7 de marzo de 2009

Angélica Gorodischer: cuando la prosa torna en poesía

Angélica Gorodischer (1928) nació en Buenos Aires, pero desde su infancia reside en Rosario. Dueña de una prosa y un estilo, al decir de la crítica, sencillamente deslumbrantes, ha publicado los libros de cuentos "Cuentos con soldados", "Las pelucas", "Bajo las jubeas en flor", "Casta luna electrónica", "Trafalgar", "Mala noche y parir hembra", "Las Repúblicas", "Técnicas de supervivencia", "Cómo triunfar en la vida" y "Menta". También es autora de las novelas "Opus dos", "Kalpa Imperial", "Floreros del alabastro, alfombras de Bokhara", "Jugo de mango", "Fábula de la virgen y el bombero", "Prodigios", "Doquier", "Tumba de jaguares", "Querido amigo" y "La noche del inocente".
En esta última, la escritora narra las peripecias de Pisou, un joven criado del monasterio de Sant Gaur que anhela ser ordenado fraile. Con el fin de lograrlo no escatima rezos ni ayunos, mientras los monjes, por su parte, tienen intereses más terrenales de los que ocuparse: vinos añejos, exquisitos manjares, compañía femenina y altas aspiraciones político-clericales. El clima decadente y corrupto que emerge de esta narración ambientada en el medioevo se proyecta como una metáfora sugerente de tiempos y ámbitos contemporáneos.Precisamente de esta novela es el fragmento que sigue a continuación, en el que la autora destila como nunca la proverbial maestría poética que habita de manera incesante en toda su prosa:

"Ventrudo, escrofuloso, ralo de pelos y abundosa la exa­gerada carne de uñas y verrugas, el Superior del Conven­to de Sant Gaur lo había mirado desde sus casi dos me­tros de estatura y le había ordenado aumentar las tareas y disminuir las horas de sueño. A Pisou no le importaba: mientras no fuera ordenado estaría destinado al trabajo duro como otros están destinados al estudio o a la santi­dad. Sabía que trabajar era su forma de agradar al Señor; que si el hermano Rennert tenía el don de encontrar te­soros para el convento, viejísimos manuscritos, rollos iluminados, reliquias, piedras brillantes sembradas de polvo de oro que hubieran pagado el rescate de un rey, aparatos misteriosos que se movían solos, en los recovecos más inesperados, y si el Superior había recibido del Cielo el mandato de organizar y dirigir el Convento, y si el Miel sabía comprar lo mejor a los mejores precios para las co­cinas y las mesas, y si el hermano Jospill podía recordar largas listas de números con sólo haberlas visto una vez, él estaba destinado a esto, a trabajar más que los frailes y que los otros legos, más que nadie, y a dormir menos que los demás. No se quejaba.
Y porque no se quejaba fue tal vez que en ese momen­to de prueba, cuando el Superior con voz tonante le enu­meraba sus nuevos deberes, el Señor Todopoderoso echó una mirada hacia el Convento de Sant Gaur en el que había ese curioso vacío de lamentaciones y quejas y lacri­mosos pedidos y regodeo en la compasión, y decidió que las cosas no podían seguir así. Fue por eso que en el cielo de primavera hubo un rielar de aguas y las olas en los mares se aquietaron como plata pulida en el cielo. En las ciudades y en los pueblos las calles se agitaron como es­pejos y los espejos se abrieron para que las niñas de ojos grandes y rizos como de oro pasaran por sus huecos hacia el otro lado de las cosas. Las escaleras fueron toboganes, el fuego se congeló en nieve, la nieve calentó los pies de los cazadores de osos, de los balcones cayeron cascadas de esmeraldas, a los decapitados les creció una cabeza nue­va, los amantes descubrieron que tenían para los dos una sola boca, un solo corazón, un solo ojo, un solo vientre que se volvía sobre sí mismo, una sola felicidad, un solo llanto y por fin un solo deseo. El vino corrió por los cau­ces de los ríos, las leonas amamantaron a los cabritos, los olmos dieron peras nueces melones zanahorias pinas ba­yetas y alcancías; los gatos hablaron, a las serpientes les crecieron alas de tul, los abanicos dieron calor, se incen­dió el aliento de los recién nacidos, el mar se agotó en los dedales de plata, de las bocas de las trompetas brotaron caldos y quesos, los tesoros de los piratas se fundieron bajo la arena y las arañas corrieron por los cementerios despertando a los muertos con el redoble de sus ocho mil millones de patas. Nadie se dio cuenta de nada porque el tiempo del Señor no es el tiempo de las pobres gentes y ni siquiera el de los ricos que yacen en camas de plumón y comen frutas confitadas en los salones de sus castillos mientras escuálidos maestritos les leen capítulos y capítulos de obras edificantes que les entran por una oreja y les salen por la otra sin haber podido ni acercarse a sus grasientos cerebros, no digamos a sus corazones podri­dos. Nadie se dio cuenta pero en la puerta de Sant Gaur hubo como un temblor de anticipación y los ratones en los zócalos cercanos pararon las orejas y atiesaron las co­las y los pelos se les erizaron en los lomos delicados y creyeron por un momento que los gatos andaban ron­dando las galerías.
Pisou tampoco se dio cuenta de nada aunque le pare­ció, sólo le pareció, que el color del mundo había cam­biado, y volvió a sus tareas crrriss-rrrass-flusss y barrió y refregó y limpió y lustró todo el día, una oración en los labios, la tristeza como un bordado en el manto de la benevolencia del Señor, y esa noche el dolor volvió a atenazarle las tripas y gimió al despertarse en la oscuridad. Oyó la respiración de las piedras que son el cuerpo del Convento, oyó a los ratones roer en los rincones de las despensas, pensó en el campo mojado en la madruga­da y volvió a dormirse y entonces los sueños se le metie­ron por las orejas y por las narices y soplaron nubes pesa­das de lluvia y de frío que le subieron a la cabeza con pasos silenciosos como de algodón".
Una maravilla. La propia Angélica Gorodischer ha dicho: "Nací cuando caía Yrigoyen. Crecí con aquella crisis. Entré en la secundaria con la Segunda Guerra Mundial. Fui a la facultad con Perón. Me casé cuando la quema de las iglesias. Bailé boleros con Pedro Vargas, foxtrots con Benny Goodman, y tuve mi primer hijo cuando Lonardi decía 'ni vencedores ni vencidos'. Empecé a escribir profesionalmente con los hippies y el Di Tella. Seguí escribiendo con los milicos. Tuve mis nietos con la democracia. Tengo cuarto propio pero no quinientas libras al año. Sigo escribiendo".
Por suerte para los lectores, señora, por suerte...