11 de noviembre de 2007

Lavoisier. El aire, la combustión y la guillotina

El padre de la química moderna, Antoine Laurent de Lavoisier, nació en París el 26 de agosto de 1743. Orientado por su familia en un principio a seguir la carrera de derecho, recibió una magnífica educación en el Collége Mazarino, en donde adquirió no sólo buenos fundamentos en materia científica, sino también una sólida formación humanística.
Lavoisier ingresó luego en la facultad de derecho de París, donde se graduó en 1764, por más que en esa época su actividad se orientó sobre todo hacia la investigación científica. En 1766 recibió la medalla de oro de la Academia de Ciencias francesa por un ensayo sobre el mejor método de alumbrado público para grandes poblaciones. Con el geólogo Jean Etienne Guettard (1715-1786), confeccionó un atlas mineralógico de Francia. En 1768 presentó una serie de artículos sobre análisis de muestras de agua, y fue admitido en la Academia, de la que fue director en 1785 y tesorero en 1791.
Lavoisier había realizado una revolu­ción química, descubriendo el estado gaseoso de otros cuerpos además del aire, por entonces considerado como cuer­po simple; fijando el aire por la calcinación del estaño y por la combus­tión del azufre y del fósforo, sepultó la falsa teoría de la logística o sustancia del fuego y encontró la composición del aire en oxígeno y azoe, explicando satisfactoriamente la combustión y, a la vez, la formación de los óxidos y de los ácidos, lo que coronó su formi­dable obra, la teoría de la combustión animal.
Pero Lavoisier era un ciudadano de ideas liberales y uno de sus propios empleados lo denunció ante el tribunal revolucionario de Francia. Así fue como cierto día, con otros vein­tisiete condenados a muerte, tuvo que atravesar en un carromato las calles furiosas del París del terror. Poco antes le había escrito unas líneas a su amigo Augez de Villers: "Adiós. He tenido sobre la Tierra una carrera bastante larga, muy dichosa, sobre todo, y creo que mi recuer­do será acompañado de algún sentimiento y acaso alguna gloria. ¿A qué más se puede aspi­rar? Los acontecimientos me evitan, segura­mente, los inconvenientes de la vejez: moriré de una vez, y ésta es una ventaja que puedo añadir a las muchas que me tocaron. Si ahora siento algo, es el no haber podido hacer más por mi familia: el ser tan pobre que no puedo dar, tam­poco a usted, un testimonio palpable de mi fide­lidad y reconocimiento. Le escribo hoy por­que mañana no podré hacerlo y porque es un dulce consuelo para mí ocuparme en usted y en las personas que me son amadas en estos últi­mos momentos. No olvide decir a los que por mí se interesan que esta carta va para todos, por­que es la última que puedo escribir".Dos veces silbó la guillotina, dos cabe­zas rodaron, y el tercer ejecutado fue monsieur Paulze, el suegro de Lavoisier. El vio el familiar degüe­llo sin inmutarse, y acto seguido -silencioso y digno- puso su cue­llo desnudo bajo la cuchilla. Era el 8 de mayo de 1794. Esa misma noche, el conde Luis Lagrange (1736-1813), astrónomo y matemá­tico, comentó en rueda de amigos: "Su cabeza cayó en un instante: pero cien años no bastarán para que aparezca otra semejante".