16 de julio de 2009

Ernst Jünger: "Me ale­graría mucho que la historia termi­nara de una vez por todas"

El entomólogo y escritor alemán Ernst Jünger (1895-1998) re­corrió el siglo XX como testigo privilegiado y multifacético. Así, su participación como combatiente en las dos guerras mundiales alimentó al ensayista: sus "Tagebücher" (Diarios) son un descarnado testimonio pero también una aguda aproximación filosófica a uno de los enigmas no resueltos de la historia y la condición humana: la guerra. De ellos se destacan "In stahlgewittern" (Tempestades de acero) y "Strahlungen" (Radiaciones). De la misma manera, sus estudios de zoología alimentaron al novelista: detrás de la acción, de lo circunstancial, intentó develar la conducta de la especie humana. En ese sentido se inscriben sus novelas "Auf den marmorklippen" (Sobre los acantilados de mármol), "Gläserne bienen" (Abejas de cristal) y "Eine gefährliche begegnung" (Un encuentro peligroso), entre otras. Siempre polémico por su participación en el ejército alemán, su conflictiva relación con el régimen nazi, su experimentación con alucinógenos y -hacia el final de su vida- sus análisis sobre la globalización y el fin de la historia, Jünger obtuvo, no obstante, el reconocimiento a su prosa im­pecable que ha sido el vehículo para describir los matices más sutiles y más feroces de la especie humana. Cuando a sus noventinueve años viajó a París a raíz de la reedición de cinco de sus libros en francés, fue entrevistado por el periodista Pierre Deshusses de "Le Monde". La entrevista fue reproducida por el diario "Clarín" en su edición del 3 de marzo de 1994.
Suele venir regularmente a Pa­rís. ¿Es una ciudad importante para usted?

Hay ciudades que irradian cierto eros como Venecia, Río de Janeiro, Florencia y, para mí, París se ubica antes que todas las demás. Los re­cuerdos personales y los recuerdos históricos se unen y se exaltan unos a otros.

Usted escribió varias novelas pero, comparadas con la totalidad de su obra, representan solamente una pequeña parte.

Sí. No considero, además, que sea la parte más importante. Todo el mundo escribe novelas. En ellas pu­se algunos hechos en relación con la época, pero diría que prefiero el en­sayo, las máximas, los aforismos y en mi último libro "Die schere" (Las tijeras), me ubico más bien del lado de Montaigne. A partir de unas cien máximas, se pue­de componer toda una serie de siste­mas, mientras que el pensamiento sistemático es de una rigidez tal que la imaginación se queda sin margen suficiente de maniobra. Me ubico más cerca de Nietzsche que de Kant, más cerca de Demócrito, Montaigne, Lichtenberg... Uno no elige, ya está preprogramado en los genes, como se dice actualmente.

En uno de los libros que vuelven a salir actualmente, "Über die linie" (Sobre la línea), escrito en 1950, hablaba de la barbarie y el nihilismo.

Creo que el nihilismo se acabó. La acción ha pasado a ser tan fuerte que ya no queda tiempo para el nihilismo. Es un estado mental que se adopta cuando uno se aburre, como Oblomov -el personaje de Goncharov- por ejemplo, que es pa­ra mí un nihilista típico, o Raskolnikov, que está acostado en su cama y rumia sus pensamientos para saber si es Napoleón o qué sé yo quién. Cuan­do uno está atrapado en la acción, no tiene tiempo para eso. Cuando a al­guien le apuntan, deja de ser nihilis­ta: o responde, o sale corriendo a toda velocidad. El nihilismo es una cues­tión de aburrimiento, válido para los ricos.

¿Qué piensa de los hechos políti­cos de los dos o tres últimos años, ya sea la reunificación alemana o lo que ocurre en la ex Yugoslavia, con la purificación étnica?

Estamos ante dos grandes hechos que tienen muchos puntos comunes, la reunificación y la caída del comu­nismo -solo los serbios y los chinos se aferran a él actualmente-. Aprue­bo la reunifícación alemana, en la medida que considero que se trata de un primer paso hacia el Estado uni­versal. Lo que sucede en los Balca­nes, en Rusia, la reunificación ale­mana, todo forma parte de una misma totalidad, y pienso que nos encontramos ya en el Estado univer­sal, desde el punto de vista puramen­te técnico -el marco técnico se da, la conquista del espacio, el átomo, las ciencias-. En la antigüedad, ocurrió de la misma forma, el marco ya se daba con Alejandro Magno y, tres siglos más tarde, los romanos instau­raron verdaderamente un "Imperium mundi", los romanos dominaban el mundo; hoy en día se trata del pla­neta. Todo esto no quiere decir ob­viamente que con el Estado univer­sal vaya a cesar la violencia. Significa simplemente que las guerras entre naciones pasan a ser guerras civiles, que no habrá mas ejército, sino una policía mundial. El problema se plantea ahora con los Balcanes. Pero, obviamente, la comunidad de las na­ciones no es todavía capaz de enviar una policía. La gente de allí está atra­pada entre el comunismo, el fascis­mo, el nacionalismo, todo se mezcla y se da ese aspecto muy primario de la purificación étnica, un concepto singular. El hecho de que resurja está cargado de consecuencias.

Usted escribió: "La era de los dioses pasó, ingresamos en la era de los titanes".

No quiero decir que la era de los dioses pasó, sino simplemente que hay una pequeñísima pausa. Siem­pre ha habido dioses y siempre los habrá. Se produce el gran remplazo entre los dioses y los titanes y actual­mente, es evidente que los titanes to­man la delantera. Yo lo denomino el interinato. En la gran elegía "Brot und wein" (Pan y vi­no) Holderlin ve también la era de los titanes, los llama los que son de hie­rro; pero los dioses volverán. Nietzsche es típicamente uno de esos titanes, para los cuales el tiempo de­sempeña un papel importantísimo, de ahí esa predilección por la medi­ción del tiempo, los segundos y las distancias inauditas, pero no salen de eso. El eterno retorno de Nietzsche es un esfuerzo titánico y desespe­rado, considero que el eterno retorno es algo muy desagradable. Me ale­graría mucho que la historia termi­nara de una vez por todas.

También podemos considerar el eterno retorno como una espiral que nos lleva cada vez un poco más arriba.

Es verdad. Pero es necesario que haya una intemporalidad. Para mí, los dioses habitan lo intemporal, mientras que los titanes son los amos del tiempo. Por eso, lo que ocurre ahora con la naturaleza desempeña un papel muy importante.

La técnica moderna pone al mundo en peligro. ¿Siente alguna simpatía por los movimientos ecológicos?

Sí. Pero para mí, la técnica no tie­ne significado técnico propiamente dicho, es un signo de que pasa otra cosa, un lenguaje universal. El traba­jador no tiene para mí una dimensión social, nacional, económica, sino una dimensión mítica, y la figura del Tra­bajador es para mí la de uno de los grandes titanes. En cuanto a la natu­raleza -para mí, como zoólogo-, la desaparición de un gran número de especies es naturalmente una catás­trofe, pero estamos en un período de muda. La época de los saurios fue quizá la más larga de la historia de la Tierra, y desaparecieron, innumera­bles especies desaparecen. Cuando llegué a Wilflingen, el mundo de los insectos era mucho más rico; ahora, mi colección tiene un carácter casi paleontológico. Es triste, pero no podemos hacer nada.

Usted nació a fines del siglo XIX, participó en las dos guerras mundiales, escribió que en los casos difíciles siempre encontró gente que lo ayudó; lo leen y respetan. ¿Tiene la impresión de ser una per­sona bendecida por los dioses, de gozar de una conjunción cósmica favorable?

Obviamente, uno puede equivo­carse mucho en ese tipo de cosas, pe­ro tengo la impresión de que, en esto también, había algo programado de antemano. Usted hablaba del siglo XIX y de mi fecha de nacimiento. Para mí, el siglo comienza en el me­dio. La Revolución Francesa, por ejemplo, empieza con Voltaire y Rousseau, o sea, cincuenta años an­tes. Salimos realmente del siglo XIX recién con la bomba atómica. La Pri­mera Guerra Mundial fue todavía una cuestión caballeresca, si se pue­de decir; no ocurrió lo mismo con la Segunda Guerra Mundial, Hiros­hima, el átomo. Nietzsche dijo: "El ro­cío se posa en la hierba en lo más se­reno y profundo de la noche". Para mí, el año 1895 es también muy sig­nificativo. Hay cosas, preparativos que tal vez pasen inadvertidos para los contemporáneos. Pienso en la in­vención de los rayos X. En 1895, Röntgen los mostró por primera vez. Se podía ver un hueso. Pero era im­posible prever que Laue utilizaría los rayos X para descubrir los átomos. Ahora, lo mismo se repite con los ge­nes; comparada con esta aventura, la cosa política tal vez desaparezca. Las cuestiones científicas dominan todo. No sabemos cómo funcionan los ge­nes, cómo tiene lugar la fecundación "in vitro", pero cambia la sociedad cien veces más que toda la Revolución Francesa. También eso lo atribuyo a la era de los titanes. Y es también al­go que habrá que superar.

En un ensayo de 1984, "Über den stand der dinge" (Información sobre el estado de cosas), Wolfgang Hildesheimer estimaba que el escritor era in­capaz ahora de comprender la com­plejidad del mundo.

Tenía razón. Habrá élites muy pequeñas que desarrollarán medios de poder que no hará falta emplear. Yo presentaré una fórmula y el otro dirá "me retiro", como en el ajedrez. Las masas pasan a ser muy importantes, las élites tendrán que volverse po­derosas, pequeñas y poderosas. Na­turalmente, eso cambia todo el he­cho político.

¿El arte también debe quedar re­servado a una élite?

Puedo decirle en todo caso que debe ser teológico. Tiene que haber una relación con la divinidad, de otro modo, no es nada; y en un poema pe­queño, esa relación puede ser más grande que en la obra completa de un gran hombre. Mi cultura hace que no sienta ninguna preferencia por Léon Bloy, pero es una figura. Dejo de lado su persona y su moral -era un hombre capaz de un gran odio-, pero pienso que, en ese punto, debo esti­marlo. Rimbaud también logró acer­carse. ¿De dónde surge, si no, el gran respeto que sienten por él los jóve­nes? En líneas generales, actualmen­te se ha vuelto más difícil escribir po­emas que sean realmente poemas. Pero siempre es posible un renaci­miento de la lengua. Después de la guerra de los Treinta años, estábamos en el punto más bajo, después llegaron personas como Opitz, Grimmelshausen y bruscamente la lengua recuperó su fuerza. Nunca debemos olvidar que todo comienza con la grandeza de la lengua.

Sin volver al eterno debate so­bre el fondo y la forma, que tal vez no sean más que las dos caras de un mismo problema, ¿usted es más un pensador y escritor de escritura clá­sica que un autor preocupado por experimentaciones formales?

Para mí, lo que más cuenta es la intuición. Se pueden hacer experi­mentos, pero ante todo, es necesario que esté presente la intuición. Un muchacho o un niño posee primero ciertas disposiciones, luego puede experimentarlas, pero es necesario que las disposiciones estén presentes en los genes.

Si no, ¿las experimentaciones son sólo procedimientos?

Exactamente. Creo que uno hace experimentos cuando ya no tiene na­da que decir.

Usted habla poco de teatro.

Todos hacemos tentativas en ese terreno. Yo también probé. Creo que quemé todo. Tal vez haya que ser más social que yo para armar buenos diálogos. Cuando todavía existía la RDA, Heiner Müller me visitó en muchas oportunidades, tenía pasa­porte y podía salir. No leí nada de él, pero tuvimos charlas muy interesan­tes.

¿Ha visto alguna obra de Mü­ller?

No. ¿Usted sí? ¿Se pueden mon­tar? Tienen tantas ideas. Cuando ve­nía a verme, Heiner Müller pensaba que yo les tenía miedo a las mujeres, y le dije que convenía que rempla­zara esa palabra por "respeto". Ac­tualmente, si uno es cortés con una mujer, la gente piensa que le tiene miedo, cuando es algo totalmente distinto. Realmente, es más bien gra­cioso.

Usted tradujo a autores france­ses como Rivarol y Chamfort. ¿Dón­de radica para usted la diferencia entre el francés y el alemán?

Cuando leo traducciones mías al francés, me da la impresión de que ganaron y perdieron en igual propor­ción. Riviere decía que el alemán es intelectualmente el hombre de lo uno y lo otro mientras que el francés es el hombre de lo uno o lo otro. El francés es capaz de aportar más claridad a un texto, mientras que el ale­mán es capaz de una mayor profun­didad. En este sentido, cuando leo una buena traducción, tengo la im­presión de que mi texto ganó en ra­cionalidad. Me leo como quien lee a un autor nuevo, pero perdió en pro­fundidad, ese famoso aspecto de lo uno y lo otro. De todos modos es un placer, ¡no sabía que podía ser tan ocurrente!