24 de marzo de 2010

Entremeses literarios (XCIV)

LOS HOMBROS SOPORTAN EL MUNDO
Carlos Drummond de Andrade
Brasil (1902-1987)

Llega un tiempo en que no se dice más: Dios mío. Tiempo de absoluta depuración. Tiempo en que no se dice más: amor mío. Porque el amor resultó inútil. Y los ojos no lloran. Y las manos tejen apenas el rudo trabajo. Y el corazón está seco. En vano mujeres golpean la puerta: no abrirás. Quedaste solo, la luz se apagó, pero en la sombra tus ojos resplandecen enormes. Eres todo certeza, ya no sabes sufrir. Y nada esperas de tus amigos. Poco importa la vejez, ¿qué es la vejez? Tus hombros soportan el mundo y no pesa más que la mano de un niño. Las guerras, las hambres, las discusiones dentro de los edificios prueban apenas que la vida prosigue y que ni todos aún se liberaron. Algunos, pareciéndoles bárbaro el espectáculo, prefirieron (los delicados) morir. Llegó un tiempo en que es inútil morir. Llegó un tiempo en que la vida es una orden. La vida apenas, sin mistificación.


PROBLEMAS DE PUNTUACIÓN
Víctor Lorenzo Cinca
España (1980)

La conocí hace unos días, en el parque. Se sentó a mi lado y sacó del bolsillo del abrigo un par de interrogantes, con los que rompimos sin dificultad el hielo. Sin embargo, no pudimos charlar casi nada porque tras esas dos preguntas se marchó a toda prisa, dejando olvidados en el banco de madera tres puntos suspensivos que me confirmaron que la cosa no debía acabar ahí, y un papelito con una dirección y una hora. A la mañana siguiente, ansioso, acudí puntual a la cita y la encontré de nuevo con un bolso lleno de interrogantes con los que reanudamos la conversación del día anterior, pero también unas cuantas comillas que utilizó para citar de memoria a mis autores predilectos, y unos guiones largos que colocaba con habilidad para intercalar graciosos comentarios en la conversación. Durante la tarde me mostró rincones de la ciudad que no conocía y en diversas ocasiones tuvo que sacar del bolso unos paréntesis para aclararme detalles que no llegaba a comprender. Como en la ocasión anterior, se esfumó sin decir nada cuando, tras alcanzarme un punto y coma que aseguraba la continuidad de nuestra historia, el bolso quedó vacío. Ayer por la tarde, después de dos días sin vernos, apareció en mi casa sin avisar con una mochila repleta de signos de puntuación. Sin embargo, pronto se terminaron los interrogantes y los paréntesis, y entonces nos quedamos mirando, durante unos segundos, en silencio. Todo estaba dicho. Esta mañana me he despertado en mi cama, solo, con los primeros rayos de sol. El suelo del dormitorio estaba salpicado de exclamaciones de diversos colores con las que enmarcamos interjecciones y jadeos durante toda la noche. Ha sido inútil llamarla, porque ya se había marchado de mi apartamento. De camino al baño, he encontrado un punto. Sin embargo, y pese a que llevo horas buscando, no encuentro los otros dos que faltan. Empiezo a sospechar que esto es el final.


NADA
Juan Carlos Vecchi

Argentina (1957)

Hace tiempo que anda Lucía practicando un mal hábito en su vida cotidiana: mira a Lisandro únicamente para odiarlo un poco más. Dos o tres veces cada día, cuando la cercanía al azar lo amerita, ojos de "bruja mala" le pone Lucía a Lisandro.
- ¿Qué pasa, mujer? -pregunta entonces su marido, al percibir la cazadora mirada de Lucía.
La respuesta de ella es siempre la misma, una palabra de cuatro letras muertas:
- Nada.
Una mañana, Lucía, habiéndose levantado con la pantufla derecha -Lucía es zocata-, decidió morir a Lisandro y, desde ese día, nunca más lo miró: ni de frente, ni de costado y reojo, ni desde atrás y con el palo de amasar en su mano hábil. Ciertamente, Lisandro no se dio cuenta de que su mujer ya no lo miraba, pero a sus cuerdas vocales comenzó a faltarle algo; ellas detectaron que ya no pronunciaban aquello de "¿qué pasa, mujer?". Dos o tres días pudieron contenerse las cuerdas vocales de Lisandro hasta que, a pocos minutos de la medianoche de otro olvidado cumpleaños de Lucía, a la espalda de la mujer, las cuerdas vocales de Lisandro, le preguntaron:
- ¿Qué hora es, mujer?
En realidad, hubiesen querido preguntarle "¿qué pasa, mujer?", pero lo que se escuchó en la cocina fue eso.
- Nada… -contestó Lucía sin darse vuelta, sin darse cuenta y sin ton ni son.


DIA DE PUERTAS CERRADAS
Anne Weber
Alemania (1964)

En el país de Ida, el gobierno organiza una vez al año un día de puertas cerradas para la juventud de la nación. Ese día, todas las puertas de la nación se quedan sin abrir. Pero si resultara que alguien, por pura casualidad, consiguiera abrir una puerta, se encontraría enseguida ante una segunda puerta cerrada, y así sucesivamente. De esta manera, a los jóvenes se les acostumbra desde la infancia al hecho irremediable de que su futuro no tiene salida. Cuando era pequeña, a Ida le hacía ilusión el día de las puertas cerradas, pues ese día no había colegio. Hoy está harta de pasarse el día encerrada en casa. Actualmente todo gira en torno a la juventud, se queja.


EL MEJOR ALIMENTO
Antonio Dal Masetto
Argentina (1938)

Ayer a las cuatro de la tarde, cuando acababa de cruzar la calle Paraguay, mientras subía a la vereda, el octogenario don Honorio, viejo vecino del barrio, se desplomó y murió. Alguien se ocupó de llamar por teléfono, apareció una ambulancia, cargaron al minúsculo cuerpo del anciano sobre una camilla, lo cubrieron con una sábana, lo metieron en el vehículo y adiós don Honorio. Esta mañana, frente al puesto de verduras del mercado de la calle San Martín, un grupo de clientas comenta lo ocurrido. El hombre está presente, escucha, comparte. Las mujeres lamentan la triste suerte de don Honorio. Una, con énfasis, señala la ineficacia del servicio de ambulancias, ya que la de ayer tardó media hora en aparecer y cuando llegó, claro, don Honorio estaba muerto, pero hasta unos minutos antes seguía vivo, ella puede asegurarlo porque estaba ahí. Todas opinan, se quejan. Mientras tanto, del otro lado del mostrador, don Yaco, el verdulero, las apura: "La siguiente, vamos que no tenemos todo el día". Una de las señoras señala que don Honorio era muy creyente porque siempre se lo encontraba en la primera misa, comulgando en la Basílica del Santísimo Sacramento, que está ubicada detrás del edificio Kavanagh. Otra confirma la religiosidad de don Honorio porque también ella solía verlo comulgando, pero en la iglesia Santa Catalina de Siena, en San Martín y Viamonte. Una tercera agrega un detalle curioso: cierta vez se lo cruzó muy temprano en una iglesia del barrio, pero más tarde, de visita en casa de una parienta, por Constitución, y habiéndola acompañado a misa, volvió a toparse con don Honorio, comulgando por segunda vez en el mismo día. Un anciano que hasta ahora no habló, pide permiso para intervenir y asegura que nadie, salvo él, conoce la verdadera historia de don Honorio. Las mujeres le ceden la palabra. Don Honorio -relata el anciano- vivía en una piecita, en la terraza de uno de los edificios de la calle Reconquista, cobraba una pensión miserable que no le alcanzaba ni para pagar la luz. Así que, imposibilitado de trabajar y negándose a mendigar, tuvo que inventar algo para sobrevivir y no morirse de hambre. Decidió alimentarse de hostias. En su piecita tenía un mapa de la ciudad y, marcadas con cruces rojas, todas las iglesias. Una flecha señalaba el camino más corto para ir de una a otra. Así que cada mañana don Honorio partía de madrugada, con su paso lento, apoyándose en el bastón, recorría todas las iglesias posibles y comulgaba. De esta forma, al cabo de la jornada, conseguía echar un poco de alimento en su maltratado estómago. "De todos modos -concluye el anciano-, no es improbable que haya muerto de inanición". La historia causa impresión en las mujeres y agrega un matiz nuevo a la charla. Una, escandalizada, sostiene que don Honorio estaba cometiendo pecado. Otra, comprensiva, considera que dadas las circunstancias, sería imposible culparlo. Una tercera, gorda, autoritaria, dice: "Creo que es uno de los casos en que el cuerpo del Señor ha sido bien utilizado". Una cuarta apoya el criterio de la gorda: "Bien mirado, el cuerpo de nuestro Señor es el mejor alimento". "¿Cuántas hostias podría consumir por día?", pregunta otra. Se oye la voz de don Yaco: "No muchas, a esa edad se come como un pajarito". Una anciana que está con su nieta razona: "¿Cómo podría morir de inanición alguien que se alimenta de eso?". La nena, que ha estado escuchando todo con atención, interviene: "¿No se habrá intoxicado?". La abuela le pega un tirón de pelos y la hace callar. La nena se queja, se frota la cabeza, murmura: "Y bueno, si comía tantas a lo mejor se intoxicó". La primera mujer: "Seguro que para hacer las cosas más rápido las masticaba y eso sí es pecado". Nuevo aporte del anciano que contó la historia de don Honorio: "Oí decir que una vez intentó profanar el sagrario para llevarse las hostias; para mí que ya no podía comer otra cosa". Don Yaco: "Se había convertido en adicto, toda adicción es mala". Otra mujer: "Profanar el sagrario es una herejía, no me digan que no". Nuevas interpretaciones. Ahora más acaloradas. La cosa promete durar y ponerse interesante. De tanto en tanto, el aporte de don Yaco que sigue arrojando frutas y verduras sobre la balanza: "¿Por qué no consultan con el Vaticano?". Y así va transcurriendo la mañana.



MAS LIGERO QUE EL AIRE
Hans Magnus Enzensberger

Alemania (1929)

Demasiado peso no tienen las poesías. Mientras la pelota de tenis sube es, creo, más ligera que el aire. El helio en cualquier caso, la inspiración, esa cosquilla en nuestro cerebro, también el fuego de San Telmo y los números naturales. Ellos no tienen apenas peso, por no hablar de los imaginarios, sus distinguidos primos, a pesar de que son numerosos. Según sé, esto vale también para la corona radiada de los imanes, que no vemos, para la mayoría de las aureolas y para todas las melodías de vals sin excepción. Más ligero que el aire, como la preocupación olvidada y el humo azulado del definitivamente último cigarrillo es, claro, el yo y, según sé, sube el olor de la víctima del incendio, que tan propicia es a los dioses, siempre hacia el cielo. El zeppelín también. Así y todo mucho se queda en suspenso. Lo que tiene un peso más ligero es tal vez lo que queda de nosotros cuando estemos bajo tierra.


LA HORMIGA
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez, una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores...". Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.


EL SAPO
Jules Renard

Francia (1864-1910)

Nació en una piedra. Vive debajo. Y bajo ella cavará su tumba. Lo visito con frecuencia. Y cada vez que levanto su piedra tengo miedo de encontrarlo y miedo de que ya no esté. Está. Allí escondido en su yacija. Seca, limpia, estrecha y a su gusto. La ocupa plenamente, hinchado como una bolsa de avaro. Si la lluvia lo hace salir, viene y se coloca delante de mí. Unos cuantos saltos pesados. Luego se detiene sobre sus muslos y me mira con ojos enrojecidos. Si el mundo injusto lo trata como a leproso, yo no temo ponerme en cuclillas frente a él, y aproximo al suyo un rostro de hombre. ¡Para acariciarte, sapo, sólo me hace falta vencer el último escrúpulo asqueroso! Cosas peores hay que tragarse en la vida. Pero ayer me faltó el tacto. Sus verrugas habían estallado y el sapo fermentaba y sudaba. Le dije:
- Pobre amigo, no quiero ofender. Sin embargo, ¡válgame Dios! Eres feo.
Abrió con cálido aliento la boca pueril y desdentada, y me respondió con un ligero acento inglés:
- ¿Y tú?


EL LOCO
Jordi Cebrián
España (1964)

Dejó atrás todo, y ahora hace esculturas extrañas que vende a turistas despistados, y aprende trucos de magia que jamás muestra a nadie. Cree tener cosas que contar, reflexiones nunca dichas, nunca escritas, pero nadie quiere oírlo, ni a él le gusta hablar con gente. Antes, cuando era contable, cada día se parecía a otro día, y soñaba con vivir así, pero sin latas de comida y sin frío. Ahora es libre, o algo parecido, y no tiene que explicarse ante nadie, y come cuando quiere y hace lo que quiere. Pero, incluso ahora, cada día es igual al anterior.


NOSOTROS
Zsuzsa Bánk
Alemania (1965)

Tenía pocos recuerdos de mi madre. En realidad sólo la conocía por las fotos que mi padre guardaba en una pequeña caja. Eran fotografías en blanco y negro, con un grueso reborde blanco. Mi madre bailando. Mi madre con el pelo trenzado. Mi madre descalza. Mi madre haciendo equilibrios con un almohadón en la cabeza. Yo contemplaba las fotos a menudo. Hubo épocas en las que no hice otra cosa. A mi padre le ocurría algo parecido. Pasaba días enteros extendiendo las fotos sobre el mantel y barajándolas una y otra vez, como en un juego de cartas, puede que unas diez, puede que unas cien veces. Yo sabía que se trataba de días enteros, aunque por entonces seguramente no tenía noción de lo que era el tiempo. Para mí sólo había épocas que soportaba y épocas que apenas podía aguantar. Mi padre dejaba las marcas de sus dedos y yo las borraba cuando sacaba las fotos de la caja. Había una imagen que le gustaba especialmente. Mostraba a mi madre en el campo. Llevaba la comida en una fiambrera de metal. Se había atado el pañuelo bajo la barbilla y con la mano que le quedaba libre se protegía los ojos a modo de visera. Calzaba sandalias, sujetas con cintas en torno a los tobillos. Nadie por entonces usaba sandalias, ni siquiera en el campo. Mi padre no podía soltar aquella fotografía. Se tumbaba con ella en el banco de la cocina, miraba fijamente al techo y fumaba. Entonces no oía ni al perro, que ladraba fuertemente ante él. A mi hermano Isti y a mí nos miraba como si fuéramos extraños. Nosotros lo llamábamos bucear. Papá bucea. Papá se ha ido a bucear. ¿Ha vuelto papá de bucear?, nos preguntábamos el uno al otro. Mi madre entonces no se despidió de nosotros. Había corrido hacia la estación, como tantos otros días. Se había subido a un tren, con dirección al oeste, camino de Viena. Yo sabía que había muy pocos trenes que en nuestra estación partían hacia Viena. Mi madre debió de esperar mucho. Tuvo tiempo suficiente para pensarlo. Para volver. Para decirnos adiós. Para vernos una vez más.