11 de diciembre de 2008

Entremeses literarios (XXIV)

EL ENCUENTRO
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito. Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zigzag, pero una vez en la meta corrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiados proyectiles, su camino al revés se los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora. De vez en cuando una pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el laberinto. No pueden vivir separados. Esta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca un encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar.


JONAS Y LA BALLENA
Marco Denevi

Argentina (1922-1998)

Jonás hostiga a la Ballena, la insulta, la provoca, le dice que se aprovecha de los peces pequeños pero que es incapaz de devorar a un hombre, la llama arenque, mojarrita y otros epítetos injuriosos. Al fin la Ballena, harta de verse así vilipendiada o acaso para hacer callar a ese energúmeno, se traga a Jonás sin hacerse el menor daño. Una vez dentro del vientre de la Ballena, Jonás empieza a correr de aquí para allá. Profiere ladridos, da puñetazos y puntapiés
en las paredes del estómago de la Ballena. Al cabo de unas horas la Ballena, enferma de náuseas, vomita a Jonás sobre la playa. Jonás cuenta a todo el mundo que permaneció un año en el interior de la Ballena, inventa aventuras heroicas, afirma que la Ballena le tuvo miedo.

Moraleja: si eres grande y poderoso como una ballena y algún Jonás te desafía no lo devores, porque lo vomitarás transformado en héroe.


REPERCUSION
Roberto Perinelli

Argentina (1940)

Soy un adicto lector de diarios, obligado a consumir la droga todas las mañanas, mientras desayuno. Por eso estoy enterado de las noticias del mundo, de, por ejemplo, que la NASA festejó su cincuenta aniversario enviando al espacio Across the Universe, de los Beatles. También es por eso que no me sorprendí para nada cuando un ET (pariente, me dijo), verde, petisito, tres orejas, siete dedos, uno, el del medio, mucho más largo que los otros seis, me paró en la esquina de Diagonal Norte y Maipú para preguntarme dónde quedaba Liverpool.


SANDSTONE
Bret Easton Ellis
Estados Unidos (1964)

Mi madre y yo estamos sentados en su habitación privada del Sandstone, donde ahora reside de modo permanente. Intensamente sedada, tiene puestas las gafas de sol y no deja de tocarse el pelo y yo no dejo de mirarme las manos, bastante seguro de que me tiemblan. Trata de sonreír cuando me pregunta qué quiero para Navidad. No me sorprende el esfuerzo que me cuesta alzar la cabeza y mirarla. Llevo un traje de lana con dos botones y solapas muy marcadas de Gian Marco Venturi, zapatos de cuero con cordones de Armani, corbata de Polo, medias no estoy seguro de quién. Estamos a mediados de abril.
- Nada -digo, sonriendo tranquilizadoramente.
Hay una pausa. La rompo al preguntar:
- ¿Qué quieres tú?
Ella no dice nada durante largo rato y yo vuelvo a mirarme las manos, la sangre seca, probablemente de una chica que se llamaba Suki, debajo de la uña del pulgar. Mi madre se pasa la lengua por los labios cansinamente y dice:
- No lo sé. Sólo quiero pasar una Navidad agradable.
No digo nada. Me paso la hora siguiente examinándome el pelo en el espejo que he insistido en que los del hospital no quiten de la habitación de mi madre.
- No pareces feliz -dice ella, de repente.
- Pues lo soy -le digo, con un breve suspiro.
- No pareces feliz -dice, esta vez con más tranquilidad. Se toca el pelo, nuevamente liso y cegadoramente blanco.
- Bien, pues tú tampoco lo pareces -digo lentamente, esperando que no dirá nada más.
No dice nada más. Estoy sentado en una butaca situada junto a la ventana y a través de los barrotes veo que la pradera de afuera se oscurece, que una nube tapa el sol, pero enseguida recupera su color verde. Mi madre está sentada en la cama con un camisón de Bergdorf's y unas zapatillas de Norma Kamali que le regalé el año pasado por Navidad.

- ¿Qué tal estuvo la fiesta? -pregunta.
- Muy bien -digo, preguntándome a cuál se referirá.
- ¿Cuántas personas había?
- Cuatrocientas. Quinientas -me encojo de hombros-. No estoy seguro.
Vuelve a pasar la lengua por los labios, se toca el pelo una vez más.
- ¿A qué hora te fuiste?
- No me acuerdo -respondo, tras una larga pausa.
- ¿La una? ¿Las dos? -pregunta.
- Debía ser la una -digo casi interrumpiéndola.
- Oh.

Vuelve a hacer una pausa, se coloca bien las gafas de sol, unas Ray-Ban negras que le compré en Bloomingdale's y que me costaron doscientos dólares.
- No estaba muy bien -digo, sin sentido, mirándola.
- ¿Por qué? -pregunta, curiosa.
- Simplemente no lo estaba -digo, volviendo a mirarme la mano, las escamitas de sangre debajo de la uña del pulgar, la fotografía de mi padre cuando era mucho más joven de encima de la mesita de luz de mi madre, junto a una fotografía de Sean y yo cuando éramos adolescentes, con esmoquin, y sin que ninguno de los dos sonría.

En la fotografía, mi padre lleva una chaqueta negra sport cruzada con seis botones, una camisa sport blanca de cuello ancho, corbata, pañuelo en el bolsillo, zapatos, todo de Books Brothers. Está parado junto a uno de los animales que se criaban hace mucho tiempo en la propiedad de su padre en Connecticut, y le pasa algo en los ojos.


UNA MIRADITA AL FUTURO
Roberto Malo
España (1970)

Un hombre dudaba entre casarse o no con su novia de toda la vida, con la que llevaba ya seis primaveras. Para hacerse una idea le pidió a un adivino que le mostrase en su bola de cristal cómo estaría ella al cabo de dos años. La bola le mostró una imagen de su novia con al menos treinta kilos de más. Ante semejante visión, el hombre decidió abandonar a su novia, a su esbelta novia de toda su vida, y ésta, desesperada, sintiéndose morir, rechazada por el amor de su vida, empezó a comer y comer como una loca.


NUEVAS ESTRATEGIAS DE CONTAGIO
Ana María Shua
Argentina (1952)

Desdeñando los modos tradicionales de contagio, se acercará a usted en una reunión social, (por lo general con un vaso de bebida sin alcohol en la mano) y, pronunciando correctamente su nombre (se informan bien, es parte de su estrategia) le extenderá la otra. Usted la estrechará sin sospechar que se trata de un virus: que hoy tan cortés, tan respetuoso, y mañana paseándose como Juan por su casa y hasta reproduciéndose groseramente en su sangre.


LA CHICA DE BILLY
Gordon Jackson
Estados Unidos (1930)

Primero Billy estaba en la balsa, y luego ya no estaba. El sol brillaba contra el agua azul. Carmine lo buscó en los baños, en el puesto de pochoclo donde le gustaba pasar el rato con Camille, y luego por los alrededores del puesto del bañero. Pero nadie lo había visto.
- Si encuentro a este chico... -me dijo Carmine.
Pero yo tampoco lo había visto, qué iba a ver yo desde detrás del mostrador aquel, excepto un pequeño trecho de agua, el sol brillante sobre el gran lago, unos pinos en la lejanía. De cuando en cuando pasaba algún chico, pero a Billy no lo vi ni una sola vez, no podía estar escondido allí, entre los grandes flotadores, debajo de las tablas, para salir de nuevo, una vez terminado su descanso, con el rastrillo en la mano:
- ¿Cómo, señor D'Angelo?, le aseguro que estaba limpiando esta zona exactamente como usted me lo encargó.
Y la verdad es que eso, en él, no me habría extrañado. Pero al cabo de un rato llamaron al comisario y dos sujetos entraron en los baños que quedaban detrás de mí, y se metieron en el almacén, donde yo guardaba las dragas de arrastre, garfios grandes como cabezas. Para entonces ya era muy entrada la tarde. Los del comisario estaban allá fuera, en un bote pequeño, tanteando en torno de la balsa. Las sogas les colgaban por la popa, y entonces llegó la chica de Billy, que aquella tarde iba a bañarse. Cuando oscureció del todo pusieron focos y siguieron buscando.
- Esto es una de sus bromas, como siempre -me dijo la chica de Billy.
Se había sentado encima de mi mostrador y balanceaba las piernas, estaba estupenda, y bien que ella lo sabía. Para entonces ya se había despejado el local casi por completo. Nos fuimos detrás de las hileras de cestos de alambre y allí empezamos a meternos mano. Nadie nos veía, estaba todo oscuro y nos tiramos sobre un montón de toallas húmedas. Ella, sin más, me metió la lengua en la boca. Las toallas despedían un olor agrio. Noté que el vestido de ella tenía húmedos los bordes. En el lago, el ruido del motor cesó de nuevo. De cuando en cuando tenían que parar la búsqueda; algo que se enredaba en las sogas; algas o algún tronco viejo. Pero esta vez no cabía duda alguna de que era Billy. Ni más ni menos que un viejo cabrito, inerte y sin fuerza alguna; le habían pinchado un ojo con uno de los garfios, me contó el ayudante del comisario, pero para entonces yo ya me encontraba muy a gusto, porque me había metido muy, pero muy bien dentro de la chica de Billy, y a ella también le gustaba.


SIN TITULO
Luisa Valenzuela

Argentina (1938)

Con mi manera simple de resolver problemas no siempre me ha ido bien. Ahora mismo, sin ir más lejos, me encuentro internada en una cárcel de máxima seguridad. Reconozco sin embargo que antes viví momentos sublimes: cuando compré el matarratas, por ejemplo, o cuando él comenzó con las convulsiones, tan vistosas.


PATO SABIO
Gabriel Caracciolo
Argentina (1972)

El pato levantó vuelo siendo pato, pero al cabo de tres aleteos dejó de ser pato porque tomó conciencia de sí mismo, de su lugar en el universo, de la naturaleza del tiempo, su finitud y del ritmo cósmico al compás del que se mueve todo lo que se tiene que mover. Pero también despertó al conocimiento de la profunda inutilidad de su sabiduría, al darse cuenta que el cazador que lo tenía en la mira lo iba a llenar de perdigones. Cerró los ojos y se entregó al olvido.


EL CUADRO
Silvia Schujer
Argentina (1956)

Márilin llega a la puerta del fondo y toca el timbre. Un hombre la invita a pasar. La casa está en penumbras. El aire sombrío profundiza el descuido. El paso de los años se desliza desde el techo hasta las maderas del piso. Crujen. Márilin atraviesa la sala. Cuelga el abrigo y la cartera en el perchero. La temperatura es ideal. Se desabrocha la blusa. Se saca los zapatos. Abre el cierre de su pantalón y se lo saca. Lo apoya sobre el sillón. Se quita las medias de nailon. El corpiño, la bombacha, el pañuelo que lleva en el cuello. Rodea su cabeza con los brazos. Los estira. Mientras se suelta el pelo, va directo hacia la habitación. Entra. Busca la colchoneta. La ve sobre el catre. El catre sobre una tarima. La tarima bajo la ventana. Se sienta. El hombre que le abrió la puerta le entrega una taza de té y regresa hacia su puesto de trabajo. Descorre la tela que tapa el caballete. Mezcla colores sobre una paleta. Piensa. Moja pinceles. Después de seis horas, pinta el final. Mira a Márilin. Le sonríe. La llama a su lado. Márilin se levanta. Camina. Se para frente al caballete a ver el cuadro por primera vez. Lo ve. Se ve: está de espaldas junto a un hombre. Ambos mirando el caballete que sostiene una pintura recién concluida. La pintura es la de un hombre de espaldas mezclando colores en una paleta. Frente al hombre, un caballete. El caballete sostiene una pintura sin terminar. La pintura inconclusa es la de una mujer desnuda tomando una taza de té. En el fondo del cuadro hay una ventana. Más abajo, una tarima. Sobre la tarima, un catre. Sobre el catre, una colchoneta. Vacía.