27 de octubre de 2007

De la sabiduría de las hetairas

Hay ciertas corrientes feministas que consideran el ser esposa y madre de familia como el oficio más antiguo del mundo. Otros, consideran que el primer oficio del mundo fue el de agricultor puesto que Adán, al ser expulsado del Paraíso, tuvo que ocuparse de labrar la tierra por orden de Dios. Más exacto sería -si nos remitimos a las leyendas bíblicas- suponer que el primer oficio fue el de sastre, pues el Génesis, capítulo 3, versículo 21, dice: "Luego hizo Yahveh Dios al hombre y su mujer unas túnicas de piel y les vistió", antes de expulsarlos del Edén. Sin embargo, popularmente el oficio más antiguo del mundo es el de la prostitución.
Es curiosa la idea que de la prostitución se tiene en el Antiguo Testamento. En el Eclesiastés se dice: "No te entregues a prostituta para que no disipes tu patrimonio", lo que nos da una idea muy pragmática y materialista del tema. Es cierto que poco después se afirma: "Toda mujer que es prostituta será hollada como estiércol en el camino", pero esto es más una constatación que una repro­bación. El teólogo Herbert Haag (1915-2001) en su "Diccionario de la Biblia" (1966) afirma que "el comercio sexual con mujeres, por dinero, era corriente en Israel. Los padres no tenían reparo en prostituir a sus hijas aunque la ley prohibía semejante práctica porque esta prohibi­ción quizás afectara únicamente a la prostitución cultural. Los relatos testamentarios no inducen a pensar que los israeli­tas tuvieran por especialmente censurable la conducta de estas mujeres. En cambio, el Antiguo Testamento reprende sin reservas a las mujeres -y a los hombres- que se prostituyen en los santua­rios en honor de los dioses".
Estos últimos -hombres y mujeres- eran llamados "hieródulos", que en los san­tuarios de Isis e Istar en Egipto y Babilonia, pero principalmente en los santuarios de Astarté de los cananeos, se dedicaban a la prostitución religiosa en el templo. Los muchachos recibían, por sus servicios, limosnas para la diosa; y las muchachas, ya sea por los caminos como en los santuarios mismos, recibían dinero que ofrecían al santuario.
La prostitución se caracterizaba- y se caracteriza- espe­cialmente por su carácter mercenario. Sólo por extensión puede aplicarse a la mujer que se acuesta con varios hombres. Si no re­cibe compensación económica, directa o indirectamente, no debe llamarse prostituta.
En la epopeya de Gilgamesh (la narración escrita más antigua de la historia, sumeria en su origen), el protago­nista es dos tercios dios y un tercio hombre y el relato de sus aven­turas comienza con las quejas de los habitantes de Uruk contra él: "Su lubricidad no respeta a las vírgenes, ni a las hijas de los guerre­ros, ni a las esposas de los nobles", dicen. La diosa Aruru para combatirle crea a Endiku, un monstruo contra el que Gilgamesh se ve impotente. Este, para terminar con él, le envía una prostituta que se acuesta con Endiku durante seis días y siete noches, después de lo cual, como no podía ser menos, el pobre Endiku queda agotado. Cuando recobra los sentidos la prostituta "conduciéndole como una madre", le enseña a convivir con los humanos.
En Babilonia el ser prostituta no era ninguna deshonra. En tiempos de Hammurabi -hacia 1750 a.C.- en los templos había cortesanas que servían de intermediarias entre los fieles y la divinidad. Se cree que esta prostitución sagrada tenía su origen en los ritos prehistóricos de la fecundidad.
Mil años después, el historiador griego Heródoto de Halicarnaso (484 a.C.-425 a.C.) escribió: "Toda mujer del país debe, por lo menos una vez en su vida, ir al templo y entregarse a un desconocido. No puede volver a su casa hasta que un hombre haya depositado una moneda de plata en su regazo y se la haya llevado a acostarse con él. La mujer no tiene derecho a escoger, tiene que seguir a quien le ha dado la moneda. Cuando ella se ha acostado con él, ha cumplido ya su de­ber para con la diosa y puede volver a su casa. Las mujeres hermo­sas pueden volver en seguida a su casa, pero las feas o mal formadas deben esperar mucho tiempo antes de poder cumplir con las obligaciones impuestas por la ley. Algunas, tres o cuatro años".
Las prostitutas sagradas estaban clasificadas como "harimtu" (cortesana semisagrada), "gadishtu" (sagrada) y la "ishtaritu" (consagrada a la diosa Istar). Un refrán babilónico decía: "No te cases con una harimtu pues son innumerables sus maridos, ni con una ishtaritu pues está reservada a los dioses". La ley ordenaba que una prostituta no podía llevar velo ni cu­brir su cara como las demás mujeres, ni tampoco podía cubrirse la cabeza.
La creencia en una Divina Madre, creadora de todo lo existente, era general en el Antiguo Oriente. Se la suponía, en algunos casos, anterior a cualquier dios masculino. Eso recuerda la tendencia de algunas iglesias protestantes, la mayor parte de ellas norteame­ricanas, las que predican que Dios es un ser andrógino. En un congreso mundial de Iglesias, que se celebró en Berlín Oeste en 1974, un teólogo estadounidense sos­tuvo la teoría de que el nombre Elohim dado a Dios en la Biblia, se componía del nombre de una diosa Eloh, y del sufijo masculino plural hebreo him, mientras que Yahveh (que se traduce habitualmente como Jehová), derivaba de una diosa antigua de Samaria. Por su parte, Emmeline Pankhurst (1858-1928), una de las fundadoras del movimiento sufragista británico, decía a sus seguidoras: "Ruega a Dios. Ella te ayudará".
Un texto griego atribuido al orador y político ateniense Demóstenes (384 a.C.-322 a.C.) dice: "Las hetairas sir­ven para proporcionarnos placer, las concubinas para nuestras necesidades cotidianas y las esposas para darnos hijos legítimos y cuidar la casa". Estas distinciones muestran la diferencia y la consideración con que eran tratadas las prostitutas en la antigua Grecia. Una de ellas, Metiké de nombre, fue llamada "clepsidra" porque utilizaba su reloj de agua -clepsidra- para medir el tiempo que dedicaba a cada cliente. Las hetairas, bellas, inteligentes y cultivadas eran muy consideradas entre los griegos, lo que hace suponer que, a me­nudo, el éxito de una mujer, pública o no, depende no tanto de sus cualidades físicas como de su inteligencia, su talento y su modo de comportarse. Ternura, cariño, comprensión, reales o fingidos, cautivan más a los hombres que la belleza corporal. Las hetairas sometían a los hombres por todo aquello que los maridos prohi­bían a sus esposas. Sabían leer y escribir, cultivaban la compañía masculina y alegraban los banquetes en los que las legales compa­ñeras de los maridos estaban excluidas.
Las concubinas, en cambio, no tenían ni la consideración de las hetairas ni el rango social de las esposas y terminaban, las más de las ve­ces, vendidas a un burdel cuando sus amos se cansaban de ellas. (La palabra burdel deriva del catalán bordell y éste de bord, bastardo. Bordell significaría entonces, el lu­gar en donde se engendraban bastardos).
En Roma, las prostitutas eran llamadas "meretrices" (quere corpore merent), cuyo nombre se ha conservado en castellano; "palam" (sin elección, es decir que tiene que aceptar a todo el que paga); "scortum" (pellejo) o "lupa" (loba, porque aullando como estos animales llamaban a sus posibles clientes). De esta última deriva la palabra lupanar, como sinónimo de burdel. También se las llamaba "togata" por­que debían vestir la toga en vez de la "stola" propia de las matronas decentes.
Las prostitutas eran consideradas como custodias del honor de las familias. El poeta lírico y satírico Horacio (Quintus Horatius Flaccus, 65 a.C.-8 a.C.) cuenta que el estadista romano Catón el Viejo (Marco Porcio Catón, 234 a.C.-149 a.C.), viendo sa­lir de un lupanar a un joven conocido suyo le dijo: "Bien hecho, aquí es donde deben venir los jóvenes cuando el deseo hincha sus venas, en vez de palpar las esposas de los otros". El filósofo moralista Lucio Anneo Séneca (Lucius Annaeus Seneca, 4 a.C.-65 d.C.) en su diálogo "Sobre la brevedad de la vida" (probablemente escrito en al año 55 de nuestra era), pone en boca del defensor de un joven las siguientes palabras: "No ha pecado en nada, que ame a una meretriz es natural; es joven, ten un poco de paciencia: se enmen­dará y se casará".
La emperatriz Valeria Messalina (17 d.C.-48 d.C.) tenía alquilada una celda en uno de los lupanares más miserables de Roma. En la puerta de su celda figu­raba su nombre de guerra, Lycisca, y allí recibía a todos los hom­bres que podía prostituyéndose sin despreciar a ninguno. Al alba re­gresaba al palacio "cansada pero no saciada", como dice el historiador y biógrafo romano Suetonio (Caius Suetonius Tranquillus, 69 d.C.-140 d.C.). Los lupanares estaban regenteados por un leno -de allí la palabra lenocinio como sinónimo de prostitución-, quien cuidaba el orden y cobraba a los clientes si las mujeres eran esclavas; si eran libres cobraban ellas y daban su comi­sión al leno. Las celdas en donde se acostaban se llamaban fórnices (arco, bóveda) -de donde viene el verbo forni­car- porque estaban situadas muchas veces bajo las bóvedas y arcadas de algunos monumentos públicos, como el circo, el anfitea­tro, los teatros o el estadio.
El cristianismo osciló, desde sus orígenes, entre Eva y la Virgen María. La primera era el origen del pecado y la segunda la suprema virtud. Entre las dos se encuentra María Magdalena.
Aunque el Evangelio no lo dice, se atribuyó a María de Magdala el episodio de la pecadora que se postró a los pies del Señor. Es aquélla a quien Jesús dice: "Mucho te será perdonado porque has amado mucho".
En toda la Edad Media este oficio fue objeto de múltiples orde­nanzas, leyes y decretos. No podían vestir como las demás muje­res, sino en forma tal que se distinguiesen de las damas llamadas honestas. Los vestidos cambiaban según el lugar y la mayor parte de ellas llevaba depilado el pu­bis, producto de una costumbre judía y musulmana. Las prostitutas, por ley, debían ir más cubiertas y más honesta­mente ataviadas.
En toda Europa se cuidó de reglamentar los burdeles: Luis IX rey de Francia (1214-1270), Alfonso X, rey de Castilla y León (1221-1284) y Alfonso XI de Borgoña (1311-1350) entre tantos otros, dictaron normas y más normas para el ejemplar regimiento de las prostitutas.
En el siglo XIII empezó a usarse la palabra "puta". Según el filólogo y romanista Joan Corominas (1905-1997), autor del "Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico", la palabra deriva del italiano "putto", niño, que hoy se usa casi exclusivamente como término artístico para designar los niños pintados, grabados o esculpidos que se encuentran en algunas obras de arte. No tenía en principio otro valor que el de designar a una mujer que ejercía la prostitu­ción. Los términos latinos "putare", "putavi", "putatum", proceden de un vocablo griego, "budza", que significaba "sabiduría" hacia el siglo VI antes de Cristo.