8 de diciembre de 2008

Francis Scott Fitzgerald: "El mejor arte se genera en períodos de riqueza"

Las primeras décadas del siglo XX estuvieron animadas en los Estados Unidos por un impulso vital de particular intensidad -signado por un rápido desarrollo económico- que alcanzó su cima más notoria en los "años locos" (roaring twenties), una época identificada con la música de jazz que prometía a quienes "volaban sin esfuerzo" -según la caracterización de Ernest Hemingway (1899-1961)- la posibilidad de un futuro promisorio. Esa generación buscó una voz que la expresara y la encontró en Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), su cronista más apasionado. El autor de las famosas novelas "This side of paradise" (A este lado del paraíso), "The beautiful and damned" (Hermosos y malditos), "The great Gatsby" (El gran Gatsby), "Tender is the night"
(Suave es la noche) y "The last tycoon" (El último magnate), había empezado a escribir cuando aún iba a la escuela, en Saint Paul, Minnesota, para seguir haciéndolo, más tarde, en Princeton. En 1921, poco después de que la publicación de su primera novela "alumbrara los cielos de la literatura como un encendida explosión de fuegos artificiales", Scott Fitzgerald, joven y seguro de sí mismo, ebrio por su repentino éxito, le dijo a un periodista que nadie debería vivir más allá de los treinta años. En su caso particular, a lo mejor tenía razón. A los veinticuatro años se casó con Zelda Sayre (1900-1948) quien, entre otras cosas, lo inspiró para dar vida a "las muchachas doradas" que poblaron sus novelas. Ricos y famosos, el matrimonio se entregó a todos los excesos y disipaciones que el autor supo retratar tan bien en su páginas más intensas. De Nueva York a la Costa Azul francesa pasando por París, todo era euforia y alegría generosamente alimentada por el licor. Sin ambargo, tras el nacimiento de su hija Frances, su esposa comenzó a manifestar los primeros síntomas de la locura que acabaría por llevarla a la reclusión en una clínica -donde moriría durante un incendio-, en tanto que él se sumergía en una profunda depresión y se debatía preso de sus propias inseguridades. El dinero -una verdadera obsesión para el escritor- comenzó a faltar y, pese a que sus obras eran un éxito de crítica y de público, mientras Zelda iba perdiendo la cabeza progresivamente, él fue cayendo en el alcoholismo. Entre 1935 y 1936 sufrió un colapso físico y psicológico que lo llevó a internarse en el Grove Park Inn, una casa de reposo en Asheville, North Carolina. Allí pasó su cumpleaños número cuarenta solamente acompañado por una maternal y complaciente enfermera que miraba hacia otro lado cuando él acudía a la botella que guardaba en su mesa de luz. Allí también pasó la navidad de 1936, deambulando abatido, con manos temblorosas y el rostro crispado. En ese estado de desasosiego recibió al periodista holandés Michel Mok (1889-1961), un agente teatral que trabajaba para el "New York Post", en cuya edición del 25 de diciembre de 1936 apareció publicada la nota que sigue a continuación.Hace poco ha publicado en "Esquire" un artículo autobiográfico titulado "Pasting it together" (Uniendo las piezas), donde habló de sí mismo como un "plato rajado".

A papaíto le han pasado una serie de cosas. Por eso está deprimido y ha empezado a beber un poquito.

¿Cuáles son esas cosas?

Una desgracia tras otra, y al final se me rompió algo.

En el artículo, entre otras cosas, usted dice que el remedio habitual para alguien que está hundido es pensar en aquellos que están en la indigencia o sufren padecimientos físicos. Textualmente, al hablar de la melancolía, dice: "Nos enfrentamos a esas situaciones tan rápida y descuidadamente como nos es posible, y luego nos refugiamos de nuevo en el sueño, confiando en que todo vuelva a recomponerse por sí mismo merced a alguna milagrosa bonanza material o espiritual. Pero cuando el repliegue persiste y cada vez hay menos esperanza de que se produzca dicha bonanza, ya no aspiramos a que se desvanezca un único pesar, sino que más bien nos convertimos en testigos involuntarios de una ejecución, de la desintegración de nuestra propiedad personal".

Un escritor como yo ha de tener una profunda confianza en sí mismo, una inmensa fe en su buena estrella. Se trata de un sentimiento casi místico, una sensación de que nada puede ocurrirle, nada puede dañarlo, nada puede afectarlo. Thomas Wolfe lo tiene, y Ernest Hemingway lo tenía. Yo lo tuve una vez, pero después de una serie de desastres, muchos de ellos responsabilidad mía, algo le ocurrió a mi sentimiento de inmunidad y perdí pie.

¿Cómo es eso?

Durante mi infancia, mi padre vivía en Montgomery County, en Maryland. Nuestra familia ha estado bastante involucrada en la historia de Norteamérica. El hermano de mi bisabuelo fue Francis Scott Key, el autor de "The Star Spangled Banner". A mi me llamaron así por él. La señora Suratt, que murió ahorcada tras el asesinato de Lincoln porque había planeado el atentado en su casa, era tía de mi padre. Recordará que ejecutaron a tres hombres y una mujer. Cuando tenía nueve años, mi padre cruzaba el río a espías en un bote de remos. Al cumplir los doce pensó que la vida había acabado para él. Tan pronto como pudo se marchó al Oeste, tan lejos del escenario de la guerra civil como le fue posible. Puso en marcha una fábrica de muebles de mimbre en Saint Paul. Sufrió el impacto del pánico financiero de los años '90 y fracasó. Regresamos al Este y mi padre consiguió trabajo como vendedor de jabón en Búfalo. Conservó ese puesto durante varios años. Una tarde, cuando yo tenía diez u once años, sonó el teléfono y lo tomó mi madre. No entendí lo que decía, pero percibí que nos había alcanzado algún desastre. Poco antes, mi madre me había dado 25 centavos para que fuese a nadar. Le devolví el dinero. Sabía que había ocurrido algo terrible y decidí que en ese momento no podía malgastar el dinero. Luego me puse a rezar: "Dios mío, por favor, no permitas que vayamos al asilo". Poco después mi padre regresó a casa. Yo había estado en lo cierto. Había perdido el trabajo. Al salir de casa esa mañana era un hombre relativamente joven, lleno de fortaleza, de confianza. Cuando regresó por la noche era un anciano, un hombre totalmente destrozado. Había perdido su energía vital, su inmaculada pureza. Fue un fracasado el resto de sus días.

Es un recuerdo muy triste...

Por cierto, y recuerdo algo más. Recuerdo que cuando mi padre regresó a casa mi madre me dijo: "Dile algo a tu padre, Scott". Yo no sabía qué decirle. Me acerqué a él y le pregunté: "Padre, ¿quién cree que será el próximo presidente". El estaba mirando por la ventana. No movió ni un músculo. Luego contestó: "Creo que será Taft". A mi padre se le había abierto el suelo bajo los pies y a mí me ha ocurrido lo mismo. Pero ahora estoy haciendo lo posible por empezar otra vez.

¿Cómo?

Comencé escribiendo unas colaboraciones para "Esquire". Quizás haya sido una equivocación. Demasiado "de profundis"... Mi mejor amigo, un gran escritor norteamericano al que llamo mi conciencia artística en uno de los artículos de "Esquire", me escribió una carta muy enfurecido. En ella me decía que era estúpido escribir acerca de cosas tan personales y sombrías.

¿Cuáles son sus planes en este momento, señor Fitzgerald? ¿En qué está trabajando ahora?

En todo tipo de cosas, pero no hablemos de planes. Cuando se habla de proyectos se pierde algo de ellos. Debemos celebrar la Navidad. Mataremos el ternero cebado a tal efecto, o al menos cortaremos el pastel.

Hablemos de los primeros días de su carrera de escritor. ¿Cómo fue que escribió "A este lado del paraíso"?

Lo escribí cuando estaba en el ejército. Tenía diecinueve años. Reescribí todo el libro un año después. También le cambié el título. Originalmente se llamaba "The romantic egotist" (El egoísta romántico). "A este lado del paraíso" es un título precioso, ¿verdad? Se me dan bien los títulos. He publicado cuatro novelas y cuatro volúmenes de relatos cortos. Todas las novelas tienen buenos títulos: "El gran Gatsby", "Hermosos y malditos", "Suave es la noche". Ese es el libro más reciente. Trabajé en él durante cuatro años.

¿Escribió "A este lado del paraíso" cuando estaba en el ejército?

Sí. No fui a Europa. Mi experiencia bélica se redujo casi exclusivamente a enamorarme de una chica en cada ciudad por la que pasaba. Estuve a punto de cruzar el charco. De hecho nos subieron a un transporte y después nos hicieron bajar de nuevo. Fue por una epidemia de gripe o algo por el estilo. Eso ocurrió alrededor de una semana antes de la firma del armisticio. Estábamos acuartelados en Camp Mills, en Long Island. Me escapé a hurtadillas del campamento y llegué a Nueva York, territorio prohibido. Sin duda debía de haber alguna chica por medio. Perdí el tren de regreso a Camp Sheridan, Alabama, donde habíamos hecho la instrucción. Total, que me fui a la estación de Pennsilvania y requisé una máquina y un vagón para que me llevase a Washington y poder unirme a las tropas. Le dije al personal del ferrocarril que llevaba conmigo documentos secretos de guerra para el presidente Wilson. No podía perder ni un minuto. No podía confiárselos al correo. Se lo creyeron. Estoy seguro de que es la única vez en la historia del ejército de los Estados Unidos en la que un teniente ha requisado una locomotora. Me uní al regimiento en Washington.

¿Lo castigaron?

No, no me castigaron.

¿Qué fue de "A este lado del paraíso"?

Es verdad, estoy divagando. Una vez que nos licenciaron viajé a Nueva York. Scribner's rechazó mi libro. Entonces intenté conseguir trabajo en un periódico. Recorrí todos y cada uno de los diarios con las partituras y las letras de los espectáculos del Triangle de los dos o tres años anteriores bajo el brazo. Había sido un personaje importanle en el Triangle Club de Princeton y pensé que eso me serviría de ayuda. A aquellos tipos no les impresionó. Un día me topé con un publicista que me dijo que me olvidase de la prensa. Me ayudó a conseguir un empleo en la agencia Barron Coolier y durante algunos meses escribí eslóganes para los carteles publicitarios de los tranvías. Recuerdo el éxito que tuvo un eslógan que escribí para la lavandería Muscatine Steam de Muscatine, Iowa: "Con Muscatine irá como un pincel". Me subieron el sueldo por aquello. "Puede que sea un poco demasiado imaginativo", me dijo el jefe, "pero está claro que usted tiene futuro en este negocio. Dentro de poco, esta oficina no será lo bastante grande para retenerlo".

¿Y qué pasó después?

Pues que no pasó mucho tiempo antes de que me aburriese hasta la extenuación y alzara vuelo. Volví a Saint Paul, donde aún vivían mis padres, y le propuse a mi madre que me cediese el tercer piso de la casa durante un tiempo y que me abasteciese de cigarrillos. Asi lo hizo, y en tres meses reescribí completamente mi libro. Scribner's aceptó el manuscrito revisado en 1919 y el libro fue publicado en la primavera de 1920.

En "A este lado del paraíso", usted hace que uno de sus principales personajes lance una pulla contra los autores más populares de entonces, algunos de los cuales son aún conocidos, y concluía afirmando que no era de extrañar que escritores ingleses como Wells, Conrad, Galsworthy, Shaw y Benett obtuvieran en Norteamérica más de la mitad de sus ganancias por venta de libros. ¿Qué opina acerca de la situación literaria del país hoy?

Ha mejorado mucho. Todo empezó con Hemingway. En mi opinión, Ernest Hemingway es el mejor escritor en lengua inglesa vivo. Ocupó ese puesto a la muerte de Kipling. Luego está Thomas Wolfe y después Faulkner y Dos Passos. A Erskine Caldwell y a unos cuantos más que llegaron poco después de nuestra generación no les ha ido tan bien. Nosotros fuimos producto de la prosperidad. El mejor arte se genera en períodos de riqueza. Los hombres que llegaron unos años más tarde no tuvieron tanta suerte como nosotros.

¿Ha cambiado de opinión respecto de los temas económicos? Amory Blaine, el héroe de "A este lado del paraíso", predecía el éxito del experimento bolchevique en Rusia y la eventual nacionalización de todas las industrias de este país.

Cielos, aquello fue una auténtica metedura de pata. ¿Recuerda que dije que la publicidad acabaría por destruir a Lenin? Menuda profecía. Se convirtió en un santo. ¿Mis convicciones? Bueno, si me pone entre la espada y la pared, diría que siguen siendo bastante de izquierda.

¿Qué opina ahora acerca de la generación loca por el jazz y la ginebra de cuyas febriles andanzas hizo la crónica en "A este lado del paraíso"? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué lugar han llegado a ocupar en el mundo?

¿Por qué iba a preocuparme por ellos? ¿Acaso no tengo ya bastantes problemas propios? Sabe usted tan bien como yo qué ha sido de ellos. Algunos se hicieron especuladores y saltaron por la ventana. Otros se convirtieron en banqueros y se pegaron un tiro. Otros se hicieron periodistas. Y unos pocos llegaron a ser autores de éxito. ¡Autores de éxito! ¡Oh, Dios mío, autores de éxito!