2 de septiembre de 2011

Sobre la novela (1). José María Arguedas y el problema expresivo del indigenismo

José María Arguedas (1911-1969) es, sin duda, una de las voces literarias más importantes del Perú. Nacido en el corazón de la región andina más pobre y olvidada del país, la temprana muerte de su madre y las frecuentes ausencias de su padre, sumado al maltrato propinado por su madrastra y el hijo de ésta, lo llevaron a albergarse entre los siervos campesinos de una hacienda cercana, donde convivió durante dos años con los indios, hablando su idioma, aprendiendo sus costumbres, adquiriendo sus creencias y valores y, a la vez, tomando conciencia de las brutales contradicciones existentes entre la rica colectividad terrateniente y la miseria extrema de los indígenas quechuas en su ámbito sufriente, explotado y rebelde. Años después estudiaría Literatura y Etnología en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima y se convertiría en el mayor renovador de la literatura de inspiración indigenista. Su obra literaria comprende, además de obras de ficción, trabajos, ensayos y artículos sobre el idioma quechua, la mitología prehispánica, el folclore y la educación popular, entre otros aspectos de la cultura peruana. Así, entre las primeras, cabe mencionar las novelas "Yawar Fiesta", "Diamantes y pedernales", "Los ríos profundos", "El Sexto", "Todas las sangres" y "El zorro de arriba y el zorro de abajo"; y los cuentos "Agua", "Los escoleros", "Warma Kuyay", "La agonía de Rasu Ñiti", "El sueño del pongo", "La muerte de los Arango", "El forastero", "El horno viejo", "La huerta", "El ayla", "Hijo solo" y "Don Antonio". El tema predominante en estas obras es el del Perú escindido en la cultura andina de origen quechua por un lado, y la urbana de raíces europeas por el otro, una premisa que también desarrolló en algunos de sus ensayos como "Notas sobre la cultura latinoamericana", "Evolución de las comunidades indígenas", "El arte popular religioso y la cultura mestiza" y "Señores e indios. Acerca de la cultura quechua" entre otros.
En el siguiente ensayo, originalmente destinado a figurar como prólogo de una segunda edición de "Agua" y "Yawar Fiesta" que no llegó a realizarse, Arguedas plantea los problemas específicos de la novela y la expresión literaria en su tierra. Su análisis, concreto, sincero, conciso, es el de un novelista que busca desentrañar los enigmas de un lenguaje y una voz muy particular en la narrativa latinoamericana.

LA NOVELA Y EL PROBLEMA DE LA EXPRESION LITERARIA EN EL PERU

Los personajes humanos en los Andes. La diferenciación del campesino en los países descendientes del Imperio Incaico y de España ha sido determinada principalmente por causas de índole cultural; por esa razón el campesino tiene en estos países un nombre propio que expresa toda esta compleja realidad: indio. De este nombre se han derivado otros que han encontrado una difusa aplicación en el arte, en la literatura y la ciencia: indigenista, indianista, india. Se habla así de novela indigenista, y se ha dicho de mis relatos "Agua" y "Yawar Fiesta" que son indigenistas o indias. Y no es cierto. Se trata de novelas en las cuales el Perú andino aparece con todos sus elementos, en su inquietante y confusa realidad humana, de la cual el indio es tan sólo uno de los muchos y distintos personajes. "Yawar Fiesta" es la novela de los llamados "pueblos grandes", capitales de provincia de la sierra; "Agua" es la historia de una aldea, de una capital de distrito. Son cinco los personajes principales de los "pueblos grandes": el indio; el terrateniente de corazón y mente firme, heredero de una tradición secular que inspira sus actos y da cimiento a su doctrina; el terrateniente nuevo, tinterillesco y politiquero, áulico servil de las autoridades; el mestizo de pueblo que en la mayoría de los casos no sabe adonde va: sirve a los terratenientes y actúa ferozmente contra el indio, o se hunde en la multitud, bulle en ella, para azuzarla y descargar su agresividad, o se identifica con el indio, lo ama y sacrifica generosamente su vida por defenderlo. El quinto personaje es el estudiante provinciano que tiene dos residencias, Lima y "su pueblo", tipo generalmente mesiánico cuya alma arde entre el amor y el odio; este elemento humano tan noble, tan tenaz, tan abnegado, que luego es engullido por las implacables fuerzas que sostienen el orden social contra el cual se laceró y gastó su aliento. Sobre estos personajes fundamentales flotan las autoridades, cabalgan sobre ellos; y muchas veces, según la maldad, la indiferencia o rara buena intención de tales elementos, los pueblos se conmueven y marchan en direcciones diferentes con pasos violentos o rutinarios. Otro personaje peruano reciente que aparece en "Yawar Fiesta" es el provinciano que migra a la capital. La invasión de Lima por los hombres de provincias se inició en silencio; cuando se abrieron las carreteras tomó las formas de una invasión precipitada. Indios, mestizos y terratenientes se trasladaron a Lima y dejaron a sus pueblos más vacíos o inactivos, desangrándose. En la capital los indios y mestizos vivieron y viven una dolorosa aventura inicial; arrastrándose en la miseria de los barrios sin luz, sin agua y casi sin techo, para ir "entrando" a la ciudad, o convirtiendo en ciudad sus amorfos barrios, a medida que se transformaban en obreros o empleados regulares. ¿Hasta qué punto estos invasores han hecho cambiar el tradicional espíritud de la Capital?


La novela en el Perú ha sido hasta ahora el relato de la aventura de pueblos y no de individuos. Y ha sido predominantemente andina. En los pueblos serranos, el romance, la novela de los individuos, queda borrada, enterrada, por el drama de las clases sociales. Las clases sociales tienen también un fundamento cultural especialmente grave en el Perú andino; cuando ellas luchan, y lo hacen bárbaramente, la lucha no es sólo impulsada por el interés económico; otras fuerzas espirituales profundas y violentas enardecen a los bandos, los agitan con implacable fuerza, con incesante e ineludible exigencia. Casi no hay nombres de indios en "Yawar Fiesta". Se relata la historia de varias hazañas de los cuatro barrios de Puquio; se intenta exhibir el alma de la comunidad, lo lúcido y lo oscuro de su ser; la forma como la marea de su actual destino los desconcierta incesantemente; cómo tal marea, bajo una aparente definición de límites, bajo la costra, los obliga a un constante esfuerzo de acomodación, de reajuste, a permanente drama. ¿Hasta cuándo durará la dualidad trágica de lo indio y lo occidental en estos países descendientes del Tahuantinsuyo y de España? ¿Qué profundidad tiene ahora la corriente que los separa? Una angustia creciente oprime a quien desde lo interno del drama contempla el porvenir. Este pueblo empecinado -el indio- que transforma todo lo ajeno antes de incorporarlo a su mundo, que no se deja ni destruir, ha demostrado que no cederá sino ante una solución total. ¿Y el otro bando, la otra corriente? Esa es aún más compleja, intrincada, turbia, cambiante, de varia y contradictoria entraña, en los "pueblos grandes". Los antiguos terratenientes, antiguos por el espíritu, están serenos, libres de escrúpulos de conciencia; el patrón de su conducta no ha sido perturbado, manejan los puños, blanden el garrote e hincan las espuelas duramente; son los dueños. Los estudiantes y los llamados progresistas los contemplan con odio claro y lúcido; ellos, los dueños, quizá temen alguna vez este odio, pero ni dudan, ni ceden. En el mismo bando, el mismo en relación con el indio, hay otras clases de gentes distintas y frecuentemente enemigas entre sí; desde el mestizo inestable, el apenas salido de la masa india, hasta el militante revolucionario. Son muchos estos personajes y la definición de sus distintas almas no puede quizá hacerse sino a través de la novela. Ya lo hemos citado al comienzo. ¿Es novela india, sólo india o indigenista, la que trata de la aventura de todos estos personajes? Es probable o más que probable que el indio aparezca en estas novelas como el héroe fundamental. Una bien amada desventura hizo que mi niñez y parte de mi adolescencia transcurrieran entre los indios lucanas; ellos son la gente que más amo y comprendo. Pero quien se tome el trabajo de leer "Yawar Fiesta" y conozca a don Julián Arangüena y al sargento de la Guardia Civil que aparecen en esta novela, verá que he narrado la vida de todos los personajes de un "pueblo grande" de la sierra peruana con pureza de conciencia, con el corazón limpio, hasta donde es posible que esté limpio el corazón humano. "Agua" sí fue escrito con odio, con el arrebato de un odio puro; aquel que brota de los amores universales, allí, en las regiones del mundo donde existen dos bandos enfrentados con implacable crueldad, uno que esquilma y otro que sangra. Porque los relatos de "Agua", contienen la vida de una aldea andina del Perú en que los personajes de las facciones tradicionales se reducen, muestran y enfrentan nítidamente. Allí no viven sino dos clases de gentes que representan dos mundos irreductibles, implacables y esencialmente distintos: el terrateniente convencido hasta la médula, por la acción de los siglos, de su superioridad humana sobre los indios; y los indios, que han conservado con más ahinco la unidad de su cultura por el mismo hecho de estar sometidos y enfrentados a una tan fanática y bárbara fuerza. ¿Y cuál es el destino de los mestizos en esas aldeas? En estos tiempos prefieren irse; llegar a Lima, mantenerse en la Capital a costa de los más duros sacrificios; siempre será mejor que convertirse en capataz del terrateniente y, bajo el silencio de los cielos altísimos, sufrir el odio extenso de los indios y el desprecio igualmente mancillante del dueño. Existe otra alternativa que sólo uno de mil la escoge. La lucha es feroz en esos mundos, más que en otros donde también es feroz. Erguirse entonces contra indios y terratenientes, meterse como una cuña entre ellos, engañar al terrateniente afilando el ingenio hasta lo inverosímil y sangrar a los indios, con el mismo ingenio, succionarlos más, y a instantes confabularse con ellos, en el secreto más profundo o mostrando tan sólo una punta de las orejas para que el dueño acierte y se incline a ceder, cuando sea menester. ¿Quién alterará este "equilibrio" social que ya lleva siglos -equilibrio de entraña horrible- y lo desgarrará para que el país pueda rodar más libremente, hasta alcanzar a algunos otros que teniendo su misma edad aunque menos virtualidad humana ya han dejado atrás tan vergonzoso tiempo? Pero aludía al odio con que escribí los relatos de "Agua". Mi niñez transcurrió en varias de estas aldeas en que hay quinientos indios por cada terrateniente. Yo comía en la cocina con los "lacayos" y "concertados" indios, y durante varios meses fui huésped de una comunidad. ¡Describir la vida de aquellas aldeas, describirla de tal modo que su palpitación no fuera olvidada jamás, que golpeara como un río en la conciencia del lector! Los rostros de los personajes estaban claramente dibujados en mi memoria, vivían con exigente realidad, caldea­dos por el gran sol, como la fachada del templo de mi aldea en cuyas hornacinas ramos de flo­res silvestres agonizan. ¿Qué otra literatura podía hacer entonces, y aún ahora, un hombre nacido y formado en las ideas del interior? ¿Hablar de las náuseas que padecen los hom­bres vencidos por cuanto de monstruoso ha acu­mulado el hombre en las grandes ciudades, o tocar adormilantes campanillas?


La lucha por el estilo. Lo regional y lo univeresal. Más un inconveniente aturdidor existía para realizar el ardiente anhelo. ¿Cómo describir esas aldeas, pueblos y campos, en qué idioma narrar su apacible y a la vez inquietante vida? ¿En castellano? ¿Después de haberlo aprendido, amado y vivido a través del dulce y palpitante quechua? Fue aquél un trance al parecer insoluble. Escribí el primer relato en el castellano más correcto y "literario" de que podía disponer. Leí después el cuento a algunos de mis amigos escritores de la Capital, y lo elogiaron. Pero yo detestaba cada vez más aquellas páginas. ¡No, no eran así ni el hombre, ni el pueblo, ni el paisaje que yo quería describir, casi podía decir, denunciar! Bajo un falso lenguaje se mostraba un mundo como inventado, sin médula y sin sangre, un típico mundo "literario" en que la palabra ha consumido a la obra. Mientras en la memoria, en mi interior, el verdadero tema seguía ardiendo, intocado. Volví a escribir el relato, y comprendí definitivamente que el castellano que sabía no me serviría si seguía empleándolo en la forma tradicionalmente literaria. Fue en aquellos días que leí "Tungsteno" de Vallejo y "Don Segundo Sombra" de Güiraldes. Ambos libros me alumbraron el camino. ¿Es que soy acaso un partidario de la "indigenización" del castellano? No. Más existe un caso, un caso real en que el hombre de estas regiones, sintiéndose extraño ante el castellano heredado, se ve en la necesidad de tomarlo como un elemento primario al que debe modificar, quitar y poner, hasta convertirlo en un instrumento propio. Esta posibilidad, ya realizada más de una vez en la literatura, es una prueba de la ilimitada virtud del castellano y de las lenguas altamente evolucionadas. No nos estamos refiriendo, en este caso, al castellano popular netamente diferenciado en algunos países como la Argentina, sino al de la expresión literaria en los países americanos en los que la supervivencia dominante de los idiomas indígenas ha creado el complejo problema del bilingüismo. La cuestión es distinta en ambos casos: allá se trata de un hecho lingüísticamente consumado que el escritor puede o no recoger, aprovechar y recrear. Aquí, debe resolver un problema más grave, pero contando en cambio con una ventaja especialmente perseguida por el artista: la posibilidad, la necesidad de un acto de creación más absoluta. Existía y existe frente a la solución de estos especialísimos trances de la expresión literaria, el problema de la universalidad, el peligro del regionalismo que contamina la obra y la cerca. ¡El peligro que contiene siempre la inclusión novísima de materias extrañas en un instrumento ya perfecto y límpido! Pero en tales casos la angustia primaria ya no es por la universalidad sino por la simple realización. Realizarse, traducirse, convertir en torrente diáfano y legítimo el idioma que parece ajeno; comunicar a la lengua casi extranjera la materia de nuestro espíritu. Esa es la dura, la difícil cuestión. La universalidad de este raro equilibrio de contenido y forma, equilibrio alcanzado tras intensas noches de increíble trabajo, es cosa que vendrá en función de la perfección humana lograda en el transcurso de un extraño esfuerzo. ¿Existe en el fondo de esa obra el rostro verdadero del ser humano y de su morada? Si está pintado ese rostro con desusados colores no sólo no importa; puede tal suceso concederle mayor interés al cuadro. Que los colores no sean sólo una maraña, la grotesca huella del agitarse del ser impotente; eso es lo esencial. Pero si el lenguaje así cargado de extrañas esencias deja ver el profundo corazón humano, si nos transmite la historia de su paso sobre la tierra, la universalidad podrá tardar quizás mucho; sin embargo vendrá, pues bien sabemos que el hombre debe su preeminencia y su reinado al hecho de ser uno y único.


En mi experiencia personal la búsqueda del estilo fue, como ya dije, larga y angustiosa. Y un día de aquéllos, empecé a escribir, para mí, fluida y luminosamente, como se desliza el agua por los cauces milenarios. Concluí el primer relato en pocos días y lo guardé temerosamente. Yo había escrito ya "Warma Kuyay", el último cuento de "Agua". El castellano era dócil y propio para expresar los íntimos trances, los míos; la historia de mí mismo, mi romance. He ahí la historia del primer amor de un mestizo serrano, de un mestizo del tipo culturalmente más avanzado. Amor por una india, frustrado, imposible, del más triste y aciago final. Ya sé que aun en ese relato el castellano está embebido en el alma quechua, pero su sintaxis no ha sido tocada. Esa misma construcción, el castellano de "Warma Kuyay", con todo lo que tiene de aclimatación no me servía suficientemente para la interpretación de las luchas de la comunidad, para el tema épico. En cuanto se confundía mi espíritu con el del pueblo de habla quechua, empezaba la descarriada búsqueda de un estilo. ¿Se trataba sólo de una elemental deficiencia de conocimiento del idioma? Sin embargo yo no me quejo del estilo de "Warma Kuyay". Sumergido en la profunda morada de la comunidad no podía emplear con semejante dominio, con natural propiedad el castellano. Muchas esencias, que sentía como las mejores y legítimas, no se diluían en los términos castellanos construidos en la forma ya conocida. Era necesario encontrar los sutiles desordenamientos que harían del castellano el molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trataba de un hallazgo estético, él fue alcanzado como en los sueños, de manera imprecisa. Logrado naturalmente para mí, para el buscador. Seis meses después abrí las páginas del primer relato de "Agua". Ya no había queja. ¡Ese era el mundo! La pequeña aldea ardiendo bajo el fuego del amor y del odio, del gran sol y del silencio; entre el canto de los zorzales guarecidos en los arbustos; bajo el cielo altísimo y avaro, hermoso pero cruel. ¿Sería transmitido a los demás ese mundo? ¿Sentirían las extremas pasiones de los seres humanos que lo habitaban? Su gran llanto y la increíble, la transparente dicha con que solían cantar a la hora del sosiego? Tal parece que sí. "Yawar Fiesta" está comprendido aún en el estilo de "Agua". Cinco años luché por desgarrar los quechuismos y convertir al castellano literario en el instrumento único. Escribí los primeros capítulos de la novela muchas veces y volví siempre al punto de partida: la solución del bilingüe, trabajosa, cargada de angustia. Pero los dos mundos en que están divididos estos países descendientes del Tahuantinsuyo se fusionarán o separarán definitivamente algún día: el quechua y el castellano. Entretanto, la vía crucis heroica y bella del artista bilingüe subsistirá. Con relación a este grave problema de nuestro destino, he fundamentado en un ensayo mi voto a favor del castellano. ¿En qué idioma se debía hacer hablar a los indios en la literatura? Para el bilingüe, para quien aprendió a hablar en quechua, resulta imposible de pronto, hacerlos hablar en castellano; en cambio quien no los conoce a través de la niñez de la experiencia profunda, puede quizá concebirlos expresándose en castellano. Yo resolví el problema creándoles un lenguaje castellano especial, que después ha sido empleado con horrible exageración en trabajos ajenos. Pero los indios no hablan en ese castellano ni con los de lengua española, ni mucho menos entre ellos. Es una ficción. Los indios hablan en quechua. Toda la sierra del sur y del centro, con excepción de algunas ciudades, es de habla quechua total. Los que van de otras regiones a residir en las aldeas y pueblos del sur tienen que aprender el quechua; es una necesidad ineludible. Es, pues, falso y horrendo presentar a los indios hablando en el castellano de los sirvientes quechuas aclimatados en la Capital. Yo, ahora, tras dieciocho años de esfuerzos, estoy intentando una traducción castellana de los diálogos de los indios. La primera solución fue la de crearles un lenguaje sobre el fundamento de las palabras castellanas incorporadas al quechua y el elemental castellano que alcanzan a saber algunos indios en sus propias aldeas. La novela realista, al parecer, no tenía otro camino. El desgarramiento, más que de los quechuismos, de las palabras quechuas, es otra hazaña lenta y difícil. ¡Se trata de no perder el alma, de no transformarse por entero en esta larga y lenta empresa! Yo sé que algo se pierde a cambio de lo que se gana. Pero el cuidado, la vigilia, es por guardar la esencia. Mientras la fuente de la obra sea el mismo mundo, él debe brillar con aquel fuego que logramos encender y contagiar a través del otro estilo, del cual no estamos arrepentidos a pesar de sus raros, de sus nativos elementos. ¿Fue y es ésta una búsqueda de la universalidad a través de la lucha por la forma, sólo por la forma? Por la forma en cuanto ella significa conclusión, equilibrio alcanzado por la necesaria mezcla de elementos que tratan de constituirse en una nueva estructura.


Yo no dudo -y que se me perdone la afirmación de este convencimiento-, yo no dudo del valor de las novelas que se publican en este libro, de su valor en relación con el que actualmente escribo. Haber pretendido expresar con sentido de universalidad a través de los pasos que nos conducen al dominio de un idioma distinto, haberlo pretendido en el transcurso del salto; ésa fue la razón de la incesante lucha. La universalidad pretendida y buscada sin la desfiguración, sin mengua de la naturaleza humana y terrena que se pretendía mostrar, sin ceder un ápice a la externa y aparente belleza de las palabras. Creo que en la novela "Los ríos profundos" este proceso ha concluido. Uno sólo podía ser un fin: el castellano como medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes; noble torbellino en que espíritus diferentes, como atraen, se rechazan y se mezclan, entre las más altas montañas, los ríos más hondos, entre nieves y lagos silenciosos, la helada y el fuego. No se trata, pues, de una búsqueda de la forma en su acepción superficial y corriente, sino como problema del espíritu, de la cultura, en estos países en que corrientes extrañas se encuentran y durante siglos no concluyen por fusionar sus direcciones, sino que forman estrechas zonas de confluencia, mientras en lo hondo y lo extenso las venas principales fluyen sin ceder, increíblemente. ¿Y por qué llamar indigenista a la literatura que nos muestra el alterado y brumoso rostro de nuestros pueblos y nuestro propio rostro, así atormentado?Bien se ve que no se trata sólo del indio. Pero los clasificadores de la literatura y del arte caen frecuentemente en imperfectas y desorientadas conclusiones. No obstante les debemos agradecer por habernos obligado a escribir esta especie de autoanálisis, o confesión, que lo hacemos en nombre de quienes han de padecer y padecen el mismo drama de la expresión literaria en estas regiones.