27 de junio de 2008

Apostillas justicialistas (III). La sublimación de la corrupción

Cuando la Unión Cívica Radical asumió el gobierno tras la cobarde y atroz dictadura del Proceso de Reorganización Nacional, intentó revertir la delicada situación heredada con un programa económico tendiente a incentivar la producción industrial para reactivar el mercado de trabajo mediante la generación de empleo. Sin embargo, la escasa capacidad de maniobra con que contaba el nuevo gobierno frente a los organismos de crédito internacionales -que le imponían condiciones cada vez más gravo­sas en el marco de la crisis de la deuda externa- limitó las iniciativas eco­nómicas tanto del sector público como del privado.
Se pusieron en práctica una serie de planes de ajuste con el fin de estabilizar la economía, iniciando de esta manera un pacto con el capital concentrado. La pri­mera medida fue el Plan Austral, aplicado entre 1985 y 1988, que en sus inicios tuvo algunos éxitos relativos pero no logró sortear la persistencia inflacionaria, los bajos niveles de salario e inversión, y las complicadas posibilidades para el desarrollo económico en las que se combinaban las caídas de los precios internacionales para las exportaciones agropecuarias con el peso de la deuda externa. Ante el agra­vamiento de la crisis, se ensayó un nuevo paquete de medidas que a partir de 1988 se conoció como Plan Primavera. Contó con el apoyo de los "capitanes de la industria", principales beneficiarios de la estatización de la deuda en 1982, y de la Cámara Argentina de Comercio. De la vereda de enfrente se situaron otros sectores industriales ligados al mercado interno y a las economías regionales por un lado, y las entidades representativas de los intereses agropecuarios por el otro. Los dos elemen­tos centrales del plan fueron la devaluación y el manejo de la pauta cambiaria. Ambos componentes permitieron crear condiciones para que los grandes grupos empresarios se lanzasen a la especulación financiera, lo que desencadenó a principios de 1989 una fuerte crisis hiperinflacionaria que profundizó el proceso de transferencia de ingresos entre sectores de la sociedad argentina iniciado en 1975 con el peronismo.
La concentración del poder económico en los grupos dolarizados, la agudización de la crisis y la recesión productiva arrojó a millones de argentinos a la desesperación. La preocupación de la población por los efectos inflacionarios sobre sus ingresos y el inicio de una política de expulsión de personal y reducción salarial entre los empleados del Estado generaron tensiones que fueron aprovechadas por la CGT para desplegar una política de hostigamiento contra el gobierno que incluyó la realización de trece paros nacionales entre 1984 y 1988.
Los organismos financieros internacionales (en particular el FMI) pre­sionaron al gobierno sugiriendo políticas de ajuste del gasto público y aumento de la presión impositiva que permitieran saldos positivos en los ingresos del Estado para pagar los intereses de la deuda externa, que se había duplicado entre 1980 y 1989. Cuando en este último año estos organismos decidieron no seguir respaldando al gobierno, aumentó la especulación financiera y la fuga de capitales, hechos que desataron un proceso hiperinflacionario. Esto obligó al ade­lantamiento de la entrega del gobierno a quien en mayo de 1989 había ganado las elecciones, el dirigente peronista Carlos Menem, el que, si bien durante su campaña electoral había retomado viejas banderas del peronismo con un discurso fuertemente opositor a los ajustes y las privatizaciones, una vez en el gobierno se alineó con los grupos económicos más poderosos para aplicar el ideario neoliberal que iba en dirección opuesta a las promesas de campaña. El movimiento obrero, otrora "columna vertebral" del movi­miento peronista fue el más perjudicado por las políticas aplicadas.
Durante los dos primeros años del nuevo gobierno peronista, varios ministros se sucedieron sin éxito, determinando conducciones económicas erráticas que no pudieron siquiera dominar la inflación (que llegó a ser del 2.300% en 1990) mientras el salario mínimo real se redujo un 50% y las remuneraciones medias reales un 20%.
En el aspecto en el que sí se avanzó a poco de instalado el gobierno fue en la política de privatización de las empresas públicas. A fines de 1990 ya habían sido transferidos al sector privado los teléfonos y Aerolíneas Argentinas. Más tarde le siguieron los ferrocarriles, la petrolera YPF, los canales de televisión, los servicios de provisión de agua, luz y gas y otras empresas. También se hicieron cambios en el sistema previsional, instalándose un sistema de jubilaciones privadas. Esto implicó un reordenamiento de esas empresas, que dejó en la calle a buena parte de los trabajadores, muchos de ellos con varios años de servicio, y la expulsión de miles de trabajado­res del Estado, víctimas de las políticas de reducción del gasto público, que agravaron las condiciones del mercado laboral.
Con la llegada de un ex funcionario de la dictadura militar, Domingo Cavallo, al ministerio de economía a principios de 1991, se sancionó la Ley de Convertibilidad que estableció una paridad cambiaria de la moneda ar­gentina con el dólar estadounidense. Otro aspecto clave de la nueva política fue la desregulación económica interna, tanto en cuanto al mercado de trabajo con la llamada "flexibilización laboral" que implicó la pérdida de buena parte de los dere­chos de los trabajadores en beneficio de las empresas, como al mercado de capitales que pasó a gozar de todo tipo de libertades para ingresar y salir del país.
Estas políticas de liberalización comercial, reducción de derechos arance­larios y libre flujo de capital financiero favorecieron la inserción argentina en la economía mundial, por lo que la incidencia de la oferta internacional de productos sobre la economía interna agravó el ya débil nivel de competitividad de algunos sectores. Este proceso implicó también que los problemas económicos en lugares distantes del mundo repercutiesen inmediatamente sobre la economía argentina. Dos crisis, una en México a fines de 1994 y otra en Brasil en 1998, sacudieron a la Argentina provocando procesos recesivos con altísimos costos sociales.
Por otra parte, desde la llamada "crisis del petróleo" a comienzos de los '70, los grandes grupos económicos y los organismos internacionales como el FMI y el Banco Mundial habían comenzado a cuestionar las políticas sociales de los Estados capitalistas. Tales posturas pronto fueron adoptadas por el gobierno peronista que suscribió la idea de que la provisión estatal de servicios educativos o de salud era ineficiente y costosa.
En el terreno de la educación, se avanzó en el proceso de descentrali­zación que se había iniciado con la dictadura, cuando, al traspaso al ámbito municipal o provincial de los colegios primarios antes administrados por el Estado nacional, el gobierno peronista le agregó las escuelas medias y los institutos terciarios. Las dificultades se dieron por las limitaciones presupuestarias, que llevaron a un deterioro del servicio educativo y de los ya bajos salarios docentes, lo que trajo aparejado el crecimiento de establecimientos privados en los tres niveles educativos.
Los bajos presupuestos afectaron intensamente también al sistema de salud pública. La escasez de materiales sanitarios y medicamentos y el deterio­ro físico de algunos centros de salud puso en peligro la continuidad en la prestación del servicio de algunos hospitales. Al igual que lo sucedido en educación, en la década del '90 se dio una fuerte privatización de los servicios de salud, proliferando los sistemas de medicina prepaga, tanto como las clínicas y sanatorios privados. El resultado de todas estas leyes y decretos fue, en lo económico, una reducción de costos que benefició a las empresas sin que ello implica­ra mejoras en el nivel de inversiones además de una mayor subor­dinación del movimiento obrero a los intereses del capital y un aumento del control por parte de las empresas sobre la mano de obra.
La sociedad argentina sufrió en esta etapa una de las transformaciones más profundas de toda su historia, signada por el aumento de la pobreza, la creciente desocupación, la profundización de las diferencias sociales y la concentración de la riqueza y el poder. Las dificultades generadas en el mercado de trabajo trajeron apareja­das graves consecuencias sobre las condiciones laborales. De este modo, las ocupaciones temporales o discontinuas, el empleo "en negro", los ba­jos salarios, el aumento de la jornada de trabajo derivaron en una precarización del empleo y una creciente marginación social de magnitu­des inéditas.
Las condiciones de vida de la población decayeron de modo notable. Empeoró la situación de los sectores que ya tenían necesidades básicas insatisfechas, una situa­ción que se agravó por el retiro del Estado de las funciones "benefactoras", pero también se produjo un empeoramiento en sectores sociales que his­tóricamente habían gozado de ingresos suficientes para satisfacer sus necesidades. La aparición de los nuevos pobres provenientes de las clases medias y medias bajas fue otro cambio trascendente en la estructura social argentina. Más de la mitad de la población argentina quedó en uno u otro de estos segmentos de población.
En el otro extremo de la pirámide poblacional, sectores de altísimos ingre­sos aumentaron su capacidad de consumo, su poder y su "prestigio" social. De este modo, la fragmentación de la sociedad afectó significativamente al sistema político y provocó situaciones de grave tensión como pocas veces en la historia. La marginación a la que fue sometida la población de menores recursos -tanto materiales como culturales- dificultó su orga­nización sindical y política. La toma de decisiones del nivel más elevado del Estado quedó en grupos cada vez más limi­tados de la población.
Con el fin de obtener una renegociación en el pago de los intereses de la deuda exter­na, el gobierno peronista firmó un nuevo acuerdo con el FMI y propició el ingreso de la Argentina en el Plan Brady. Según las predicciones, las medidas adoptadas contribuirían a reducir el déficit fiscal y estimular la inversión privada, lo que provocaría una reactivación en el mercado de trabajo. Sin embargo, el resultado fue un aumento marcado de la tasa de desempleo. En ese escenario se desarro­lló la campaña electoral para los comicios de 1995 cuyo eje central fue la cuestión del desempleo. Los argumentos del gobierno buscaron explicar "el efecto no deseado del plan" como un resul­tado inesperado producido por factores coyunturales, como las repercusiones de la crisis mexicana, la mayor cantidad de gente que presionaba sobre los mercados laborales y la inmigración desde países vecinos. Frente a esto, la oposición de izquierda intentó se­ñalar que el aumento del desempleo era en realidad "un efecto previsto" en la reorganización del capitalismo argentino iniciada en 1976 por la dictadura militar y perfeccionada por el gobierno peronista, que logró disminuir la participación de los asalariados en la distribución del ingreso nacional.
Sin embargo, una porción mayoritaria de la ciudadanía argentina volvió a votar por el oficialismo. Este nuevo éxito del peronismo, confirmó una tendencia electoral favorable que venía desarrollándose sin fisuras desde la puesta en marcha del Plan de Convertibilidad. Por poco tiempo más se pudo encubrir la magnitud de la crisis; hacia el segundo semestre de 1997, la crisis económica llevó a la renuncia del ministro de economía. El nuevo titular -Roque Fernández- procuró la última ofensiva so­bre el sector público y la profundización de la ortodoxia neoliberal. En esas circunstancias, la ratificación del rumbo no demostró ser la estrate­gia más propicia para el futuro político del oficialismo. Así, en diciembre de 1999, llegó el fin de la tercera experiencia del peronismo en el gobierno. Sus secuelas fueron alarmantes: la corrupción hizo estragos en la dirigencia política, gremial y empresarial, e instaló la cultura de un individualismo que caló hondo en las prácticas sociales e institucionales de la república.