30 de mayo de 2009

Cuentos selectos (I). Eugenio Suárez Galbán: "Una brisa triste por los olivos"

Eugenio Suárez Galbán nació en Nueva York hijo de padres canarios. Vivió su primera infancia en Cuba hasta 1947, cuando se radicó en Canarias. Ha sido profesor de literatura en Estados Unidos y Puerto Rico, y en la actualidad se dedica en la capital española a la enseñanza y la dirección de una compañía editorial. Como escritor, es autor de una treintena de artículos críticos que han sido publicados en revistas literarias de España, Puerto Rico y México. Entre ellos se destacan "Del sur de Faulkner al norte de García Márquez", "Martí y Lezama" y "La Habana para un infante difunto. La falsa memoria verdadera de Guillermo Cabrera Infante", que aparecieron en la prestigiosa "Insula. Revista de Letras y Ciencias Humanas" que desde 1946 se edita en Madrid. Entre sus libros figuran el ensayo "Torres Villarroel y el siglo XVIII", las novelas "Balada de la guerra hermosa" y "Cuando llevábamos un sueño en cada trenza", y numerosos poemas y cuentos desperdigados en diversas revistas de América y España. En una entrevista concedida a un periodista norteamericano, el aristócrata terrateniente Gonzalo de Aguilera Munro (1886-1965), quien desempeñó la función de Oficial de Prensa del general Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) en tiempos de la Guerra Civil, confesó que las intenciones del sanguinario dictador eran las de eliminar a un tercio de la población masculina y limpiar la tierra de la mala hierba del proletariado. Franco sostenía que Dios estaba de su parte, por lo que no había más que hablar. Dentro de esa porción de españoles que el "Generalísimo" mandó a asesinar, hubo cuatro hombres que la noche del 17 de agosto de 1936 esperaron la muerte en la finca "La Colonia", una antigua residencia para huérfanos en la granadina localidad de Víznar. Sin que ninguno de ellos pudiera preverlo, sus nombres iban a quedar para siempre unidos en una triste historia cuando, horas después, los hombres al mando del capitán José María Nestares Cuéllar dispararon hasta acabar con sus vidas en la cuneta de la carretera que une a aquel pueblo con el vecino Alfacar. Sus cadáveres fueron enterrados a pocos metros, junto a un olivo. La casualidad quiso que un maestro cojo de Pulianas -Dióscoro Galindo González- y dos banderilleros anarquistas -Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí Melgar- compartieran sus últimos momentos con el poeta Federico García Lorca (1898-1936), y que fueran enterrados en esa misma fosa. Este episodio sirvió al escritor Eugenio Suárez Galbán (1938) para escribir un espléndido relato en el que le da una asombrosa vuelta de tuerca a la historia de marras. El texto, que forma parte de su libro de cuentos "Como una brisa triste" publicado en 1986, dice así:

UNA BRISA TRISTE POR LOS OLIVOS

Yo estaba en el campo ese día, que era tiempo de siega. Los vi en la lejanía, tan de distancia, que pensé al principio que eran muleros que iban camino de Alfacar. Cuando se iban acercando, vi sobre sus espaldas los cañones de los rifles, arrancando de vez en cuando fulgores de sol. Eran tres los jinetes, cinco las bestias: requisaban ganado para el Ejército (aunque vaya uno a saber en qué cazuela fueron a parar los animales, que el hambre que se desataría poco después sería una cosa muy seria). Tropa también buscaban.
- Tú, ¿qué años tienes, mocito?
- Dieciocho cumplidos.
- ¿Y de qué lado estás tú?
- El mismo que usted.
Se sonrió el hombre de los galones al hombro. Yo sabía que había habido un levantamiento. Pero de guerra aún no se había hablado. Al menos allá, en el campo, por donde me tocó la siega ese año.
- Pues entonces, monta y síguenos.
- Mi padre me espera -mentí, que estaba bajo tierra ya para ese entonces, y mi madre con otro, de quien había huido yo.
- ¡Que espere!
- ¿Y el amo?
- ¡Que te venga a buscar al cuartel! ¡En marcha!
Cogí la de la albarda, mula torda, roma, de trote machacón, que llegué al cuartel con los riñones reventados. Era la hora del rancho y la verdad que, acostumbrado a comer bajo un olivo lo que podía sacarle al amo, yo no entendía cómo es que había tanta queja allí de parte de algunos. Esa tarde me llevaron a un campo muy alto. Ya sobre el ruido del camión subiendo la cuesta se oían los disparos: estaban fusilando.
- Toma, mocito: la bala se mete por aquí, y sale por allí. Esto es la culata: la pones contra el hombro, miras por esa rendijita que se llama la mirilla y no aprietes; acaricia el gatillo, como cuando le metes el dedo a una niña, ¿entendido?
Lo que no entendía era por qué nos hacían disparar contra hombres. Había allí unos individuos vestidos de camisa azul que parecían mandar, y cuando vi uno muy joven, más o menos de mi edad, se lo pregunté, tratándole de señorito, claro.
- ¡Un soldado no pregunta, ni cuestiona, ni duda! Un soldado sigue órdenes.
Nos colocaron en grupos de a cuatro. Eramos unos treinta hombres, la mayoría gañanes como yo. Un grupo detrás de otro. Cuatro en cuatro. Y cuando llegabas al final, o al principio, de todo, según se vea, te encontrabas a unos cuantos metros de un pobre hombre temblando, acaso llorando, acaso también incapaz de mantenerse en pie. Y te gritaban:
- ¡Pelotón!... ¡Listos!... ¡Apunten!... ¡Fuego!
Pero allí no moría nadie. Dicen que lo hacían para matar dos pájaros con una sola piedra: te enseñaban a disparar y se ahorraban las municiones de los fusilamientos. Pero la verdad es que más se hubiesen ahorrado sin nosotros. Yo, al menos, siempre apuntaba por encima de la cabeza de la víctima. Entonces venían desde atrás y le daban un pistoletazo. Y así toda la tarde. Hasta que por el anochecer, acabándose ya la luz, se me acerca el sargento, y me dice, casi susurrándome al oído:
- Mocito, más te vale apuntar mejor. Que llevas toda la tarde sin meter un solo blanco. ¡Más te vale!
No le di en el pecho, pero mi bala sí le alcanzó en la tripa. El hombre se dobló. Y el sargento, justo cuando el rematador lo iba a despachar, pega un grito para que se detenga, se vuelve hacia mí y me dice:
- Haz tú los honores, mocito.
Ese fue todo el entrenamiento que nos dieron, al menos a mí. Por la mañana, el corneta tocó, y todo el barracón salió corriendo, que yo me pensé que es que se iba a acabar el café, y eché a correr también, pero era sólo para formar. Y después, a misa. Entonces fue cuando me tocó la suerte. No sé si fue porque me vieron ir a comulgar, que yo educación no tenía, pero tonto nunca he sido. Y desde siempre mi padre (que en la gloria esté) me había dicho: arrímate a las faldas, que cuando no hay un cono debajo, hay un cura. Pues cuando yo vi que todos los camisas azules iban a tragar hostias, allí fui yo, manos en palmitas y ojos entornados, como había visto siempre hacer a la gente de religión. Y ahí, digo, fue la suerte. Que ese mismo día, justo cuando nos están montando en un camión no más terminar la misa, viene el sargento y me dice:
- No; tú no, mocito. Tú te quedas.


La suerte, o un milagro, según. Porque ese camión nunca llegó a donde iba, que, carretera de Granada, lo reventó un caza. Se salvaron dos, uno sin pata, y el otro tuerto para toda la vida. A mí, en cambio, me mandó el sargento a preparar mochila. Y un par de mulas, una para él y otra para mí. Que íbamos en misión especial, y pasaríamos acaso unos días fuera. Cosa rara, pensaba yo, que me eligiera precisamente a mí, que hasta ayer mismo no había disparado arma de fuego y tenía de soldado lo que un cuervo tiene de calandria. Así que me puse a cavilar y caí en que el sargento necesitaba un tonto para lo que tenía que hacer. Demás de que era hombre de campo, como yo, y acaso también le caí en gracia por ese motivo. Pero como el viaje en mula tomaría un par de horas (que por la calor que estaba haciendo me dijo que me asegurara de que las mulas bebieran lo suyo, que por lo menos ese tiempo nos tomaría), ya yo me pensé lo siguiente: a éste me le meto manso yo, que si mi sargento por un casual será de por aquí, o de por allá, que si cuando de mi edad también había seguido la siega, que si patatín, que si patatán, hasta que aflojara. Y así fue, poquito a poco, como con las mozas en el trigal: primero una tetica, después otra, que es como tener ya el conejo por las orejas, hasta que entre manotazos y risas, de repente se te pone seria, se te pone a respirar hondo y se te abre. Pues así de golpe también se me abrió el sargento. Quiero decir que cuando ya creía que el hombre hablaba con los ojos fijos en el cielo, como recordando con tristeza pero también con dulzura, cosas de su ayer, ahí mismo le suelto, tragándome una bocanada de aire, tal como hacen los fusilados que no acaban de morir, voy y le suelto:
- ¿Y para qué mi sargento, mandan a mula a dos soldados con estos calores a ese lugar llamado "La Colonia"?
- Todos los coches están de servicio. Que estamos en guerra, mocito.
Ya pensaba yo que se me había escabullido, que me había fingido entender que la pregunta iba por las mulas, en vez de por lo que íbamos a hacer allá al llegar, por las órdenes que le habían dado. Pero entonces añadió:
- Y de para qué nos mandan, fiel que no sé.
El sol estaba en lo alto, picando fuerte. El paso lento de las mulas. Y de vez en cuando, una brisa triste por los olivos. Y fue como cuando te esperas una mala noticia, sin saber por qué. Como cuando estás en el campo, a pleno sol, y sabes que si levantas la cabeza, allá por la lejanía verás avanzar nubes negras. Sin haber visto ningún relámpago, ni haber oído trueno alguno. Sólo sabiendo, sin saber por qué. Que no más sonar de nuevo su voz, un rocío de escarcha recorrió el sudor de mi espalda:
- Pero algo grande será. Que hoy, mocito, se cumple un mes del levantamiento de Franco en las Canarias. Y algo se deben tener pensado hacer. Porque fueron los azules los que dieron las órdenes de que me viniera acá con otro. ¡Algo gordo!
Y me extrañó que una nube no tapara el sol cegante en ese mismo momento en que el sargento -alunada la mirada- hablaba, no a mí, sino a los campos, a la tierra y al polvo, como anunciando por primera vez la misma guerra en que ya andábamos. Y en ese mismo momento, como el mirlo extraviado desea la higuera al caer la tarde, sentí deseos por los campos que tanto odiaba, y que ahora temía perder para siempre de mi vida. Me contagié de los ojos sonámbulos del sargento. Me contagié de algo en ellos que no es ni tristeza, ni temor, sino ambos, y ninguno, a la vez. Algo que aún hoy, a través de los años, no sé cómo recordar.
Llegamos a "La Colonia" sobre el mediodía. Todo era raro: aquello había sido un lugar para niños, y todavía sobre muros y paredes brillaban dibujos y pinturas con esos colores alegres que se ven en las escuelas. Pero ya desde lejos, en vez de los gritos de los chiquillos, se oían los disparos de los fusilamientos. Pusimos las mulas a pastar antes de entrar al rancho. Era poca la tropa que allí había, y, más que soldados, parecía gente de escándalo. Y ese parecer resultó ser la verdad, que nada más sentarnos a comer empezó uno a jactarse de que estaba allí de voluntario, porque para él matar a los enemigos de la patria era, además de un deber, un honor. El sargento asintió, dándome un pisotón por debajo de la mesa. Levanté la cabeza del plato y sonreí en dirección del hombre. Por la tarde -serían las cinco de la tarde- llegaron. Reconocí en seguida a los banderilleros: los había visto por los pueblos. A él no, en cambio. Ni siquiera había oído hablar de él. Después me dijeron que era el que vestía la pajarita. El otro, uno de traje negro sin corbata, dijeron que era maestro de escuela. Un azul apartó al sargento, le cuchicheó algo al oído, mirándome ambos. Vi cómo el sargento le aseguraba con la cabeza. Le estaría preguntado el azul si yo era de fiar.
- Mira, mocito, tenemos que hacer la guardia esta noche. Tú y yo. Nos turnamos. Mañana regresamos al cuartel con las mismas órdenes con que vine, selladas y firmadas por el mando de aquí, y ya está.
Pero el sargento no podía dormir. El calor de ese dieciocho de agosto. O acaso el golpe seco de los fusilamientos a lo lejos. Y esta vez fue él el que em¬pezó el conversar, despertándome de la siesta que nos habían permitido, ya que la noche la pasaríamos la mitad en vela (demasiado buen trato nos daban, demasiada preocupación por un puñado más de desgraciados: ya tenía la mosca tras la oreja yo).
- Sí, mocito, sí: ya te lo dije. Tiene que ser algo muy gordo. Dicen que fueron cuarenta a buscarlo.
- ¿A quién, mi sargento?
- Al de la pajarita. Dicen que cuarenta. Que hasta rodearon la casa de Granada donde estaba escondido. Por los techos de los vecinos, por las calles de los alrededores, por todas partes, colocaron azules. ¡Muy gordo!
- Y él, ¿qué hizo?
- Nada. ¿Qué iba a hacer, atrapado como estaba?
- No, mi sargento, no me entiende; que qué hizo él para que lo fueran a buscar así.
- Dicen que es poeta.
- ¿Poeta? ¿Uno que escribe versos?
- Y otras cosas tiene que haber escrito para que lo traten así. Dicen que ha hecho más daño con la pluma que todo un regimiento bien armado.
- Y eso, ¿cómo puede ser, mi sargento?
- Ellos sabrán. Que el Ejército, mocito, es como el cura del pueblo cuando le preguntan que cómo es posible lo de la Virgen María y el Espíritu Santo, y te responde que si lo supiera ya no sería un milagro, ya no tuviera gracia. Ellos sabrán.
No me engañaba el sargento: trataba de convencerse más a sí mismo que a mí. Yo no había hecho la pregunta de mala leche. Yo no sabía leer ni escribir, y la única poesía que me sabía era la que se oía por ahí, por los campos, los trigales y los olivares, cuando las canciones acompañan las cosechas. Una que otra copla gitana cagándose en la Guardia Civil. Pero nada más. Que fue cuando me entró un temblor al pensar: "¡Ay, mi madre! Que yo mismo he cantado tonadillas de ésas; que si me llegan a oír, ¡soy ahora mismo el guardado en vez del guardia!".
El sargento tomó el primer turno, dejándome a mí el de los gallos. No me engañaba: no quería estar presente cuando vinieran a la saca. Y menos mal, pensé, que allí había matones de a gusto, que ya me estaba entrando a mí el miedo de tener que formar pelotón. Porque esa mosca seguía rondando mi oreja. Y algo me decía a mí que mi sargento no quería tener nada que ver con todo aquello. Y no sólo por lo que logré arrancarle durante esa siesta sin sueño, que hubo momento en que me dio consejo de padre:
- Procura no meterte, mocito, que esto se parece a pelea de alacrán. Lo sacaron al poeta de casa de uno de los de ellos. ¡Aquí hay algo muy gordo! No te metas, no sea que al ajustar las cuentas entre ellos, te borren a ti.
Pero los del campo tenemos creencias de corazón. Nos llaman supersticiosos, tontos, y todo lo demás, pero lo mismo decían de aquella gitana de Jaén que podía predecir al día las lluvias y las tormentas, los buenos y los malos tiempos. Que hasta la misma guerra anunció un año antes, cuando dijo que ya el siete no era número de suerte, ni lo sería en mucho tiempo, y fue en el séptimo mes cuando se levantaron contra el gobierno. Pero también dijo, para el que lo quisiera escuchar, el propio lugar del levantamiento, y de eso no me di cuenta yo hasta que me contó el sargento aquello de que Franco había salido de las Canarias. ¡Que son siete islas! Porque yo, o no sabía, o se me había olvidado, y cuando le pregunto que a dónde queda ese lugar de las Canarias, me contesta que en el mar, más allá de Cádiz, ¡y que son siete islas! Así que digan lo que quieran: a mí el corazón me estaba diciendo que el sargento sabía y temía algo más que esa pelea de alacranes. Y no se pudo salir con la suya: rompiendo las primeras luces, el azul que viene al calabozo con el pelotón me manda a despertar al sargento, a traerlo en seguida.
- ¿Qué me quieren?
- A saber, mi sargento.
- Vamos.
Y nos fuimos con ellos, más allá de la Fuente Grande, que es una fuente que hay allí desde tiempos de moros. Y era que en las instrucciones que llevaba el sargento decía que tenía que confirmarse la muerte de ese hombre -el poeta-, que de los otros parece que no decía nada. El de la pajarita. Yo casi no le vi. Ibamos por sombras, cantando aún lejanos los gallos del alba. Yo iba detrás, al mismo final, y sólo le veía de espaldas. Alguien murmuraba un rezo.


Estábamos en la carretera de Alfacar a Viznar. Tampoco le vi la cara al momento de la muerte: cerré los ojos. A mi lado, contra el fresco de la madrugada, sudaba mi sargento. Salimos de allí a galope, casi sin devolverle el saludo al azul que nos despedía. Pronto una mancha húmeda cubrió el cuello de los machos.
- Mi sargento, la calor acaba con las bestias. Amaine usted el paso.
- Llevas razón, mocito.
- Lleva usted prisa en alejarse, mi sargento ya le decía las cosas mirándole a la cara, y sin los rodeos del día anterior.
- Llevo órdenes, mocito, de entregar este papel al mando. Llevó aquí la confirmación de que ese hombre ha muerto, y ni tú, ni yo, ni nadie puede decir palabra de esto. Que se han fiado de ti, te han dado la confianza.
Que fue lo que acabó de convencer a mi corazón de que estaba latiendo con la creencia verdadera. Porque hombres que se jactaban de cómo sus rifles no tenían tiempo de enfriarse no se preocupan por un cadáver más sin que haya una razón poderosa. Mucho más poderosa que el revoloteo de un nido de alacranes, que con un pisotón se aplasta.
- Pero yo no sé leer, mi sargento -y las mulas soplaban cabizbajas, tragando el aire caliente con hocicos palpitantes.
- Ya lo sé. ¿Por qué me lo dices ahora?
- Porque esas instrucciones son para los que saben leer. Son para mi sargento, no para mí. Porque yo no sé leer.
- ¿Qué dices, mocito?
Yo no digo nada, mi sargento; pensaba yo para mí, nada. Usted dirá, que no yo. Usted, que me enseñó a matar; usted, que me eligió para acompañarle en este asunto peor que veneno de alacranes; usted es el que tiene algo que decir. Que alguna maldición mayor se estará temiendo mi sargento al preocuparse así como se preocupa por la muerte del versificador. Seré hombre ignorante, pero no tonto. Que te pones a pensar, y caes en que los poetas sólo sirven para dar al mundo canciones con que alegrarnos, y así aliviarnos el faenar. Pero otra cosa no hacen. Y, sin embargo, la cara de mi sargento, usted que me enseñó a matar, palidecía de miedo con lo del poeta. De tonto, ¡ni un pelo, mi sargento! Blanca como la nieve de la sierra su cara, mi sargento. Por eso debe ser algo muy grande, como cuando de niño matas tu primer pájaro, y aún antes de caer en la cuenta de que el alba vendrá sin canto, ya algo dentro de ti llora para siempre. Y hay chiquillos que, acaso para acallar la conciencia, siguen matando avecillas, acaso también con más crueldad aún, apretándolas en su mano hasta triturar del todo los huesitos, hasta no sentir el temblor, como si el mal desapareciera al desaparecer ese temblor de la criatura. Pero también los hay que prefieren cortarse la mano antes de coger en ella otra piedra o pájaro. Y yo soy de éstos, mi sargento.
- ¿Qué dices?
- Que paguen otros por esto, mi sargento.
- ¿Qué haces? Si aquí no ha pasado nada, mocito, ¡nada!
Y era que, casi sin darme cuenta, mi rifle ya le apuntaba a la cara a mi sargento, el balazo ya lo lanzaba de la mula, muerto. Entonces, arreando la mula a toda prisa, me vino el llanto, como cuando niño, mis lágrimas mojando las plumas manchadas de rojo, pidiendo perdón al cielo, para sólo oír en respuesta el llanto de una brisa triste por los olivos.

Roberto Arlt. En defensa de un estilo o cómo estimular a los principiantes

Roberto Arlt (1900-1942) fue un narrador y dramaturgo hijo de humildes inmigrantes de origen alemán e italiano, que vivió pocos años y se formó como un autodidacta con lecturas sumamente heterogéneas que iban desde los realistas a los naturalistas europeos. También sus oficios fueron sumamente variados y se entregó con frecuencia a extraños inventos y quiméricas aventu­ras. Como periodista le dieron notoriedad las "Agua­fuertes porteñas", que publicaba en el diario "El Mun­do". También trabajó en el vespertino "Crítica", en "Ultima Hora" y en la revista humorística "Don Goyo".
Su primer libro, "El juguete rabioso" (1926) -considerada como una de las mejores novelas argentinas- narra la iniciación de un adolescente al mundo del hampa. En "Los siete locos" (1929) y su continuación "Los lanzallamas" (1931), vuelven a aparecer retratados de modo realista los bajos fondos de Buenos Aires, con sus tangos, delincuentes, prostitutas y rufianes. Su primer volumen de cuentos -"El jorobadito" (1933)- recoge algunos publicados ya en "El Mundo" y "La Nación", pero la mayoría eran inéditos. Poste­riormente, y como consecuencia de un viaje a España que extendió al norte de Africa, escribió "El criador de gorilas" (1941), un pintoresco conjun­to de animadas aventuras. Arlt también escribió crónicas y obras de teatro renovadoras como "300 millones" (1932), "Saverio el cruel" (1936) y "La isla desierta" (1937).
En una autobiografía escrita para "Cuentistas de hoy" que la edi­torial Claridad publicó en 1929, Arlt decía: "He nacido el 2 de abril del año 1900. He cursado las escuelas primarias hasta tercer grado. Luego me echaron por inútil. Fui alumno de la Escuela de Me­cánica de la Armada. Me echaron por inútil. De los quince a los veinte años practiqué todos los oficios. Me echa­ron por inútil de todas partes. A los veintidós años escribí 'El juguete rabioso', novela. Durante cuatro años fue rechazada por todas las editoriales. Luego encontré un editor inexperto. Jamás será superado el feroz ser­vilismo y la inexorable crueldad de los hombres de este siglo. Creo que a nosotros no ha tocado la horri­ble misión de asistir al crepúsculo de la piedad y que no nos queda otro remedio que escribir deshechos de pena, para no salir a la calle a tirar bombas o a ins­talar prostíbulos. Pero la gente nos agradecería más esto último. El hombre en general me da asco, y tengo como única virtud el no creer en mi posible valor lite­rario sino cinco minutos al día".


Arlt, un hombre ciclotímico, temperamental y nervioso, de ademanes ampulosos y un pronunciar extraño heredado de sus padres (que lo identificó tanto como sus antológicas faltas ortográficas y sintácticas), es el símbolo por excelencia del escritor torturado, autodidacta y genial. La real dimensión de su aporte a la literatura argentina se vio afectada durante mucho tiempo por las polémicas que agitaban la vanguardia porteña de los años veinte, sobre todo aquellas que enfrentaron a los grupos de Florida y Boedo. Aunque mantuvo relaciones con algunos de los escritores adscritos al primero, Arlt no dejó de sufrir el desdén de aquellos jóvenes cultos que se arrogaban para sí los derechos a la tradición y la renovación literarias, fieles representantes de un arte minoritario y europeizado. Ese rechazo lo llevó a ocultar sus lecturas y a alardear de sus deficiencias de estilo y, por consiguiente, se lo relacionó con quienes desde el popular barrio de Boedo defendían un arte comprometido con los problemas del hombre, preferían el cuento y la novela a la poesía, y veían en la literatura una posibilidad de contribuir a la transformación de la sociedad.
Ejemplo de ese rencor almacenado durante años es el prólogo de "Los lanzallamas", que escribió cuando la novela se publicó en 1931:

Con "Los lanzallamas" finaliza la novela de "Los siete locos". Estoy contento de haber tenido la voluntad de traba­jar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obli­gación de la columna cotidiana. Digo esto para estimular a los principiantes en la vo­cación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de pa­pel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, consti­tuye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuan­do se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce "surmenage".No, no y no. Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood" que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titu­lará "El amor brujo" y aparecerá en agosto del año 1932. Y que el futuro diga.



Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias. Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfru­ta tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, en­tre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a al­gunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.Variando, otras personas se escandalizan de la bruta­lidad, con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello pro­venía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de "Ulises", un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino me­dia docena de iniciados.


En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda come­dia que representan en todas las horas de sus días y sus noches. De cualquier manera, como primera providencia he re­suelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables: "El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etcétera, etcétera".

No hubo prácticamente intervalo entre la redacción de la primera parte de la novela, publicada con el título de "Los siete locos", y la segunda, "Los Lanzallamas". La obra se fue componiendo para su im­presión a medida que Arlt la escribía y al reunirse el material suficiente para formar un volumen, apareció en 1929 el primer tomo. Su autor prosiguió trabajando sin descanso durante un año y al siguiente fue editada la última parte. Para indicar la continuidad entre una y otra, acudió a la mejor tradición cervantina hacien­do que uno de los personajes, el Astrólogo, comentase al comienzo de "Los lanzallamas" una frase dicha al final de "Los siete locos" por otro de sus protagonistas, el -con el tiempo- célebre Erdosain. Las dos novelas tomadas en conjunto ofrecen -según su autor- "tres aspectos: uno psicológico, otro policial y otro de fantasía".


Estas perspectivas, algunas ya en vigencia y otras que alcanzaron pleno desarrollo hacia los años cincuenta, se entreveran y coexisten desordenadamente en Arlt, lo que constituyó una verdadera innovación en la literatura argentina. En las páginas de "Los siete locos" y "Los lanzallamas" se habla de la inmoralidad sexual, del desencanto político, de la crueldad del capitalismo, de la mentira y los abusos en el Buenos Aires de los años treinta, un período histórico turbulento generado por el predominio en el gobierno de ciertos grupos militares de tendencias fascistas que terminarían por asentarse en 1945 en su variante atenuada pero fascistoide al fin.
El desprecio por esa sociedad aparece en los personajes arltianos con una gran variedad de matices, que van desde el grotesco y la ironía hasta el egocentrismo y el masoquismo, pasando por el expresionismo y el nihilismo. En ese sentido, su ficción es "una máquina utópica -señala el escritor Ricardo Piglia (1941) en "Roberto Arlt, una crítica de la economía literaria"-, pues pone de manifiesto los mecanismos paranoicos de la política y revela todo lo que ésta posee de confabulación". En el mismo ensayo, Piglia afirma que "Arlt lisa y llanamente inaugura la novela moderna argentina. Porque tiene una decisión estilística nueva, quiebra con el lenguaje de ese momento. Es el primer novelista argentino, y el mayor, por donde se lo mire".


A pesar de los muchos exégetas de su obra que hacen incapié en su desordenada formación de autodidacta y su falta de método para organizar su investigación en busca de una concepción estética o ideológica, para otros como Abelardo Castillo (1935) Arlt fue, para por lo menos las dos últimas generaciones de escritores argentinos, "un hombre que obligó a redefinir las bases de la literatura nacional. Desde el punto de vista temático y lingüístico, pero sobre todo en la relación entre el artista y su época". En palabras del crítico literario Noé Jitrik (1928): "Después de Arlt, es imposible desentenderse de lo que a uno le toca en relación con lo que describe. Hacer eso sería traicionar finalmente la tarea, y por cierto desvirtuar lo que se quiere decir".

Entremeses literarios (LVIII)

RITMO
Charles Chaplin
Inglaterra (1889-1977)

Tan sólo el alba se movía en la quietud de aquel pequeño patio de prisión española -un alba anunciadora de muerte- mientras aquel joven gubernamental se erguía frente a un piquete de ejecución. Los preliminares habían terminado. El grupito de las autoridades se había situado a un lado para asistir a la ejecución y ahora la escena se cuajaba en un penoso silencio. Desde el primero hasta el último, los rebeldes ha­bían conservado la esperanza de que su Estado Mayor enviaría la orden de sobreseer la ejecución, pues el condenado era un adversario de su causa, pero había sido popular en España. Era un brillante escritor humorístico que había sabido regocijar ampliamente a sus compatriotas. El oficial que mandaba el piquete de ejecución lo conocía personalmente. Eran amigos antes de la guerra civil. Juntos habían obtenido sus títulos en la Universidad de Madrid. Juntos habían luchado para derribar la monarquía y el poder de la Iglesia. Jun­tos habían bebido, habían pasado noches enteras en las mesas de los cafés, reído, bromeado y dedicado largas veladas a discusiones de orden metafísico. De cuando en cuando, se habían peleado por culpa de los diversos modos de gobierno. Sus divergencias de cri­terio eran entonces amistosas; pero por fin, habían provocado la desdicha y el trastorno de toda España. Y ahora habían llevado a su amigo ante un piquete de eje­cución. Pero, ¿para qué evocar el pasado? ¿Para qué ra­zonar? Desde la Guerra Civil, ¿para qué servía el razonamiento? En el silencio del patio de la cárcel, todas aquellas preguntas se agolpaban, febriles, en la mente del oficial. No. Había que hacer tabla rasa del pasado. Sólo contaba el porvenir. ¿El porvenir? Un mundo que le privaría de muchos antiguos amigos. Aquella mañana era la primera vez que habían vuelto a encontrarse desde la guerra. No habían di­cho nada. Habían cambiado solamente una sonrisa mientras se preparaban a entrar en el patio de la prisión. El trágico alborear dibujaba unas rayas platea­das y rojas en el muro de la cárcel y todo respiraba una quietud, un descanso cuyo ritmo se unía al so­siego del patio, un ritmo de latidos silenciosos como los de un corazón. En aquel silencio, la voz del ofi­cial que mandaba el pelotón retumbó contra los muros de la cárcel: "¡Firmes!". Al oír esta orden, seis subordinados apretaron sus fusiles y se irguieron: la unidad de su movimiento fue seguida de una pausa en cuyo transcurso hubie­ra debido de darse la segunda orden. Pero algo sucedió durante aquel intervalo, algo que vino a quebrar aquel ritmo. El condenado tosió, se aclaró la garganta, y aquella interrupción trastro­có el encadenarse de los acontecimientos. El oficial se volvió hacia el prisionero. Espera oírle hablar. Pero ni una palabra vino de él. Enton­ces, volviéndose de nuevo hacia sus hombres, se dis­puso a dar la orden siguiente. Pero una repentina rebeldía se adueñó de su espíritu: una amnesia psí­quica que convirtió su cerebro en un espacio vacío. Aturdido, permaneció mudo ante sus hombres. ¿Qué sucedía ? Aquella escena del patio de la cárcel no signi­ficaba nada. No vio ya, objetivamente, más que un hombre, de espaldas contra el muro, frente a otros seis hombres. Y aquellos otros de allí al lado, ¡qué aire tan estúpido tenían y cómo se parecían a unos relojes cuyo tic-tac se hubiera detenido de repente! Nadie se movía. Nada tenía sentido. Había allí algo anormal. Todo aquello no era más que un sueño y el oficial debía evadirse de él. Oscuramente, le volvió poco a poco la memoria. ¿Desde cuándo estaba él allí? ¿Qué había sucedido? ¡Ah, sí! El había dado una orden. Pero... ¿cuál era la orden siguiente? Después de "¡firmes!", venía "¡carguen!"; luego "¡apunten!" y, por fin, "¡fuego!". En su inconciencia, conservaba una vaga idea de ello. Pero las palabras que debía pronunciar parecían lejanas, vagas y aje­nas a él mismo. En su azoramiento gritó de un modo incoherente, con una confusión de palabras carentes de sentido. Pero quedó aliviado al ver que sus hombres cargaban las armas. El ritmo de su movimiento reanimó el ritmo de su cerebro. Y volvió a gritar. Los hombres apuntaron. Pero durante la pausa que siguió, unos pasos apresurados se dejaron oír en el patio de la prisión. El oficial lo sabía: era el indulto. Recobró inmedia­tamente la conciencia.
- ¡Alto! -gritó frenéticamente al piquete de eje­cución.
Pero seis hombres tenían un fusil. Seis hombres fueron arrastrados por el ritmo, y seis hombres, al oír el grito de "¡alto!" dispararon.



TOPOS
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema. En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados. Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical. Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.


FUGA
Santiago Pedro Ruiz
Argentina (1937)

Nuestro amor nació romántico como un nocturno de Chopin. Lue­go fue sinfonía, desde aquella noche, cuando salí de tu casa con el velo del misterio en la punta de los dedos. Hoy me abandonaste. ¿Por qué? ¿De quién habrá de ser tu risa y tu perfume? Solamente me has dejado tu recuerdo y el enigma inexorable de ausencia. Y este frío que sube por mis manos cuando acaricio tu cuerpo.


EL DERECHO A PICOTEAR
Daniel Pennac
Francia (1944)

Yo picoteo, tú picoteas, dejémoslos picotear. Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo en cualquier parte y meternos en él por un momento porque sólo disponemos de ese momen­to. Ciertos libros se prestan al picoteo mejor que otros porque están compuestos de textos cortos y separados: las obras completas de Alfonso Alláis o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los "Papiers collés" de George Perros, el buen viejo La Rochefoucauld, y la mayor parte de los poetas... Dicho esto, se puede abrir a Proust, a Shakes­peare o la "Correspondencia" de Raymond Chandler por cualquier parte y picotear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de resultar decepcionados. Cuando no se tiene el tiempo ni los medios para tomarse una semana en Venecia, ¿por qué rehusar­se el derecho de pasar allí cinco minutos?


EL JUEGO DE LAS SIMULACIONES
Diego Muñoz Valenzuela
Chile (1956)

Sale de su casa el sábado al mediodía en su auto. Los cambios pasan con dificultad y reniega cada vez que la palanca se atasca. La dirección está dura y maldice a cada vuelta. Hace calor y se enjuga el sudor con un pañuelo cada vez que las gotas comienzan a deslizarse por su rostro. Pero no abre la ventana para que no vayan a creer los demás que su coche no tiene aire acondicionado. En una esquina congestionada saca el celular de la guantera y hace como que disca un número. Gesticula, discute, simula que escucha, contesta airado, ríe. Piensa que el juguete es una imitación perfecta. Lo deben estar mirando con admiración, mientras cierra negocios a distancia con Hong-Kong. En el supermercado se pasea ostentando un carro que llena de "delicatesses": whisky, vino del mejor, quesos finos, paté francés, filete, frutas exóticas, bombones. Se encuentra con amigos, habla de sus éxitos y escucha los de ellos. Se acerca cauteloso a las promotoras, mirando hacia otra parte, hasta que está cerca y con toda dignidad prueba el producto, disimulando su avidez. Sigue saludando, recibe nuevas llamadas, sonríe, quiere mostrarse feliz, no vaya a ser que los demás piensen que sufre o que es un fracasado. No vaya a ser que los demás piensen ya que no tiene alma.


CENTAURO
Orlando Van Bredam
Argentina (1952)

Si para un hombre cualquiera la vida está llena de obstáculos y contrariedades, qué decir para un centauro como yo. ¿Qué soy al final? ¿Hombre o caballo? ¿Una burla de los dioses? Con mi amigo Omega hemos decidido huir del Olimpo, visitar esta tierra de los mortales, confundirnos con los animales, las plantas y la gente. En la ciudad es imposible. Todos se ríen de nosotros. Los momentos más tristes llegan en primavera con la excitación de la sangre. Somos todavía muy jóvenes, casi adolescentes. En este instante, por ejemplo, en esta llanura que nos insulta con tanta belleza nueva, hemos descubierto dos yeguas pastando y ahí nomás, en una breve laguna, dos muchachas se bañan alegres y desnudas. Nuestros ojos van de un lado al otro. La primavera nos acosa.
- ¿Y ahora qué hacemos? -me pregunta Omega.
- No nos podemos pasar la vida dudando -le respondo-, habrá que tomar una decisión.
- Claro que sí -dice Omega. Y arremetemos.



TRAMOS DE LA CARRETERA 197
Vladimir Kultyguin
Rusia (1988)

Una mujer preguntó gritando:
- ¿Por qué hace tanto calor?
Se veía que estaba enfadada con el autobús y preocupada. De verdad, el autobús, que iba muy rápido, como si no existieran para su conductor las reglas de tránsito, se hizo rojo vivo; los asientos comenzaban a arder y el sudor se convertía en vapor instantáneamente. Al gritar la mujer, todos los pasajeros lamentaron haber escogido este autobús; se habían quitado los sacos, las chaquetas y toda la demás ropa que podía conservar o producir calor, y ahora se sentían como si estuvieran en un verano como el de Sevilla. Sólo un chico del último asiento, no gritaba ni trataba de acercarse al conductor ni abrir las ventanas; todos los que se atrevían quedaban con la mano quemada gravemente; este chico sólo se salvó gracias a que se deshizo la parte trasera del autobús y se halló en el medio de la carretera, mientras el conductor cruzaba, con los pasajeros, la frontera del infierno.


DISOLUCION DEL IDOLO EN LA MULTITUD
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Con un jadeo que lo mismo podía ser de cólera que de admiración la muchedumbre lo rodeó. El vio cómo le arrancaban el pañuelo, el sombrero, el alfiler de cor­bata, la corbata, los guantes, la chaqueta, los pantalones. Después perdió, en el tumulto, los zapatos, las medias, la ropa interior. Después vio, lejos, su pelo rubio. Des­pués vio, todavía más lejos, su mano izquierda que se agitaba y le hacía un ademán desesperado. Después vio en el suelo, pisoteada por el gentío, su boca llena de sangre y de dientes rotos. Por fin, alcanzó a ver, durante la fracción de un segundo, sus ojos que saltaban y re­botaban en medio de un remolino de brazos. Y después ya no vio más, no sintió más.


DE JACQUES
Eliseo Diego
Cuba (1920-1994)

Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencio se le escucha rasgarlo. Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas. Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.
- ¿Este?
- Sí, ese -dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.



UN CIERTO RIESGO
Antonio Cebrián

España (1965)

- Y bien, ¿qué creéis que pasará cuando pulsemos el botón y la máquina transporte esa silla un segundo hacia atrás en el tiempo? -dijo el primero de los científicos a sus colegas.
- Bueno... Podemos elucubrar cuanto queramos. Por ejemplo, se me ocurre que, como la máquina va a proyectar hacia atrás todo el espacio circundante, incluyendo donde está ella misma; cuando se produzca, lo que será proyectado es una máquina del tiempo funcionando que en ese momento está proyectando hacia atrás... Por lo tanto esta máquina proyectará otra máquina un segundo atrás y ésta proyectará otra hasta un segundo antes y así sucesivamente... Debido a la corrección del desplazamiento planetario que hemos introducido, el resultado será varios objetos superpuestos casi en el mismo sitio. Materia ultracompacta con núcleos atómicos demasiado próximos. La interacción fuerte hará que los núcleos cercanos se fusionen formando elementos químicos inverosímiles con miles de protones y neutrones en sus núcleos. Estas fusiones provocarán un desprendimiento energético colosal; una explosión nuclear hasta ahora desconocida. Podría formarse una estrella aquí mismo, aunque también es posible que la presencia de partículas sea tan grande que se forme un agujero negro...
- Yo diría más -intervino el tercer científico-. La proyección hacia atrás recursiva de la máquina atravesará toda la historia conocida -y desconocida- y alcanzará los albores del Universo. Cuando la masa de la silla se incruste en los estadios iniciales del Big Bang, provocará un desequilibrio, una falta de homogeneidad que hará irregular la explosión, redistribuyendo la masa y la energía de forma radical. Millones de galaxias dejarán de existir y otras nuevas aparecerán, puede que varíen las cantidades de materia y antimateria presentes en el Universo e incluso puede que cambien las propias leyes físicas que conocemos...
- ¡Bah! Siempre habéis sido unos tremendistas asustadizos -dijo el primer científico.
Y pulsó el botón.

29 de mayo de 2009

Jorge Amado: "Yo no creo en nada, pero respeto todas las religio­nes, todas las creencias, sobre todo las del pueblo"

Jorge Amado (1912-2001) fue un novelista brasileño, cuyas obras están basadas en la vida de su estado natal, Bahía, donde nació y creció en medio de la humildad y la rudeza de las plantaciones de cacao. A los dieciséis años escapó del colegio reli­gioso donde estudiaba para trabajar de cadete y después de redactor en un diario. "O pais do carnaval" (El país del Carnaval), escrito a los diecinueve años, marcó su destino de narrador de los avatares de la población más humillada del Brasil y, al mismo tiempo, de la más alegre y llena de esperanzas. Militante del Partido Comunista, participó en las luchas políticas de su país y fue encarcelado varias veces. Empezó a publicar en la década del '30 y en sus textos denunció, por una parte, el dolor y la pobreza y, por otra, la ironía, la fiesta y la alegría como herramientas populares de protesta. Absolutamente realista, mostró un profundo análisis psicológico en sus novelas que reflejaron su compromiso político al denunciar las injusticias sociales. De esa época son sus novelas "Cacau" (Cacao), "Suor" (Sudor), "Mar morto" (Mar muerto) y "Capitáes de areia" (Capitanes de la arena). En 1937 sus libros fueron quemados en la Plaza Pública de Bahía por la policía del Estado Nuevo Brasileño, y después de estar recluido tres años en una cárcel de Río de Janeiro, se exilió en la Argentina. Tras su regreso -que le valió un nuevo arresto- abandonó su país para residir en Portugal, Italia, Francia, Rusia y Checoslovaquia. Allí escribió allí los tres volúmenes de ensayos titulados "Os subterráneos da liberdade" (Los subterráneos de la libertad). De vuelta en Brasil, publicó en 1958 "Gabriela, cravo e canela" (Gabriela, clavo y canela), que fue recibida como la creación de uno de los más bellos símbolos literarios de la narrativa brasileña y le significó su consagración definitiva como novelista. En 1961 fue elegido miembro de la Academia Brasileña de las Letras. Otras obras suyas son "Terras do Sem-Fim" (Tierra del sinfín), "Os velhos marineros" (Viejos marineros), "Os pastores da noite" (Los pastores de la noche), "Dona Flor e seus dois maridos" (Doña Flor y sus dos maridos), "Tenda dos milagres" (Tienda de los milagros), "Teresa Batista, cansada de guerra", "Tieta do Agreste" (Tieta de Agreste) y "A descoberta da América pelos Turcos" (De cómo los turcos descubrieron América). En junio de 1996, estando de visita en Italia, fue invitado al programa televisivo "Storie" que en el canal 2 de la RAI dirigía el periodista Gianni Miná (1938). La transcripción de la entrevista que se le efectuó en esa oportunidad es lo que sigue a continuación.Usted dijo: "No soy un intelectual, sino alguien que sabe algo de la vida". Una vez un crítico lo definió como novelista de prostitutas y vagabundos. ¿Se reconoce en ese retrato?

Me reconozco perfectamente, porque mi literatura siempre ha hablado de los marginados, de quie­nes son abandonados por todos, y por lo tanto, entre ellos, las prostitutas y los vagabundos.

¿Una vocación o una toma de conciencia?

No lo sé. Sin vocación no se puede escribir; pero es la toma de conciencia la que dicta el tema y el desarrollo de la literatura de un autor.

Otros dijeron: "La literatura de Amado es sexo y comida".

No es sólo eso, por más que en la vida tanto el sexo como la comida sean esenciales; pero hay muchos otros aspectos importantes.

¿Y cuáles son, para usted?

La dificultad de vivir y la lucha por poder vivir. En mi literatura creo que son elementos muy presentes: lo difí­cil que resulta vivir en Brasil y cómo se lucha para salir de esas condiciones.

¿Usted dónde nació?

En una plantación de cacao cerca de la actual Tirangi.

¿Su familia se ocupaba de la producción de cacao?

Mi familia vivía en una pequeña fazenda de pro­piedad de mi padre. Pero cuando yo tenía catorce años, el río que bordeaba nuestra propiedad se desbordó y destruyó todo. Mi padre y mi madre se mudaron a Ilheus, donde pasaron muchos años. Allí hacían tamangos, o sea, un calzado con base de madera y una cubierta de cuero. Vivieron en la po­breza.

El tema de la pobreza está muy presente en sus escritos. ¿Es porque usted la vivió en su piel?

La vida era muy difícil y yo veía la pobreza de la gente que vivía a mi alrededor.

De una entrevista televisiva de Carlo Mazzarella realizada en 1978, en la que usted cuenta "qué es un escri­tor brasileño o latinoamericano", surge el compromiso de los intelectuales de ese continente, y en particular el suyo propio, respecto de los problemas de la gente. El mismo compromiso no se capta, por el contrario, en muchos inte­lectuales europeos encerrados en una especie de torre de marfil.

En Europa la literatura discute ideas; en América Latina, hechos. La literatura europea ha alcanzado, de algún modo, un nivel distinto y discute de cosas que muchas veces no tienen relación con la vida cotidiana. Nosotros hablarnos de la vida, porque la vida es tan pobre y mezquina que obliga al escritor a observarla.

Usted dijo una vez: "No sé si soy un blanco bahiano o un negro mulato portugués". ¿Por qué?

En Brasil lo que predomina es la mezcla de razas, de culturas, de religiones. Por lo tanto, un hombre de piel blanca puede tener sangre negra o sangre indígena, mientras que un hombre de piel negra puede tener sangre blan­ca; más aún, así es, con seguridad. Es difícil encontrar un brasileño que no tenga sangre mestiza, a menos que sea un hijo de inmigrantes, de primera generación.

Creo firmemente que la certeza de un origen mestizo está en la raíz de los libros que usted escribe, como puede notarse también en algunas imágenes de la película "Doña Flor y sus dos maridos", basada en su libro de 1967, en el cual, entre otras cosas, se adivina un Jorge Amado más maduro. ¿Cuál era la fuente de inspiración de sus primeros libros, como "El país del carnaval" o "Cacao"?

Mis primeros libros tienen una vena política muy evidente; pero en literatura la impronta política no debería ser muy fuerte. Al principio eso yo no lo entendía, era joven. No intuía que mi voluntad de cambiar las cosas tenía que ser más acción que discurso, y que eligiendo un determina­do lenguaje agotaba el todo en un puro discurso ideológico que no tenía razón de ser.

¡Pero sus primeros libros también eran buenos!

Hay cosas interesantes, es cierto.

¿Usted fue muy influenciado por Luis Car­los Prestes, fundador del Partido Comunista brasileño?

Prestes no fundó el PCB, pero sin dudas fue un hombre muy importante en Brasil. Se puede estar de acuer­do con él, o no tanto, pero no se puede negar su importancia en la vida del país.

¿A qué se refiere en particular?

El hizo la famosa marcha de la Columna Prestes, y recorrió el interior del Brasil durante tres años. Fue él quien reveló cuál era el verdadero Brasil brasileño.

Fue una toma de conciencia.

¡Sin duda!

¿Y todo eso tuvo influencia sobre algunos de sus libros, como "Sudor", "Mar muerto"?

Sí, hay alguna influencia de un pensamiento polí­tico en mis libros. En "Sudor", por ejemplo, hablo de la vida del pueblo miserable y triste, pueblo, sin embargo, que no se conforma con esa realidad y trata de modificarla. Pero una influencia política fuerte no debe estar presente en los libros, ya es suficiente la realidad para que se comprenda que debe haber un cambio.

Hace sesenta años usted escribía uno de sus libros, una de sus obras maestras, "Capitanes de la are­na", un libro premonitorio que hablaba de los niños de la calle. ¿Cómo le vino la idea de escribir un libro sobre esos niños?

Simplemente porque era una realidad que ya es­taba presente entonces, aunque en una medida menor. "Capitanes de la arena" es un libro de 1937. ¿Cuántos niños eran abandonados en Bahía en ese momento? ¿Doscientos, trescientos? En todo el Brasil, ¿dos mil? ¡Hoy hay once mi­llones de niños abandonados! ¿Se da cuenta de cuánto cre­ció numéricamente el problema desde el momento en que yo escribí el libro y cuántos problemas se sumaron a lo largo de los años? La droga entonces no existía; hoy está, y marca a estos chicos de un modo violento, profundo. Yo verdadera­mente no sé qué se puede hacer para intentar frenar un fe­nómeno tan grande.

Brasil es el sexto país productor de alimentos del mundo, en un ochenta por ciento por las condiciones de vida de la gente. ¿Qué fue lo que engendró una tragedia semejante? ¿La economía neoliberal?

En Brasil los bienes materiales pertenecen a una minoría; la mayor parte del pueblo vive en condiciones terribles, inimaginables.

Cuando Carlo Mazzarella fue a su casa, usted lo llevó al mercado, diciéndole que el mercado era una de sus mayores fuentes de inspiración. Le dijo: "En el mercado se pueden sentir los olores, los aromas, los sabores de la cocina africana. Y, como en Africa, también aquí el mercado es un punto de encuentro, una especie de plaza, de ágora, el pretexto para festejar y exhibir los talentos pro­pios. Nuestra música nace de la influencia negra, portu­guesa e italiana. El más grande compositor de Bahía es un mulato, tiene sangre negra e italiana". Mazzarella, durante esa misma entrevista, le pregun­tó si en Brasil existía algún problema racial y usted le res­pondió que los brasileños son un pueblo mestizo, que deri­va del cruce de distintas raíces y culturas. Sin embargo, negar la existencia de un prejuicio racial era imposible, por eso usted agregó: "No existe una filosofía de vida ra­cista simplemente porque una de las características prin­cipales de Bahía es la sensualidad, y la sensualidad es enemiga del racismo". ¿Es cierto? ¿La sensualidad es enemi­ga del racismo?

¡Sí! Vea, los portugueses son extremadamente sen­suales y eso llevó a superar en parte algunos de los prejui­cios raciales. Yo estoy absolutamente convencido de eso.

Usted ha dicho: "Mi primer amor fue una puta que ejercía la profesión en el pasaje de María Paz, en 1927". ¿Se puede hablar de amor?

Sí, el amor es seguramente una de las cosas más importantes que hay en la vida. El amor por una prostituta de Bahía, el amor de un joven que empieza su vida, el amor de un viejo por su esposa, sus afectos. Creo que lo que es verdaderamente importante en la vida es el amor, y es lo que nos da alegría, conciencia de la vida.

¿El amor no debe tener ningún moralismo?

¡El amor no tiene moralismos!

¿Cuál es el amor que mantiene vivo a Brasil? ¿La religión animista, la música, su esencia indomable?

La música brasileña es una riqueza inmensa. So­bre todo es la raza africana la que le da el ritmo, y es lo mismo que se siente en la música brasileña, que se ve en los bailes brasileños, en el modo de caminar, en el movimiento de las caderas de una brasileña vista en la calle. Se percibe inmediatamente la presencia de Africa. Nosotros somos fruto de la mezcla entre el blanco con el indio, el negro; pero yo siempre digo que nuestro ombligo es Africa, porque es Afri­ca la que nos marcó más profundamente.

Mazzarella, intelectual y viajero curioso, durante su viaje a Brasil, además de entrevistarlo a usted le prestó mucha atención -lo testimonian varios documentales- a una de las expresiones musicales más características de Bahía, el candomblé, así definido por él: "un verdadero ri­tual africano, proveniente del Congo y de Angola, expre­sión y síntesis de fetichismo, de espiritismo, de tradición negra insertada en creencias católicas". ¿Usted cree en el candomblé?

Yo no creo en nada, pero respeto todas las religio­nes, todas las creencias, sobre todo las del pueblo. El candomblé es una tradición que viene de la esclavitud, de las casas de negros, que luchaban por los valores traídos desde Africa, y por eso eran perseguidos. Luchaban para que esos valores pudieran llegar hasta nosotros, y yo no puedo más que tener un infinito respeto por quienes lograron mantener las fuentes de su propia cultura haciéndola llegar hasta nosotros. El candomblé es una fiesta bellísima de baile y canto. En el candomblé el hombre se siente cerca de Dios, tiene casi una intimidad con Dios en el círculo de la danza.

Inmediatamente después de haber escrito un libro dedicado a Carlos Prestes, usted militó en el Partido Comunista y fue también elegido diputado, junto a Carlos Marighella, el líder de la resistencia durante la dictadura, muerto después en 1969. ¿Cómo recuerda esos años en el Parlamento?

Eramos diecisiete diputados comunistas. Era la primera vez que los comunistas se sentaban en el Congreso. Creo que trabajamos bien. Marighella era nuestro jefe, una persona maravillosa y un hombre lleno de alegría, de vida. A los dieciséis años lo habían encarcelado y a partir de allí había pasado diez años en la cárcel. Y sin embargo tenía un amor inmenso por la vida y un afecto, una comprensión igual­mente grande por las personas. Siento nostalgia por él to­dos los días.

Y él, ¿por qué se transformó, llegado un cierto momento, en el enemigo público número uno del Brasil, con la dictadura que quería darle caza y lo mató cuando tenía tan sólo cincuenta años?

Porque luchaba contra el régimen y era un hombre de un gran coraje. Intentó hacer una cosa imposible, destruir la dictadura; y lo mataron, fue asesinado a sangre fría.

En una entrevista anterior usted me dijo: "Yo conozco todo mi país porque una vez me detuvieron en el sur y me llevaron a Río en tren, y otra me agarraron en el Norte y me hicieron atravesar el país en bote. Fue una gran suerte". Usted de las cosas ve siempre el lado feliz.

Sí, así es, tendríamos que tomar en cuenta siem­pre el lado positivo de la vida. Yo fui arrestado muchas ve­ces, pero nunca fui un preso triste, desgraciado. Claro que no estaba contento o lleno de vida; era un preso que sabía aprovechar la situación para aprender de las cosas. Y ade­más nunca protesté porque me detenían. Yo luchaba contra ellos y era normal que ellos lucharan en mi contra.

¿Todo esto sucedía en los años treinta?

Treinta, cuarenta. La primera vez que me detuvie­ron fue en 1936, creo. Pasé cuatro meses en la cárcel en Río.

¿Por qué motivo?

Porque la dictadura se estaba afirmando, estaba subiendo al poder. Brasil estaba en guerra con su pueblo y nosotros luchábamos contra eso; por eso me detuvieron.

Usted también fue obligado a un exilio forzado a Europa, donde profundizó sus relaciones con Picasso, Sartre, Simone de Beauvoir, Ungaretti, Primo Levi, Pratolini y otros. Fueron años de melancolía y espera. ¿Le costó de­jar en 1946 su Brasil, escapar, buscar otra patria, venir a Europa esperando encontrar una libertad que después no encontró?

Tenía dos posibilidades: quedarme en Brasil e ir a la cárcel, o dejar Brasil para luchar contra la dictadura. Elegí irme del Brasil cuando salí de la cárcel.

¿Quién era el dictador entonces?

Getulio Vargas.

Vino a Italia y su mujer cuenta que usted esperaba que ganara el Frente Popular y quedó muy desilusionado cuando, después de llegar a Portugal, leyó en un diario que no había ganado la izquierda.

La izquierda italiana en ese entonces estaba convencida de que iba a subir al poder; y yo vine a Italia para asistir a ese acontecimiento. Cuando Togliatti en la redaccción de "L'Unitá", antes de que se dieran los resultados, anunció que la izquierda estaba perdiendo nos quedamos todos muy desilusionados. Recién hoy, después de cincuenta años, la centroizquierda subió al poder en Italia.

Cambió, sin embargo, la realidad, y también el comunismo.

¡Cambió la realidad, cambió la izquierda, la derecha, todo cambió!

¿Quiénes eran sus amigos en Italia en ese entonces?

Tenía muchos amigos, pero le ruego que no me pregunte sus nombres porque la memoria muchas veces me traiciona. Podría citar algunos nombres que recuerdo ahora y olvidar los de otros queridísimos con los que sigo manteniendo relaciones a lo largo de estos años. La mayor parte de ellos, sin embargo, hoy está muerta. De todos modos Italia es un país al que visité y visito siempre con una gran alegría.

Usted también vivió la experiencia del fracaso, llamémoslo así, de la utopía comunista. Junto con otros intelectuales, prófugos de otras dictaduras, estaba en 1951 en Moscú en plena época estalinista.

Eramos estalinistas convencidos. Para nosotros Stalin era una especie de padre, aquel que había ganado la guerra salvando al mundo del nazismo. Entonces no enten­díamos que era un dictador exactamente como Hitler. Cuan­do murió Stalin yo estaba en Buenos Aires. Lloré como si hubiese muerto mi padre. La comprensión de las cosas se da lentamente.

Pero si ahora el comunismo ha fracasado, así como el capitalismo no parece haber dado las respuestas esperadas a muchos problemas, incluso creando nuevos, ¿qué esperanza hay para la gente, para la humanidad?

Creo que tenemos que pensar en un socialismo democrático. No puede haber socialismo si no hay democra­cia. De hecho volveríamos a caer en la dictadura si no se respetara esa condición, justamente como sucedió en la Unión Soviética. Los llamados países del "socialismo real" fueron dictaduras, no democracias. Ahí está por qué no se puede pensar en el socialismo escindido de la democracia. No es fácil, pero nosotros estamos aquí para tratar de supe­rar el pasado.

La dictadura fue una enfermedad brasileña que, además de usted, tocó a muchas otras personas, como por ejemplo a Chico Buarque, un conocido cantante brasileño que en 1969 vino exiliado a Italia con su mujer Marieta.

También su padre, Sergio Buarque, que fue un gran historiador, un gran pensador que escribió verdades absolutas, definitivas sobre Brasil. Creo que Chico es verda­deramente su heredero, que continúa con su maravillosa música la obra de su padre.

Aquellos brasileños exiliados en Italia se reunían en un restaurante llamado "Il Moro", donde se encontraban con el poeta italiano Ungaretti. En una de esas oportuni­dades le hice una entrevista a Chico y le pregunté cómo era que sus canciones podían crear tanta incomodidad en Brasil. Me respondió serenamente como Vinicius de Moraes, recordándome que siempre es necesario tener en cuenta la estupidez de los hombres. ¿Y usted dónde estaba en esos años en que Buarque y los demás estaban exiliados en Ita­lia y en Inglaterra? Eran los años entre 1967 y 1969.

Estaba en Brasil.

¿Su fama de escritor ya era tanta como para constituir una defensa para su integridad personal?

Se puede decir que mi detención hubiera provocado reacciones internacionales. Tampoco Niemeyer, el gran arquitecto comunista, nunca fue arrestado por el mismo motivo. Vivíamos un poco aislados, pero no éramos deteni­dos por miedo a repercusiones a nivel mundial.

Hay un período muy fecundo suyo, desde 1961 en adelante, en el que escribió "Los viejos marineros", "Los pastores de la noche", "Tienda de los milagros" y mu­chos otros libros. ¿Qué había pasado en esos años, qué había dentro suyo para que encontrara esta gran ri­queza de escritura?

Creo que, como ya dije, me di cuenta de que la literatura debía ser contada como acción y no tenía que ser un discurso de tipo ideológico. Cuando entendí esto, tam­bién me di cuenta de que en los primeros libros, los que había escrito antes, había un discurso que no era necesario y traté de eliminarlo. Así nació antes que nada "Gabriela, clavo y canela", que tuvo más éxito que todos mis libros anteriores porque no había más un discurso ideológico y contaba la vida.

Ahora querría preguntarle algo a propósito del carnaval. Usted dice que el carnaval no es un ejemplo del opio de los pueblos, sino una expresión de libertad y de una gran capacidad de supervivencia del pueblo. ¿Usted puede decirme por qué, según su opinión, en Italia hay muchos prejuicios hacia todo esto?

El carnaval es la expresión de la cultura popular, una fiesta que expresa las ansias de libertad, expresa la alegría. Vea, el brasileño lleva una vida muy pobre, mezquina y, a pesar de todo, canta y baila siempre. El brasileño tiene una felicidad interna que va más allá de la miseria. Es la alegría la que le da la capacidad de conservar esta felicidad interior.

¿Y por qué mucha de la "intelligentsia" europea leyó todo esto como un condicionamiento ejercido por el poder?

No hay ninguna dictadura que pueda apoderarse del carnaval, es una fiesta espontánea y sólo el pueblo puede hacerlo.

¿Es cierto que en el período de la dictadura hubo durante el carnaval mensajes subversivos transmitidos por las mismas escolas de samba?

No lo sé, es posible que hayan aprovechado el carnaval para hacerlo, pero yo no lo supe.

¿Vinicius de Moraes fue un gran amigo suyo?

Sí. desde los tiempos de la universidad; y fuimos amigos toda la vida. Vinicius era un hombre excepcional, una criatura llena de ternura humana, de amor. Lo quise mucho.

En un Brasil capaz de expresar toda esa rique­za intelectual, ¿por qué -como usted me dijo una vez- los niños han perdido la inocencia, por qué se da la des­composición de la que habla el sociólogo Betinho, "la per­versión de la sociedad brasileña"? ¿A qué se debe?

Creo que se debe a la droga, pero sobre todo a la indiferencia del gobierno respecto de este problema. Sin embargo, a pesar de esto, yo creo que el pueblo es más fuer­te que esa miseria, que esa tristeza, que esa agonía. Creo que ganaremos esta lucha.

Una gran responsabilidad debe atribuírsele -desgraciadamente- también a las naciones europeas, que se hicieron responsables del saqueo del Brasil, como lo demuestran varios documentales, entre los cuales está uno que fue exhibido por un amigo de Chico Mendes, que vino a un programa televisivo nuestro y nos habló de qué significa robar, saquear el Amazonas, que es el mayor ban­co genético, la última memoria verde no sólo del Brasil, sino de todo el mundo y, como tal, debe ser protegida y no violentada por puros intereses de carácter económico. ¡Es increíble que una riqueza semejante pueda ser desintegrada! ¿Hay un mensaje que Jorge Amado, que es un brasile­ño que ha vivido tanto, pueda dar al final de este relato de su historia de hombre?

Yo creo que el mensaje es que debemos salvar a Brasil, tenemos que modificar las condiciones del poder para que realmente se preocupe por los problemas de la gente. El verdadero interés para nosotros es resolverlos y no seguir con enfrentamientos demagógicos para engañar a los demás. Nosotros, los brasileños, tenemos una gran responsabilidad con respecto a nuestro país y somos nosotros los que tene­mos que tratar de hacer que se transforme en un gran país.

Pero los modelos de desarrollo del Banco Mun­dial, del Fondo Monetario Internacional matarán a Brasil, le impedirán sobrevivir. Quizás una voz como la suya, capaz de recordar que todas esas recetas son mercadería envenenada, son modelos sin esperanza, podría ser una ayuda valiosa.

Son modelos sin esperanza. Y lo repito, es a noso­tros, los brasileños, a quienes nos toca la tarea de resolver los problemas del Brasil. Nosotros somos los responsables de nuestra existencia, no esos que están en el extranjero que, entre otras cosas, más que salvar, quieren conquistar el Ama­zonas, apoderarse de la selva y esclavizar a la gente que vive en ella. Nosotros somos los responsables y, dejando de lado el tiempo que tengamos que emplear, somos nosotros los
que debemos cumplir este trabajo. ¡Es un deber nuestro!

Soy un gran admirador suyo y espero que un día gane el Nobel de Literatura. ¿No lo espera más?

¡No lo esperé nunca!

¿No escribe para la gloria?

Yo escribo para mis lectores, para los que encuentran una respuesta a sus emociones en mis libros. El premio es una cosa totalmente secundaria, sin ninguna impor­tancia para un escritor. Yo no pierdo ni un minuto de mi tiempo en pensar en eso.

28 de mayo de 2009

Los sorprendentes sueños de Graham Greene

Graham Greene (1904-1991) fue un prolífico novelista inglés. Cursó estudios en Oxford y se inició en el perio­dismo trabajando como redactor en "The Times", entre 1926 y 1930, y como director de la sección literaria del "Spectator", entre 1935 y 1941. Convertido al catoli­cismo en 1926, la problemática religiosa configuró significativamente sus más conocidas novelas. Su ingreso en el Foreign Office en 1941 le proporcionó amplias posibilidades de viajar y de reunir materiales y experien­cias para sus obras. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en Sierra Leona para el Ministerio de Asuntos Exteriores, y en 1954 marchó a Indochina como corresponsal.
La tensión social generada por la opresión política y la violencia recíproca entre los hombres, marca la temática predo­minante de su producción literaria. Entre sus novelas figuran: "Stamboul train" (El tren de Estam­bul), "The confidential agent" (El agente confidencial), "The power and the glory" (El poder y la gloria), "The heart of the matter" (El revés de la trama), "The third man" (El tercer hombre), "The end of the affair" (El fin de la aventura), "The quiet american" (El americano impasible), "Our man in Havana" (Nuestro hombre en La Ha­bana), "The comedians" (Los comediantes), "Travels with my aunt" (Viajes con mi tía), "The honorary consul" (El cónsul hono­rario) y "The human factor" (El factor hu­mano). También fue autor de colecciones de cuentos, obras teatrales, guiones cinematográficos y ensayos.
Durante muchos años, Greene tuvo la costumbre de anotar sus sueños en una libreta que guardaba en su mesa de luz. Poco tiempo antes de morir hizo una selección de esos relatos oníricos en los que aparecen una sorprendente cantidad de personajes de la política y la literatura como protagonistas de situaciones concretas. Estos sueños fueron reunidos en un libro -"A world of my own. A dream diary" (Un mundo propio. Diario de sueños)- y publicados en 1992, un año después de su muerte. A continuación se reproducen la introducción y algunos de los particularmente extraños sueños de Graham Greene.
Difícilmente se me pueda procesar por revelar secretos de Estado en incidentes relacionados con los servicios secretos. He hablado con Kruschev en una cena; he sido enviado por el servicio secreto a asesinar a Goebbels. No miento, pero ninguno de los testigos que compartió conmigo estas escenas puede, a partir de su conocimiento personal de los hechos, acusarme de mentir. He escogido, entre las ochocientas páginas del diario que llevé desde 1965 hasta 1989, ciertas escenas selectas de mi Mundo Propio. Es en algún sentido una autobiografía, comenzando en la felicidad y terminando en la muerte, de la vida algo extravagante que he llevado durante el último tercio de este siglo (las guerras descriptas corresponden a los años sesenta, no a los cuarenta), pero ningún biógrafo querría usarla, a pesar de que por pura satisfacción personal a veces incluyo la fecha exacta en que algún hecho o encuentro inusuales tuvieron lugar. Es por ello que mi intención originaria fue comenzar con el inesperado encuentro que tuve con Henry James en un barco fluvial en Bolivia durante la primavera de 1988. Pero debí alterar mis planes cuando en enero de 1989 experimenté, por primera vez en los veinte años en que llevo un registro sobre mi Mundo Propio, la felicidad. Los grandes nombres son legión en este mundo mío, pero de la verdadera, inexplicable felicidad, sólo he registrado esta experiencia. Muchas veces se ha dicho que el opio puede ayudar a abrir las puertas cerradas de este mundo, pero no ha sido así en mi experiencia. En los años cincuenta, cuando fumaba opio en Vietnam y Malasia, estaba muy ocupado llevando un diario de los hechos violentos del Mundo Común, pero sólo tengo el recuerdo de un evento singular en mi Mundo Propio, singular por remitirse a un pasado muy lejano, nada menos que el año 1 d.C. Vivía entonces no lejos de Belén, y decidí bajar hasta el pequeño poblado para visitar un burdel que conocía, llevando una moneda de oro con la que pagaría a la chica de mi elección. En la entrada del pueblo me encontré con un extraño espectáculo: un grupo de hombres de vestimenta oriental hacía reverencias y ofrendaba presentes. ¿A qué? A una pared desnuda. No había nadie que recibiera los regalos y contestara los saludos. Me quedé un buen rato observando la curiosa escena y luego algo, no sé qué, me indujo a arrojar la moneda de oro contra la pared y marcharme. En el Mundo Propio el tiempo puede transcurrir lentamente o con extrema rapidez. En este caso los siglos pasaron frente a mí como un "flash" y me encontré acostado en la cama leyendo en el Nuevo Testamento la historia de cómo algunos reyes orientales llegaron al establo de Belén y me di cuenta de que ésa era la escena que había presenciado. Y lo primero que pensé fue: "Bien, parece que fui a Belén a darle una moneda a una mujer y eso fue exactamente lo que hice, aunque no haya visto más que una pared desnuda". La imaginación corre en el Mundo Propio por carriles muy distintos a los del Mundo Común.Robert Louis Stevenson le comentó a un entrevistador sobre el extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde: "Una vez estaba muy corto de dinero y sentí que era tiempo de hacer algo al respecto. Pensé y pensé, esforzándome por encontrar un tema para un relato. Esa noche lo soñé, lo recibí como un regalo, aunque eso de soñar historias ya se me había hecho costumbre. No hace mucho soñé la historia de 'Olalla', y tengo en este momento otras dos historias aún no escritas que he soñado". "Olalla" es un cuento injustamente olvidado de Stevenson que guarda cierta similitud profunda con el "Dr. Jekyll...". Es un cuento que pertenece mucho más a su Mundo Propio que a la España donde supuestamente sucede, así como en el Londres del doctor Jekyll parece que recorriéramos más bien las calles de Edimburgo o de alguna otra ciudad del mundo privado de Stevenson. Lo raro es que el autor, cuando se encuentra en el Mundo Común, se siente un extraño en su Mundo Propio, y Stevenson se hallaba perdido y confundido en su propio cuento. En una carta escribió: "El problema con 'Olalla' es que suena falso... El problema es: ¿qué hace verdadero un relato? 'Markheim' es verdadero, 'Olalla' falso, y no sé por qué". Una duda que lo llevó, en el caso de "Dr. Jekyll...", a arrojar la primera versión al fuego. Algunos de mis relatos provienen de recuerdos de mi Mundo Propio. En "Sueño de tierra extraña" anoté mis experiencias en las que yo era un leproso de ese Mundo que busca tratamiento en Suecia. Solamente le fue agregado el sonido del disparo con el cual concluye la historia. En otro cuento, "Las raíces del mal", que transcurre en la Alemania del siglo XIX, decidí, con una divertida sonrisa, no cambiar nada al despertar de mi Mundo Propio al Mundo Común. Existe otro aspecto de lo que llamamos sueños, expresado de manera muy interesante por J.W. Dunne en su libro "An experiment with time" (Un experimento con el tiempo). Según él, éstos contienen retazos no sólo del pasado sino también del futuro. Ya he escrito acerca de un sueño sobre un naufragio que tuve a los siete años, la misma noche en que se hundió el Titanic, y cómo nueve años después fui testigo presencial de un terrible naufragio en el mar de Irlanda. Mientras hojeo el extenso registro de mis sueños me encuentro una y otra vez con incidentes que han ocurrido en el Mundo Común pocos días después del sueño. Son muy triviales para incluirlos, pero me confirman que Dunne estaba en lo cierto. Por su carácter insólito, mi absolutamente inesperado encuentro con Henry James en mi Mundo Propio amerita encabezar al menos el segundo capítulo, titulado "Algunos escritores famosos que he conocido". A diferencia del biógrafo, no me veo necesitado de seguir con rigor las huellas de los años, y mi encuentro anterior con el papa Juan Pablo II en un cuarto de hotel resulta de poca importancia si se lo compara con mi más reciente encuentro con Henry James (y estoy seguro de que nada bueno hubiera resultado para mí o para el Papa si lo hubiera despertado. No estábamos hechos para caernos bien). Algunos podrán sorprenderse de que no haya en este registro referencias al aspecto erótico de mi vida: el motivo es que no deseo involucrar en mi Mundo Propio a quienes amé, algo que empero no tengo la facultad de censurar a biógrafos y a periodistas que escriben sobre ellos en el Mundo Común. También faltan las pesadillas. Hay guerras y peligro en cantidad, pero nada sobre la bruja que acechaba en el pasillo que conducía al cuarto de los niños de mi casa cuando era pequeño, hasta que finalmente me di vuelta para enfrentarla y desapareció para siempre. Vietnam y Haití son los lugares de mi Mundo Propio donde he sentido miedo, pero nunca terror, nunca la pesadilla. Quizá siempre hubo una dosis de aventura y una especie de placer en mi propio miedo, tanto en el Mundo Común como en mi Mundo Propio.HENRY JAMES. El 28 de abril de 1988 me encontraba viajando hacia Bogotá por un río bastante desagradable en compañía de Henry James. El barco zarpaba después de la medianoche y tuvimos que atravesar el muelle en la más completa oscuridad, acarreando nuestro equipaje de mano. De no ser por la determinación que mostraba el gran autor y mi admiración por su obra, no hubiera seguido adelante. Para peor, el vozarrón de un oficial, invisible en la oscuridad, no paraba de amenazar: "Quienes intenten subir a bordo sin sus boletos serán multados en mil dólares". En medio del gentío que se agolpaba era imposible mostrarlos. No había donde sentarse, y a duras penas pudimos apretujarnos en un pasillo atestado de gente, sobre todo de mujeres, pero en ningún momento Henry James se quejó. En algún punto del trayecto el barco se detuvo unos minutos para que bajaran algunos pasajeros y le insistí a James en que aprovecháramos la oportunidad para escapar. No quiso saber nada: "Debemos seguir hasta el final por razones científicas", dijo.
FORD MADOX FORD. Hablando con Ford Madox Ford quise expresar mi admiración por uno de sus libros, que trataba sobre la Guerra Civil Española. Dijo que jamás había escrito tal libro. Incapaz de recordar el título, acudí a mi biblioteca en busca de otro libro suyo que tuviera una lista de sus obras. Hallé sólo dos volúmenes en la edición de Bodley Head, uno de ellos un libro de ensayos que nunca había visto antes y que no contenía el listado que buscaba. De repente (estuve varias veces a punto de decir "Por quien doblan las..." pero me contuve) lo encontré: "Some do not" (Algunos no lo hacen). Dimos un muy agradable paseo por el campo. Me contó una leyenda acerca de la Santa Virgen, quien parada sobre una colina se había inclinado para sacar del río que bordeábamos a un hombre que se ahogaba a siete millas de distancia. "Pero si acá no hay colinas" comenté. "Parece. Tienes que mirar bien. Del molino a la esclusa hay una perceptible inclinación", me contestó. Me habían hablado acerca de la cuidadora de la esclusa, una gran cocinera, con gran conocimiento de la historia local, que había legado a sus hijos. Cruzamos un campo. Me puse nervioso a causa de los dos toros, uno enorme, el otro joven y muy interesado en nuestros movimientos que se encontraban en él. Me fui arrimando al camino y, al mirar atrás, noté que el toro joven estaba montado sobre los hombros de Ford. El no parecía estar molesto. En la esclusa me detuve a esperarlo. Había olor a comida y la cuidadora hablaba con una vecina. La esclusa estaba a la entrada de un pequeño pueblo. Ford se me unió. La mujer nos recomendó probar la sopa y el pescado. Decidimos ir hasta el pueblo a comprar una botella de vino. Ella ofreció mandar a su hijo, quien vestía una especie de mandil que lo hacía parecer un trabajador rural de antaño, pero insistimos en ir personalmente. Ya en camino, Ford comentó: "¿Has notado que a los hombres no les gusta usar nada por debajo de la rodilla?".
NIKITA KRUSCHEV. A pesar de la invasión a Hungría, siempre sentí algo de afecto por Kruschev en el Mundo Común. Pienso que negoció bien con John F. Kennedy en la crisis cubana: no más invasiones a cambio de no dar a los cubanos armas nucleares defensivas, que de todos modos no habrían llegado más lejos que Miami. Me gustó la manera en que pateó la mesa en una reunión de las Naciones Unidas. Mi afecto puede deberse también a los encuentros que tuvimos, entre 1964 y 1965, en mi Mundo Propio. El primero fue en el Savoy, con un grupo de rusos que incluía al señor Tchaikovsky, el editor de la revista "Foreign Literature", a quien yo conocía del Mundo Común. A Kruschev se lo veía saludable, relajado y de buen humor, y cuando dos de su grupo se trenzaron en una discusión, él simplemente se divirtió. Hablamos sobre el financiamiento de películas en Inglaterra y de la mala influencia de los distribuidores. Cuando comenté que ellos no tenían esos problemas, Kruschev contestó que en Rusia las películas en las que se gastaba de más podían sufrir hasta seis meses de demora esperando que se levantaran las trabas burocráticas al presupuesto. Fue muy amable y me invitó a almorzar al día siguiente. En la siguiente ocasión cenamos codo a codo (no recuerdo cómo fue el almuerzo) y no me dirigió la palabra hasta el final, cuando comentó que casi no había probado el pollo. "Mejor para los empleados de la cocina -dije-. Seguramente un marxista cree en la caridad". "No en la variante vaticana" contestó con una sonrisa. Probablemente el recuerdo de esa conversación permaneció con él hasta nuestra siguiente cena, un viernes. Yo comía carne y echándole un vistazo a mi plato comentó: "¿Carne en viernes? Lo creía católico". En nuestro último encuentro se estaba ocupando personalmente de las visas para la Unión Soviética. Notó que bajo profesión yo había puesto escritor y expresó sus deseos de que yo escribiera sobre su país. Advertí lo claros y azules que eran sus ojos, y al unirme a mi grupo comenté: "De cerca su rostro es hermoso, como el de un santo". Mi opinión, descubrí más tarde, no reflejaba la de la mayoría moscovita. Yo estaba cerca del Kremlin, donde se había levantado un podio, y esperaba la llegada de los líderes junto a la multitud. Un hombre joven comenzó a arengar a la gente desde otro podio. Se burlaba de Kruschev, imitando su actuación en una reunión internacional en la cual el mandatario había sacado rublos de sus bolsillos y los había arrojado al aire para mostrar su inutilidad. Resulta extraño, pero a veces mi Mundo Propio sufre las influencias del mundo que compartimos. J.W. Dunne en su "Un experimento con el tiempo" habría dicho que cuando vi en Kruschev el rostro de un santo (de un muerto) estaba teniendo un presentimiento sobre su destitución, de la cual me enteré el 15 de octubre de 1964, durante la transmisión de la noche de elecciones, en el Savoy, el mismo lugar de mi Mundo Propio en el cual habíamos cenado nueve días atrás.
JEAN PAUL SARTRE. Recuerdo haber tenido una discusión con Sartre. Había hecho una lista con las preguntas que quería hacerle e intenté ser muy preciso. Me disculpé por las falencias de mi francés, que me impedían ser todo lo preciso que hubiera deseado, a lo que Sartre respondió amigablemente: "Usted habla muy bien el francés, pero no entiendo una palabra de lo que está diciendo". Luego, se refirió amablemente a uno de mis libros, publicado en Francia por Robert Laffont, titulado "Brighton Rock" (El origen de Brighton Rock). Era la reproducción de un manuscrito infantil, en tinta marrón, de un relato con animales como personajes, ilustrado por Beatriz Potter. Sartre mostró gran admiración por los dibujos, pero sobre mi escritura, nada.
JEAN COCTEAU. En noviembre de 1983 conocí a Jean Cocteau en una fiesta y fue para mí una grata sorpresa. Le dije con absoluta franqueza que había imaginado que sus ojos serían fríos, pero que en cambio resultaron ser comprensivos, hasta afectuosos. Su novio apareció más tarde, completamente borracho.
EL TRABAJO DE ESCRITOR. La escritura sólo representa una pequeña parte en mi Mundo Propio. Una vez se me ocurrió una idea para un cuento breve titulado "La geografía de la conciencia" acerca de una mujer en Canadá, de origen irlandés y católica, a punto de reunirse con su marido en Italia. Llamó por teléfono a su obispo para pedirle el permiso para usar píldoras anticonceptivas y tomó una cuando éste le contestó que siguiera los dictados de su conciencia. Pero cuando estaba en Roma el clima moral era diferente y se sintió mal por lo que había hecho. Iba a escribirlo en tono de comedia en cuanto le encontrara otra vuelta al asunto de la conciencia geográfica. Me sigue pareciendo una buena idea, pero el Mundo Común jamás me proporcionó esa otra vuelta. También me surgió una idea para una novela que estaría situada en un antiguo caserón en ruinas, y en el relato pasaríamos constantemente de un cuarto a otro sin entrar nunca en el desván, hasta que el lector se preguntara qué era lo que había allí. Recién el último capítulo nos abriría sus puertas y lo encontraríamos cubierto de trozos de diarios viejos, que unidos nos revelarían de qué trataba la novela. Apenas los párrafos iniciales del relato lograron pasar al Mundo Común.El título del pequeño libro surge de una cita de Heráclito de Efeso (540-470 a.C.): "Los que están despiertos tienen un solo mundo común; los que duermen se vuelven cada uno a su mundo propio". Greene distinguía entre el Mundo Común, el de la vigilia, y el "Mundo Propio", el de sus sueños. "En esta región, la del otro lado de la frontera -dice el periodista Roberto Merino en su artículo 'Los sueños de un novelista' publicado por 'El Mercurio' de Chile el 15 de marzo de 2009-, solía conversar con políticos, reyes y escritores. Sin duda Graham Greene orientó el relato de sus sueños a su estilo de pensamiento, de escritura o de entendimiento del mundo. Lo que dejó en este rubro fueron estrictamente relatos precisos, sintéticos, luminosos en el mismo grado de su objetividad".
En el prólogo de la edición en castellano escrito por el novelista argentino Luis Gusmán (1944) se puede leer la génesis del Greene narrador: "En su autobiografía 'A sort of life' (Una especie de vida) Graham Greene nos cuenta una especie de sueño, de su análisis con un jungiano al que llama Richmond. Greene acudía puntualmente a las citas con la obligación previa y convenida de que debía anotar en un libro de contabilidad a doble entrada, es decir, separada por una línea, el relato de su sueño y sus asociaciones concomitantes. Cierto día en que no había tenido ningún sueño, el analista, que con un reloj controlaba el tiempo que el joven Greene disponía para la tarea, debió confesar -ante la desolación de éste- que su mente estaba en blanco. Fue exhortado, entonces, a inventar un sueño. A partir de ese mito nació un escritor".