, para poder vivir con un cargo de culpa menos pesado, si lo logra. Ripley cree que ha conseguido calmar al joven de dieciséis años y le ha permitido perdonarse el crimen que cometió debido a unos pocos segundos de ira. El libro puede resultar o no. Como siempre, el escritor se enfrenta de nuevo a la cuestión de la moralidad o a su falta: en este mundo de gente iracunda y asesinos a sueldo, ¿quiénes no son diferentes en el siglo XX a las personas iracundas y a los asesinos a sueldo de siglos antes de Cristo? ¿A alguien le importa quién mata o a quién? A un lector le importa, si los personajes de una historia logran hacerle preocuparse por ellos.


Termino esto con la sensación de que he dejado algo afuera, algo vital. Es la individualidad, la felicidad de escribir, que realmente no se puede describir, no se puede capturar en palabras, y ser entregada a otro para compartirla o para que la utilice. Es el extraño poder que tiene este trabajo de transformar una habitación, cualquier habitación, en algo muy especial para un escritor que ha trabajado allí, sudado e injuriado, y acaso vivido allí algunos pocos minutos de gloria y satisfacción. Tengo muchas habitaciones de esas en mi memoria: una diminuta en Ambach, cerca de Munich, con un cielorraso tan bajo que en uno de sus extremos no podía ponerme de pie y que previamente había sido el cuarto de la mucama en un hotel de paso; una habitación congelada, con goteras, en un balneario inglés, una habitación cuyas grietas cubría desesperadamente, como si estuviera en un barco que se hunde; una habitación en Florencia con una estufa a leños que insistía en no quemar nada; una habitación en Roma cuyo interior, cuando lo recuerdo, evoca una imagen de trabajo arduo y demencia curiosamente combinados. Está en la naturaleza solitaria de la escritura que estos recuerdos y emociones imborrables no puedan ser compartidos con nadie. Del lado placentero se encuentra la sensación de estar completa y felizmente absorbida en un libro durante su escritura, llevara esa escritura seis semanas, seis meses o mucho más. Uno debe proteger a un libro mientras lo escribe; es un grueso error, por ejemplo, mostrar parte de él a alguien que uno está seguro será un crítico cruel y por ende puede dañar nuestra autoconfianza. Pero, a su modo, la escritura de un libro lo protegerá a uno de toda clase de golpes emocionales, destructivos, que de otro modo lo podrían herir y distraer.
La precariedad y la distancia de la existencia de un escritor tiene su contracara cuando nuestra suerte se eleva un poco: podemos volar a Mallorca por un par de semanas, al sol, en temporada baja, cuando nuestros amigos están anclados en la ciudad. O podemos unirnos a un amigo que está navegando en un barquito maltrecho de Acapulco a Tahití, sin preocuparnos cuánto llevará el viaje, y es posible a la vez que el viaje nos procure un libro. La vida de un escritor es libre e ilimitada, y si hay privaciones hay también algún consuelo en el hecho de que no somos los únicos en enfrentarlas, y nunca lo seremos mientras viva la raza humana. La economía es en general un problema y a los escritores siempre les preocupa, pero eso es parte del juego. Y el juego tiene sus reglas: la mayoría de los escritores y artistas deben tener dos trabajos en su juventud, un trabajo para ganarse el pan y el trabajo de hacer su obra. Si la naturaleza no le ha procurado a uno cierta voluntad adicional, el amor por la escritura y la necesidad de escribir se la proveerá. Como los boxeadores, tal vez nos debilitamos después de los treinta años, ya incapaces de sostenernos con cuatro horas de sueño, y después empezamos a quejarnos de los impuestos, y a sentir que el objetivo de la sociedad es dejarnos a todos fuera del juego. Entonces es conveniente que han existido artistas que persistieron , como el caracol, el celacanto y otras formas tenaces de vida orgánica, vivas desde mucho antes de que soñáramos con la existencia de gobiernos.