9 de enero de 2010

De Pablo Neruda sobre Truman Capote, el asesino del sueño americano

Truman Capote (1924-1984) creció en el sur de los Estados Unidos, fue a la escuela en Greenwich, Connecticut y, hasta que sus cuentos empezaron a ser publicados, desempeñó diversos trabajos como lector de guiones cinematográficos, bailarín en una embarcación fluvial y mandadero en la redacción de "The New Yorker". Tenía diez años cuando descubrió que una publicación del puerto de Mobile en Alabama, el "Mobile Press Register", organizaba concursos literarios para niños. Por lo general, las historias infantiles trataban sobre temas similares: un día de campo junto al lago, las mascotas preferidas, las estaciones del año, pero para él le resultaban mucho más interesantes los cotilleos acerca de algunos personajes de la comunidad. Su historia "Old Mr. Busybody" (Viejo señor entrometido) fue seleccionada como finalista con la promesa de ser publicada en varias partes, pero sólo apareció la primera de ellas cuando se descubrió que sus personajes (la mujer que se proponía asesinar a su hijo, el viejo solterón que repartía su odio entre algunos perros y algún que otro humano) no tenían su origen precisamente en la fantasía infantil, sino en una atrevida copia de la realidad. De esta manera, muy pronto dejó ver su apuro por alcanzar alguna notoriedad y su ojo clínico para meterse en donde no lo llamaban.
A los diecinueve años ganó un premio O. Henry con su cuento "Miriam", y en 1948 obtuvo otro por "Shut a final door" (Cierra una última puerta). Por entonces, sus cuentos eran publicados con frecuencia en revistas como "Harper's Bazaar", "Harper's Magazine", "Mademoiselle", "Prairie Schooner", "Story", "The Atlantic Monthly" y "The New Yorker", y la casa editora Random House publicó una colección de sus cuentos, "A tree of night (Un árbol de noche), en 1949. Un año antes había llamado la atención con su primera novela, "Other voices, other rooms" (Otras voces, otros ámbitos), un libro con elementos grotescos ambientado en los estados sureños de Norteamérica. Una segunda novela, "The grass harp" (El arpa de hierba), apareció en 1951 y, siete años después, publicó "Breakfast at Tiffany's"
(Desayuno en Tiffany's). A comienzos de la década del '60, Capote trabajó seis años en el que sería su libro más célebre: "In cold blood" (A sangre fría), la narración del asesinato de un granjero y su familia en Holcomb, Kansas, el 15 de noviembre de 1959, a manos de dos exconvictos, Perry Smith y Richard Hickock, que robaron menos de cincuenta dólares. Para su logro, viajó hasta el apacible pueblo acompañado por su amiga la escritora Harper Lee (1926) y habló innumerables veces con los asesinos y con los vecinos de la familia Clutter, llegando a acumular alrededor de ocho mil páginas de notas. El resultado del "experimento estético" es una "nueva forma literaria: la novela sin ficción", en las propias palabras de su autor. "A sangre fría" se convirtió en un extraordinario éxito de librería y crítica a partir del primer semestre de 1966.
Al año siguiente, más precisamente el 8 de enero de 1967, el poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973) publicó en el diario "El Siglo" de Santiago de Chile una nota escrita en su casa de Isla Negra hacia fines del año '66 que constituye una verdadera rareza bibliográfica sobre la novela de Capote. El artículo, en el cual Neruda, de paso, desliza una inclemente y ecuánime crítica al imperialismo norteamericano, dice así:

"A sangre fría" se llama este libro de Truman Capote, y hay que leerlo a sangre fría, por sus temas terribles y las oscuras consecuencias que se deducen de sus páginas. Se trata de un asesinato colectivo. Dos muchachos de una aldea de Kansas, en los Estados Unidos, recorren quinientos kilómetros para entrar de noche en una casa hasta ese momento desconocida para ellos, despertar a las cuatro personas que allí habitaban y a quienes nunca habían visto antes y aniquilarlas a todas, padre, madre e hijos, tomándose varias horas en la sangrienta operación. Los detalles son demasiado horribles para revivirlos. El telón de fondo de la tragedia es una región de gran intolerancia religiosa. Los muchachos delincuentes sufrieron en el seno de sus familias miseria, incomprensión y abandono. Uno de ellos había participado en la guerra de Corea.
Truman Capote revive todas las circunstancias de la vida de cuantos participan en el drama, víctimas y victimarios. Es un narrador impasible, o más bien un narrador apasionado, que deja razonamientos y denuncias para que los lectores las formulen. Pasa un poco como con la obra teatral "Marat-Sade", de Peter Weiss. Cada uno debe desarrollar su propia tesis. Pero mientras que "Marat-Sade" se desarrolla en un manicomio, los hechos reales investigados por Capote pertenecen a un mundo extrañamente razonable y planificado. En este mundo de planificación y de voluntad destructora razonan todos, asesinos y asesinados, jueces y policías, sin contar los millones de curiosos. Sin embargo, las soluciones no son claras. Es decir, algunas conclusiones no se aclaran, permaneciendo en la sangrienta oscuridad.
Desde la publicación de aquel libro hemos sabido también de algunos otros casos de matanza fría. Conmovió al mundo aquel muchacho, también ex soldado, que encerró a siete u ocho enfermeras en una habitación de hospital y luego sistemáticamente las mató sin razón aparente. Luego recordamos todos aquel hombre que desde lo alto de un edificio se entretuvo por varias horas disparando sobre los transeúntes. Cuando los jóvenes delincuentes estudiados por Truman Capote esperan su ejecución en las celdas de los condenados a muerte, el escritor nos cuenta de otros que allí esperan el mismo castigo. En otras cárceles norteamericanas, en ese momento (abril de 1960), esperaban ejecución ciento noventa personas más. Pero entre los condenados vecinos de celda de los dos jóvenes asesinos de Kansas, había algunos que llamaron la atención de Truman Capote. Uno de ellos era Lowell Lee.



Brillante estudiante de biología de la Universidad de Kansas, este muchacho de dieciocho años, en la noche del 28 de noviembre de ese año de 1962, mientras su familia entera contemplaba la televisión, se determinó a llevar a cabo un plan pensado y planificado previamente. Cedamos la palabra a Truman Capote: "Entonces se afeitó, se puso su mejor traje y procedió a cargar un rifle semiautomático calibre 22 y un revólver Ruger de igual calibre. Metió el revólver en la cartuchera, se echó el rifle al hombro y bajó a la sala. Esta estaba oscura, sólo iluminada por la pantalla de la televisión. Lee encendió una luz, apuntó con el rifle, disparó e hirió a su hermana entre los ojos, matándola instantáneamente. Disparó tres veces contra su madre, y contra su padre, dos. La madre, entre estertores, se abalanzó hacia él con los brazos abiertos: trató de hablar, abrió la boca y la volvió a cerrar, pero Lowell Lee le dijo: 'Cállate'. Para estar seguro de que le obedeciera, le disparó otras tres veces. Mr. Andrews, sin embargo, aún estaba vivo; sollozando, gimiendo, se arrastró a lo largo del suelo hacia la cocina. Pero al llegar al umbral el hijo desenfundó el revólver y vació toda la carga en el cuerpo de su padre; luego volvió a cargar el arma y la vació otra vez. En total, el padre recibió diecisiete balazos".
Tratemos de conservar la serenidad, que sin duda conserva Truman Capote, y veamos otro caso contado también en su gran reportaje. En las mismas celdas, dos soldados de Corea, George Ronald York, de dieciocho años, y James Douglas Latham, de diecinueve, esperaban su turno mortal. Dos años antes, presos por ofensas menores, habían trabado amistad en una prisión militar de Tejas. "Es un cochino mundo", dijo Latham. "No hay ninguna respuesta en él sino mezquindad. Eso es lo único que todos comprenden, mezquindad. Quema la granja de un hombre, él entenderá eso. Envenena a su perro. Mátalo". Ronnie dijo que Latham estaba "ciento por ciento en la razón", agregando: "De cualquier forma, a cualquiera que mates, le estás haciendo un favor". Las primeras personas elegidas para recibir tal favor fueron dos mujeres de Georgia, que tuvieron la desgracia de encontrarse con York y Latham poco después que la pareja de asesinos escapó de la empalizada del Fort Hood, robó una camioneta pickup y se dirigió a Jacksonville, en Florida, la ciudad natal de York. La escena del encuentro fue una estación de servicio en las afueras de Jacksonville. La fecha, la noche del 29 de mayo de 1961. Originalmente los soldados habían llegado a esa ciudad con la intención de visitar a los familiares de York: una vez ahí, sin embargo, éste decidió que no era una buena idea, ya que su padre solía tener a veces un carácter violento. Nueva Orleans era su destino cuando se detuvieron en la estación de servicio a cargar gasolina. Junto a ellos se detuvo otro coche: en él viajaban las dos futuras víctimas. Luego de un día de compras y entretenciones en Jacksonville, regresaban a sus hogares en un apacible pueblo cercano y habían equivocado el camino. Al preguntar a Ronald York por la dirección correcta, éste se mostró muy atento. "Sígannos, les mostraremos la ruta". Pero el camino al cual las condujeron era bastante peligroso: conducía hacia unos pantanos. Las damas, sin embargo, los siguieron confiadamente. El vehículo que iba adelante se detuvo de pronto. Y las mujeres vieron, a la luz de los faros de su automóvil, que los jóvenes se acercaban, caminando: y vieron, aunque demasiado tarde, que cada uno iba armado de un enorme látigo negro. Había sido idea de Latham el usarlos para estrangular a las mujeres, luego de robarlas. En Nueva Orleans los muchachos compraron una pistola y tallaron dos ranuras en ella.
La noche siguiente, una próxima víctima. Otto Ziegler, de 62 años, vio un convertible rojo estacionado a un lado del camino. Su capot estaba abierto y un par de jovencitos arreglaban el motor. ¿Cómo iba a saber el buen señor Ziegler que nada pasaba con el auto y que era una argucia de los dos delincuentes para matar y robar a buenos Samaritanos? Sus últimas palabras fueron: "¿Puedo ayudarlos en algo?". York, a una distancia de veinte pies, disparó, y la bala, zumbando, atravesó el cráneo del anciano. Luego se volvió hacia Latham y le dijo: "Bonito disparo, ¿eh?". Su última víctima fue la más patética. Era una muchacha de sólo dieciocho años, empleada de un motel de Colorado donde los pistoleros pasaron una noche, en la cual la joven se dejó hacer el amor. Entonces ellos le contaron que iban camino a California y la invitaron a acompañarlos. "Vamos", la urgió Latham, "puede ser que todos terminemos convertidos en estrellas de cine". La muchacha, así como su valija, empacada precipitadamente, terminaron en restos empapados de sangre en el fondo de un barranco cerca de Craig, Colorado.
 


No lo dice Truman Capote, pero hay una profunda relación entre la guerra, entre las guerras en que están empeñados los Estados Unidos desde hace muchos años. Aunque se ha tratado de enmascarar estas acciones con la defensa de la libertad, de la libertad de sus negocios, estas perpetuas invasiones, desacatos y violencias, dejan una cola de desesperación y crueldad. La codicia de los grandes empresarios señala un punto del planeta, con un grueso dedo sobre el mapa, poco después llegan los marines, los bombardeos, el napalm, la destrucción, la crueldad y la muerte. ¿Quién puede pensar que tales acciones horrendas e inhumanas pasarán sin dejar huella en la juventud de estos días? La violencia es enseñada como condición sagrada y sobrenatural y luego es usada contra los mismos que la promovieron. El pobre Kennedy, amamantado en la riqueza, dispuso que algunos desalmados invadieran Cuba. Iban dispuestos a invadir y matar. Fueron derrotados, pero la revancha de los furiosos alcanzó a Kennedy y salpicó el impecable vestido de Jacqueline. Johnson no deseaba que estas manchas de sangre se vieran en el vestido de la viuda, pero nada puede impedir que el mundo entero las siga viendo en el rostro del siniestro Presidente.
Hace algunos meses, en Chile, conversé con un joven estudiante que volvía del servicio militar. Esto pasa en Chile y, naturalmente, el muchacho es chileno. Con inocencia me contó que todo su aprendizaje militar era una acción antiguerrillas. Fue martirizado y torturado en este aprendizaje y hasta ahora continúa con una dolencia grave en los oídos a causa de un culatazo que recibió de un cabo durante su entrenamiento. Me contó cómo lo hacían dormir, tirándolo violentamente al suelo, sobre espinas de cactus. También, para que confesara las inexistentes fuerzas guerrilleras, le introdujeron sapos en la boca y lo hicieron comer huevos de araña. La doctrina de la violencia quiere crear monstruos. Después de invadir Corea, Cuba, Santo Domingo y ahora Vietnam, desea propagar un matrimonio sostenido entre la codicia y la cueldad, entre la mentira y el terrorismo. Y esta doctrina se organiza oficialmente con el apoyo de los gobiernos títeres de América Latina en Panamá, en Lima o en Buenos Aires, esta vez bajo la tutela de ese pedesial de la democracia llamado general Onganía.
Yo no soy de los hombres que creen que los norteamericanos son intratables. Seguiré frecuentando a cuantos norteamericanos me revelen la continuidad de la gran tradición de Lincoln y de Whitman. Me propongo visitar muchas veces los Estados Unidos, si allí soy aceptado y si mis opiniones allí son respetadas. No soy de los izquierdizantes que tienen miedo, y con razón, al contacto con hombres de opiniones diferentes, y aún de los enemigos de la razón. Me siento lo bastante invulnerable para no tolerar a los furiosos de uno y otro lado, creyendo en el hombre, en su desarrollo, a pesar del delirio. Los intelectuales norteamericanos, de una manera honrada que nos honra, han mostrado con muchos ejemplos su oposición a la crueldad, han negado los derechos al imperialismo invasor y a sus poderes destructivos.
El libro de Truman Capote no es una protesta, pero nos muestra en forma conmovedora los resultados de una época agresiva en un país que puede aún dar un ejemplo de paz y de verdadera libertad, libertad sin agresiones ni amenazas a los países débiles que no tienen por qué aceptar su modo de vivir o su modo de morir. Cinco mil norteamericanos mueren en Vietnam al año. Esto no tiene importancia para el Presidente Johnson ni para los eficaces fabricantes de gas napalm. Para nosotros es esto muy importante. Lamentamos su muerte sin gloria por una causa mentirosa. Y lamentamos sus sobrevivientes, porque entre ellos, muchos se dedicarán a practicar el asesinato que se les enseñó como doctrina de Estado.