3 de agosto de 2010

Los surrealistas (3). Louis Aragon, Philippe Soupault & Isidore Ducasse

Entre octubre y diciembre de 1919 se publicaron en la revista "Littérature" los primeros capítulos de "Champs magnétiques" (Los campos magnéticos) de André Breton y Philippe Soupault, un acontecimiento capital para el movimiento surrealista. Breton diría más adelante que se trató de "la primera obra surrealista absolutamente diferente de Dada, puesto que fue el fruto de las primeras aplicaciones sistemáticas de la escritura automática. La práctica cotidiana de la escritura automática -a veces nos dedicábamos a ella ocho o diez horas consecutivas- nos llevó a efectuar observaciones de gran alcance, que sólo más tarde se coordinaron y produjeron plenamente sus consecuencias. No es menos cierto que vivíamos en aquel momento la euforia, casi la borrachera del descubrimiento. Nos encontrábamos en la situación del que pone al descubierto un filón precioso. Una euforia no exenta de angustia debido a las propiedades alucinógenas del automatismo consumido o producido en dosis intensivas".


Louis Aragon, por su parte, comentaría en los años '60: "Con el tiempo, una cierta unidad se había establecido. 'Los campos magnéticos' pasó a ser la obra de un único autor de dos cabezas, y la mirada doble fue lo que permitió a Breton y a Soupault avanzar por el camino en el que nadie les había precedido, entre tinieblas en las que hablaban en voz alta. Así surgió ese texto incomparable al que hay que considerar hoy en día como el momento, al alba de nuestro siglo, en el que toda la historia de la escritura dio un giro total; no es el libro por el que Mallarmé quería que el mundo acabara, sino aquél por el cual todo empieza". En 1930, en un artículo aparecido el nº 7 de la revista "Change", Breton esclareció algunos de los mecanismos que permitieron la creación de aquel oscuro y fundacional texto cuyo título original era "Les precipites" (Los precipitados).


Para escribirlo, necesitó "contar con la eficacia poética de un lenguaje que se rehusaba a sacrificar ninguna de las posibilidades conscientes y que se limitaba a ser el vehículo indiferente de las imágenes sonoras, perceptibles con demasiada poca frecuencia en las actuales condiciones del pensamiento, pero perceptibles en el ensueño, en el estado de duermevela en que yo había llegado a creer que se sucedía sin interrupción. Se trataba de forzar por cualquier medio aquellas imágenes para que tomaran prioridad sobre todas las demás, examinando sin prevención el resultado así obtenido". "Los campos magnéticos", el primer escrito surrealista con intención de serlo, careció quizá de la resonancia de otras obras posteriores pero contenía el germen de la idea surrealista, la misma que se preconizó desde las páginas de la revista "Littérature", aquellas en que se afirmaba la presencia de Lautréamont, el gran precursor del Surrealismo, "el impensable Conde de Lautréamont", como lo llamaba Antonin Artaud.


Efectivamente, ya en los primeros números de esta revista se dieron a conocer sus "Poésies"
(Poesías), que sólo habían conocido una efímera edición en 1870, y que eran un manifiesto poético en prosa que completaba, aunque contradiciéndolos, a los diabólicos "Les chants de Maldoror" (Los cantos de Maldoror). Lautréamont, en aquel momento, fue objeto de un verdadero culto por parte del pequeño grupo de poetas surrealistas, algo que, con intensidades diferentes, también sucedió alrededor de la persona y la obra de otros grandes pioneros como Aloysius Bertrand (1807-1841), Gérard de Nerval (1808-1855), Charles Baudelaire (1821-1867), Charles Cros (1842-1888), Germain Nouveau (1851-1920), Arthur Rimbaud (1854-1891), Alfred Jarry (1873-1907) y Guillaume Apollinaire (1880-1918).
He aquí otro aspecto del ideario surrealista que lo diferenciaba claramente del Dadaísmo: mientras los dadaístas imponían el distanciamiento y el sarcasmo hacia aquellos poetas, los surrealistas se esforzaron por sacar a la luz sus textos olvidados o inéditos, y proponían una lectura mucho más atenta con la finalidad de encontrar en ellos sensaciones ignoradas o significados encubiertos.

Louis Aragon (1897-1982), poeta, novelista y ensayista nacido en París, lideró ambos movimientos, el Dadaísmo y el Surrealismo. Sus primeras obras fueron de carácter experimental: los poemarios "Feu de joie" (Fogata) y "Le mouvement perpétuel" (El movimiento perpetuo); la novela "Anicet ou le panorama" (Aniceto o el panorama) y el ensayo "Traité du style" (Tratado de estilo). En 1930 rompió con los surrealistas y asumió el compromiso político de dirigir el diario comunista "Ce Soir", contribuyendo a difundir la literatura soviética del llamado realismo socialista. De esa etapa, que duró hasta su ruptura con el estalinismo, son sus novelas "Les cloches de Bâle" (Las campanas de Bale), "Les beaux quartiers" (Los bellos barrios), "Les communistes" (Los comunistas) y "La Semaine Sainte" (La Semana Santa). Durante la Segunda Guerra Mundial participó en la resistencia y escribió sus mejores libros de poesía postsurrealista: "Les yeux d'Elsa" (Los ojos de Elsa), "Le créve coeur" (La impaciencia del corazón) y "La Diane francaise" (La Diana francesa). Sus últimas obras, más cercanas a una literatura mucho más refinada, fueron las novelas "La mise á mort" (La suerte de matar), "Blanche ou l'oubli" (Blanca o el olvido) y "Le mentir-vrai" (La mentira-verdad). También son destacados su poemario "Les chambres. Poéme du temps qui ne passe pas" (Habitaciones. Poema del tiempo que no pasa) y su autobiografía poética "Le roman inachevé" (La novela inacabada). En el ejemplar de octubre de 1919 de la revista "Littérature" escribió sobre Philippe Soupault lo siguiente:

Cultivaba en vasos de agua ese género de bulbos plateados de los que nacen hermosos brotes de juncos. Un día se abrió una flor como una flecha indicativa, como un revólver apuntando. Después de la bifurcación, nubes muy bajas como golondrinas que anuncian la lluvia. Con toda naturalidad, Philippe Soupault deseó la República de Ecuador que relucía en los anuncios de las compañías de navegación como una moneda nueva ante los ojos del transeúnte, asiduo lector de horarios y carteles indicadores. Para reencontrarse consigo mismo, le bastaba volver a acodarse en el mármol de las mesas de los cafés, cuyas vetas finamente entrelazadas se recorren con mirada distraída. Allí, las palabras que se oyen adquieren inflexiones súbitas y se leen por ocio las inscripciones de porcelana de los ventanales que nos dan la espalda. Ahora, otra vez el aire libre: los albergues están vacíos, sólo quedan algunos árboles con los pies atrapados tras una reja. El viento se encoge de hombros y se lleva el sombrero negro de grandes alas de la cabeza de su dueño. Amigo, ¿hasta dónde lo llevará semejante murciélago? Veo mesetas calcáreas delante suyo: se extienden hasta perderse en el horizonte que se aleja mirando hacia atrás.

Philippe Soupault (1897-1990). Durante la Primera Guerra Mundial, en 1917, envió desde el hospital en el que actuaba como practicante de medicina, su primer poema a Apollinaire, quien lo hizo publicar y le presentó a André Breton. Por éste conoció a Louis Aragon y durante varios años los tres serían amigos inseparables. Juntos, en 1919, fundaron la revista "Littérature", publicando allí "Los campos magnéticos", obra escrita en común entre Soupault y Breton. Esta obra es considerada el primer texto surrealista surgido de la aplicación de la escritura automática. Durante los primeros años Soupault participó en todas las luchas y formó parte de la Central Surrealista y de la Oficina de Investigaciones Surrealistas en 1925, pero poco a poco se fue distanciando al rehusar comprometerse políticamente y afiliarse al Partido Comunista como lo hicieron sus amigos en 1926. A pesar de su manifiesta independencia conservó contactos con algunos surrealistas y más tarde reanudó relaciones con Breton. Autor sumamente prolífico, incursionó tanto en la poesía como en la novela, el ensayo y las obras teatrales. De su obra poética cabe citar "Rose des vents" (Rosa de los vientos), "Odes" (Odas) y "Chansons" (Canciones); de las novelas destacan "Le bon apótre" (El buen apóstol) y "Les derniéres nuits de Paris" (Las últimas noches de París); de sus ensayos son notables "Guillaume Apollinaire. Reflets de l'incendie" (Guillaume Apollinaire. Reflejos del incendio), "Henri Rousseau, le Douanier" (Henri Rousseau, el Aduanero) y "Un sieur Rimbaud se disant négociant" (Un señor Rimbaud que se dice comerciante). En 1925 se refirió al gran precursor del Surrealismo, al más maldito de los poetas: Isidore Lucien Ducasse, el Conde de Lautréamont:

No me corresponde a mí, ni a nadie, juzgar al Señor Conde. ¿Lo oyen bien, señores? ¿O quieren que les envíe mis padrinos? No se juzga al Señor de Lautréamont. Se lo reconoce al pasar y se lo saluda con reverencia.

Isidore Ducasse (1846-1870), hijo de un diplomático francés, nació en Montevideo, estudió en Tarbes y en Pau, pasó por Buenos Aires, estuvo en Córdoba, usó el seudónimo de Conde de Lautréamont y murió a los veinticuatro años en París. Autor de "Les chants de Maldoror" (Los cantos de Maldoror) y "Poésies"
(Poesías), fue reconocido por los simbolistas, quienes, sin embargo, lo consideraron sólo un caso de romanticismo tardío y flamígero, "explicable" por la locura o por cierta violencia literaria. Fue el Surrealismo quien reivindicó definitivamente su figura. Breton, en "Los manifiestos del surrealismo", dijo que era el único poeta que había hecho acto de "surrealismo absoluto", y que su obra era "una revancha de lo irracional, una afirmación de las fuerzas oscuras, una explosión volcánica de ríos subterráneos incandescentes". Léon Bloy (1846-1917), el 
intolerante, iracundo y ultracatólico escritor francés, fue el primero en descubrir a Lautréamont en 1890. Este verdugo de la literatura contemporánea -como se lo llamó en su época- dijo de "Los cantos de Maldoror": "Considero como un signo de este tiempo la reciente intromisión en Francia de un libro monstruoso, casi desconocido, "Los cantos de Maldoror", obra totalmente sin analogía y probablemente llamada a tener resonancia. Dudo que la palabra monstruoso sea suficiente para calificar la obra. Recuerda a un espantoso polimorfo submarino a quien una tempestad sorprendente hubiera arrojado a la ribera después de haber zamarreado el fondo del océano". El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) fue quien lo dio a conocer en el continente americano al incluirlo en su libro "Los raros" de 1896. Dijo de él: "Vivió desventurado y murió loco, escribió un libro que es único, si no existiera la prosa de Rimbaud, un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso, un libro en que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del dolor y los siniestros cascabeles de la locura". Más apreciativo, el escritor y periodista español Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) dijo en "Disparates", su libro de 1921: "Lautréamont es el único hombre que ha sobrepasado la locura. Todos nosotros no estamos locos, pero podemos estarlo. El, con este libro se sustrajo a esa posibilidad, la rebasó". El Conde de Lautréamont murió de una enfermedad infecciosa, al parecer escarlatina, desventurado y solo. En su certificado de defunción constaba que "Isidore Lucien Ducasse, escritor, de veinticuatro años, nacido en Montevideo, falleció hoy jueves 24 de noviembre de 1870 a las 8 de la mañana en su domicilio de la Rue du Faubourg, Montmartre Nº 7". Fue enterrado en una concesión temporaria del Cementerio del Norte el 25 de noviembre de 1870, de donde fue exhumado el 20 de noviembre de 1871 para ser enterrado de nuevo en otra concesión temporaria, lugar que fue tomado tiempo después por la ciudad, ignorándose el paradero de sus restos. Sus familiares sospechaban que había sido envenenado debido a su vinculación con grupos políticos de extrema izquierda.

Cuando un joven aspirante a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre su mesa de trabajo a la hora silenciosa de la medianoche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todas partes la cabeza, agobiada por la meditación y los manuscritos polvorientos; pero nada, ningún indicio descubierto que le revele la causa de lo que oye tan débilmente, aunque, con todo, lo oye. Al final advierte que el humo de su bujía, elevándose hacia el techo, provoca a través del aire ambiente, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de un clavo fijo en la pared. En un quinto piso. Así como un joven aspirante a la gloria percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, del mismo modo oigo yo una voz melodiosa que pronuncia a mis oídos: "¡Maldoror!". ¡Una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando con tal dolorosa elegancia las sílabas de mi nombre!