23 de enero de 2009

Entremeses literarios (XXXIV)

LOS SILENCIOSOS
Massimo Bontempelli
Italia (1878-1960)

Eranse una vez, en un café, dos amantes que ya no tenían nada que decirse. Su aspecto, de aflicción más que de otra cosa. Esta aflicción era en el hombre enteramente externa; en la mujer enteramente interna. En la mujer tienen que hacerse internas todas las exterioridades. La aflicción de aquella mujer produjo en ella un resenti­miento complejo que estalló en estas palabras:
- Ya podías decirme algo, siquiera por la gente.
En vano buscó el hombre, desesperadamente, un ar­gumento. La mujer no podía o no quería sugerírselo. Pero como ambos, aunque amantes, eran dos personas de espíritu, llegaron prontamente a un acuerdo: se pusieron a contar en voz baja. El hombre comenzó, acercándose a ella, con expresión misteriosa.
- Uno, dos, tres...
La mujer replicó adusta.
- Cuatro, cinco, seis, siete.
El hombre, al oír aquellas palabras, se dulcificó y murmuró con patetismo:
- Ocho, nueve, diez.
No se convenció la mujer, por lo visto, y le fulminó una descarga.
- Once, doce, trece...
Y así continuaron hasta que se hizo de noche...


LA RESPUESTA
Fredric Brown
Estados Unidos (1906-1972)

Dwar Ev soldó solemnemente la última conexión. Con oro. Los objetivos de una docena de cámaras de televisión lo estaban observando, y el sub-éter se encargó de llevar por todo el Universo una docena de imágenes diferentes del acontecimiento. Se concentró, hizo un gesto con la cabeza a Dwar Reyn, y se colocó enseguida junto al botón que establecería el contacto. El conmutador pondría en relación, de un solo golpe, todas las supermáquinas de todos los planetas habitados del Universo (96 billones de planetas), en un supercircuito que los transformaría en gigantesco super-calculador, gigantesco monstruo cibernético que reuniría el saber de todas las galaxias. Dwar Reyn habló unos instantes a los trillones de seres que lo observaban y lo escuchaban. Y, tras un breve silencio, anunció:
- Y ahora con ustedes, Dwar Ev.
Dwar Ev giró el conmutador. Se oyó un potente ronroneo, el de las ondas que salían hacia 96 billones de planetas. Se prendieron y apagaron las luces en los dos kilómetros que componían el tablero de control. Dwar Ev dio un paso hacia atrás, respirando profundamente.
- Es a usted que corresponde hacer la primera pregunta, Dwar Reyn.
- Gracias -dijo Dwar Reyn-, haré una pregunta que nunca pudo ser contestada por las máquinas cibernéticas sencillas.
Se volvió hacia la máquina:
- ¿Existe un Dios?
La voz poderosa contestó sin titubeos, sin el menor temblor:
- Sí, ahora existe un Dios.


LA DULCE ESPERA
Orlando Mazeyra Guillén
Perú (1980)

¿Algún día se enterarían de quién gobernaba todos sus actos? Era yo, siempre oculta tras la pantalla del ordenador: saboteándolos, meciéndolos y manipulando sus movimientos a mis anchas, cual eximia titiritera de esa noble caterva de súbditos, eternos cómplices de mis supercherías. ¿Me descubrirían? ¿Quién de ellos me delataría? Nunca llegué a identificar cuál de mis personajes ocultaba tras de sí ese siniestro estigma que es patrimonio de los felones (esos que merodearon mis sentidos durante toda mi infancia). Simplemente me dejaba llevar mientras mis dedos brincaban sobre el teclado y, más que uno, eran dos, quizá tres, un cúmulo de espejos en los que siempre me vería reflejada. Todos eran yo. Todos eran un poco de mí, una partícula de mis entrañas. Por eso cuando se asomaba mi período, los tornaba ásperos, reticentes, cansados de lo mismo -de sentir esa toalla higiénica entre mis piernas-, adoloridos, fatigados y hasta pesimistas. Cuando empiezo a escribir siempre lanzo un bumeran que retorna y se parte en mi crisma. Son las migrañas nocturnas, o algo más que eso: una punzada en los ojos, de atrás hacia delante y de adelante hacia la nuca, un vértigo que me acomete cuando trato de recordar a papá. ¿Acaso lo tuve? Papá es un mal sueño de mi madre, una resaca de treinta años que lleva mi nombre: Annia. De todas las carencias, la carencia. Por eso todos eran (son y serán) hombres: altos, gordos, enanos, lúcidos, despatarrados, insolentes o melancólicos. Pero acondicionados de un falo y un -a veces inútil- par de cojones. Después de diez libros mediocres (tres volúmenes de cuentos y siete novelas fallidas), sigo sin poder gestar un alma femenina que convenza a mi editora. Mi madre -todavía- no está muerta y yo tendría que morir también para ser capaz de contar nuestra historia. Que es la misma historia pero partida en dos, como esos espejos estragados que parecen cortar tu rostro, diseccionar tu historia (la íntima e intransferible, la que podría apropiarse de una marquesina durante varias lunas); que es la historia de la infelicidad con faldas, el hazmerreír de Plaza Mariano de Cavia. La gorda y la flaca. La inmigrante, "la sudaca" le decían, y su nena, "la pobre diabla". La puta y su hija (o quien quiera decirlo que lo diga, "la hija de puta", a mucha honra, aunque suene a gilipollada andaluza). La que siempre se vendió a escondidas y la otra, que dejó de hacerlo para escribir libros para hombres, libros sobre hombres pero pensando en mujeres. En las dos mujeres de una casta distinta. ¿Algún día se enterará mamá de que pienso contar la historia de nuestras vidas? De cómo dejó atrás Santiago del Estero para convertirse en una callejera y, como en el tango, quedó preñada del peor de sus cafiches. ¡Asco de historia! Será por eso que odio los melodramas. Renuncio a lo que soy y me convierto en hombre. Un hombre hecho de palabras que tiene miedo de acusar. "No estamos para juzgar a nuestros padres", me dice el Padre Joaquín. ¿Qué me queda? ¿Cuál es mi patrimonio? Sentirme viva es poco, aspirar a ser leída sabe mejor, escribir sobre hombres suena bastante bien. ¡Más que bien! Y el espanto que siento por las noches cuando mamá entra a mi recámara y me pide perdón:
- No fui una buena madre, Annia.
- Tienes razón… y no la tienes.
- Yo vine a Europa con otras expectativas.
El sambenito de siempre. "Otras expectativas". Otras mentiras. Y yo siento miedo, pienso en ellos tratando de descubrirme todos los hombres de mi vida, todos los que fabriqué para combatir la soledad, para ser algo más que una hija de puta.
- Lo hicimos bien, mamá -le digo sosteniéndola-. Lo hicimos bien.
- ¿Qué hicimos bien?
- Esperar.
- ¿Hasta cuándo?
- Hasta que nos dé la gana.


ALGUNOS SUEÑOS
Blaise Pascal
Francia (1623-1662)

¿Quién sabe si esta otra mitad de la vida en que creemos estar despiertos, no es sino un sueño un poco diferente del primero, del que despertamos cuando creemos dormir?


ESPLICASIONES DE UNA SEÑORA QUE SESCAPA CON OTRO
César Bruto
Argentina (1905-1984)

Negro: te pido por fabor de que no tomés a mal que yo agarre mis prendas de vestir y me vaya del cotorro, ni que pensés de mí con lijeresa, aplicándome tal o cual metáfora dibna de mejor suerte… ¡Te juro que me voy para tu bien, negrO, y que algún día vas a comprender todo el tremendo sacrificio que hago para que triunfés con tu concomitansia de poetA y de conpositor de música, todo lo cual hoy andás bastante flojo y sin poder encontrar un tema para un gran tango que te haga venir popular y honbre de plata! No te vayás a pensar de que te dejo porque a tu reina una pobresa insuperable, y que si una sigue vibiendo acá a la larga se acostrumbraría a comer el reboque de la paré… ¡queesperansa! Me voy, negrO, para ver si al encontrarte solo, triste y abandonado, sin dada más que la guitarra y el perrito companiero que por mi ausensia no comería, te sentás a escribir un presioso tango, en el cual me tratés de todo, diciéndome que soy uan ingrata malbada, una percanta trasionera o lo que a vos te guste, que no me voy a ofender por eso. Todavía, si querés más datos para tu composisión, te comunico que al escaparme del bulíN me voy con un cabaliero que conosí el otro día en el sentrO, el cual de me asercó cuando yo estaba mirando una vidriera, y me dijo: "Usté merecería un tapado de bisontE y un coliar de brillantes, sinpática…", a lo cual yo le contesté: "¿Le parese?..." y como una palabra saca la otro y las 2 laban la cara, a la final quedamos que yo me iría a vibir con él, que me tratará como una reinA, y hasta prometió de comprarme una licuadora para que yo pueda haser jugo en mis horas de ósio… ¿Te das cuenta qué cambio? ¡Adiós negrO, no mechés la culpa de nada y pensá que todo lo hago para que triunfés con una cansión en contra mía… ¡Ha, y apurate que te van a desalojar antes del 30! Se despide de vos, tu tierna conpaniera quescapás de haser cualquier cosa parayudarte, Camila (haora gladiS").


SOBRE LAS OLAS
Bernard M. Richardson
Estados Unidos (1968)

El día anterior la mujer me encargó la compostura del reloj: pagaría el triple si yo lo entregaba en veinticuatro horas. Era un mecanismo muy extraño, tal vez del siglo XVIII, en cuya parte superior navegaba un velero de plata al ritmo de los segundos. Toqué en la dirección indicada y la misma anciana salió a abrirme. Me hizo pasar a la sala. Pagó lo estipulado. Le dio cuerda al reloj y, ante mis ojos, su cuerpo retrocedió en el tiempo y en el espacio, recuperó su belleza -la hermosura de la hechicera condenada siglos atrás por la Inquisición- y subió al barco que, desprendido del reloj, zarpó en la noche y se alejó para siempre de este mundo.


MANOS DIBUJANDO
Yolanda Arroyo Pizarro
Puerto Rico (1970)

El lápiz de carbón se escurre en su mano. Agustina dibuja líneas y líneas. Danza su muñeca con trazo firme sobre el papel. El papel sobre su falda. Los trazos pueden divisarse por la hendija de la puerta. Trazos, música soft rock y trazos. Los senos desnudos se le mueven cada vez que marca un delineado, o un semicírculo, o intensifica los detalles de los nudillos en el esbozo, de los botones de la camisa arrugada por una soga, de las venas sobre la piel del cuello, cuando atenúa los pormenores del puente. Blanco y negro. Gris. El la observa desde la hendija de la puerta, en un escondite que acomoda su secreto hace semanas. Que acomoda su secreto y la vergüenza, acaso compartida. Identifica el bulto de ropa femenino sobre una butaca, de lado a una estiba de libros antiguos de Bierce. El lame sin lengua la piel aún a esa distancia. Aspira todo el espacio que puede recoger entre su cuerpo maduro, arrugado y el de ella inaugural. Poco trayecto si se atreviera, si le diera la gana y abriera la caja para verle las pestañas a Pandora. ¿Sabrá que él la observa? Agustina levanta el rostro por un momento. Luego regresa al dibujo. Tiene la potestad de recrear realidades incomprendidas desde que era más chica y su padre le permitía colorear. Su padre la sentaba en su falda y le pedía que dibujara. Que dibujara y se quedara quietecita, que no se quejara aunque sintiera cosas. No ha pasado tanto tiempo. Entre las figuras dibujadas en el papel va apareciendo de a poco, en rayas grises, un hombre que contempla el rápido del agua discurrir. Tiene los brazos detrás de la espalda; las muñecas sujetas con la soga; otra soga colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza. Agustina también le ha dibujado algunas tablas flojas, en blanco y negro, colocadas sobre los durmientes de los rieles que le prestan un punto de apoyo a él y a sus verdugos. Los verdugos son dos soldados rasos del ejército federal que Agustina ha estampado. Blanco, negro, sombra. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, se halla de pie un oficial del ejército con las divisas de sus combates; estrellas de capitán. Grises, líneas finas y líneas gruesas. Cuando Agustina se detiene a dibujar en más detalle las medallas, el de la hendija se agita, jadea, intenta no hacer ruido mientras su mano se pierde. Desearía también tomar un lápiz, acuclillarse junto a Agustina, rozar su piel mientras comparten el pedazo de papel. Escuchar que ella lo sabe, que lo perdona por antes, por ahora y por más tarde. O que quizás lo disfruta un poco. El personaje del dibujo abre los ojos y escucha cómo corre el agua bajo sus pies. Piensa en que si lograra desatar sus manos, podría soltar el nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza hasta alcanzar la orilla; después se internaría en el bosque y huiría hasta llegar a la casa. El canvas. La hendija. Agustina. Hay un hombre mayor que la observa. Presiona casi hasta perforar el papel. Dibuja con tenacidad. El no está aquí. Atrapa la esencia. Sudan los poros. Vuelve a tomarla de los hombros y la lanza al suelo en un gesto que no sucede. Musita "mi Agustina" con una voz que no se dice. Se coloca encima. Se mueve provocándola y escuchándole decir que no es nada, que no importa, que siempre lo ha sabido y que le da igual. Colgado de la pared hay un Drawing Hands de Escher que les guiña un ojo entre el chasquido de los dedos de ambas manos. Cuando Agustina se estira para delinear los trazos de las sogas, en el dibujo blanco y negro sobre su falda, él vuelve a agitarse aún escondido; aún sin haber salido jadea, intenta no hacer ruido, su mano se sigue perdiendo, recuerda a su niña sobre las rodillas no hace tanto tiempo. Al hombre del papel se le parte el cuello y se balancea de un lado a otro sobre el puente del río Búho.


EL SEÑOR QUE TENIA ALGO EN EL OJO
Jules Jouy
Francia (1855-1897)

Dos señores, correctamente vestidos de negro, se cruzan en la escena. Uno de ellos detiene al otro y cortésmente le ruega que tenga a bien soplarle el ojo. El señor detenido hincha los carrillos y sopla. Sin resultado. Toma un largavista y, como Napoleón en el campo de batalla, atentamente contempla el ojo afectado. Estira hasta el colmo el catalejo para ver mejor, y de paso le pone el otro ojo en compota al señor. Inspección inútil: nada ve. Entonces extrae un taladro de su bolsillo, saca de su órbita el ojo enfermo, y lo observa en todos los sentidos. Ocurrencia feliz: ¡Al fin encuentra! Hace mutis por un momento y entre bastidores se oye, entretanto, un ruido sordo, como el de un gran peso que cae en el suelo; luego le devuelve el ojo al señor. En ese momento, un coche cargado con una piedra enorme y tirado por cuatro robustos caballos pasa por el fondo del escenario. El señor se aleja, dando muestras de alivio. Eso era lo que lo molestaba.


DESTINO
Leonardo Maicán

Venezuela (1967)

Sé que estás perdidamente enamorado de mí. Por eso, cuando la repostera pasó cerca de ti, fingiste una sonrisa dulce, una mirada tierna. Claro, la muy estúpida mordió el anzuelo, dejó a Fucho tirado sobre la mesa y regresó por ti. Grité hasta el cansancio que no lo hiciera, pero ella, como siempre, no escuchó. Entiende, Toño, nunca me has gustado como galán. Eres, además de antipático y fastidioso, un grandísimo iluso. Sabes, al igual que yo, que la gente como nosotros está predestinada a un futuro incierto. Esta noche, después de que bailen y rían y apaguen las velitas, ¿qué nos esperará entonces?, ¿qué vida nos tocará en adelante? Seguramente la pareja de recién casados decida rifarnos entre las invitadas, y la afortunada ganadora decida, a su vez, guardarnos en una linda vitrina. Entonces estaremos juntos, tomados de la mano. Tú sonreirás siempre; yo, sólo cuando alguien nos mire.


EL RETRATO
Jules Renard
Francia (1864-1910)

Con el fin de tomar una posición natural me siento en la forma que acostumbro, alargo la pierna derecha, dejo la izquierda doblada, extiendo una mano y cierro la otra sobre mis muslos, me mantengo derecho y de medio perfil, fijo la vista en un punto y sonrío.
- Por qué sonríe usted? -dice el fotógrafo.
- ¿Es que sonrío demasiado pronto?
- ¿Quién le ha pedido a usted que sonría?
- Le ahorro a usted el pedírmelo. Sé las costumbres. No es la primera vez que me retrato. No soy ya un niño a quien se le dice: "Mira el pajarito". Sonrío solo, anticipadamente y puedo sonreír así durante mucho tiempo. No me fatiga.
- Señor mío -dice el fotógrafo-, lo que usted desea, ¿es un verdadero retrato o una imagen impersonal y vaga de la cual los aduladores no podrán más que decir cortésmente: "Sí, hay algo"?
- Quiero una fotografía -dije- en la que haya de todo, que sea parecida, viva , expresiva, que esté casi hablando, gritando, saliéndose del marco, etcétera, etcétera.
- Quienquiera que sea usted -me dijo entonces el fotógrafo- cese de sonreír. El más feliz de los hombres prefiere hacer una mueca. Hace muecas cuando sufre, cuando se aburre y cuando trabaja. Hace muecas de amor, de odio y de alegría. Sin duda usted sonríe a veces a los extraños y otras al espejo cuando está usted seguro que nadie lo ve. Pero sus parientes y sus amigos no conocen de usted más que un rostro malhumorado y si tiene usted interés en ofrecerles un retrato que yo pueda garantizar, créame usted, haga usted una mueca.