24 de abril de 2011

G.K. Chesterton. Charles Dickens y las emociones humanas (1)

La infancia de Charles Dickens (1812-1870) transcurrió en la Inglaterra victoriana, aquella época caracterizada por los profundos abismos sociales desatados por la vertiginosa industrialización. Tras unos primeros años vividos con cierta comodidad, todo cambió a partir del encarcelamiento de su padre por deudas fiscales. El joven Dickens -de tan sólo doce años- tuvo entonces que trabajar como obrero en una fábrica de betún en condiciones deplorables: jornadas de diez horas diarias a cambio de una paga de seis chelines semanales con los que ayudaba a su familia. Esa experiencia lo marcaría para siempre: fue decisiva en su vida y central en su obra. Si bien pudo después asistir de nuevo a la escuela, la mayor parte de su educación fue autodidacta. Ferviente lector de algunos de los grandes novelistas de los siglos XVII y XVIII, como Daniel Defoe (1660-1731), Henry Fielding (1707-1754) y Tobias Smollett (1721-1771) -cuyas influencias son notorias en su obra-, en 1827 consiguió trabajo en un estudio jurídico y, más adelante, como taquígrafo en el Parlamento. Sus primeros pasos en las letras los dio al año siguiente en el periódico "Doctor's Commons", para luego ingresar como cronista parlamentario en "True Sun" y poco después en "The Mirror of Parliament". En 1834 pasó al "Morning Chronicle" como periodista político y, dos años más tarde, aparecieron en forma de libro los artículos que había ido publicando en "The Monthly Magazine" bajo el seudónimo de Boz: "Sketches by Boz" (Apuntes de Boz) primero, y "The posthumous papers of the Pickwick Club" (Los papeles póstumos del club Pickwick) después. También trabajó como editor de los semanarios "Household News" y "All the Year Round", y escribió a lo largo de su vida libros de viajes, de poemas, de ensayos, artículos, obras teatrales, cuentos cortos y varias novelas en coautoría con Wilkie Collins (1824-1889).
Dickens trazó una notable descripción de la sociedad victoriana de su tiempo, con los excesos del industrialismo haciendo estragos en las capas sociales más desprotegidas y vulnerables. El novelista español Miguel Delibes (1920-2010) decía que la sola mención de su nombre 
despierta en el lector iniciado "escenas de niebla y nieve, niños harapientos aplastando sus naricillas contra una vitrina repleta de juguetes, el viejo avaro junto a la chimenea de leños crepitantes, velas encendidas, cajitas de música, el cochero en el pescante de una berlina, con el tapabocas hasta los ojos, una calle de Londres flanqueada de árboles agarrotados por la escarcha... Todo un mundo, en fin, transido de nostalgia, envuelto en un halo de candor y sencillez, honestamente moralizador, donde niños inocentes y desvalidos topan a menudo con la incomprensión y el egoísmo de los adultos". En una oportunidad le preguntaron a Harold Bloom (1930) qué deberían leer los más pequeños. Respondió el crítico literario experto en literatura anglosajona: "Tanto J.K. Rowling como Stephen King son malos escritores. Recomiendo a los niños de todas las edades que dejen esos libros de lado y lean y relean a Andersen y Dickens, a Lewis Carroll y Edward Lear". Y cuando decía "niños de todas las edades", Bloom lo hacía sabiendo que esos libros, sobre todo los de Dickens, no son necesariamente "para" niños sino "sobre" niños. Específicamente niños maltratados como en el caso de "Oliver Twist", la primera novela en lengua inglesa que tuvo a un niño como protagonista, o el de "David Copperfield", la más autobiográfica de todas sus novelas.


Gilbert K. Chesterton (1874-1936) escribió varias biografías de escritores, entre ellas las de   
Geoffrey Chaucer (1343-1400), la de Robert Browning (1812-1889) y la de Robert Louis Stevenson (1850-1894), pero la más notable fue la que escribió sobre Dickens en 1906. Entre la semblanza y la crítica -algo que repetiría en 1909 con George Bernard Shaw (1856-1950)-, el ensayo de Chesterton transita por la vida y la obra del autor de "Oliver Twist" con
crudeza, sin prejuicios, vertiendo opiniones y valoraciones críticas con una indisimulada admiración: "Dickens sabía muy bien que la mayor alegría que se ha conocido desde el edén es la alegría de los desdichados. En eso era incomparable". El escritor, crítico y editor argentino Luis Chitarroni (1958) dice en "Retrato de la muchedumbre", un artículo aparecido en "Los escritores de los escritores" en 1997: "Basta entrar en el ensayo sobre Dickens para darse cuenta de que las facultades de Chesterton como crítico son excep­cionales. También es excepcional el ordenamiento de sus ra­zones, la variedad de sus ejemplos, siempre veraces; sólo por momentos esa inteligencia omnímoda y satisfecha se distrae de nosotros, sus lectores. Siempre creyó que las cosas que uno relega a la fantasía más primitiva eran reales. Entonces nos deslizamos al umbral de ese limbo de acechanzas y descubri­mos una imaginación ávida y abrasiva. Una imaginación que ya ha concedido todo lo necesario a la inteligencia y que pue­de, harta de saciedad, convertir en ruinas el mundo que creó y hacer a gusto un infierno habitable y verosímil".
Los doce capítulos que componen "Charles Dickens. A critical study" (Charles Dickens. Un estudio crítico) fueron complementados por Chesterton en 1911 con su "Appreciations and criticisms of the works of Charles Dickens" (Apreciaciones y críticas sobre las obras de Charles Dickens), ensayo en el que reafirmó su condición de mejor crítico del autor de "A tale of two cities" (Historia de dos ciudades). Del primero de estos libros se reproduce la primera parte del capítulo XII, titulado "A note on the future of Dickens" (Sobre el porvenir de Dickens), en el que Chesterton se expresó así: 

La cosa de la que nos es más difícil acordarnos en lo que corresponde a nuestra propia época es, naturalmente, que no es más que una época; por instinto, la consideramos como el día del juicio. Pero todo lo que le pertenece, como época únicamente, será sin duda subvertido muy pronto; todo lo debe pasar, pasará. No es verdad sólo que todas las cosas antiguas están muertas ya; es verdad que todas las modernas lo están también, porque inmortales son las cosas ni viejas ni nuevas. Cuanto más a la moda se está del año presente, tanto más se está retrasado (en cierto sentido) de la del año próximo. Por consiguiente, tratando de adivinar si, según la expresión consagrada, vivirá un autor, es necesario tener una opinión muy fija sobre lo que no cambia en el hombre, suponiendo que haya algo que no cambie. Ahora bien, es muy difícil llegar a esa opinión si no se tiene una religión o, por lo menos, una filosofía dogmática.

 
Es necesario proclamar la igualdad de los hombres respecto del tiempo como respecto de las clases sociales. Sentirse infinitamente superior a un burgués del siglo XII es también dar una prueba de vanidad ridícula como si se creyera infinitamente superior a un antiguo habitante del viejo camino de Kent. Entre esos hombres y nosotros existen diferencias; podemos ser superiores en cierto sentido; pero en los dos casos nuestro error consiste en creer en las cosas pequeñas por las que diferimos en vez de estar confundidos y embriagados por las cosas terribles y gozosas que nos son comunes. Pero la dificultad aquí es la misma: los objetos lejanos se nos aparecen más grandes de lo que en realidad son y de este modo parecen formar parte esencial del universo, cuando no expresan quizá más que una de las formas pasajeras de la humanidad. Pocos conciben, por ejemplo, que llegará un tiempo sin pena en que la gran floración científica del siglo XIX será mirada como un fenómeno tan espléndido, tan breve, no menos único en su género ni menos abandonado en consecuencia que la floración artística del Renacimiento. Pocos comprenden que la costumbre general de construir ficciones, de contar historias en prosa, puede desaparecer como ha desaparecido de nuestros días la costumbre de rimar baladas, de contar historias en verso. Pocos comprenden, por último, que la escritura y la lectura son únicamente ciencias arbitrarias y tal vez temporales como la del blasón.
El espíritu inmortal subsistirá y es por él por lo que serán juzgados, con toda seguridad, los escritores como Dickens. Creo que no hay ya ningún necio que niegue que se debe atribuir a éste un lugar eminente en la literatura duradera. Ahora bien, a pesar de la incertidumbre fatal de toda predicción, quisiera dedicar este capítulo a establecer que Dickens no ocupará sólo en el siglo XIX inglés un lugar elevado, sino el lugar más elevado de todos. En cierta época contemporánea de su gloria, un inglés de cultura media hubiera dicho que existían en aquel momento en su país aproximadamente cinco o seis excelentes novelistas de un valor casi igual. Y hubiera puesto en esta lista a Dickens, Bulwer Lytton, Thackeray, Charlotte Bronté, George Eliot y tal vez otros. Desde entonces han transcurrido cuarenta años y algunos escritores han pasado a un lugar más humilde. Ciertos lectores dirán ahora que, sobre la plataforma superior, no quedan más que Thackeray y Dickens; otros añadirán a Charlotte Bronté. Yo tomo a mi cargo predecir que cuando hayan pasado otros tantos años y se haya hecho una selección más completa, Dickens dominará toda la Inglaterra del siglo XIX; él será el único que quede sobre la plataforma.
No ignoro que ésta es una afirmación muy audaz y que tiende a suscitar respecto a otros escritores apreciaciones poco halagüeñas, como esas en que el señor Swinburne se ha empeñado en su sugestivo ensayo sobre Dickens. Pero si coloco en un lugar inferior a los demás novelistas ingleses, lo hago colocándome en un punto de vista completamente relativo y de ningún modo positivo. Es cierto que se acudirá siempre a Thackeray, a la exquisita riqueza de su emoción, al sentimiento de que está penetrado de un recuerdo que es toda la vida; visión retrospectiva triste pero sagrada, donde nada absolutamente debe ser olvidado. No es probable que los sabios lo abandonen. Asi, por ejemplo, los sabios y eruditos vuelven de tiempo en tiempo a los poetas líricos del Renacimiento francés, a la amarga y patética delicadeza de Bellay, y volverán asimismo a Thackeray. Pero sostengo que Dickens dominará nuestra época como la figura gigantesca de Rabelais domina a Bellay, domina el Renacimiento y domina el mundo.


Séame permitido dar primero una razón negativa. Los defectos particulares por los cuales es condenado Dickens a justo título por la crítica son precisamente los que nunca han impedido a un escritor ser inmortal. El principal reproche que se le dirige es haber producido incontestablemente una cantidad enorme de hojarasca. Un autor se encuentra relegado a una categoría inferior en la estimación de sus contemporáneos; no parece que su situación futura quede afectada en lo más mínimo. Shakespeare especialmente y Wordsworth han dejado no solamente una cantidad impresionante de hojarasca, sino una cantidad de enormes hojarascas. La humanidad se encarga de editar las obras de los escritores que fueron. Virgilio cometió un error al suprimir sus versos menos bellos; nosotros nos hubiéramos encargado de esa tarea. En el caso especial de Dickens hay razones particulares para considerar las partes mediocres de sus novelas como independientes del resto. La mayor parte de ellas han sido compuestas, como ya lo he indicado, bajo el imperio de una ambición ajena al genio personal del artista, la ambición de ser el proveedor universal del público, de tener capacidad para todas las emociones humanas. Dickens presidía una especie de juicio final literario: distribuía los papeles de mala gente como castigo y los papeles de gente buena a título de recompensa.