20 de septiembre de 2008

Jean Paul Sartre: "Me gusta que una mujer tenga momentos de profundidad que también sean los míos"

Poco puede ya decirse sobre Jean Paul Sartre (1905-1980), el que fuera una de las más lúcidas cabezas de la intelectualidad europea, el que promovió al existencialismo al rango de mito popular, el que se acercó y alejó del marxismo ortodoxo, el que además de brillante filósofo y escritor, se permitió rechazar el Premio Nobel. Según sus propias palabras, en toda su vida las mujeres estuvieron en el "centro de sus pensamientos". En el reportaje que se incluye a continuación, realizado por la periodista Catherine Chaine, de "Le Nouvel Observateur", el tema único es la presencia femenina en la vida del escritor, desde las "novias de los cinco años" hasta la invariable Simone de Beauvoir (1908-1986) y los "amores contingentes". La entrevista apareció en el ejemplar del 13 de febrero de 1977 del semanario mencionado.Aquellos que están cerca, generalmente se creen obligados a conversar con usted de filosofía, literatura o política... Esta vez me gustaría que me hablara de las mujeres, del lugar que ellas tuvieron y tienen en su vida: dicho esto, tengo la impresión de que usted es también "un hombre con mujeres en su vida"...

Es verdad siempre he querido mucho a las mujeres. Siempre han estado en el centro de mis pensamientos... Sin lugar a dudas, en ellas he pensado más durante mi vida, ya sea cuando era pequeño, como cuando era grande o viejo. Aun cuando pienso en temas que no tienen relación con las mujeres, de todos modos pienso en ellas...

¿Cómo lo explica?

Porque mi familia esencialmente estaba compuesta por mujeres: mi madre, mi abuela, sus amigas. Un sólo hombre, mi abuelo. Niño aún, yo me imaginaba que más tarde iba a estar como él, rodeado de mujeres... Para mí, la mujer era constantemente un elemento de ensueño. Como todos los niños, yo tenía camaradería con los varones y las niñas de mi edad, pero no sé por qué mi abuelo y mi abuela hablaban con placer de "novias" cuando se trataba de niñitas. Y en todas las ciudades donde iba siempre había niñitas. Recuerdo los juegos bajo el quiosco de la música en un jardín de Vichy o en las playas de Arcachon. También, de una niñita que estaba tuberculosa y que pasaba sus días sobre una reposera en su jardín. Yo me quedaba a su lado durante horas. Hasta los nueve, diez años, yo tenía, pues, muchas pequeñas camaradas que para mí eran esposas posibles, porque me "ponían de novio" con ellas. Desde los nueve a los dieciséis, viví en La Rochelle y tuve pocas relaciones con las chicas. Pero en fin, eso contaba mucho a pesar de todo. Y luego, a partir de los dieciséis, cuando volví a París, vi a cantidad de mujeres. Entonces esto se volvió verdaderamente importante para mí. Pero puedo decir que las mujeres han ocupado un lugar muy grande en mi vida desde que tuve cuatro o cinco años, y aún antes, quizás.

¿Rodeado de las mujeres de su familia y de todas sus "novias", usted tenía desde la infancia todo aquello que era necesario para convertirse en un "machista" perfecto?

Por cierto, cuando era niño, yo era machista, dado que consideraba que esas niñitas y las amigas que tendría más tarde estarían siempre organizadas a mi alrededor, ligadas a mí. Por lo tanto, las veía como mis inferiores y yo era el superior. No lo pensaba así pero de todos modos era así. Y sin embargo también las consideraba como mis iguales...

Un machista liberal, en cierto modo...

Sí... La idea de la seducción la había encontrado en los libros y me había atraído desde la edad de seis años: el hombre seducía a la mujer, es decir, para mí, a la niñita de seis años. Esta idea, un poco inventada, por otra parte, un poco estimulada, se me ocurría precisamente cuando tenía cinco años, justo antes de la guerra de 1914. Un hombre interviene en la vida de una mujer y, por su presencia, por las palabras que le dice, por cómo se ocupa de ella, obtiene sus favores de mujer. Eso evidentemente pareciera el tipo mismo del estilo machista... Aunque, en la misma época, existía también la recíproca: la mujer fatal. El seductor y la mujer fatal formaban parte de los mitos de antes de 1914. Y yo asumía esta idea de seducción. Aceptaba con mucho gusto interpretar mi papel, aunque eso supusiera cualidades que no tenía. Una cierta belleza, por ejemplo, que yo creía tener hasta que me cortaron los cabellos pero de la cual yo me sabía privado después. Por lo tanto yo era machista, pero cuando había seducido a la mujer -a quien no sabía lo que le hacía-, en cierto momento ella decía: estoy seducida, y bien, en ese momento comenzaba la igualdad.

A menudo usted dice "las mujeres". Usted habla en plural. Niño y adolescente, ¿no imaginaba una mujer que se habría de convertir en "la" mujer de su vida?

No, porque desde el comienzo yo era polígamo. Siempre pensé que mi vida sexual sería múltiple. Por esa razón fui machista: jamás imaginé una muchacha que habría de convertirse en la única muchacha de mi vida.

Según su opinión, ¿eso se debía a qué?

Sin duda a la educación machista que me habían dado, a la atmósfera machista que me rodeaba. Mi abuelo tenía una vida particular. Se llevaba muy bien con mi abuela pero desde hacía mucho no tenía relaciones sexuales con ella, porque ella las detestaba y se sentía enferma. Entonces, él tenía relaciones con viejas estudiantes de su curso de alemán. Más precisamente, alemanas que venían a aprender francés a París. Me acuerdo de una de ellas que escribía novelas de aventuras. Era muy tonta pero, en fin, se prestaba a las relaciones con mi abuelo.

Y usted, ¿qué pensaba entonces que las mujeres eran capaces de aportarle?

Lo que siempre busqué en la mujer, es a un igual, pero un igual que pudiera suministrarme elementos afectivos, sentimentales. La ternura, el amor, tal cual yo los imaginaba, eran dos personas abrazadas que se besan. Eso era y no podía tenerlo con los varones, porque eran demasiado duros. Las relaciones con los varones, eran trompadas amistosas, no otra cosa. Nada de ternura. Lo que yo encontraba en las muchachas era una atmósfera sentimental e íntima que me había sido dada desde el comienzo en mi familia, por mi madre, por mi abuela y sus amigas. Ese sentimentalismo que florecía con las muchachas era, para mí, lo esencial del sexo. Me figuraba también, adolescente, que protegía a la mujer con quien me paseaba a la luz de la luna contra las empresas abominables de los otros hombres. Pero la idea de la protección desapareció poco a poco. A los veinte años se había terminado. No había ninguna relación entre la idea de pasearme a la luz de la luna y la idea de proteger a la persona con quien me paseaba. Por otra parte, se trataba cada vez menos de paseos a la luz de la luna y cada vez más de lo que pasa entre todos los hombres y todas las mujeres.

Fuera de esas ideas sobre las mujeres que usted tenía, ¿qué ocurría en su vida cotidiana de adolescente?

Nada de importante ni de real. Cuando tenía trece, catorce años, en el liceo de La Rochelle, los varones dignos de ese nombre tenían lo que se llamaba sus "gallinas". Era una expresión poco educada, poco amable pero corriente, que significaba que uno tenía una pequeña camarada que estaba en el liceo de las jóvenes, o en otro lado, y que salía con ella.

¿Salía?

No les hacíamos mucho daño. Supongo que se besaban un poco en los rincones, pero eso no iba más allá. Y uno habla de ello con mucha discreción y pesados silencios que dejaban suponer relaciones mucho más importantes de lo que en realidad eran. Recuerdo que, en lo que a mí me concierne, a los once años, curiosamente yo había comenzado mi vida en el liceo de La Rochelle contando que tenía una amante y que íbamos a los hoteles.

¿Se burlaron de usted?

Sí, por supuesto, no me habían creído y se burlaban de mí. Luego de eso, pretendí que tenía relaciones con la hija de un armador, Lisette. Lo cual no era verdad evidentemente. Por otra parte era una chica muy linda y si dije que tenía relaciones con ella era porque verdaderamente me hubiera gustado tenerlas...

En su libro "Las palabras", usted cuenta que un día, a los siete años, su abuelo lo había llevado a hacerle cortar el pelo y que su madre, su abuela y todos sus allegados entonces se habían dado cuenta que usted era feo. ¿Cómo sintió usted esa fealdad?

Sí, mi abuelo me hizo cortar el pelo. Era muy importante porque mis cabellos eran rubios, bastante lindos, pienso; descendían hasta mis hombros y debían darme una falsa impresión. Si usted quiere, siendo la cara fea, pero el pelo lindo, la cara parecía menos fea de lo que en realidad era. Un día, mi abuelo tomó la decisión, sin consultar a sus mujeres, es decir a su mujer y a su hija, de hacerme cortar el pelo. ¿Qué idea había tenido? No lo sé. En todo caso, estimaba que un varón debía llevar el pelo corto. Me llevó, pues, al peluquero, volvimos al cabo de una media hora y allí estaba el resultado. Todo el mundo miraba esta cara con consternación. Naturalmente, mi madre y mi abuela lanzaron gritos espantosos y decidieron que yo quedaba muy feo. Y efectivamente, aún tengo una foto mía de esa edad, más o menos: estaba muy feo. Todo eso fue como un relámpago. Comencé a comprender que lo que mis bucles adornaban no era tan lindo como ellos. Y luego me quedé tranquilo, hasta los diez años, hasta los diez años y medio, pero, a partir de La Rochelle se convirtió en algo desagradable. La historia de la hija del armador que se había burlado de mi fracaso en parte a causa de mi fealdad. Mis camaradas, que me sabían y me sentían feo, habían hecho de esa cita una especie de burla alrededor de mi fealdad. Dijeron: "Bien, evidentemente eres muy feo". Y ello se quedó en mí, entró en mí.

¿Era muy penoso?

Penoso, sí. Pero no por mucho tiempo.

¿No pensaba que esa fealdad era una ventaja para seducir a las muchachas?

No, verdaderamente no. Quizá porque imaginaba las relaciones con las muchachas como grandes discursos en un banco a la luz de la luna. Entonces, que uno sea hermoso o feo no tiene mucha importancia cuando uno tiene facilidad de palabra.

Y a su cuerpo, ¿usted lo encontraba feo o hermoso?

No me ocupaba de ello. No me molestaba. No era el más fuerte de mi clase, no era el más débil tampoco; como todo el mundo, yo hacía un poco de deportes.

¿Tenía soltura o más bien era torpe?

Más bien me sentía bien. Mi fealdad no me llegaba hasta el fondo de mí mismo, porque ya era muy orgulloso y, en consecuencia, eso era una cosa secundaria. No era hermoso, de acuerdo, pero eso era secundario. Ya quería ser un escritor célebre, muy célebre; entonces la belleza, ¡Dios mío!, a la gente no le importa un bledo que un escritor célebre sea o no hermoso. Lo repito, todo eso era para mí secundario. No era hermoso y basta.

¿Cuándo se enamoró por primera vez?

Tenía dieciséis años, en París. De la hija del conserje del Liceo.

¿Que ocurría en 1920, cuando uno tenía dieciséis años y estaba enamorado?

Y bien, ello dependía de los caracteres. Algunos iban hasta el final, sin duda. Más bien era raro pero, en fin, se podía considerar que había un tercio de los alumnos de 5º año que no eran vírgenes. Más bien un cuarto... Eramos más jóvenes que ahora, casi niños.

Usted fue criado más bien en un medio virtuoso. ¿Se sentía culpable?

¡Ah, no, en absoluto! ¡Nada de culpable! Me las arreglé con mis padres: ya tenía mi libertad.

¿Usted ya había rechazado ese género de tabúes?

Sí. En seguida.

¿Cómo lo hizo?

Primero estuvieron las lecturas. En general, malas. Claude Faffére, gente como esa. Yo leía ese tipo de lecturas en provincia, en las bibliotecas municipales, donde iba a pedir prestado libros. Las relaciones con las mujeres era algo muy prohibido pero, según mi parecer, era una hipocrecía. Pensaba que las verdaderas relaciones con las mujeres debían ser relaciones sexuales completas y que todo lo que yo leía era pura comedia, novela.

Sin embargo, su madre ¿no le había inculcado principios bastante rigurosos?

Sí. En fin, no tan rigurosos porque yo era un varón; pero de todos modos bastante rigurosos.

¿Así que usted habría podido hacer el amor con la hija del conserje del Liceo sin sentirse culpable?

Sí, en efecto, no fui hasta el final sino al año siguiente, mientras aprendía filosofía, con muchachas que encontrábamos en los jardines del Luxemburgo.

Vuelvo a esa idea del casamiento. Aun adolescente, ¿nunca consideró verdaderamente la idea de casarse como todo el mundo?

La idea del casamiento jamás me atormentó, sabe usted. Sin embargo estuve comprometido, en verdad, a los veintitrés años. Había encontrado una chica que era la prima de uno de mis camaradas de la Escuela Normal. Era en Usson-la-Foret, donde había ido a pasar algunos días de vacaciones con dicho camarada y ahí me enamoré -enamoré es mucho decir-, pero en fin, la prima en cuestión, una muchacha de Lyon, me divertía lo bastante. Yo creo que ella necesitaba una pasión y esto fue lo que le hizo exagerar sus sentimientos hacia mí... Los padres veían el lado económico del asunto. ¿Quién era yo? ¿Alumno de la Escuela Normal? Por lo tanto no podía ser un sujeto digno de casarme sino cuando tuviera mi título de licenciado, dos años más tarde. Como ellos querían saber aún más, me hicieron seguir por un detective privado que les dijo que en la Escuela Normal me habían escuchado hablar de mi novia en términos muy desagradables y aún groseros. Evidentemente era falso. Pero ellos se lo habían repetido a mi novia y ella lo tomó muy mal. Entonces le escribí que no se preocupara demasiado por todo eso y que, de todas maneras, seguíamos comprometidos. Y luego, me aplazaron en la licenciatura. Y cuando envié a mis padres para que, de todos modos, hicieran la petición de mano, los padres de la niña les opusieron un no absolutamente definitivo. Cuando mis padres volvieron, me contaron todo y eso me puso en un estado muy extraño. Un estado de real disgusto.

Es posible que en esa época Simone de Beauvoir lo haya visto por primera vez en los corredores de la Sorbona. Ella cuenta que usted llevaba un gran sombrero, que estaba bastante mal vestido y bastante sucio. ¿No había algo de rebuscado en todo ese descuido?

Sí. Y no era el único que estaba así, "descuidado". Nizan, Maheu, y algunos otros, también lo estaban. Pero en fin, Nizan y Maheu eran sucios pero, al mismo tiempo, se vestían con cierta elegancia porque tenían historias de amor más completas que las mías. Sobre todo tenían la suciedad de la mañana. Uno se levantaba y no se lavaba sino un poco. Por ejemplo íbamos con mucho gusto a tomar nuestro desayuno al bar de al lado, al Normal Bar, en camisón, sin lavar, sin afeitar. Nos lavábamos algunas veces, después, durante el día, si las circunstancias se prestaban a ello...

¿Sus amigos tenían historias más completas?

Sí, porque tenían chicas en París, mientras que yo tenía una gran historia en Toulouse con la hija de un farmacéutico que luego se convirtió en la compañera de Charles Dullin. Yo la había encontrado en el entierro de una prima en Thiviers, en la Dordogne, donde iba de tanto en tanto para las vacaciones. Ella se llamaba Simone Jollivet. Seguimos el entierro alegremente porque no estábamos los hombres de un lado y las mujeres del otro, sino mezclados y porque yo estaba con esta joven. Después del entierro, mi tía Helene invitó a una quincena de personas a almorzar. Yo me molestaba con toda esa gente a la que comprendía mal, notables de Thiviers, médicos, notarios, etcétera. Intentaba hablarle a esta joven que también tenía ganas de hablarme pero siempre estábamos tan turbados en nuestra conversación por las presuntas de los médicos y notarios. Entonces, apenas tragamos el café, nos fuimos, la joven y yo, y nos paseamos los dos juntos por los prados de Thiviers. Allí comenzó una relación que duró varios años.

Simone de Beauvoir la describe en sus memorias como una mujer más bien hermosa e inteligente...

Hermosa e inteligente, sí. Pero una inteligencia falseada por todo lo que inventaba, por todo lo que imaginaba. Su vida era una vida imaginaria. Se veía como las hermanas Bronté, por ejemplo. Escribía cositas, novelas, lamentables por otra parte. Sus relaciones con Dullin fueron más o menos terribles. Ella era bastante difícil de carácter. Lo que hacía fáciles las cosas entre nosotros era la distancia. Yo iba de tanto en tanto a Thiviers, ella venía a París. Nuestras relaciones se esfumaron; luego retomé mi relación con ella cuando vivía con Dullin. Yo estaba en la Ciudad Universitaria. Un día, la vi llegar. Estupefacto. No descontento. Retomamos nuestra relaciones pero cesaron rápido.

En una entrevista reciente usted dijo que en esa época consideraba su vida privada como una sucesión de amenidades: mujeres, buenas comidas, viajes, etcétera. Todo aparece en el mismo plano...

Es verdad, pero eso no correspondía realmente a un pensamiento. Era un vago punto de vista que provenía de mis lecturas, de esas novelas donde el hombre seductor tiene un hermoso oficio, escritor por ejemplo. Está en un barco y la mujer de la cabina de al lado se enamora de él.

Pero eso es una visión novelística, mientras que, si le creemos a Simone de Beauvoir, usted demostraba en los tiempos de la Escuela Normal una actitud un poco rústica. Usted detestaba las "hermosas almas" y afirmaba gustoso: "Los hombres no son espíritus sino cuerpos presas de necesidades".

Era una mezcla. Yo era un poco rústico, en la medida en que pensaba que, esas relaciones, habría podido tenerlas con cualquier mujer hermosa. Durante mucho tiempo vi las cosas de esta manera, quizá no hasta las vísperas de la guerra sino hasta los veintitrés o veinticuatro años. Sin embargo, al mismo tiempo quería tener relaciones profundas con las mujeres. El momento del amor no sólo era la luz de la luna y la orilla del mar sino también el momento en que descubría lo que yo tenía de más profundo. Y la mujer también. El sexo no era el elemento predominante. Bueno, servía de impulso, pero era sobre todo esa afectividad tierna que se transformaba en algo muy profundo, en algo que no estaba siempre ligado a la vida sexual, y que hacía que en ese momento cada uno de nosotros fuera él mismo en el fondo de sí mismo. Lo que cada uno de nosotros tenía de incomparable era lo que estaba en juego entre nosotros.

¿Cómo ocurrió su encuentro con Simone de Beauvoir? ¿Sintió de inmediato el lugar que ella iba a tener en su vida?

No de inmediato. Nuestras relaciones comenzaron de una manera extraña. Yo la veía durante los cursos en la Sorbona. Me agradaba. La encontraba simpática. Linda pero mal vestida. Era verdad por otra parte: estaba vestida por sus padres. La veía ir a su curso, volver, exponer. No le hablaba. Su gran amigo era Maheu. Un día me dijo: "Pero, ¿por qué no se ven?" Es decir, ¡cómo ocurre ésto! Y yo la invité a una confitería , en la calle Médicis... Pero ocurrió que Maheu me había hecho una broma. Simone de Beauvoir debía enviar su hermana menor a la cita, así yo estaría obligado a pasar la velada. Lo cual ocurrió sin que yo tuviera la menor simpatía por su hermana menor. Después la tuve, cuando ella se volvió una camarada, pero en aquel momento...

¿Usted estaba furioso?

Yo estaba furioso. Ella llegó diciéndome: "Mi hermana me ha enviado, tuvo que quedarse a causa de no sé qué obligación".

Debió de haber pasado una mala velada.

Pasé una malísima velada. De todos modos me mostré amable porque tenía que hacerlo. Pero estaba descontento, de todos modos. En fin, dos o tres días más tarde, nos encontramos, Simone de Beauvoir y yo: con Nizan, Maheu, Aron y ella habíamos decidido preparar juntos la licenciatura. Esto ocurría en casa, en la Ciudad Universitaria. Pasábamos dos o tres horas con los camaradas estudiando un texto griego o una cuestión de filosofía y luego, Simone de Beauvoir y yo, los dejábamos e íbamos a pasear a través de París. Estábamos todo el tiempo juntos.

¿Se convirtió rápidamente en una relación?

Una verdadera relación tuvo lugar más tarde, en el mes de noviembre, mientras que nosotros nos conocíamos desde comienzos de julio. Pero en fin, no hubo dificultades.

Leyendo las "Memorias" de Simone de Beauvoir, se tiene la impresión de que los sentimientos de ustedes de inmediato fueron recíprocos.

Sí, en seguida, pienso. Nos conocimos mejor durante las grandes vacaciones. Me fui a vivir cerca de su casa...

Y se hizo echar por su padre...

No me hice echar. Un día me vieron sentado al lado de ella en el césped. No estábamos muy cerca el uno del otro, creo, pero en fin, el padre y la madre llegaron muy escandalizados. Les di seguridades de mis sentimientos respetuosos pero no fue bien visto. El padre no me dijo que me fuera, creo. De todas maneras me quedé. Me debía quedar cinco días y me fui en la fecha prevista.

Y, al comienzo del otoño usted firmó un alquiler por dos años...

Sí, era un poco cómico. Usted ve como no proyectaba la posibilidad de una relación para toda la vida y sin embargo ella se convirtió en eso. Pero en seguida la idea ¿tengo relaciones completas con Simone de Beauvoir? ¿Cuánto tiempo va a durar todo esto? Dos años, primero. Y ella misma no encontraba tan mal esa idea del alquiler porque tampoco quería casarse. Y había la posibilidad de prorrogar el contrato.

¿Rápidamente se convirtió en un contrato para toda la vida?

Sí, antes de mi servicio militar.

¿Ello no lo angustiaba? Usted ha dicho que el paso a la edad adulta había sido difícil para usted. ¿Ese compromiso no era un dificultad suplementaria?

No, verdaderamente no. Lo que me angustiaba era ese mundo universitario de una ciudad de provincia que yo descubría: los colegas, sus mujeres, el director. Todo eso me parecía horrible.

"Nunca seremos ajenos el uno del otro, nunca uno llamará en vano al otro". Simone de Beauvoir es quien lo dice en "La plenitud de la vida". ¿Usted nunca sintió eso como una coacción?

¡Ah no, nunca! Jamás sentí como una coacción mis relaciones con Simone de Beauvoir. Bajo ningún aspecto. Nos podíamos prestar cualquier servicio; siempre era en forma espontánea. Sobre todo que, como usted bien lo sabe, casi en seguida habíamos considerado la posibilidad de relaciones con otros.

Ese pacto que ustedes habían hecho -no disimular nada el uno al otro, nada de mentiras, nada de secretos- ¿lo mantuvieron?

Sí. Hasta el final. De tanto en tanto, Simone de Beauvoir se divierte diciendo que yo no le he contado algo, que yo le he escondido un detalle. Pero no es verdad.

¿Usted nunca le escondió algo?

Nunca, nada.

¿Eso es muy importante?

¡Ah, sí! Es muy importante no esconder nada. Aunque a veces me siento tentado, con todo gusto, de esconder cosas a la gente, ser un poco mentiroso. Pero con ella, nunca.

¿Por qué esa verdad a cualquier precio?

Porque nuestras relaciones me parecían superiores en valor, en carácter esencial, a las que yo tenía con otros hombres y otras mujeres en la misma época. Bueno, yo era machista: pero cuando me encontré con Simone de Beauvoir tuve la impresión de tener las mejores relaciones que yo pudiera haber tenido con alguien... Las relaciones más completas. No hablo de la vida sexual y de la vida íntima, hablo también de la conversación o de una discusión a propósito de una decisión importante de la vida. Esas relaciones completas comprometían, pues, la igualdad profunda de las relaciones. Eramos el uno para el otro, iguales... No podíamos concebir otra cosa. Había encontrado una mujer que era igual a lo que yo era como hombre y pienso que esto fue lo que me salvó del puro machismo. La mujer había tomado su verdadero lugar.

Simone de Beauvoir dice que usted era "de la misma especie", que ustedes tenían "signos gemelos en la frente" ¿Sintió eso desde el comienzo?

Ciertamente. En todo caso, llegó muy rápido. No puedo decir que acepté verla cuando Maheu me propuso una cita porque yo había sentido ese parecido. Ni que haya trabajado con ella por eso. Lo hice porque ella era agradable, me agradaba, hacía el mismo trabajo que nosotros. Pero muy rápido, en las conversaciones que teníamos luego de las discusiones filosóficas, cuando nos paseábamos por París, nos comprendimos como particularmente parecidos.

¿Habría podido tener relaciones tan completas con una mujer que hubiera sido escultora o médica, que nunca hubiera hecho filosofía?

No lo puedo decir en absoluto. Lo que le puedo decir, es que de filosofía nunca hablaba con las mujeres que tuvieron relaciones conmigo.

Quizá, pero Simone de Beauvoir era capaz de comprender también la filosofía...

Sí. Yo siempre le hablaba de mi filosofía. Cuando hacía mi servicio militar, por ejemplo, ella venía a Tours para estar conmigo el sábado y el domingo y yo le contaba que, en la semana, había tenido tal o cual idea, que había pensado tal cosa. Era una manera de ponerlas a punto. Con mis camaradas, como Maheu o Nizan, hablaba un poco de mis teorías, como yo decía, pero era un lujo. Un permiso que yo me tomaba con motivo de una velada donde estuvimos particularmente bien. En efecto, jamás le hablé a nadie de mis teorías salvo a ella.

¿Era el final de una soledad?

Era el final de una soledad, sí, que nunca tuve.

Desde el comienzo, pues, habían decidido uno y otro que el amor de ustedes era un amor necesario, pero que cada uno tendría otros amores contingentes. ¿Era realmente evidente?

No recuerdo bien las conversaciones, pero sé que Simone de Beauvoir aceptó eso, tanto para mí como con respecto a ella. Le parecía que más valía tener relaciones con varios hombres en su vida y no quería que sus relaciones conmigo le impidieran tenerlas. Tenía pues la idea plural, de las relaciones con otros. No pensaba que la vida sexual debiera ser únicamente definida por las relaciones con un sólo hombre.

¿Por qué son indispensables otros amores?

¡Porque se tienen otras amistades, otras relaciones con la gente! No hay razón para que haya esa regla primaria que proviene evidentemente del matrimonio y de la Iglesia. En verdad, las relaciones sexuales no están ligadas a ninguna forma de organización social particular. Nuevas relaciones acababan de nacer con Simone de Beauvoir, pero siempre estaba sobreentendido que los hombres debían tener relaciones con varias mujeres. En consecuencia, era necesario que yo mantuviera las dos ideas juntas. Era bastante difícil y, sin embargo, quise mantenerlas y las mantuve. En la mayor parte de los casos, mis relaciones con Simone de Beauvoir fueron relaciones esenciales -y lo son siempre- y las damas que tenían relaciones conmigo permanecían en un plano secundario.

Y las "contingentes", ¿aceptaron ese estado de hecho?

En suma, sí. No estaban muy contentas. No me ocultaba. Le decía a la mujer que comenzaba a ver: hay una mujer que se llama Simone de Beauvoir que es esto en mi vida. Había que hacérselo tragar.

¿Ocurrió que algunas mujeres lo consideraran a usted también como un amor contingente?

Eso no me ocurrió en la época de la cual hablamos. Y si ocurrió más tarde, no me lo dijeron. No me habría gustado en absoluto.

Esa necesidad de diversidad, ¿le parecía absolutamente natural?

Sí, pero al mismo tiempo yo tenía la idea adquirida, nueva, de que tenía una relación esencial y que esa relación era con Simone de Beauvoir.

¿Esencial pero no suficiente?

Era totalmente suficiente en casi todo.

Pero entonces, ¿por qué?

Probablemente porque la relación física en sí misma remite a varias mujeres o varios hombres. Es una relación que no está definida. Usted tiene una relación sexual, bueno, está muy bien, ¿pero con quién? ¿Con una o con quince personas? Nada está dicho en la misma relación sexual. Y además, también, porque, como se lo he dicho, yo pensaba que entre un hombre y una mujer desde el momento en que las relaciones son un poco completas, se alcanza la profundidad. Sea cual fuere, el hombre o la mujer. Y, en consecuencia, la relación muy profunda, única, que me ligaba a Simone de Beauvoir era la mejor, la más alta, pero no impedía que yo pudiera tener también relaciones profundas con no importa qué otra mujer. Y eso suponía, por otra parte, que ella se transformara y me transformara. Es decir, que yo me adaptaba al nivel social o intelectual de la mujer que veía. Si esa mujer tenía una inteligencia no muy desarrollada, pero la relación entre nosotros era profunda, yo mismo, en aquel momento no tenía una inteligencia muy desarrollada y una relación profunda. No desbordaba por la cultura a una persona que hubiera sido un poco menos inteligente que yo, porque era el mundo que ella determinaba el que entonces era el mío. Esa es la relación que tuve con las mujeres. Una relación en profundidad que llega a crear por momentos casi una individualidad, un "nosotros", que no es dos "tú" y que verdaderamente es un "nosotros". Ese "nosotros", lo tuve toda mi vida con Simone de Beauvoir y, en ciertos momentos, durante los cuales yo estaba efectivamente en relación de profundidad con ellas, con otras mujeres. Fuera de esta relación, uno cae en la artimaña, en el cálculo de las que todas las novelas, todas las piezas de teatros están impregnadas y que siempre me han parecido lamentables. Mi relación más frecuente, la más verdadera, la más habitual con las mujeres, es esta afectividad en profundidad que forzosamente no necesita de relaciones amorosas entre una mujer y yo, sino una relación de hombre y mujer simplemente. Y esto ha contado mucho en mi vida.

Esa libertad que usted instituyó, desde el comienzo, en sus relaciones con Simone de Beauvoir, ¿fue fácil de vivir tanto para ella como para usted? Es una pregunta que se puede hacer luego de leer su libro "La plenitud de la vida". Así cuando usted se ve con "M", en los Estados Unidos, ella se pregunta si uno y otro no se volverán extraños...

Creo que en este período hubo un malentendido entre nosotros. Las cosas ocurrieron así: la que ella llama "M" había venido a pasar varios meses en Francia. Durante ese tiempo, Simone de Beauvoir se había ido a Norteamérica, a Chicago, donde se había encontrado con Nelson Algren. A su regreso, nos encontramos en Copenhague, donde pasamos quince días, luego nos fuimos juntos cerca de Fontainebleau. Ese doble cambio, ella, Nelson Algren, yo, "M", había hecho que nuestras relaciones fueran menos fluidas. Pero sólo era un malentendido.

¡Usted habla de malentendido cuando ustedes se contaban todo!

Sí, pero, aún entre los que se cuentan todo, hay momentos en que la tensión es fuerte y entonces no se comprende todo. Contarse todo, no es tan simple. Uno no se cuenta todo, así, en una conversación de dos minutos. Uno cuenta, y luego es mal interpretado. Uno no se da cuenta en el momento...

De lo cual se deduce que Simone de Beauvoir tenía miedo y usted no...

Yo no tenía miedo porque tenía por válido todo lo que ella me decía. No sé si todo eso justificaba que tuviéramos miedo o no... Lo cierto es que ella comprendió mal lo que yo le decía. Me preguntó una noche: "¿Qué significa "M" para usted? ¿Cuenta mucho?". Y, efectivamente, ella contaba mucho en aquel momento. Le respondí: "Cuenta mucho, ¿pero yo estoy con usted o no?" Y esa frase, que no tenía gran cosa de amable, debo confesarlo, sin embargo, estaba dicha con una intención de amabilidad. Una intención de decir: "pero lo verdadero, lo profundo, son nuestras relaciones".

No estaba muy claro...

No estaba muy claro y sin embargo era absolutamente sincero. Pero ella no lo comprendió. Encontró mi respuesta ambigua y durante algunos días, ¡oh, muy poco tiempo! quizá un mes, se quedó con eso. Según mi parecer, es la única vez que tuvimos una discusión.

¿"M" era menos "secundaria" que las otras?

Todo había comenzado más... ¿cómo decirlo?... Porque todo pasaba en los Estados Unidos. Porque ocurría en Nueva York. De ordinario, usted comprende, las mujeres que yo veía compartían el mismo aire y la misma tierra que Simone de Beauvoir. No había esa especie de lejanía. Cuando iba a Nueva York, era un lugar donde Simone de Beauvoir no había ido jamás. Un lugar que ignoraba totalmente. Y allí, yo renacía, de algún modo. Quiero decir que en aquel momento, era como si yo tuviera otra vida, en un mundo completamente diferente, donde las gentes hablaban otra lengua, tenían otras ideas, otros puntos de vista como referencias. Era un mundo un tanto aparte, donde yo me sorprendía vivir. Eso creaba algo así como una vida paralela. Entonces, naturalmente, esta impresión era fuerte cada vez que yo estaba en Norteamérica y que veía a "M". En Francia no era lo mismo; yo encontraba de nuevo el aspecto ordinario de las cosas, es decir, la superioridad absoluta de Simone de Beauvoir.

¿Y cuando Simone de Beauvoir veía a Nelson Algren, nunca se sintió celoso?

Jamás. Al contrario, sentía simpatía por él.

¿Los celos son sentimientos que usted ha ignorado siempre?

En general, sí.

¿Y en particular?

¡Oh, a veces he tenido un poco de celos! No con respecto a Simone de Beauvoir. Los celos aparecían más bien como sentimientos secundarios que yo podía permitirme con otras mujeres. Pero con Simone de Beauvoir, estimaba que nuestras relaciones eran tales que aun una aventura con un hombre como Nelson Algren no me concernía. Lo que por otra parte es muy fatuo.

¿Usted estaba muy seguro de sí mismo?

Estaba seguro de mí y de una manera desagradable, pero eso nos facilitó las cosas. Jamás hubo discusiones entre Simone de Beauvoir y yo a propósito de sus amores secundarios. Porque los consideraba como íntegramente secundarios, sin preocuparme de lo que podría sobrevenir en dichas aventuras. Sabía que yo allí no podría hacer nada.

Esta relación que usted tiene con Simone de Beauvoir, ¿piensa que puede ser vivida por muchas parejas? ¿Cuáles son las condiciones para tener éxito?

Ante todo, cierto parecido entre las culturas del hombre y de la mujer. Si uno de ellos tiene una cultura superior a la del otro, puede inspirarse en esta cultura para justificar esta organización -una persona superior y las otras inferiores-, pero el otro no lo comprenderá. Dichas ideas germinan en una cabeza a partir de una cultura novelesca o filosófica definida, por lo tanto es necesario que el otro tenga la misma cultura, que pueda arreglárselas con los mismos elementos culturales. Yo pienso, por lo tanto, que la primera cosa es una igualdad de las culturas. Y la misma cultura. Que cada uno pueda expresarse, hacerse comprender en un mundo cultural que es suyo, que les pertenece a los dos. Hay que ver el mundo de la misma manera. La segunda condición es que hay que darse cuenta que las relaciones que usted tiene con el otro son superiores a las que usted tendrá con todos los otros.

¿Está usted seguro que no podía haber dos o tres amores necesarios?

Sólo podía haber uno. No tenía sentido tener dos Simone de Beauvoir. Por otra parte, de ellos habría sacado mal provecho. Habría dividido. No habría comprendido. Si usted le da todo a una persona y luego, todo a una segunda, ellas no lo tomarán de la misma manera, y usted estará constantemente en contradicción consigo mismo.

Esta organización -un amor principal y amores secundarios- hizo que su pareja con Simone de Beauvoir durara toda la vida. ¿Qué agrega la duración?

Agrega enormemente, porque una pareja, en cierto momento de su vida, tiene cierta visión de las cosas, de los acontecimientos y de las personas que la rodean. Diez años después, un montón de cosas han cambiado. Eso significa simplemente que usted ha cambiado. Si usted ha cambiado solo, al azar, usted tendrá una nueva manera de ver las cosas que será diferente de la antigua, pero eso es todo. Si usted vive con otra persona, podrá intentar establecer entre los dos lo que ha cambiado: cómo usted veía las cosas, cómo era, diez años antes, tal amigo, tal camarada, tal aventura, tal acontecimiento. Hacer una especie de análisis de fondo, restaurar un poco las cosas; limpiar lo que no estaba limpio sólo es posible con otra persona. Y es necesario que esta persona tenga una relación sexual con usted, dado que habrá cosas que serán sexuales, otras estarán ligadas a lo sexual sin serlo. Por lo tanto, hay que encontrar esta unidad de ideas que hace que nosotros nos comprendamos al cuarto de palabra, Simone de Beauvoir y yo.

Cuando usted dice que, en el amor, se da lo más profundo de uno mismo, ¿qué quiere decir exactamente?

Y bien, con Simone de Beauvoir es toda la vida. La escritura, evidentemente. A menudo he dicho que nos gritábamos como unos malvados. Cada uno juzga severamente la escritura del otro, las faltas, las tonterías, etcétera. En lo que me concierne, encontraba muy justos los consejos de Simone de Beauvoir. Ella también, creo. Pero nos los dábamos con un tono de enojo; en parte bromeando. Así era pues, pero también era la vida cotidiana. Eran las perpetuas reflexiones sobre lo que pasaba ante nuestras miradas, en la terraza de un café, la gente que pasaba, las mujeres o los hombres. Y además, las cosas de la vida. Lo que le ocurría a cada uno de nosotros dos. Nuestras obligaciones. Nuestros conocidos personales. Todo eso lo poníamos en común. Y aceptábamos el juicio del otro. Por ejemplo, cuando yo le preguntaba a Simone de Beauvoir por alguien a quien yo conocía, su juicio lo transformaba ante mis ojos. El juicio de cualquier otro no hubiera podido hacerlo. Simone de Beauvoir no diría nunca sin un motivo preciso: "Es alguien que lo perjudica, no tenga relaciones con él". Pero en fin, ella puede modificar fuertemente mi juicio. Lo cual ocurrió a menudo y las gentes que continuamos viendo los dos juntos son gentes que nos agradan a los dos. Sabemos lo que representan para los dos, su relación con nosotros desde el punto de vista de la política, de sus intereses en la vida, de cualquier otra cosa. Cuando decimos: "Fulano haría esto si le dijéramos eso", no es el uno o el otro quien lo dice sino los dos. De manera que nuestras relaciones presentes son el fruto de experiencias de las que estamos seguros. Los pequeños descubrimientos actuales se agregan a toda una experiencia que ha sido formada entre los dos, sobre el conjunto de las cosas y del mundo.

Esta experiencia común, a menudo ha sido hecha al precio de discusiones, de confrontaciones... Si ustedes son iguales, también son muy diferentes.

Por supuesto. Cada uno de nosotros va en su dirección. Por ejemplo, Simone de Beauvoir tiene su terreno particular, que es el de las mujeres. Es un terreno en el cual nunca he penetrado. He leído "El segundo sexo" al mismo tiempo que lo escribía y le hacía críticas dado que nos las hacemos siempre. Leemos para criticar, para dar más fuerza al libro. Pero las críticas que yo le hacía podían ser: "Aquí, ésto no es lógico porque allá usted ha puesto ésto". Se trataba, pues, de críticas formales. No de críticas interiores. Si ella descubría alguna cosa de su condición femenina, en ella, o en las otras, yo no tenía nada que decir. En cambio, podía cometer un error de lógica como todos lo hacemos. Entonces, yo se lo decía. E igualmente lo que yo encontraba bien o menos bien escrito. Como Simone de Beauvoir critica así todas mis obras, yo también criticaba todas las suyas.

Cuando Simone de Beauvoir habla de las relaciones de usted con "M", uno tiene la impresión que "M" caminaba con el mismo paso suyo, que sentía las mismas cosas en el mismo momento... No había confrontación, según parece, sino más bien una armonía... Es una forma de pareja...

Cuando se dice que alguien tiene los mismos gustos que usted, hace las mismas cosas, nunca es totalmente justo. Cuando se tienen demasiado las mismas ideas, cuando se dicen las mismas cosas, uno en el fondo es muy diferente. Que existe un aparte de comedia que no está descubierta. Yo no quiero decir que "M" era una comediante, pero había una parte de comedia entre ella y yo.

Imagínese usted que no haya conocido a Simone de Beauvoir, o que ella lo haya dejado al cabo de diez años, o que usted la haya dejado, ¿su obra habría sido diferente?

Ante todo, primera cosa, ella no me podía dejar al cabo de diez años así como yo no la podía dejar. ¿Si yo no la hubiera encontrado? Y bien: todas las obras que yo escribí antes de conocerla contaban ya con las ideas esenciales que más tarde he desarrollado. En "La náusea", por ejemplo, la idea de contingencia, la idea de náusea ya estaba en mí, y yo no conocía a Simone de Beauvoir. En consecuencia, es verdad que hay toda una parte de lo que yo había escrito que habría escrito, puesto que los elementos estaban. Ahora bien, ¿los habría escrito como los he escrito?, no lo sé. Es ahí en que interviene su importancia.

¿Puede usted mesurar esa influencia?

Por cierto, el hecho de vivir juntos, de hacer experiencias juntos, tiene una importancia capital. Con experiencia uno escribe. Cuando se las hace a dúo, el otro interviene. Sin Simone de Beauvoir, no habría tenido las mismas experiencias y yo hablaría de ellas con menos detalles, con menos particularismos. Una de las cosas que me han reprochado, erróneamente en mi opinión -por el contrario estimo que es una cualidad en mí-, es de ligarme demasiado, en un libro filosófico, a los ejemplos particulares. De describir una conducta, un acto, una vida de hombre como ejemplo de una teoría filosófica. Se dice: "El va hacia el incidente, hacia la anécdota, no se eleva a lo general". Y bien, eso tiene una cierta relación con Simone de Beauvoir. Porque nosotros encaramos los acontecimientos que nos rodean, las anécdotas a las cuales estamos mezclados, o que nos relacionan como ejemplos de tal o cual cosa que escribimos.

La libertad y la independencia que ustedes han preservado, el uno con respecto al otro, ¿verdaderamente impidieron que sus relaciones degeneraran en costumbre?

¡Ah, sí!; es evidente: nos pusimos a regímenes tan variados...

¿La costumbre es inevitable en una pareja clásica?

Pienso que sí. Inevitable.

¿Simone de Beauvoir lo sorprende a usted todavía? ¿Y usted, la sorprende?

No sé si yo la sorprendo... Usted sabe, cuando uno se conoce bien, eso representa tantas discusiones que se han tenido, olvidado, tragado, retomado, etcétera.

¿Dónde está lo imprevisto en todo eso?

Creo que, ni el uno ni el otro, pensamos verdaderamente en lo imprevisto. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

Simone de Beauvoir ha explicado largamente en sus libros por qué no había querido tener hijos. Y para usted, ¿cuáles eran sus razones?

Es simple: desde la edad de nueve años yo quería ser un gran escritor. Usted me dirá, un gran escritor puede tener hijos. No digo que no, pero si verdaderamente tiene la idea de hacer cosas que duren, y por consecuencia, escribirlas para durar, tiene la impresión, cuando es joven, que no le dará a su familia el mismo género de sentimientos que un hombre que tiene una existencia menos "importante".

Así, es por escrúpulos...

Sí, un poco... Los hijos no habrían sido mi preocupación esencial, dado que mi preocupación esencial habría sido siempre la obra que hacía.

Y si usted hubiera tenido un hijo, ¿qué habría preferido?

Una hija, por cierto. Sin duda a causa de sentimientos un poco incestuosos que siempre existen en un padre por sus hijas.

Olvidemos la familia... ¿Las mujeres de su vida, cómo las encontró usted? ¿Usted dio el primer paso o más bien fue solicitado?

No pienso haber sido muy solicitado. Soy yo quien da el primer paso. Pero cuando lo doy, es porque me parece que tengo una posibilidad y, en efecto, es raro que lo haya dado sin que lograra un resultado.

¿Y le ocurrió que lo rechazaran?

Una vez, no más. Usted sabe, las relaciones entre hombres y mujeres son tan complicadas... El hecho de ser aceptado al comienzo, sólo es el comienzo; hay en seguida montones de otras aceptaciones o rechazos que son mucho más importantes.

¿Qué es lo que más le atrae en una mujer?

Lo que yo conocía de ella y de su físico. Su físico y su encanto. Yo veo una mujer en un restaurante o en un café, y ella me agrada por su rostro y su cuerpo, por lo que ella dice, por las perspectivas que eso abre. Ella dice: "yo querría hacer esto, yo querría hacer aquello" y yo pienso que si la conociera, sería divertido hacerlo con ella. Usted ve, nada de extraordinario, ni muy especial.

En el film sobre usted ("Sartre por él mismo", de Alexandre Astruc y Michel Contat), usted dice: "El ideal es ser cualquiera". Ahora bien, todas las mujeres que lo han rodeado más bien eran lindas...

Y bien, lo confieso: pienso que para que las relaciones sexuales tengan un verdadero sentido, en la mayoría de los casos, es necesario que la mujer tenga algo que, físicamente, atraiga al hombre. Llamémosle a eso, "lo bonito", si usted quiere; puede ser otra cosa. Hay mujeres que no son lindas pero que tienen encanto. Es una respuesta muy poco feminista la que le acabo de dar pero, desgraciadamente, es un hecho. Entonces, ¿qué le ocurre a las otras mujeres, a aquellas que no atraen? Y bien, en lo que a mí me concierne no tengo respuesta, pero el problema no debe ser ignorado. Y tengo la impresión de que las feministas lo dejan un poco de lado.

A menudo usted ha dicho que se encontraba más bien feo. ¿Usted piensa que ello es menos molesto para un hombre que para una mujer?

No pienso que sea muy importante. En fin, por supuesto, si uno tiene un ojo en medio de la boca, es un poco molesto. Pero una fealdad, aun caracterizada -usted ha dicho que yo me encontraba más bien feo, es muy gentil; yo me encuentro muy feo- y bien, aun la fealdad caracterizada, no es molesta.

¿Aún en las relaciones sexuales?

Aún. Porque las relaciones amorosas son una totalidad donde la persona, su cuerpo, son vistos de una manera muy diferente de lo que serían si se los viera de otro modo.

¿Usted le asigna importancia a la elegancia?

Ninguna, para mí en todo caso.

¿Usted se viste no importa cómo?

No del todo. Hay cosas que me agradan o que no me agradan; pero eso no tiene relación con la elegancia.

¿Y eso nunca ha sido para usted una manera de expresarse?

No, porque, justamente, está la relación con la fealdad. Si uno es feo, uno sigue siendo feo, sea lo que sea lo que se ponga encima. Ciertas gentes pueden ser feas y arreglarse un poco. No era mi caso. Yo intenté un poco imitar las elegancias de Paul Nizan cuando era joven, pero me hacían ver que aquello que le sentaba a él no me sentaba a mí. Y además, allá por 1968, bruscamente dejé de usar cuellos, corbatas, trajes y llevo cosas así. No es para ser más elegante, es porque, justamente, encontraba que era lo que yo necesitaba. Los cuellos postizos me irritaban, me abrumaban, también las corbatas...

La mayoría de la gente que lo rodea son mujeres. ¿Por qué prefiere usted su compañía?

Porque siempre me gusta lo que dice una mujer, lo que hace. Aun si es muy fea y aun cuando diga tonterías, me da lo mismo.

¿Por qué?

Me gusta su sensibilidad, su manera de ser. Me gusta la profundidad de su conversación. Ellas toman las cosas como tienen que ser, sin relación con un oficio o con una tarea. Por supuesto, las mujeres que se ganan su vida están un poco influenciadas por su oficio. Pero, de todos modos, uno tiene siempre la impresión que las cosas exteriores se presentan a ellas de una manera nueva. Una mujer siempre ve mejor las cosas y las gentes. Ella advierte en seguida una cierta forma, un cierto gesto que caracteriza a alguien, que revela algo de él y es capaz de expresarlo. Usted no tendrá nunca eso en la conversación de un hombre.

¿Ellas comprenden mejor a los otros?

Mucho mejor. Escuche a un padre y a una madre hablar de su hijo, y bien, la madre hablará de él mucho mejor que el padre. El padre habla a menudo en función de principios que no ha rechazado, que ni siquiera ha analizado, que le vienen de sólo Dios sabe dónde... La madre, por el contrario, cuando se trata de los estudios del hijo, aunque no conozca muy bien la materia escolar en la cual el niño es juzgado, a pesar de todo, comprende la actitud del profesor, lo que quiere decir tal o cual apreciación... Y yo hablo de las relaciones con los niños, también habría podido hablar de las relaciones de una mujer con su marido o su amante: a menos que ella no quiera hacerse la original, la manera como la ve, como habla, es mucho más fina, más verdadera psicológicamente que lo que un hombre dirá sobre su amante...

¿Y la ternura? ¿Ha ocupado un gran lugar en su vida?

La ternura es una manera de ser: es a la vez la ternura que uno recibe y la ternura que uno da. Las dos se ligan y sólo existe una ternura general, dada y recibida a la vez. Esos momentos de ternura son para mí los momentos fuertes de la vida. Por supuesto, los momentos de lucha, de triunfo, en los dominios asexuados como la política o la literatura, cuentan mucho también para mí, pero los momentos de ternura representan los momentos esenciales de mis relaciones con las mujeres, es decir de mi vida. El intercambio intelectual, por el contrario, salvo con Simone de Beauvoir, me interesa bastante poco, juega un papel muy menor en mis relaciones con las mujeres.

¿Le gusta a usted transformar a las mujeres que están en su vida?

¿Transformar? Sí, me gusta transformar. Yo no sé si lo logramos verdaderamente, creo que lo logramos un poco. Hubo un tiempo, por cierto, en que yo pensaba que alguien se transformaba en lo que uno quería, lo cual es completamente falso. Ahora, yo pienso que, en la medida en que uno las transforma, uno ayuda a las gentes a volverse lo que ellas son. Por ejemplo, las gentes tienen fobias, temores, miedos, pequeños delirios livianos; todo el mundo los tiene pero, si uno vive con otro, al otro le corresponde hacer pasar todo eso. Algunos se reirán y dirán que sólo el psicoanálisis es capaz de quitar el fondo de todo eso. Personalmente, yo creo que cuando se vive entre dos, cada uno puede ser el psicoanalista del otro. Pienso que no es necesario pasar por el freudismo o el lacanismo. Si una pareja existe realmente, principal o secundaria, debe haber una posibilidad entre ellos de alcanzar un fondo donde todas esas cosas se disipen.

¿Se siente usted responsable de las mujeres con las cuales mantiene relaciones?

Tal vez sea un resto de machismo pero no siempre he sentido una gran responsabilidad con respecto a las mujeres con las cuales tenía relaciones. Responsabilidad en las relaciones sentimentales, es evidente, pero también responsabilidad en la vida en general. Por el oficio. Por el dinero. Si yo puedo ayudar a una mujer, la ayudo. Y sé que eso no está muy bien visto actualmente, sobre todo por el dinero. Como se lo he dicho, me gusta que una mujer tenga momentos de profundidad que también sean los míos. Que ella aparezca en esos momentos como integramente para mí, así como yo soy totalmente para ella. Por lo tanto, si yo puedo ayudarla en otro plano además del sentimental, si yo puedo ayudarla a que se gane su vida encontrándole un oficio interesante o si le doy dinero porque no lo tiene, y bien, me gusta hacerlo. Para mí, eso no significa en absoluto "mantenerla", es ayudar a que alguien que no es totalmente lo que debería ser se desarrolle. A menudo, me gusta que las mujeres, al menos durante cierto tiempo, le deban todo lo que les permita vivir, a una relación conmigo. Y esto es exagerado, lo sé. Yo no debería ser así. Reconozco que esto es machismo. Hay que poner su tiempo y su dinero a disposición de las mujeres que uno ama. Pero no es necesario que el dinero que se da casi impida al otro ganárselo por sí mismo. Hay que dar dinero si a uno se lo piden...

¿Le ha sucedido alterar sus horarios de trabajo por una mujer?

Al comienzo, durante ocho días. Nunca más tiempo.

Cuando se sabe la importancia de las mujeres en su vida, uno se imagina que su ausencia -la soledad- le debe parecer a usted la peor de las cosas.

Absolutamente. Desde ese punto de vista, el año en que hice la guerra y al año siguiente, en que estaba prisionero, fueron desagradables. Yo tenía relaciones con mujeres, con Simone de Beauvoir y otras, y las pude mantener por carta mientras duraba la guerra; pero después, cuando caí prisionero y cuando las cartas no pasaban, yo debía contar con su paciencia, con su afecto. El afecto de Simone de Beauvoir contaba mucho, pero de las otras, por un montón de razones, no estaba seguro. Estaba muy molesto con todo eso. En el campo de concentración de Treveris, yo llevaba la vida de todos. Estaba en la sección teatro y hasta escribí y monté una pieza para Navidad. Tenía por lo tanto una actividad que me interesaba pero me faltaba el resto. Por cierto mucho más que a muchos de aquellos que estaban en la misma situación que yo.

¿Era esa atmósfera de ternura lo que más le faltaba?

Sí, esa atmósfera. Si yo no le he dado realmente en mis novelas, probablemente es porque ella era demasiado mía para que tuviera ganas de echarla en el papel.

Y entre las heroínas de la literatura o de la historia, ¿hay algunas que usted ama y otras que detesta?

Las más célebres, Madame de Sevigne, Madame de Staël, George Sand, verdaderamente, no tengo una gran simpatía por ellas. Además de éstas, yo diría que todas las mujeres históricas o literarias me interesan. En particular las mujeres de Stendhal me gustan mucho. Stendhal es el escritor que mejor ha descripto a las mujeres, como son, virulentas, apasionadas, seguras de su poder y de su derecho. Sabiendo que pueden hacer lo que han decidido hacer. Anticipándose a lo que era una mujer de su tiempo. Yo encuentro, por ejemplo, que la Sanseverina es una mujer notablemente descripta. Es muy seductora. Y luego me gusta la abadesa de Castro, esa mujer que se enamora de un gran ladrón. Ella es un poco Julien Sorel y Lucien Leuwen y comprende el mundo. Tiene un sentido del mundo.

Cuando usted se imagina los años que vendrán y piensa que uno de los dos, Simone de Beauvoir o usted, morirá antes que el otro, ¿preferiría que fuera ella o usted?

No lo sé. Sé que sin mí, ella será muy desgraciada. Yo también, sin ella. No lo sé.

Si tuviera hoy veinte años, ¿querría vivir la misma vida?

¿Por qué no? Sí, lo pienso. Por cierto, no abandonaría a Simone de Beauvoir, sería lo esencial, y luego también tendría aventuras secundarias. Es decir, sería igual.

¿Piensa que el hecho de haber encontrado a Simone de Beauvoir fue para usted una suerte excepcional?

También hubo entre nosotros una cuestión de suerte, por cierto. Ello es, en efecto, el haber podido construir relaciones tan profundas y tan verdaderas y de las que siempre estuvimos seguros de haber compartido. Eso no quiere decir que estábamos seguros de que el otro pensara las mismas cosas, pero estábamos seguros que el otro entraba en un problema en el mismo nivel. Simone de Beauvoir puede pensar en forma diferente a la mía o basta estar en contradicción con lo que yo pienso pero en un nivel donde realmente la contradicción puede existir.

En definitiva, ¿las mujeres lo hicieron feliz?

Ellas, sobre todo me dieron una felicidad. Las mujeres pocas veces me hicieron infeliz. A veces, cuando las cosas no tenían éxito. Pero en general me hicieron feliz. Hoy no soy desgraciado y pocas veces lo he sido.