31 de enero de 2009

J.G. Ballard: "Un neofascismo insensato y malsano, un racismo hábilmente estetizado, podrían ser las primeras consecuencias de la globalización"

James Graham Ballard (1930) es un novelista, escritor de cuentos y ensayista inglés que después de usar deliberadamente el esquema clásico de la "novela catástrofe" para analizar sus obsesiones existenciales, inició otra etapa caracterizada por una nueva obsesión: el paisaje tecnológico de nuestro tiempo. Así, recurrió a la ciencia ficción para describir un futuro cercano dándole gran importancia al entorno como influencia decisiva para el carácter de sus personajes. Mediante la utilización de osados experimentos na­rrativos por fuera del esquema secuencial clásico, intentó reflejar el pre­sente en sus propios términos y no en términos de pasado como ocurre en la novela tradicional. Nacido en Shangai, China, durante la Segunda Guerra Mundial fue recluido en un campo de concentración japonés tras el ataque de Pearl Harbor. En 1946 se trasladó a Inglaterra, donde trabajó de portero, vendedor de enciclopedias, redactor de una revista industrial y hasta se entrenó como piloto en una base de bombarderos nucleares en Canadá. Luego quiso ser psiquiatra y estudió Medicina dos años en la Universidad de Cambridge, pero jamás llegó a graduarse. Fue entonces cuando se enamoró del surrealismo y del psicoanálisis, que parecían encarnar la trasgresión, y de la ciencia ficción, que entonces hervía de ideas estimulantes. Desde 1956 comenzó a publicar sus primeros relatos y novelas, utilizando un lenguaje duro sin hacer ninguna concesión al lector. Así, mediante la inmersión en una suerte de arqueología del psiquismo, describió los distintos grados de degeneración que puede alcanzar el hombre civilizado ante ciertas situaciones límite. Sin embargo, dentro del mundo de la ciencia ficción, su obra sólo llamó la atención a cierta élite interesada en su gran calidad literaria y, en ocasiones, en su experimentación lingüística. Rechazado, y aún así, admirado e imitado, proponía explorar un ambiguo espacio interior en lugar del espacio cósmico; sus novelas apenas se parecían a la ciencia ficción convencional. En su etapa posterior, profundizó su obsesión por el nihilismo de los no-lugares, encontrando la psicopatología en la opulencia de los barrios cerrados, en los "shoppings" y en los aeropuertos. Sus textos oscilaron entre la condena apocalíptica del mundo actual y una delectación casi morbosa con sus perversiones, lo cual los hacía más inquietantes. Mediante ellos denunció el conformismo de las sociedades actuales como la antesala del advenimiento de nuevas pesadillas y la imposibilidad de rebelión de la clase media ante un mundo que estetiza su horror y en el que predomina una actitud insaciable frente a las falsas novedades que quitan la posibilidad de pensar un futuro mejor. En el transcurso de los últimos cincuenta años, la mirada indiscriminada y resuelta de Ballard se esforzó por penetrar las innumerables realidades superficiales de nuestra modernidad perturbada y por bucear en su energía inconsciente. Según Susan Sontag (1933-2004), la suya es una de las voces más importantes e inteligentes de la ficción contemporánea; Anthony Burgess (1917-1993) lo catalogó como uno de los mejores novelistas ingleses del siglo XX; y para Pablo Capanna (1939), no sólo es uno de los grandes escritores del último siglo, sino que también es casi una suerte de psiquiatra del nihilismo global. Su obra, abundante y excepcional, a veces irritativa, se compone -entre otras- de las novelas "The wind from nowhere" (El viento de la nada), "The drowned world" (El mundo sumergido), "The crystal world" (El mundo de cristal), "The atrocity exhibition" (La exhibición de atrocidades), "Crash", "Concrete island" (La isla de cemento), "The unlimited dream company" (Compañía de sueños ilimitada), "High rise" (Rascacielos), "Empire of the sun" (El imperio del sol), "Cocaine nights" (Noches de cocaína), "Millennium people" (Milenio negro) y "Kingdom come" (Bienvenidos a Metro Centre). Algunos de sus libros de cuentos son "The voices of time" (Las voces del tiempo), "Passport to eternity" (Pasaporte a la eternidad), "The impossible man" (El hombre imposible), "The disaster area" (Zona de catástrofe), "Myths of the space age" (Mitos del futuro próximo) y "War fever" (Fiebre de guerra). También ha publicado una recopilación de artículos y comentarios con el nombre de "A user's guide to the millennium" (Guía del usuario para el nuevo milenio) y su autobiografía "Miracles of life" (Milagros de vida), en la que se despide abruptamente de la vida, revelando con la frialdad quirúrgica propia de alguno de sus personajes, un diagnóstico terminal. Hace cincuenta años que Ballard vive en una sencilla casa de Shepperton, un suburbio londinense adosado al aeropuerto y traspasado por las autopistas. Desde allí contestó -vía fax- las preguntas que le realizó la crítica literaria Jeannette Baxter en enero de 2004. La entrevista fue publicada en el nº 237 de la revista "Ñ" del 12 abril de 2008.
Usted admite que es un consumidor más voraz de textos visuales que de textos literarios. ¿Cuándo empezó a interesarse en las artes visuales y en qué medida eso influyó en la trayectoria de su escritura? ¿Qué opinión tiene del panorama artístico contemporáneo?

Empezó poco después de llegar a Inglaterra, a fines de los años '40, cuando todavía iba a la escuela. En Shanghai no había museos ni galerías, pero el arte me gustaba mucho. Dibujaba y copiaba, y a veces pienso que mi carrera de escritor fue el consuelo de un pintor frustrado. A fines de los años '40, en Inglaterra persistía cierta controversia en relación con Picasso, Braque y Matisse, mientras que los surrealistas estaban más allá de la crítica. Los surrealistas fueron una revelación, si bien las reproducciones de Ernst, Dalí y De Chirico eran difíciles de conseguir y se encontraban con más frecuencia en los manuales de psiquiatría. Me los devoraba. Los surrealistas, y el movimiento pictórico moderno en su conjunto parecían ofrecer la clave del extraño mundo de la posguerra con su amenaza de guerra nuclear. Las dislocaciones y ambigüedades del cubismo, el arte abstracto y los surrealistas me recordaban mi infancia en Shanghai. A fines de la década del '40 también leí mucho, pero del menú internacional -Freud, Kafka, Camus, Orwell, Aldous Huxley- más que del inglés. Sin embargo, la novela moderna tenía un tono derrotista que a los dieciséis años me resultaba deprimente. A partir de Joyce había tenido lugar una gran migración interna. El "Ulises" tenía algo asfixiante. Los grandes pintores modernos, en cambio, desde Picasso hasta Francis Bacon, estaban dispuestos a enfrentarse al mundo, como lo hacían los amantes brutales en uno de los divanes de Bacon. Había un rastro de semen que aceleraba la sangre. No creo que ningún pintor en particular me haya inspirado, excepto en un sentido general. Más bien fue una cuestión de corroboración. Las artes visuales de Manet en adelante parecían mucho más abiertas que la novela al cambio y la experimentación, si bien eso es sólo en parte culpa de los escritores. La novela tiene algo que resiste la innovación. ¿El panorama artístico actual? Es muy difícil de juzgar, dado que la fama y la presencia mediática de los artistas están indisolublemente unidas con su trabajo. Los grandes artistas del siglo pasado tendían a hacerse famosos en la última etapa de su carrera, mientras que ahora la fama forma parte del trabajo de los artistas desde el primer momento, como en los casos de Emin y Hirst. En la actualidad hay una lógica que atribuye más valor a la fama cuanto menos acompañada esté de logros reales. No creo que en este momento sea posible llegar a la imaginación de la gente por medios estéticos. La cama de Emin, la oveja de Hirst, los Goyas desfigurados de Chapman, son provocaciones psicológicas, pruebas mentales en las que los elementos estéticos no son más que un contexto. Es interesante que las cosas sean así. Asumo que se debe a que ahora el medio, que es ante todo un entorno mediático, está sobresaturado de elementos estetizantes -comerciales televisivos, "packaging", diseño y presentación, etcétera- pero empobrecido y entumecido en lo que respecta a profundidad psicológica. Los artistas, pero no los escritores lamentablemente, tienden a desplazarse a los lugares en que la batalla es más enconada. En el mundo actual todo es objeto de diseño y "packaging", y Emin y Hirst tratan de decir que esto es una cama, que esto es la muerte, que esto es un cuerpo. Tratan de redefinir los elementos básicos de la realidad, de recuperarlos de manos de los publicistas que secuestraron nuestro mundo.

En "Milenio negro" dice que la revolución de la clase media en Chelsea Marina se convertirá en parte del "calendario folclórico a celebrarse junto con la última noche de los bailes de egresados y del tenis de Wimbledon". Si es inevitable que la revolución adquiera un nuevo envase, ¿dónde quedamos nosotros? ¿El arte puede ser vehículo para el cambio político?

Las revoluciones reenvasadas tienden a ser las pseudorrevoluciones, o las que fueron ante todo acontecimientos mediáticos. La destrucción del World Trade Center el 11 de setiembre todavía no se reenvasó en algo más atractivo para el consumo. Otro hecho revolucionario, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, se diluyó con rapidez como consecuencia de la intensa cobertura mediática, la infinita repetición de la filmación de Zapruder y la proliferación de teorías conspirativas. Pero el propio Kennedy era en buena medida una construcción mediática con un atractivo emocional tan calculado como cualquier campaña publicitaria. Su vida y su muerte fueron ficciones casi por completo. Una verdadera revolución, como a su manera lo fue el 11 de setiembre, siempre surge de algún lugar inesperado. Lo que sostengo en "Milenio negro" es que en nuestro mundo por completo pacificado, los únicos actos que van a tener alguna importancia van a ser los actos de violencia sin sentido. En el futuro, el principal peligro no va a proceder de actos terroristas por una causa, por más equivocada que pueda ser, sino de actos terroristas sin causa alguna. ¿Si el arte puede ser un vehículo para el cambio político? Sí, asumo que gran parte del atractivo de Blair (como el de Kennedy) es estético, así como gran parte del atractivo nazi reside en un triunfo de la voluntad estética. Sospecho que muchos de los grandes cambios culturales que preparan el camino para el cambio político son sobre todo estéticos. La parrilla del radiador de un Buick es una declaración tan política como la parrilla del radiador de un Rolls Royce. Una protege una máquina estética que conduce un optimismo populista; la otra resguarda un orden social exclusivo y jerárquico. El "art deco" transatlántico de la década de 1930, que se usaba para vender desde vacaciones en la playa hasta aspiradoras, puede haber contribuido a que en 1945 el electorado británico votara la salida de los conservadores.

La mayoría de sus novelas puede leerse como una celebración provocadora del poder transgresor y transformador de la imaginación. En "Milenio negro", sin embargo, la imaginación está por completo ausente. Su frase "el apocalipsis tapizado" alude de manera alarmante a una "impasse" crítica e imaginativa, ¿verdad? ¿Esa declinación de la vida mental es algo terminal?

Nada es terminal, gracias a Dios. A medida que vacilamos, el camino se extiende solo, se bifurca y se desvía. Pero la vida actual del Occidente próspero tiene algo muy sofocante. El aburguesamiento, la suburbanización del alma, avanza a un ritmo alarmante. La tiranía se hace dócil y sumisa y lo que prevalece es un totalitarismo blando, tan obsequioso como un sommelier. No se permite que nada nos inquiete ni perturbe. Lo que nos gobierna es la política del grupo de juegos. El principal papel de las universidades es prolongar la adolescencia hasta la mediana edad, momento en el cual la jubilación temprana garantiza que careceremos de los medios o la voluntad para producir un cambio importante. Cuando Markham, no yo, usa la frase "apocalipsis tapizado", revela que sabe lo que en verdad está pasando en Chelsea Marina. Es por eso que se acerca a Gould, que ofrece un escape desesperado. Mi verdadero temor es que el aburrimiento y la inercia puedan llevar a la gente a seguir a un líder trastornado con muchos menos escrúpulos morales que Richard Gould, que nos pongamos botas y uniformes negros y adoptemos el aspecto del asesino sólo para mitigar el aburrimiento. Un neofascismo insensato y malsano, un racismo hábilmente estetizado, podrían ser las primeras consecuencias de la globalización, cuando la Coca Cola y el merlot de California sean las únicas bebidas del menú. Por momentos miro las casas para ejecutivos del Valle del Támesis y siento que ya está aquí, que espera que le llegue el día sin tener demasiada conciencia de sí.

Sus últimas novelas experimentan con la polémica teoría de que la transgresión y el asesinato son correctivos legítimos de la inercia social. Si los actos de violencia y resistencia al mismo tiempo nos perturban y nos dan energías, ¿qué implicancia tiene para el lector esa falta de unidad moral?

Las ideas sobre las ventajas de la transgresión en mis tres últimas novelas no son algo que quiera ver concretarse. Son más bien posibilidades extremas que pueden llegar a imponerse a la realidad como consecuencia de las presiones sofocantes del mundo conformista que habitamos. El aburrimiento y una sensación de completa futilidad parecen llevar a muchos crímenes sin sentido, desde los episodios de Columbine y Hungerford hasta el asesinato de Dando, y hubo decenas de crímenes similares en los Estados Unidos y otras partes en los últimos treinta años. Esos crímenes absurdos son mucho más difíciles de explicar que los atentados del 11 de septiembre y dicen mucho más del estado trastornado de la psique occidental.

Se habla muy poco del humor cambiante de su trabajo, pero sus novelas están sembradas de bromas, desde las impasibles confrontaciones de "Exhibición de atrocidades" y "Crash" hasta las observaciones irónicas de "Milenio negro". ¿Por qué el humor le resulta tan importante y por qué a algunos lectores les cuesta tanto reírse con su trabajo?

Me complace que piense eso. La gente, sobre todo los estadounidenses demasiado moralistas, a menudo me consideran pesimista y carente de humor, pero yo creo que tengo un sentido del humor casi maníaco. El problema es que es algo irónico. Los lectores dicen que "Milenio negro" los hizo reír, lo cual es una excelente noticia, pero es cierto que la idea de una revolución de la clase media tiene en sí algo muy gracioso. Sin embargo, tal vez eso sea un indicio de cuán lavado tiene el cerebro la clase media. La idea de que podemos rebelarnos parece ridícula. En la introducción a "Crash" diagnosticó que "la muerte del afecto" era la principal enfermedad del siglo.

¿Cuál es su diagnóstico para el siglo XXI?

Un siglo es mucho tiempo. Hace veinte años nadie podría haber imaginado los efectos que tendría internet: florecen relaciones, se hacen amistades por e-mail, hay una nueva intimidad y una poesía accidental, para no hablar de la más extraña de las pornografías. Toda la experiencia humana parece revelarse como la superficie de un nuevo planeta. Dudo mucho que internet o alguna otra maravilla tecnológica puedan detener la caída en el aburrimiento y el conformismo. Sospecho que la especie humana avanzará como un sonámbulo hacia ese vasto recurso que vaciló en abordar: su propia psicopatía. Ese patio de juegos del alma nos espera con las puertas abiertas de par en par, y la entrada es gratis. En resumen, una psicopatía electiva vendrá en nuestra ayuda, como lo hizo muchas veces en el pasado: la Alemania nazi, la Rusia stalinista, todas esas pesadillas que constituyen buena parte de la historia humana. El futuro será una enorme lucha darwinista entre psicopatías enfrentadas. A nuestra pasividad se suma que estamos ingresando en una etapa profundamente masoquista. Todo el mundo es una víctima, ya sea de los padres, de los médicos, de los laboratorios farmacéuticos, hasta del amor. ¡Y cómo lo disfrutamos!