22 de agosto de 2010

Gramsci y la necesaria participación

Instalado en Turín desde 1911 con la intención de estudiar Filología y Lingüística, Antonio Gramsci (1891-1937) se ganaba la vida desde comienzos de 1916 como periodista escribiendo breves panfletos políticos en el periódico del Partido Socialista "Avanti!" y crítica teatral y artículos costumbristas en el semanario "Grido del popolo". A principios del año siguiente decide lanzar una publicación destinada a educar y formar a los jóvenes socialistas, lo que efectivamente ocurre el 11 de febrero de 1917 cuando aparece "La Cittá Futura", un periódico de cuatro páginas que se vendía a dos centavos el ejemplar, íntegramente redactado por él y que incluía también otros textos como "La religione" (La religión) de 
Benedetto Croce (1866-1952), "Cosa é la cultura" (Qué es la cultura) de Gaetano Salvemini (1873-1957) y "Che cos'é la vita" (Qué es la vida) de Armando Carlini (1878-1959). Aquel número, que sería el único, fue publicado por la Federación Juvenil Piamontesa del Partido Socialista y representó un acabado resumen de la orientación política de Gramsci en sus primeros años de militancia socialista, en los que la influencia croceana era más que tangible. El propio Gramsci señalaría más adelante que en aquella época "participaba en el movimiento de reforma moral e intelectual promovido en Italia por Benedetto Croce, cuyo primer punto era que el hombre moderno puede y debe vivir sin religión", sea ésta "revelada o positiva o mitológica o como se quiera decir". Consideraba Gramsci que esta era "la mejor contribución a la cultura mundial que hayan realizado los intelectuales modernos italianos" y juzgaba que semejante conquista civil "no debe ser perdida".
El filósofo italiano Valentino Gerratana (1919-2000), responsable de una recordada edición crítica de "Quaderni del carcere" (Cuadernos de la cárcel) en 1975, describió a "La Città Futura" como un cabal ejemplo de ejercicio periodístico por parte de Gramsci: "Su actividad periodística se impone a la atención general no sólo por la calidad de la escritura, sino por la profundidad de la investigación cultural". Dicha profundidad, no obstante, encerraba dos concepciones antagónicas del socialismo, propias del pensamiento juvenil de Gramsci: una visión libertaria y antiestatal, y otra totalitaria y disciplinada. Es que Gramsci, además del ya citado Croce, había nutrido su pensamiento con aportes ajenos al marxismo como los del teórico del sindicalismo revolucionario Georges Sorel (1847-1922); los del filósofo, y luego ministro de Instrucción Pública del fascismo, Giovanni Gentile (1875-1944); los del seudosocialista y revisionista Henri de Man (1885-1953); los de los teóricos clásicos de las élites políticas Vilfredo Pareto (1848-1923), Gaetano Mosca (1858-1941) y Robert Michels (1876-1936); o los del filósofo idealista hegeliano primero, realista herbartiano después y finalmente teórico marxista, Antonio Labriola (1843-1904).
Gramsci, como no podía ser de otra manera, suscitó múltiples controversias. Su visión de que el socialismo debía ser alcanzado mediante un proceso histórico prolongado y no a través de un asalto al poder al estilo de la Revolución de Octubre estaba sustentado en que, a diferencia de la situación de Rusia en 1917, en Italia y otros países desarrollados industrialmente el poder de la burguesía capitalista tenía ya larga data, por lo que sus sociedades habían alcanzado un grado de desarrollo que no tenía la Rusia de los zares. Gramsci polemizó con Vladimir Lenin (1870-1924) en torno a la cuestión de los soviets: para el ruso constituían una forma de Estado basada en la democracia obrera; para Gramsci, el verdadero órgano de poder debía ser el consejo de fábrica, y el soviet y el partido sus instrumentos. No obstante, Gramsci reivindicó la acción y el pensamiento leninistas al escribir varios artículos sobre la revolución rusa, entre ellos "La rivoluzione contro il Capitale" (La revolución contra el Capital). Más adelante, también polemizaría con Gueorgui Plejánov (1856-1918), con Nikolái Bujarin (1888-1938) y aún con el mismísimo Leon Trotski (1879-1940). Igualmente, junto a este último coincidió en la necesidad de la erradicación de la ignorancia y la educación de los cuadros y militantes del partido como herramientas revolucionarias.
En ese sentido es ilustrativo el artículo "Indifferenti" (Los indiferentes) que Gramsci publicó en "La Cittá Futura". Este fugaz períodico cuyo título, "La Ciudad Futura", aludía a la nueva sociedad que debía construirse sobre las ruinas del viejo orden capitalista, incluyó entre otros los artículos "Tre principii; tre ordini" (Tres principios, tres órdenes), "Disciplina e libertá" (La disciplina y la libertad), "Margini" (Margen), "Il movimento giovanile socialista" (El movimiento de la juventud socialista), "Analfabetismo" (El analfabetismo), "Due inviti alla meditazione" (Dos llamadas a la meditación) y "Modello e realtá" (El modelo y la realidad). Decía Gramsci en algunos de los párrafos más sobresalientes de "Los indiferentes":

Detesto a los indiferentes, creo que vivir significa tomar partido. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano y de participar. La indiferencia es abulia, parasitismo y cobardía, no es vida. Por eso detesto a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que se ahogan a menudo los entusiasmos más brillantes, es el foso que circunda la vieja ciudad y la defiende mejor que las murallas más altas, mejor que los pechos de sus guerreros, porque engulle con sus gargueros barrosos a los asaltantes, los diezma, los desanima y en cualquier momento los hace desistir de la empresa heroica. La indiferencia obra en la historia con fuerza. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad; es aquello con lo que no se puede contar, es lo que desbarata los programas, desvirtúa los planes mejor construidos; es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Aquello que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto heroico de valor universal puede acarrear, no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que actúan, sino a la indiferencia, a la prescindencia de los muchos. Lo que ocurre, no ocurre tanto porque algunos quieren que suceda, como porque la masa de hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja anudar lo que únicamente la espada puede cortar, deja promulgar leyes que solo la revuelta puede luego derogar, deja acceder al poder a los hombres que luego un amotinamiento podrá únicamente derrocar. La fatalidad que parece dominar la historia no es otra cosa que la apariencia ilusoria producida por esta indiferencia, este ausentismo. Los hechos maduran en las sombras, pocas manos no sometidas a ningún control hilan la tela de la vida colectiva, y la masa permanece ignorante porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos; y las masas permanecen ignorantes porque no se preocupan. Pero los hechos que han sido concebidos suceden; la tela hilada en las sombras se completa, y entonces parece ser la fatalidad la que arrolla a todo y a todos, parece que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del cual todos resultan víctimas, quien ha querido y quien no, quien sabía y quien no, el activo y el indiferente. Y el indiferente se irrita, porque quisiera sustraerse a las consecuencias, quisiera que quedara en claro que él no quiso, que él no es responsable.


Unos lloriquean piadosamente, otros profieren obscenidades, pero ninguno o muy pocos se preguntan: ¿si hubiese también yo cumplido mi deber, si hubiese procurado hacer valer mi voluntad, mi opinión, hubiera acontecido lo que sucedió? Ninguno o muy pocos se reprochan su indiferencia, su escepticismo, no haber dado la mano y el apoyo a un grupo de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatieron y se propusieron obtener un bien determinado. La mayoría de ellos, en cambio, ante los hechos consumados prefieren hablar de ideales fallidos, de programas definitivamente sepultados y de otras ocurrencias similares. Vuelven a insistir así en su falta de responsabilidad. Y no porque sean incapaces de ver las cosas con claridad y de que hasta sean capaces de imaginar soluciones acertadas para los problemas más urgentes, o de aquéllos que, requiriendo amplia preparación y tiempo son, no obstante, igual de urgentes. Pero estas soluciones permanecen apaciblemente infecundas; esta contribución a la vida colectiva no esta animada por ningún impulso moral; es producto de una mera curiosidad intelectual y no de un punzante sentido de responsabilidad histórica que exige a todos ser activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género. Detesto también a los indiferentes porque me indignan sus lloriqueos de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos sobre el modo en que se hizo cargo de la tarea que la vida le impuso y le impone cotidianamente, de lo que ha hecho y sobre todo de lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no debo malgastar mi piedad, que no debo compartir con ellos mis lágrimas. Tomo partido, vivo, siento en la conciencia la parte que me toca impulsar de la actividad de la ciudad futura que quienes están de mi lado están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre pocos, en ella cada cosa que sucede no se debe al azar, a la fatalidad, sino a la inteligencia activa de los ciudadanos. No hay en ella nadie que esté en la ventana mirando a los pocos que se sacrifican, que se desangran hasta el sacrificio mientras el que está en la ventana, al acecho, pretende usufructuar del escaso beneficio que la actividad de unos pocos obtiene y desahoga su desilusión vituperando al que se sacrifica, al que se desangra porque no tuvo éxito en su intento. Vivo, tomo partido. Por eso detesto al que no participa, detesto a los indiferentes.


Ostensiblemente, para Gramsci el progreso no consiste en otra cosa que en la participación de un número cada vez mayor de individuos en pos de un interés común. Reconocía que muchas veces, el esfuerzo hecho para conquistar una verdad la hace aparecer como la verdad misma. "Prefiero repetir una verdad ya conocida a malgastar la inteligencia para fabricar paradojas brillantes, ingeniosos juegos de palabras, acrobacias verbales que hacen sonreír pero no hacen pensar". Por eso, el periódico cerraba con un artículo llamado, precisamente, "La ciudad futura": "¿Puede un diario ser hecho de modo tal que contente a todos sus lectores? Proponerse un fin así sería vano. Aquello que para uno es residuo para otro será sustancia, y viceversa. Importa sólo que el residuo nunca sea tal como para serlo para todos, y que por no satisfacer obligue a pensar y se vuelva por lo tanto activo del mismo modo que la otra parte... Este periódico es una invitación y una incitación... El pensamiento y la cultura socialistas tienen mucho aún por hacer".