4 de noviembre de 2009

Henri Rousseau dramaturgo. Un análisis de Tristan Tzara

Tristan Tzara (1896-1963), cuyo verdadero nombre era Samuel Rosenstock, ensayista y poeta francés nacido en Rumania, es conocido principalmente por ser el fundador del movimiento dadaísta en 1916. Fue él quien escribió los primeros manifiestos del movimiento -en Zürich primero, y más tarde en París- en los que definía sus principios nihilistas, aunque, hacia 1930 abandonó el pesimismo y la esterilidad propios del dadaísmo y se interesó por el surrealismo. Son célebres sus instrucciones para hacer un poema dadaísta: "Tome un periódico y unas tijeras. Escoja en el periódico un artículo de la longitud que quiera darle a su poema. Recorte el artículo. Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa. Agítela suavemente. Ahora saque cada recorte uno tras otro. Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa. El poema se parecerá a usted, y será usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque el vulgo no lo comprenda".
Henri Rousseau (1844-1910), llamado El Aduanero, nació en Laval, Mayenne, Francia. Pintor aficionado, autodidacta, el más destacado representante del arte naïf, en 1886 hizo su primer envío al Deuxiéme Salón des Indépendants donde su obra fue elogiada por el pintor impresionista Camille Pissarro (1830-1903). Deseoso de perfeccionar su técnica obtuvo un carnet de copista en el Louvre. Posteriormente fue descubierto por el dramaturgo y poeta Alfred Jarry (1873-1907) quien le presentó al crítico de arte Remy de Gourmont (1858-1915) y al poeta Guillaume Apollinaire (1880-1918), el que más tarde le solicitaría un retrato junto a la pintora y grabadora Marie Laurecin (1883-1956). Así comenzó su carrera de pintor, realizando retratos y escenas parisinas para, hacia 1890 comenzar a elaborar composiciones muy originales, llenas de fantasía. Aunque sin formación académica, Rousseau manifestó una gran destreza en sus composiciones y en el uso del color.
Sin embargo no fue la pintura su única inclinación artística. En 1899 escribió "La vengeance d'une orpheline russe" (La venganza de una huérfana rusa), un drama en cinco actos y diecinueve cuadros, obra que mandará al director del Théâtre du Chátelet. Tras la muerte de Rousseau, Tzara obtuvo por medio del pintor francés Robert Delaunay (1885-1947), unos de los pioneros del arte abstracto, los manuscritos del Aduanero y en 1947 editó "La venganza..." junto a "Une visite a l'exposition de 1889" (Una visita a la exposición de 1889), un vodevil en tres actos y diez cuadros. La obra teatral de Rousseau formó parte de las bases que asentarían al teatro Dada y Surrealista, siendo admirada por toda la vanguardia de la época.
Para el libro citado, Tzara escribió en París, en mayo de 1947, un extenso y luminoso prólogo, algunos de cuyos párrafos más sobresalientes son los que se transcriben a continuación.

El tipo del hombre omnisciente que el Renacimiento había erigido como el perfecto representante del humanismo racionalista y enciclopédico de ese tiempo, ha encontrado en el artista total un equivalente del que la tradición popular ha guardado el recuerdo hasta nuestros días. El arte, a la luz de esta figuración, es una entidad, indivisible, los medios por los que adquiere forma no han sido sino accidentes fortuitos. El artista reacciona así contra toda especiálización en los diferentes dominios del arte, la técnica se puede aprender como en cualquier oficio. De ahí el carácter artesanal de las pinturas denominadas "naifs": la acción de pintar se reduce a un medio aplicado a la expresión de una visión o de un sentimiento previo. A menudo se ha podido encontrar un encanto insólito en esta separación entre la técnica y el contenido de una obra de arte ya que, ¿su concomitancia y su fusión íntima no pasan, en general, por regir la condición misma de la creación artística?
En la formación de esta concepción anacrónica del arte, se mezcla a menudo la exagerada importancia dada a la inspiración de tal modo que los románticos la consideraban como una gracia supra-terrestre. Pero, no obstante, como de lo que se trata es de traducirlo a un plano sensible, el oficio necesario adquirirá un lugar subsidiario. Ahora bien, esta manera de considerar la técnica como desprendida de la actividad del artista, puede constituir también un fin en sí mismo, de ahí el carácter minucioso de los detalles y su amontonamiento en la representación, bajo sus atributos visibles, de la realidad exterior. Si la inspiración y el oficio unidos en la organización del cuadro deben ser considerados eminentemente como la marca de la pintura culta, la contradicción entre el oficio subordinado a la inspiración y el esfuerzo realizado en el perfeccionamiento de ese oficio se traduce por un cierto desequilibrio en la pintura denominada popular. Este desnivel, debido a una torpeza conceptual, se resume en la facultad de descomponer el proceso de la creación artística dando a cada elemento la medida de su eficacia.
A la pregunta: ¿el cuadro es una realidad por sí mismo o sirve para representar una realidad imaginada?, algunos pintores surrealistas han respondido optando por la segunda proposición. Esta reacción contra una pintura que tenga su propio fin en sus medios adecuados, peligra de convertirse a su vez -a pesar del repudio de los problemas que le conciernen-, en la expresión de un intelectualismo oscurizante. Sin duda alguna, esta alternativa engendra nuevos tópicos que se están edificando sobre las ruinas del academicismo tradicional. Rousseau estaba profundamente penetrado por la concepción del artista total. Tocaba el violín, la flauta, era compositor, poeta, autor dramático y sobre todo pintor. A cada una de estas actividades, debía asignarlas igual importancia, la idea que tenía del arte las acogía a todas sin distinción. Hay que decir que la seriedad con que las consideraba y la aplicación que les otorgaba, excluía en su caso toda inconstancia. Es no obstante en la pintura donde Rousseau ha logrado una gloria incomparable que pocos de sus contemporáneos -que a menudo mezclaban a su admiración el sentimiento de una ligera ironía- han visto en todo su esplendor. Hay que decir que buscando en la profundidad misma del concepto de la pintura la solución de una nueva objetivación de la realidad sensible, difícilmente sabían admitir que Rousseau pudiese cantar, por decirlo de algún modo, la naturaleza del mundo exterior preocupándose tan sólo de los problemas de la forma y del color desde el ángulo de su aplicación a la cosa expresada. Mientras que los pintores innovadores reducían la anécdota a un mínimo de significación, hasta aceptar sólo lo esencial de la estructura plástica, Rousseau consideraba el tema como el centro mismo de sus preocupaciones.
Con todo es cierto que, partiendo de la concepción artesanal del cuadro, Rousseau ha alcanzado una innegable grandeza, porque, más fuerte que su visión arcaica del arte, la cualidad de sus dones, después de haberla rebasado, ha desembocado en una síntesis en donde esta concepción se halla incluida y que se inscribe en una evolución más general en el camino de las ideas. Rousseau se encontraba íntimamente ligado a ello y aunque situado en el plano estricto de la vida moderna, se reúne, por encima de todo ello, con la posición conceptual de las pinturas primitivas para quienes, como para los escolásticos, cada sector de la composición conserva su integridad independiente y su propia vida, no siendo la totalidad sino un ejercicio de adición más o menos mecánico. Este punto de vista, en el caso de Rousseau, se aplica igualmente a sus piezas de teatro que a su vez esclarecen su concepción pictórica valorizando los problemas del espacio y del tiempo a los que ha dado una solución personal marcada con una veracidad y una frescura singulares. La fantasía y la sensatez concurren aquí para edificar lo maravilloso involuntario que es el mundo lírico asombrosamente natural y poderoso del Aduanero.
En el primer acto de "La venganza de una huérfana rusa", en donde hay que admirar las perspectivas grandiosas del decorado -dos casas con sus jardines contiguos, chalets, el Neva transcurriendo al fondo de la escena-, mientras la acción se desarrolla por un lado, los protagonistas del chalet vecino permanecen, por decirlo de algún modo, en suspenso, y esto una tras otra, como en las grandes composiciones de los pintores primitivos en donde la sucesión de las escenas quiere suplir al movimiento. La conexión entre esas escenas se deja a cargo de la memoria, estando todas presentes simultáneamente y debiendo ser mirada aparte cada una de ellas. Sí, en el cine, la retina puede retener una imagen durante una fracción de segundo para que la imagen siguiente la continúe dando así la ilusión del movimiento, el desglose del film pide a la memoria un trabajo análogo. Después de haber sido impregnados por una escena, el brusco transporte que se nos impone en el pasado o en el futuro o en un lugar diferente, supone a nuestra inteligencia un esfuerzo de abstracción, de analogía y de deducción que, al igual que un peldaño en relación a una escalera, suprime lo que no es esencialmente necesario, apremiándonos a aceptar el principio de continuidad sobre el que está basada la función misma del cine. Esta alternancia de la acción, en el comienzo del primer acto de "La venganza...", arroja una luz particular sobre la concepción de varios cuadros de Rousseau en donde el acontecimiento está tomado en el estado naciente, suspendido por así decirlo en un hecho ulterior.
Se podrían multiplicar los ejemplos en donde la sucesión de instantáneas, en las obras de teatro de Rousseau, ofrece una solución inusual al problema del tiempo y del espacio. En su "Visita a la exposición de 1889", la buena familia bretona que se equivoca sobre el significado de todos los monumentos de París recorre en un tiempo record la ciudad: tan pronto se encuentra en la Madeleine, en los Invalides o en la plata de la Republique, sin preocuparse de las exigencias escénicas ni respetar las leyes de la verosimilitud que, sin embargo, Rousseau no abolió completamente. Las modifica, en conformidad con su deseo de sintetizar el movimiento, así como por otro lado, en sus cuadros, aborda ese problema bajo su aspecto figurativo tradicional sin caer nunca en la convención académica y estereotipada de los fabricantes de alegorías. Esta sintetización que, bajo ciertos aspectos, hace preveer el desglose cinematográfico, determina, entre otros, el carácter moderno de su obra, carácter por el que hay que entender el descubrimiento de la novedad, de la actualidad válida y, en consecuencia, auténtica de una época. En las obras de Rousseau que han sido concebidas para ser representadas hay una anticipación del cine que no es resultado de la búsqueda de una nueva técnica, sino más bien de la explicación de la realidad por medio de una síntesis teatral que, en ciertos momentos, infringe el cuadro de las indicaciones escénicas y las posibilidades de realizarlas. El autor parece, después de haber sufrido poderosamente la ilusión del teatro, querer imponerlo, por el único arrebato de su pasión, una superación en donde su visión del movimiento y del espacio encuentra una forma apropiada.El principio de yuxtaposición y simultaneidad que rigió su pintura, en donde los lugares comunes están sublimados y superan sus limites convencionales, Rousseau lo encontró instintivamente en el nivel de una conciencia temporal que se hallaba en los pintores del "quattrocento". Perdido en nuestra civilización, y colocado ante el espectáculo de un perpetuo descubrimiento, es de la adaptación formal de su mentalidad a las condiciones materiales de su tiempo de donde viene la extrañeza mítica y el empirismo de su concepción del mundo. Los que hablan de la ingenuidad de Rousseau creen quizá resolver con una palabra un problema que, en el plano humano, es infinitamente más complejo. Una cierta forma de madurez de la visión, poderosa en su concordancia con la experiencia de la historia, que Rousseau creía que era la de la vida, puede, en el caso de los que, no digo simples, pero sí dispuestos a llamar a las cosas por su nombre y a contentarse con su evocación, envolverse en una cascara impermeable a las influencias del exterior. Situados ante la complejidad de la vida, esos seres se refugian en una posición de simplicidad a ultranza, en donde el problema se niega por el simple hecho de que se rehusa a plantearlo. La complejidad que no sabría sin embargo hacer desaparecer se convierte entonces en una multitud de detalles. La razón puede captarlos más fácilmente disponiéndolos en un encadenamiento primario y clasificando su importancia según una escala de atributos en donde la sensatez es juez y parte a la vez. Este sistema cerrado genera un desarrollo más intenso de una mitología personal -e incluso de una vida interior- que en aquellos cuya vida exterior mantiene constantes relaciones de intercambio. Esta falta de comunicación con un mundo que no era estrictamente el suyo ha determinado en el caso de Rousseau la formación de una personalidad lo suficientemente caracterizada como para dar nacimiento a un estilo que, no solamente en el orden pictórico o teatral, es un estilo de vida. Sin duda alguna, se reconoce en su base las características que se encuentran en aquellos a los que los supuestos "grandes" han tomado la mala costumbre de llamar la "gente común", especialmente la generosidad natural, la credulidad y el buen humor. Pero su misteriosa y triunfante facultad de permanecer joven, Rousseau no puede haberla encontrado sino en las capas profundas de las edades de la humanidad. Ahí todo es juego, calma y voluptuosidad. La libertad de interpretar edénicamente el mundo está reservada para aquellos en quienes la infancia ha crecido sin abandonar su pureza primordial.
¿A qué es debido esa pureza misteriosa que incita al hombre a expresarse y comunicar el resultado de su experiencia formulándola de un modo plástico o literario? ¿El proceso de la creación tiene una fuente común en el salvaje, el niño y el loco? Del estudio de estas cuestiones, depende una buena parte de la solución que se dé al problema de la creación artística. Nos parece que, no mermado por el automatismo de las conductas y las consideraciones históricas o intelectuales, desprovisto en parte de prejuicios y no teniendo presente más que la eficacia, el producto artístico del hombre primitivo, del niño y del loco se presenta casi en estado de desnudez. Si por analogía, se pudiese identificar esas tres especies a ciertos caracteres de la prehistoria, el de un estadio más evolucionado, mítico-racionalista, correspondería a la cultura protohistórica. En cierta medida, la obra de Rousseau, en tanto que ilustración de esta última categoría, podría servir útilmente para elucidar un problema cuya complejidad no ha dejado de preocuparnos.El sentimiento es, para Rousseau, en el estado elemental, una toma de posición determinante en la constitución del ser humano. Este sentimiento, fuerte y sin mezcla, domina los acontecimientos, los hace mover y su disposición entre el bien y el mal está finalmente sometida a la ley de la justicia ineluctable que, al mismo tiempo, resuelve los problemas de la fatalidad y del azar. La concepción angélica que se hacía de la virtud y el satanismo del mal entablan un combate donde las pasiones se enfrentan con sus artimañas y sus entusiasmos y, si el heroísmo es la ley común a los hombres, el bien debe quedar como el supremo vencedor, así lo quiere la tradición popular y el optimismo siempre vivo en el alma de los pueblos que combaten por el advenimiento de la justicia y del amor universal. Pero esta vida de sentimientos se expresa, para Rousseau, por una evidencia indiscutible, siendo las virtudes que los animan el patrimonio exclusivo de cada uno de ellos. Sus personajes están, se podría decir, habitados por uno u otro sentimiento y la actitud del espectador ante ellos no necesita un juicio de valor para expresarse, ya que el solo enunciado de una tara o de una cualidad comporta bien su condenación, bien una adhesión de simpatía. Rousseau está tan seguro de esos juicios del espectador que, cuando construye una intriga teatral, desmonta todo el mecanismo y la acción transcurre como realmente se había anunciado. ¿Para qué los efectos de sorpresa cuando se sobreentiende que el público está de parte de la heroína y que se asocia, en todo, a sus acciones, al igual que es natural que apoye la causa de bueno y del justo?
El contraste entre el bien y el mal es absoluto, decisivo e inapelable. El orden triunfa en todas las alteraciones del espíritu. Rousseau expone pausadamente los hechos, como si extendiese colores sobre su tela. Cierto estereotipo de su lenguaje haría pensar en la repetición de temas en el plano pictórico, si Rousseau en ese melodrama no se encontrase realmente desbordado por la importancia de su empresa. El encanto que en sus cuadros desprenden los atributos de lo maravilloso materializado bajo la forma de símbolos y el ritmo que resalta su construcción no tienen en sus obras de teatro el mismo significado sugestivo. Rousseau no ha resuelto el problema de la escritura, en donde el medio de expresión se inserta como un elemento constitutivo, con la misma facilidad que en su pintura. Para él existe, por un lado, la realidad concreta del mundo y por el otro, la voluntad de traducirla. La trama y la afirmación de la verdad se conjugan para edificar en ellas la totalidad imaginada. Pero cada componente conserva la unidad de su típico valor. La creencia que el realismo mantiene en ciertas características de formas aparentes se manifiesta igualmente en el campo del buen humor que está sólidamente establecido como valor en el espíritu de Rousseau para reemplazar lo cómico. Los personajes campesinos de "Una visita a la exposición de 1889" y los criados de "La venganza de una huérfana rusa" no tienen de cómico más que su manera de hablar en donde la sensatez pretende situarlos en un mundo aparte, en contradicción con él, llamado razonable, mundo "civilizado".
Tres obras de teatro de Rousseau han llegado hasta nosotros. Las dos mencionadas hasta ahora han sido recogidas por Robert Delaunay. Tras la muerte del Aduanero, su hija, la señora Bernard-Rousseau, le entregó los manuscritos en agradecimiento de su devoción a la memoria de Rousseau. "L'etudiant en goguette" (El estudiante de juerga), comedia en dos actos y tres cuadros, es una obra ligera, menos original que las dos primeras. Nos ha parecido que no aporta a nuestro ensayo de liberar de su leyenda al espíritu del Aduanero un elemento de información suficientemente fundado. El manuscrito de "Una visita...", aunque no está fechado, seguramente apareció durante la duración de la exposición. Numerosas correcciones, hechas en parte por medio de trozos de papel pegados, nos incitan a creer, que es el bosquejo de ese vodevil. Consta de setenta y tres hojas numeradas. El manuscrito de "La venganza..." es probablemente la copia, del puño y letra de Rousseau, que se presentó en el teatro de Chátelet. En el interior de la tapa, Rousseau escribió: "Señor Rochard, director del teatro de Chátelet", y sobre la tapa y en la primera página, la cifra "23" a lápiz azul indica probablemente el número de orden registrado por el teatro. Este manuscrito comprende ochenta y nueve hojas numeradas. En la última página, se lee: "Acabado el cinco de enero de 1899". A continuación la firma: "Henri Rousseau, calle de Vercingétorix número 3". El melodrama "La venganza..." debió ser escrito especialmente para el Chátelet, pues ningún otro teatro ha sido capaz de un despliegue tan vasto de decorados. El hecho de que se desarrolle en Rusia se debe a la actualidad que podía favorecer al eventual éxito de la obra, en ese año de la visita del Zar a París.Sin atribuirle otro valor literario que el que apenas rebasa los esfuerzos de una categoría de hombres con miras a expresar su voluntad de hacerse entender, la publicación de este documento no pretende más que aclarar la personalidad poderosamente definida de Rousseau el Aduanero en sus relaciones con el universo que se había creado. Aunque su obra pictórica refleje la plena existencia del particular mundo de su sueño, nos ha parecido que esta publicación contribuirá a valorizar el carácter de autenticidad, necesario y no intencionado, de su pintura, siguiendo de más cerca las concepciones que fueron los cimientos de ella. Surgida de su modo de sentir y de ver, es la expresión inmediata de su propia naturaleza. El escándalo que había ocasionado es el de la sinceridad y la poesía, pero Rousseau era consciente del desafío que significaba y que no era sino la afirmación obstinada de su personalidad estando expuesto al blanco de las burlas de las que todos los innovadores eran víctimas. El sabor y el encanto que se desprenden de su obra no han cesado de conmovernos. Aumentan y se imponen, sin llegar a agotar la razón de nuestra admiración. Nos reafirman en la idea de que las sorpresas están reservadas a quienes, por encima del mal, encuentran, como Rousseau, su profunda justificación en una libertad acomodándose a la esperanza que aún les está reservada, aunque sólo sea en el plano del espíritu y a pesar de las provisionales o miserables condiciones del mundo actual, en la esperanza en una armonía vasta y fraternal de la que numerosos Aduaneros están siempre listos para defender la pureza en las fronteras de lo posible.