1 de enero de 2008

De señores feudales, vasallos y siervos

El estudio del feudalismo ha estado sometido a profundas contradicciones. Iniciado por la burguesía ascendente enfrentada a él, "ésta se esforzó en presentarlo como la edad de la irracionalidad, de la supersti­ción, del oscurantismo y de la barbarie, como un trágico error de la humanidad" -explica el historiador Pierre Vilar (1906-2003) en "Sur le féodalisme" (El feudalismo, 1985)-. "Esta concepción parece justa si se considera el feu­dalismo situado entre el 'equilibrio y la serenidad' del mundo clá­sico y la 'racionalidad' de la sociedad capitalista".
Pero este enfo­que sufrió un profundo cambio bajo el impacto de las in­vestigaciones dirigidas a esclarecer los orígenes del capitalismo, que han demostrado que -precisamente- la sociedad burguesa y el modo de producción capitalista, se han gestado en el seno de la sociedad feudal."El estudio del feudalismo, especialmente del feu­dalismo europeo-occidental, adquirió una importancia tras­cendental -afirma Charles Parain (1893-1984)-, porque en él se generaron las fuerzas de cuya expansión surgieron las actuales sociedades industriales". "Ahora bien -continúa el historiador en 'Les anciennes techniques' (Las técnicas antiguas, 1958)- el estudio del feudalismo es difícil, dada su enor­me multiformidad, habida cuenta de su falta de expresión legal, su falta de codificación, lo que ha dado lugar a la gran diversidad de formas de concebir este proceso social y también a la negación de su existencia. Sin embargo, bajo esta multiformidad del feuda­lismo persisten unos pocos rasgos típicos, que son los que expli­can su diversidad geográfica y su duración temporal".
Bien entrado el siglo X, persistía aún la crisis económica que se venía arrastrando desde el siglo anterior e incluso en ciertas zonas se acentuaba. La tie­rra seguía siendo la principal fuente de riqueza, pero la productivi­dad era escasa. El área cultivada era muy restringida, los instru­mentos de labranza rudimentarios y costosos, lo mismo que las bestias de carga y de trabajo; además, el mal estado de los caminos y la inseguridad elevaban el precio de los transportes, desalentando la acti­vidad comercial.Este panorama favoreció el estancamiento de la vida eco­nómica, que quedó reducida a los estrechos límites de cada domi­nio. Así, reyes y príncipes se trasladaban de una posesión a otra hasta agotar sucesivamente las provisiones que allí tenían almacenadas; pero la misma dificultad de las comunicaciones hizo que se almacenasen produc­tos en forma excesiva ante el temor de las malas cosechas y esos pro­ductos en muchos casos serían poco o mal aprovechados. Por otro lado, la escasa densidad de población y la falta de centros urbanos de im­portancia redujeron el consumo y no incitaban a aumentar ni a mejo­rar la producción. Además eran muchas las personas que, al emplearse como guerreros, no podían dedicarse a la producción, por lo que se percibía en el campo la falta de agricultores; de ahí la necesidad de tomar medidas para asegurarse cultivadores para las pocas tie­rras que se labraban en esos momentos.
Al transformarse los impuestos públicos en rentas señoriales se multiplicaron los peajes, pues cada señor trató de percibirlos en su propio provecho, lo que encareció enormemente el precio de las mercancías transportadas. De ese modo, a medida que se afirmaba el régimen señorial, el comercio entre territorios distantes se veía enormemente reducido en cantidad y calidad.
Los castillos levantados para contener a posibles invasores, eran con frecuencia nidos de bandidos con los que los mis­mos señores feudales sembraban la inseguridad de sus vecinos con sus rapiñas. Las guerras y las luchas señoriales iban siempre acompañadas de incendios y devastaciones impiadosas, pues ese era el mejor modo de arruinar al enemigo. Por supuesto que las clases rurales -innegablemente las más necesitadas- eran las más afec­tadas por estas calamidades inesperadas.
La vida urbana prácticamente había desaparecido del centro de Europa; las ciudades de la época eran pequeños re­cintos fortificados donde el señor o el obispo residía con su mi­núscula corte de servidores y los escasos artesanos que perduraban, trabajaban para cubrir las necesidades de aquéllos. Ante la inseguridad imperante, las gentes tenían una mayor necesidad de protección. Los pequeños propietarios, incapaces de llevar las armas, buscaron la protección de un poderoso, aun a costa de tener que hacerle en­trega de sus tierras, las que luego seguirían cultivando mediante el pa­go de una pequeña retribución, equivalente al precio de la protección que solicitaban. En cambio, si un individuo no tenía tierras, el señor le daba alimentos, vesti­dos y protección, a cambio de lo cual debía prestarle servicios persona­les. En ambos casos renunciaban prácticamente a su liber­tad.Por su parte, aquellos que se sentían inclinados al servicio de las armas se convertían en vasallos, dejando a salvo su libertad personal y consiguiendo de esa manera un medio para hacer fortuna, ya que el que disponía de las armas con su cortejo de vasa­llos, disponía también del poder. La sociedad feudal giraba en torno de la de­fensa: los labradores acudían en socorro de su señor con víveres y provisiones y los caballeros lo hacían con las armas.
"Las diferencias jurídicas entre las distin­tas clases sociales del período se reducían a tres, de acuerdo con sus profesiones: campesinos (los que aran), guerreros (los que luchan) y clérigos (los que oran) -continúa Pierre Vilar en la obra citada-. Los prime­ros, sean pequeños propietarios, renteros o siervos, están someti­dos a la justicia y explotación de otro, bien como señor territorial que es, bien por hallarse adscritos a la tierra. Consecuencia será la persistencia y aun incremento del señorío rural. Los caballeros, que gozan de exención económica, quedarán articulados dentro del sistema feudal. Los clérigos se deben a la Iglesia; son los úni­cos que forman una auténtica corporación, con sus leyes especiales".
El antiguo señorío rural, a partir del siglo IX tendió a fragmen­tarse para formar entidades señoriales menores. A ello contribu­yeron la constitución de feudos en la antigua villa, los repartos he­reditarios y las donaciones piadosas. En cambio, se acentuaron las atribuciones del señor rural sobre las gentes de su señorío: todos los hombres -libres o no- que habitaban en él, eran a la vez sus rente­ros y sus súbditos más o menos fieles.En el artículo "Les característiques generals de la societat féodal" (Caracteres generales del feudalismo, 1986), Charles Parain describe: "Y es que en el señorío confluyen, por su distinto origen, insti­tuciones diferentes: el señor puede ser sucesor de un conde carolingio, o de un subordinado suyo, de un inmunista o de un propietario alodial asimilable a inmunista. Así, los derechos del señor emanarán tanto de su condición de propietario como de las atri­buciones de carácter público que como antiguo funcionario o como inmunista le competían. Pero unos y otros derechos se entremez­clan de tal forma que no es fácil muchas veces separarlos, y así, los que sólo eran un tiempo grandes propietarios, ejercerán fun­ciones de carácter público sobre gentes que no habían recibido de ellos tierra alguna, o que incluso eran propietarios alodiales. El señor percibe las llamadas «banalidades», recuerdo de las atribuciones que para dictar órdenes y reglamentos tenía el funcionario o inmunista en su circunscripción o en su dominio".
Ejemplo de estos atributos eran los monopolios de hornos y molinos, la prohibición de vender el vino de cada cosecha antes de una fecha determinada, los dere­chos de justicia o el de acuñación de moneda, que se generalizó en el siglo X. Los campesinos debían realizar ciertas labores en provecho del señor, unas de carácter público, otras de carácter más privado, como dedicar ciertos días al cultivo de las tierras del señor. Por otro lado, sobre las gentes del señorío pesaba también el pago de ciertas cantidades en especie o en dinero, en las que no resulta fácil distinguir lo que tenían de renta por la tierra cultivada o de im­puesto público, sin contar una serie variadísima de exacciones y derechos fiscales, por la circulación de productos, su venta en el mercado, sucesión hereditaria, derechos de pastos, obligaciones militares, etc.
En conjunto, los ingresos del señor eran más o me­nos cuantiosos, según los distintos señoríos e inclusive -en ciertas ocasiones- podían no ser excesivos. Lo notable era la arbitrariedad con que se imponían y percibían, pues la regulación quedaba siempre al arbitrio del señor feudal.
Con la difusión del vasallaje, la idea de Estado tendió a esfumar­se. "El antiguo juramento de fidelidad, que todos los subditos de­bían prestar al emperador Carlomagno (747-814), ahora sólo se prestará al rey si se en­tra en vasallaje. -puntualiza Parain en el artículo mencionado- No hay, pues, súbditos, sino fieles o vasallos del rey, y vasallos de sus vasallos". Una nueva jerarquía feudal se produjo, en la que la antigua sumisión al Estado fue reem­plazada por las obligaciones, previamente pactadas, de hombre a hombre. En la cúspide de esta pirámide feudal estaban los reyes como señores de señores. Todos ellos, vasallos y señores, apare­cían ligados por mutuos juramentos de fidelidad y protección, frente al concepto de derecho público que suponía la obediencia directa de cada uno a quien ostentase la soberanía del Estado.
Si en un principio sólo podía jurarse fidelidad a un señor, la sed de beneficios hizo que desde fines del siglo IX se empezara a ad­mitir en Francia la multiplicidad de lazos de vasallaje. En Ale­mania, por su parte, el vasallaje múltiple no se generalizó hasta el siglo XI. "Una primera consecuencia de esta situación -prosigue Parain- fue la importancia creciente que adquirió el elemento real (beneficio o feudo) sobre el personal del vasallaje. La fidelidad del vasallo estará ligada no tanto a la fe y homenaje prestados como a que haya recibido o no feudo del señor, y la razón y medida de esta fidelidad se ha­llará en relación con la importancia y calidad del feudo recibido. Si antes el vasallo debía emplear todos los recursos del beneficio en servicio de su señor, e incluso en el siglo VIII era normal que se expatriara con su señor si éste lo requería, ahora los términos se han invertido, y es el beneficio recibido -o sea, el feudo- el que señalará la medida de las obligaciones del vasallo respecto a cada uno de los señores". Por esta razón, desde el siglo XI se admitió tam­bién que el vasallo pudiera romper sus compromisos haciéndolo sa­ber en forma solemne y renunciando al feudo recibido.
"La hereditariedad del feudo tiende -finaliza Parain- a desvincu­lar al vasallo de su señor. Si bien es verdad que el homenaje e investidura deben renovarse a cada cambio de señor o de vasallo, de hecho el nuevo titular ya no se considera tan ligado al señor, no hay entre ellos una relación tan personal como la que hubo entre quienes anudaron la primera relación de vasallaje; se pretenderá que suceda en el feudo el hijo primogénito, aunque sea menor, o la mujer, como ya ocurre en Francia desde fines del siglo X".
Posteriormente, el derecho feudal estableció sobre estos aspectos una regulación muy completa y diversa según los países.