23 de junio de 2011

Entremeses literarios (CXXXIII)

FERMENTACION
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Abrieron la caja. Algo parecido a una pequeña descarga explosiva -producida por los gases de la fermentación- desordenó todas las piezas de su interior. Me asomé. Una vértebra había quedado al alcance de mi mano. Tentada estuve de cogerla, pero no atiné o quizás no me atreví por miedo a ser descubierta. Me fascinó el hecho de que las medias, del mismo color que la tibia y el peroné que cubrían, estuvieran intactas. No fue tristeza el primer sentimiento que me asaltó durante la exhumación. Ni desolación por la saña con la que el tiempo había devastado a alguien que en vida desprendía tanta luz. Lo primero que pensé fue que parecía imposible (o al menos sorprendente) que dentro de aquella pelvis hubiera estado yo junto con mi hermano mellizo. Mi cuerpo se encogió levemente, como haciendo un amago de postura fetal para comprobarlo. Nadie se dio cuenta de mi gesto. Ni del frío helador que de repente hacía en ese lugar.


AQUEL OTOÑO DEL DOCTOR BOVARY
Horacio Vázquez Rial
Argentina (1947)

No es abril el mes mas cruel. Es octubre. La existencia se agazapa como antes lo ha hecho la nada. Hay un pacto entre ellas, se turnan, se justifican mutuamente, pero no establecen pacto alguno con los hombres, que pueden morir en medio de la vida mas espléndida o en el momento mas triste de la ciudad. Mamá empezo a irse en octubre, aunque no se despidió hasta enero, cuando la miseria es más dura. A Jeanne la enterramos en otoño. El doctor Bovary no era un gran médico. No voy a negar su buena voluntad, aunque hubiese preferido que la atendiese otro. Pero Jeanne siempre había querido que fuese el, ese hombre solitario del que, con el tiempo y por esos misterios de la comunicación, supimos que había vivido una tragedia con su mujer, que se quitó la vida. Tal vez Jeanne abrigase alguna esperanza de recobrar la salud a su lado y ocupar su existencia. Hasta hacerse cargo de la niña, la pequeña Berta, a la que su padre cuidaba como buenamente podía. Y algo debía de sentir Charles Bovary por Jeanne, porque veló toda la noche en la casa y después fue con nosotras al cementerio y lloró desconsoladamente. Quizá por ella, quizá por su propio fracaso como médico, quizá porque el también hubiese imaginado una madre para Berta. El corazón de los hombres no siempre es transparente. El de Bovary no lo era. Supongo que lo oscurecía el dolor. Cuando dejamos a Jeanne en la tierra, el se marchó con su hija en un carruaje y nosotras elegimos regresar andando. Vinimos bordeando el bosque, por el paseo exterior. Aunque parezca insólito, nuestro grupo de mujeres de luto caminando en el anochecer no llamaba la atención. Había mucha gente y toda parecía tristísima, un tanto fantasmal a la luz pobre de las farolas de gas en la niebla. Me asombra que hayan pasado casi veinte años de aquello. Ayer encontré en la calle a Berta Bovary, toda una mujer. Desde luego, me reconoció ella. Su padre murió hace tiempo, ella se ha casado con un hombre de Barcelona y piensan marchar a América, al sur, donde en octubre es primavera.


COMUNICACION
Pablo Urbanyi
Hungría (1939)

El y ella. Los encontramos sentados en los dos extremos de un sofá de tres plazas. El la observa con un poco de temor. Por fin se anima a hablar:
El: Parece que estás de mal humor, ¿qué te pasa?
Ella: No me pasa nada. Y te ruego que no hagas suposiciones sobre mí.
Breve pausa:
El: ¿Es por algo que dije?
Ella: No.
El: ¿Es por algo que no dije?
Ella: No.
El: ¿Es por algo que hice?
Ella: No.
El: ¿Es por algo que no hice?
Ella: No.
Una pausa más larga. Toma aire y remarcando con claridad las palabras:
El: ¿Es por algo que yo dije casualmente con relación a algo que hice y que no debí haber hecho ni dicho, o, por lo menos debería haberlo hecho y dicho de otra manera y tomando en cuenta tus sentimientos?
Ella: Algo así. Pero basta, no insistas.


FLASH
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Londres, 26 de noviembre (AP). Un sabio demente, cuyo nombre no ha sido revelado, colocó anoche un Absorsor del tamaño de una ratonera en la salida de un túnel. El tren fue vanamente esperado en la estación de llegada. Los hombres de ciencia se afligen ante el objeto dramático, que no pesa más que antes, y que contiene todos los vagones del expreso de Dover y el apretado número de las víctimas. Ante la consternación general, el Parlamento ha hecho declaraciones en el sentido de que el Absorsor se halla en etapa experimental. Consiste en una cápsula de hidrógeno, en la cual se efectúa un vacío atómico. Fue planeado originalmente por Sir Acheson Beal como arma pacífica, destinada a anular los efectos de las explosiones nucleares.


EL FALSARIO
Adolfo Pérez Zelaschi
Argentina (1920-2005)

Había llegado a tal perfección como falsificador de moneda que nadie podía distinguir las que él hacía de las que acuñaba el rey. Las vendía por poco, pero quien se las compraba a escondidas podía usarlas tan bien como las verdaderas. Por eso, primero algunos tahúres, en seguida cuatro o cinco mercaderes sin escrúpulos, que pronto fueron diez, cien más, luego tejedores y fabricantes de paños, más tarde banqueros y forjadores de lanzas y espadas acabaron por negociar casi todo con esas monedas falsas. Cuando el rey quiso poner orden, los que habían prosperado con ellas movieron grandes tumultos en calles y plazas, alquilaron incendiarios, subsidiaron motines y por fin los jefes de la guardia que, ellos también, pagaban a sus soldados con monedas falsificadas, se sublevaron en nombre de algo que nunca se supo bien qué era. Para salvar su vida, el rey huyó. En su lugar una junta de notables enriquecidos con las monedas ilegítimas nombró rey al falsario. La primera ley que dictó fue imponer pena de muerte para los monederos falsos.


GEMMA
Daniel Sánchez Bonet
España (1982)

Según la geometría, una línea es una sucesión continua de puntos interminables e infinitos, pero durante su recorrido lineal por aquel cuerpo, Armando los encontró todos: el punto de partida, algunos puntos de sutura, los varios puntos de vista, los dos puntos y por fin, el punto final o punto de ebullición. Sólo entonces, llegado al final de su viaje, descubrió el punto débil de ella y en honor a su nombre, lo llamó punto G.


LOS BRAZOS DE KALYM
Gabriel Jiménez Emán
Venezuela (1950)

Kalym se arrancó los brazos y los lanzó a un abismo. Al llegar a su casa, su mujer le preguntó sorprendida:
- ¿Qué has hecho con tus brazos?
- Me cansé de ellos y me los arranqué -respondió Kalim.
- Tendrás que ir a buscarlos; vas a necesitarlos para el almuerzo. ¿Dónde están?
- En un abismo, muy lejos de aquí.
- ¿Y cómo has hecho para arrancártelos?
- Me despegué el derecho con el izquierdo y el izquierdo con el derecho.
- No puede ser -respondió su mujer-, pues necesitabas el izquierdo para arrancarte el derecho, pero ya te lo habías arrancado.
- Ya lo sé, mujer; mis brazos son algo muy extraño. Olvidemos eso por ahora y vayamos a dormir -dijo Kalym abrazando a su mujer.


EL VERDUGO
Silvina Ocampo
Argentina (1906-1993)

Como siempre, con la primavera llegó el día de los festivales. El Emperador, después de comer y de beber, con la cara recamada de manchas rojas, se dirigió a la plaza, hoy llamada de las Cáscaras, seguido por sus súbditos y por un célebre técnico, que llevaba un cofre de madera, con incrustaciones de oro.
- ¿Qué lleva en esa caja? -preguntó uno de los ministros al técnico.
- Los presos políticos; más bien dicho, los traidores.
- ¿No han muerto todos? -interrogó el ministro con inquietud.
- Todos, pero eso no impide que estén de algún modo en esta cajita -susurró el técnico, mostrando entre los bigotes, que eran muy negros, largos dientes blancos.
En la plaza de las Cáscaras, donde habitualmente celebraban las fiestas patrias, los pañuelos de la gente volaban entre las palomas; éstas llevaban grabada en las plumas, o en un medallón que les colgaba del pescuezo, la cara pintada del Emperador. En el centro de la plaza histórica, rodeado de palmeras, había un suntuoso pedestal sin estatua. Las señoras de los ministros y los hijos estaban sentados en los palcos oficiales. Desde los balcones las niñas arrojaban flores. Para celebrar mejor la fiesta, para alegrar al pueblo que había vivido tantos años oprimido, el Emperador había ordenado que soltaran aquel día los gritos de todos los traidores que habían sido torturados. Después de saludar a los altos jefes, guiñando un ojo y masticando un escarbadientes, el Emperador entró en la casa Amarilla, que tenía una ventana alta, como las ventanas de las casas de los elefantes del Jardín Zoológico. Se asomó a muchos balcones, con distintas vestiduras, antes de asomarse al verdadero balcón, desde el que habitualmente lanzaba sus discursos. El Emperador, bajo una apariencia severa, era juguetón. Aquel día hizo reír a todo el mundo. Algunas personas lloraron de risa. El Emperador habló de las lenguas de los opositores: "que no se cortaron -dijo- para que el pueblo oyera los gritos de los torturados". Las señoras, que chupaban naranjas, las guardaron en sus carteras, para oírlo mejor; algunos hombres orinaron involuntariamente sobre los bancos, donde había pavos, gallinas y dulces; algunos niños, sin que las madres lo advirtieran, se treparon a las palmeras. El Emperador bajó a la plaza. Subió al pedestal. El eminente Técnico se caló las gafas y lo siguió: subió las seis o siete gradas que quedaban al pie del pedestal, se sentó en una silla y se dispuso a abrir el cofre. En ese instante el silencio creció, como suele crecer al pie de una cadena de montañas al anochecer. Todas las personas, hasta los hombres muy altos, se pusieron en puntas de pie, para oír lo que nadie había oído: los gritos de los traidores que habían muerto mientras los torturaban. El Técnico levantó la tapa de la caja y movió los diales, buscando mejor sonoridad: se oyó, como por encanto, el primer grito. La voz modulaba sus quejas más graves alternativamente; luego aparecieron otras voces más turbias pero infinitamente más poderosas, algunas de mujeres, otras de niños. Los aplausos, los insultos y los silbidos ahogaban por momentos a los gritos. Pero a través de ese mar de voces inarticuladas, apareció una voz distinta y sin embargo conocida. El Emperador, que había sonreído hasta ese momento, se estremeció. El Técnico movió los diales con recogimiento: como un pianista que toca en el piano un acorde importante, agachó la cabeza. Toda la gente, simultáneamente, reconoció el grito del Emperador. ¡Como pudieron reconocerlo! Subía y bajaba, rechinaba, se hundía, para volver a subir. El Emperador, asombrado, escuchó su propio grito: no era el grito furioso o emocionado, enternecido o travieso, que solía dar en sus arrebatos; era un grito agudo y áspero, que parecía provenir de una usina, de una locomotora, o de un cerdo que estrangulan. De pronto algo, un instrumento invisible, lo castigó. Después de cada golpe, su cuerpo se contraía, anunciando con otro grito el próximo golpe que iba a recibir. El Técnico, ensimismado, no pensó que tal vez suspendiendo la transmisión podría salvar al Emperador. Yo no creo, como otras personas, que el Técnico fuera un enemigo acérrimo del Emperador y que había tramado todo esto para ultimarlo. El Emperador cayó muerto, con los brazos y las piernas colgando del pedestal, sin el decoro que hubiera querido tener frente a sus hombres. Nadie le perdonó que se dejase torturar por verdugos invisibles. La gente religiosa dijo que esos verdugos invisibles eran uno solo, el remordimiento.
- ¿Remordimiento de qué? -preguntaron los adversarios.
- De no haberles cortado la lengua a esos reos -contestaron las personas religiosas, tristemente.


UNA ANCIANA QUE CAE
Daniil Kharms
Rusia (1905-1942)

Una anciana demasiado curiosa cayó desde una ventana y se rompió los huesos. Otra anciana se asomó a la ventana a mirar a la anciana caída, pero por exceso de curiosidad también cayó y se rompió los huesos. Fue entonces que una tercera anciana cayó de su ventana, y luego una cuarta, y después una quinta. Cuando cayó la sexta anciana, me aburrí de mirar y me fui al Mercado Maltsev donde dije: "¿Hay alguien que le regale un mantón a este pobre ciego?".


BRUJOS
Vicente Battista
Argentina (1940)

Después de tres meses de incendio, más de seiscientas mil hectáreas del Amazonas habían quedado destruidas. Las autoridades del Brasil no encontraban solución. Sólo la lluvia podría dominar al fuego. Pero era época de sequía y los meteorólogos más optimistas estimaban que no iba a llover en menos de tres semanas. Los bomberos brasileños, venezolanos y argentinos se desvivían por apagarlo; pero poco se puede hacer cuando falta agua. Cuando las llamas comenzaron a llegar a las aldeas yanomamis y caiapós, alguien dijo que los brujos de esas tribus tenían el don de provocar la lluvia. Todos rieron, pero una semana más tarde convocaron a los brujos caiapós. Los hechiceros preguntaron si querían mucha o poca agua; pidieron que los dejaran solos y pusieron en práctica sus ritos. Al día siguiente, llovió a cántaros. ¿Un fenómeno natural o una gracia del Dios de la Lluvia? La respuesta la tienen los brujos, pero los brujos son reservados; gente de pocas palabras. En el Código Civil brasileño los indios del Amazonas están catalogados como criaturas "incapaces". La lluvia que lograron los incapaces redujo en un setenta y cinco por ciento el incendio. Sin embargo, no hubo un solo funcionario brasileño que propusiera una reforma en el Código Civil.