4 de agosto de 2008

Truman Capote: "El estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista"

En 1968, Truman Capote (1924-1984) se había mudado a una casona en Brooklyn Heights y gozaba de un inmenso prestigio producto de su última obra publicada, "In cold blood" (A sangre fría), que permaneció casi ocho meses en la lista de los libros más vendidos del "New York Times". En aquella mansión de estilo victoriano recibió a la periodista Pati Hili, con quien mantuvo una prolongada charla que iba a ser publicada al año siguiente en México bajo el título "El oficio del escritor" por Ediciones Era. En Sudamérica apareció formando parte de un tomo titulado "A propósito de Truman Capote y su obra" (Ediciones Norma, 1991).


¿Cuándo empezó usted a escribir?

Cuando tenía diez u once años y vivía cerca de Mobile. Tenía que ir a la ciudad todos los sábados, para ver al dentista, e ingresé en el Sunshine Club que había sido organizado por el "Mobile Press Register". El periódico tenía una página para niños que patrocinaba concursos literarios y de dibujo. Todos los sábados por la tarde había una fiesta con refrescos gratis. El premio en el concurso de cuentos era un pony o un perro. Yo estaba loco por ganarme uno de los dos, ya no recuerdo cuál. Había venido observando las activi­dades de unos vecinos que no se traían nada bueno entre manos, y escribí una especie de novela en clave titulada "Old Mr. Busybody" y la sometí al concurso. La primera entrega fue publicada un do­mingo, bajo mi nombre verdadero: Truman Streckfus Persons. Sólo que alguien de repente se dio cuenta de que yo estaba presentando un escándalo local en forma de novela y la segunda entrega nunca apareció. Naturalmente, no gané ningún premio.

¿Estaba usted seguro, en aquel entonces, de que quería ser escritor?

Sabía que quería ser escritor, pero no estuve seguro de que lo sería hasta los quince años más o menos. Ya había empezado, con poca modestia, a enviar cuentos a las revistas populares y a las literarias. Ningún escritor, por supuesto, olvida jamás su pri­mera aceptación; pero un buen día, cuando yo tenía diecisiete años, recibí la primera, la segunda y la tercera en el correo del mismo día. ¡Ah, créamelo usted, eso de saltar de alegría no es una simple frase!

¿Qué escribió usted primero?

Cuentos. Y mis ambiciones más firmes giran todavía alrededor de ese género. Creo que el cuento, cuando es explorado seriamente, es el más difícil y el más riguroso de los géneros en prosa existentes. Todo el control y la técnica que yo pueda tener se lo debo enteramente a mi adiestramiento en ese género.

¿Qué significa exactamente "control" para usted?

Significa mantener un dominio estilístico y emocional sobre el material. Llámelo preciosismo si gusta y mándeme al demonio, pero yo creo que un cuento puede ser arruinado por un ritmo defectuoso en una oración -especialmente al final- o por un error en la división de los párrafos y hasta en la puntuación. Henry James es el maestro del punto y coma. Hemingway es un parrafista de primer orden. Desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf nunca escribió una mala oración. No me propongo implicar que practico con éxito lo que predico. Lo intento, eso es todo.

¿Cómo se llega a dominar la técnica del cuento?

Puesto que cada cuento presenta sus propios problemas técnicos, obviamente no se puede generalizar acerca de ellos sobre una base de dos-más-dos-son-cuatro. Hallar la forma correcta para un cuento es sencillamente descubrir la manera más natural de contarlo. El modo de probar si un escritor ha intuido o no la forma natural de su cuento consiste sencilla­mente en esto: después de leer el cuento, ¿puede uno imaginárselo en una forma diferente, o silencia el cuento la imaginación de uno y parece absoluto y definitivo? Del mismo modo que una naranja es definitiva, algo que la naturaleza ha hecho de la manera precisamente correcta.

¿Hay recursos que uno pueda utilizar para mejorar la técnica?

El único recurso que conozco es el trabajo. La creación literaria tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, al igual que la pintura o a la música. Si uno nace conociéndolas, magnífico. Si no, hay que apren­derlas. A continuación hay que reordenarlas a conve­niencia de uno. Aun Joyce, el más radical enemigo de las reglas entre nosotros, era un artífice consumado; pudo escribir "Ulyses" porque escribió "Dublinenses". Hay demasiados escritores que parecen pen­sar que escribir cuentos no es más que una manera de ejercitar la mano. Bueno, en esos casos es seguro que lo único que están ejercitando es la mano.

¿Recibió usted muchos estímulos en esos primeros tiempos? Y si los recibió, ¿de quiénes provinieron?

La respuesta es un nido de víboras de negativas y unas cuantas afirmativas. Mire usted, no totalmente, pero sí en gran medida, mi infancia transcurrió en regiones del país y entre personas que carecían de toda actitud cultural. Lo cual probable­mente no fue malo, a la larga. Me endureció desde muy temprano para nadar contra la corriente. Naturalmente, en ese medio, yo era considerado un tanto excéntrico -lo cual era bastante justo- y además estúpido -lo cual resentía adecuadamente-. Bueno, finalmente, cuando tenía unos doce años, si no recuerdo mal, el director de la escuela a la que asistía visitó a mi familia y le dijo que en su opinión, y en la de los demás maestros, yo era subnormal. Pensaba que lo sensato y humanitario era enviarme a alguna escuela especial para chiquillos retrasados. Aparte de lo que hayan pensado en su fuero interno, mis parientes se dieron oficialmente por ofendidos y, en un esfuerzo por probar que yo no era subnormal, me mandaron sin pérdida de tiempo a una clínica de estudios psicoanalíticos en una universidad del Este del país, donde me examinaron el Cociente de Inteligencia. El examen me divirtió enormemente y... ¿sabe usted qué?... regresé a casa proclamado genio por la ciencia. No sé quién se sintió más abrumado, si mis antiguos maestros, que se negaron a creerlo, o mis parientes, que no quisieron creerlo: todo lo que querían que les dijeran era que yo era un simpático muchachito normal. ¡Ja, Ja! Pero, por lo que a mí tocaba, me sentía sumamente complacido. Empecé a escribir con un empeño tremendo: mi mente zumbaba la noche entera, todas las noches, y no creo que haya dormido realmente durante varios años. Cuando menos hasta que descubrí que el whisky me sosegaba. Usted preguntaba por los estímulos. La primera persona que me ayudó verdaderamente fue, cosa extraña, una maestra de inglés que tuve en la escuela secundaria, llamada Catherine Wood. Ella apoyó mis ambiciones en todas las for­mas, y siempre le estaré agradecido. Más tarde, desde el momento en que empecé a publicar, recibí todo el estímulo que cualquier persona podría desear, espe­cialmente de parte de Margarita Smith, encargada de la sección de textos narrativos de la revista "Mademoiselle"; de Mary Louise Aswell, de "Harper's Bazaar", y de Robert Linscott, de la editorial Random House. Ha­bría que ser un glotón, en realidad, para pedir mejor suerte de la que tuve al comienzo de mi carrera.

¿Esos tres editores que usted acaba de mencionar lo estimularon simplemente comprando sus trabajos o también lo ayudaron con sus críticas?

Bueno, no puedo imaginar que haya algo más estimulante que el hecho de que alguien le compre a uno sus trabajos. Yo nunca escribo -en verdad soy físicamente incapaz de escribir- nada que piense que no me pagarán. Pero, en realidad, las personas mencionadas, y algunas otras también, fueron todas ellas muy generosas con sus consejos.

¿Le gusta a usted algo de lo que escribió hace mucho tiempo tanto como lo que está escribiendo ahora?

Sí. Por ejemplo, el verano pasado leí mi novela "Otras voces, otros ámbitos" por primera vez desde que fue publicada hace ochos años, y en buena medida fue como si estuviera leyendo algo escrito por otra perso­na. La verdad es que soy un extraño para ese libro; la persona que lo escribió parece tener muy poco en común con mi ser actual. Nuestras mentalidades, nuestras temperaturas internas, son completamente diferentes. Pese a la torpeza de expresión, el libro tiene una intensidad asombrosa, un verdadero voltaje. Me da mucho gusto haber podido escribir el libro cuando lo escribí; de lo contrario nunca lo habría escrito. También me gustan algunos de mis cuentos, pero nada más.

Usted publicó un libro sobre el viaje de los artistas de "Porgy and Bess" a Rusia. Una de las cosas más interesantes en relación con el estilo es su insólita objetividad, incluso en comparación con los reportajes de los periodistas que han pasado muchos años consignando sucesos en una forma imparcial. Uno tiene la impresión de que esta versión debe de haber sido tan aproximada a la verdad como puede lograrse a través de los ojos de otra persona, lo cual es sorprendente cuando se considera que la mayor parte de la obra de usted se caracteriza precisamente por su carácter personal.

En realidad, no pienso que el estilo de ese libro, "Se oyen las musas", difiera notablemente de mi estilo novelístico. Tal vez el contenido, el hecho de que se refiere a sucesos reales, lo haga parecer así. Después de todo, es un reportaje directo, y al escribir reporta­jes uno se ocupa de la literalidad y las superficies, de la implicación sin el comentario. En el reportaje no se pueden lograr las profundidades inmediatas que pue­den lograrse en la literatura novelística. Sin embargo, una de las razones que me han movido a escribir reportajes es la de probar que podía aplicar mi estilo a las realidades del periodismo. Pero creo que mi método novelístico es igualmente objetivo: la actitud emocional me hace perder el control literario. Tengo que agotar la emoción antes de sentirme lo suficiente­mente clínico para analizarla y proyectarla, y por lo que a mí se refiere ésa es una de las leyes de la adquisición de una verdadera técnica. Si mi literatura novelística parece más personal es porque ella de­pende del área más personal y reveladora del artista: su imaginación.

¿Cómo agota usted la imaginación? ¿Se trata únicamente de pensar la historia durante cierto tiempo o hay otras consideraciones?

No, no creo que sea sólo cuestión de tiempo. Suponga que usted se pasa una semana comiendo sólo manzanas. Indiscutiblemente usted agota su apetito por las manzanas y sin duda alguna sabe cuál es su sabor. Cuando yo me pongo a escribir un cuento, tal vez, ya no siento ninguna hambre de ese cuento, pero considero que conozco perfectamente su sabor. Creo recordar haber leído que Dickens, a medida que escribía, se moría de risa con su propio humorismo y derramaba lágrimas sobre toda la página cuando uno de sus personajes moría. Mi propia teoría es que el escritor debe haber gozado su ingenio y secado sus lágrimas mucho, mucho antes de propo­nerse suscitar reacciones similares en un lector. En otras palabras, creo que la mayor intensidad en el arte en todas sus formas se alcanza con una cabeza dura, fría y deliberada.

¿Han sido escritos sus mejores cuentos o libros en momentos relativamente tranquilos de su vida o trabaja usted mejor debido a la tensión emocional o a despecho de ella?

Tengo la ligera sospecha de que no he vivido un solo momento de tranquilidad, a menos que cuente el que produce un nembutal ocasional. Aunque ahora, que pienso en ello, pasé dos años en una casa muy romántica en lo alto de una montaña en Sicilia, y supongo que ese periodo podría considerarse tran­quilo. Fue tranquilo, Dios lo sabe. Allí escribí "El arpa de pasto". Pero debo decir que un poco de tensión, como la que se deriva del empeño de acabar un trabajo dentro de un plazo dado, me viene bien.

¿Qué escritores han influido más en usted?

Que yo sepa conscientemente, nunca me he sentido bajo ninguna influencia literaria directa, aunque varios críticos me han informado que mis prime­ras obras están en deuda con Faulkner, Eudora Welty y Carson McCullers. Es posible. Yo soy un gran admirador de los tres, y de Katherine Anne Porter también. Pero no creo, cuando los examino cuidado­samente, que tengan mucho en común entre sí, ni conmigo, excepto que todos nacimos en el Sur. El momento ideal, si es que no el único, para sucumbir a Thomas Wolfe, es entre los trece y los dieciséis años. Wolfe me parecía un gran genio entonces, y todavía me lo parece, aunque ya no puedo leer una sola línea suya. Del mismo modo han muerto otras pasiones juveniles: Poe, Dickens, Stevenson. Los amo en el recuerdo, pero los encuentro ilegibles. Los entusias­mos que permanecen constantes son: Flaubert, Turguenev, Chéjov, Jane Austen, James, E.M. Forster, Maupassant, Rilke, Proust, Shaw, Willa Cather..., la lista es demasiado larga, así que la terminaré con James Agee, un hermoso escritor cuya muerte hace más de dos años fue una verdadera pérdida. La obra de Agee, por cierto, fue muy influida por el cine. Yo creo que la mayoría de los escritores jóvenes han aprendido y tomado mucho del aspecto visual, estruc­tural, de la técnica cinematográfica. Ese ha sido mi caso.

Usted ha escrito para el cine, ¿no es cierto? ¿Cómo le fue?

Me divertí de lo lindo. Cuando menos la única película que escribí me hizo gozar enormemente. Trabajé en ella con John Huston mientras la película estaba en proceso de filmación en Italia. Algunas veces escribía en el mismo set las escenas que estaban a punto de filmarse. Los actores parecían volverse locos; algunas veces el propio Huston no parecía saber lo que estaba pasando. No creo que un escritor tenga muchas posibilidades de imponerse en una película a menos que trabaje en íntima relación con el director o que él mismo sea el director.

¿Podría usted mencionar algunos de sus hábitos de trabajo? ¿Usa usted un escritorio? ¿Escribe a máquina?

Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté acostado, ya sea en la cama o en un diván y con un cigarrillo y café a la mano. Tengo que estar chupando y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, cambio de café a té de menta y de jerez a martinis. No, no uso máquina de escribir. No al comienzo. Escribo mi primera versióna mano con lápiz. Después hago una revisión com­pleta, también a mano. Esencialmente, me considero un estilista, y los estilistas son notoriamente proclives a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Las obsesiones de este tipo, y el tiempo que me quitan, me irritan hasta lo indecible.

Usted parece establecer una distinción entre los escrito­res que son estilistas y los que no lo son. ¿A cuáles autores llamaría estilistas y a cuáles no?

¿Qué es el estilo? ¿Y qué es, como pregunta el Zen Koan, "el sonido de una mano"? Nadie lo sabe realmente, sin embargo uno lo sabe o no lo sabe. Para mí, si usted me permite una pequeña imagen un tanto simplista, el estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, en mayor grado que el contenido de su obra. En cierta medida todos los escritores tienen estilo, pero la posesión del estilo, de un estilo, es a menudo un impedimento, una fuerza negativa, no como debería ser, y como es, pongamos por caso, en E.M. Forster, Colette, Flaubert, Mark Twain, Hemingway e Isak Dinesen: un refuerzo. Dreiser, por ejemplo, tiene un estilo... Y Eugene O'Neill. Y Faulkner, con todo lo brillante que es. Todos ellos me parecen triunfos sobre estilos fuertes pero negativos, estilos que no añaden nada realmente a la comunicación entre el escritor y el lector. Y también existe el estilista sin estilo, lo cual es muy difícil, muy admira­ble y siempre muy popular: Graham Greene, Maugham, Thornton Wilder, John Hersey, Willa Cather, Thurber, Sartre (recuerde usted que no estamos discutiendo el contenido), J.R Marquand, etcétera. Pero, sí, sí existe ese animal que es el no-estilista. Sólo que no son escritores; son mecanógrafos. Mecanógra­fos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos. Bueno, ¿quiénes son algunos de los escritores jóvenes que parecen estar enterados de que el estilo existe? P.H. Newby, Francoise Sagan, en cierta medida. Bill Styron, Flannery O'Connor... ¡ah, esa muchacha tiene algunos momentos extraordinarios! James Merrill. William Goyen... si dejara de ser histérico. J.D. Salinger, especialmente en la tradición del estilo coloquial. ¿Colin Wilson? Otro mecanógrafo.

¿Cree usted que el estilo por sí solo puede hacer que un escritor sea grande?

No, no lo creo... aunque, podría argumentarse: ¿qué le sucedería a Proust si lo separáramos de su estilo? El estilo nunca ha sido el punto fuerte de los escritores norteamericanos. Y eso a pesar de que algunos de los mejores estilistas han sido norteamericanos. Hawthorne fue un buen arranque para noso­tros. Y durante los últimos treinta años, Hemingway, por lo que al estilo se refiere, ha influido en más escritores en escala mundial que ningún otro escri­tor. En la actualidad, creo que nuestra propia seño­rita Porter sabe tan bien como cualquiera de qué se trata.

¿Puede un escritor aprender el estilo?

No, no creo que el estilo sea algo a lo que se llegue conscientemente, como tampoco llegamos al color de nuestros ojos. Al fin y al cabo, su estilo es usted. En última instancia la personalidad de un escritor tiene mucho que ver con la obra. La persona­lidad tiene que estar humanamente presente. Perso­nalidad es una palabra envilecida, ya lo sé, pero es lo que yo quiero decir. La humanidad individual del escritor, su palabra o su gesto frente al mundo, tiene que aparecer casi como un personaje que entre en contacto con el lector. Si la personalidad es vaga o confusa o meramente literaria, no sirve. Faulkner, McCullers son escritores que proyectan su personali­dad de inmediato.

¿Está un libro completamente organizado en su cabeza antes de que usted lo comience, o se desarrolla sorprendiéndolo a usted mismo a medida que lo escribe?

Las dos cosas. Yo tengo invariablemente la ilu­sión de que todo el desarrollo de un relato, su comienzo, su parte intermedia y su término, ocurren de manera simultánea en mi mente, como si lo viera en un solo relámpago. Pero en la elaboración y la redacción se producen sorpresas infinitas. Gracias a Dios que es así, porque la sorpresa, el sesgo repen­tino, la frase que se presenta en el momento preciso sin que se sepa de dónde viene, son el dividendo inesperado, el jubiloso empujoncito que mantiene activo a un escritor. Hubo una época en que yo usaba un cuaderno de apuntes en el que hacía esquemas de cuentos. Pero descubrí que eso marchitaba de algún modo la idea en mi imaginación. Si la idea es lo suficientemente buena, si de veras le pertenece a uno, entonces no se puede olvidar: lo acosará a uno hasta que la escriba.

¿Que porción de su obra es autobiográfica?

Una porción muy reducida, en realidad. Una parte pequeña es sugerida por incidentes y personajes reales, aunque todo lo que un escritor escribe es en cierto sentido autobiográfico. "El arpa de pasto" es lo único que he escrito tomándolo de la realidad, y naturalmente todo el mundo pensó que era inventado y se imaginó que "Otras voces, otros ámbitos" era una obra autobiográfica.

¿Tiene usted algunas ideas o proyectos definidos para el futuro?

Bueno, sí, creo que sí. Siempre he escrito lo que era más fácil para mí hasta ahora. Quiero intentar algo distinto, una especie de extrava­gancia controlada. Quiero usar más mi mente, usar muchos colores. Hemingway dijo una vez que cual­quiera puede escribir una novela en primera persona. Yo sé exactamente lo que él quería decir.

¿Cree usted que las críticas sirven de algo?

Antes de publicar, y siempre y cuando provengan de personas en cuyo juicio uno confíe, sí, por supuesto, la crítica ayuda. Pero después que algo es publicado, todo lo que deseo leer o escuchar son elogios. Lo que no lo sea me aburre, y le daré a usted cincuenta dólares si me muestra a un escritor que pueda decir honradamente que las majaderías o las opiniones condescendientes de los autores de reseñas le han servido de algo. No quiero decir que ninguno de los críticos profesionales merezca atención, pero pocos de los buenos reseñan sobre una base uniforme.

Usted ha sido citado en el sentido de que sus pasatiem­pos predilectos son "conversar, leer, viajar y escribir, en ese orden" ¿Lo afirma usted?

Creo que sí. Cuando menos, estoy bastante seguro de que la conversación siempre es lo más interesante para mí. Me gusta escuchar y me gusta hablar. Pero, bueno, muchacha, ¿todavía no se ha dado usted cuenta de que me gusta hablar?